Capítulo XI

Cruz Roja Española

Calle de Pablo Iglesias

Madrid

8 de mayo de 1935

XI

Zoe preguntó por Max Wiss en recepción.

El despacho al que el ordenanza la invitó a entrar olía a medicina y a lejía, la mesa de escritorio necesitaba una sustitución inmediata, o por lo menos un tratamiento intensivo para la carcoma, y su aspecto en general era bastante descuidado, lo que chocaba con la excelente presencia que tenía aquel hombre.

—Ah sí, Zoe, disculpe, casi había olvidado la cita. —Se retiró unas diminutas gafas redondas enmarcadas en oro y las dejó sobre la mesa por encima de los papeles con los que estaba trabajando, eso sí, perfectamente centradas. Se incorporó de su silla y le estrechó la mano.

—Espero no haberme equivocado de hora.

—No sé ni en qué día vivo, perdone. —Sus ojos buscaron un reloj de mesa—. ¡Uff…, si ya son las doce! ¡Qué tarde es!

Zoe, que apenas conseguía contener sus nervios, recibió sus comentarios con inquietud. Estaba claro que no parecía demasiado entusiasmado con su presencia.

—Siéntese, por favor. —Le acercó una silla—. Como le avancé en la embajada, la señora Welczeck insistió mucho en que tuviéramos esta entrevista, a pesar de no coincidir demasiado su perfil con el que tenía pensado para este puesto. El que esté hoy aquí se lo debe a ella y a su marido, el embajador.

—Siempre han sido encantadores conmigo. Es verdad —contestó, con la moral bastante hundida.

—Perdone mi descortesía, ¿desea algo de beber? ¿Un café?

Zoe se lo agradeció, pero pensó que, con el nudo que tenía en la garganta en esos momentos, pretender tragar algo iba a ser, como poco, un acto de imprudencia. Se estiró la falda y cruzó las piernas a la espera de sus preguntas y de que le explicara el trabajo.

El suizo sacó una carpeta de un cajón. Zoe tuvo tiempo de observar la etiqueta en su portada: Proyecto de unidad canina de socorro y atención sanitaria para la Cruz Roja Española. Una sacudida de emoción le recorrió la espalda.

—Bien, le cuento rápidamente las características del trabajo, y luego pasaré a preguntar sobre usted. —Zoe asintió anhelante—. Mi objetivo, y la razón de venir a Madrid, es establecer en España un equipo de servicio para el rescate de heridos, búsqueda de personas y botiquín, en situaciones de emergencia, aunque integrado por perros. En otros países ya lo hemos implantado y está funcionando, sobre todo a raíz de la Gran Guerra. Pero como España, al igual que hizo mi país, se mantuvo neutral, han sido necesarias las revueltas de Asturias para constatar que seguramente muchos heridos murieron por no ser encontrados a tiempo, dado el difícil escenario de montaña que caracteriza a esa región. —Zoe pensó en su marido Carlos, pero no le pareció el mejor momento para sacarlo a colación. Siguió escuchando—. Ha sido la Cruz Roja Española la que solicitó hace unos meses a nuestra central en Suiza poner en marcha este tipo de unidad. Y como tengo experiencia en ese cometido, pues ya son tres los países donde lo he hecho, me encargaron la tarea.

La expresión de Zoe no podía disimular su ilusión. Quizá él se dio cuenta de ello porque, de no ser así, no habrían tenido ningún sentido sus siguientes comentarios.

—Usted no es la única aspirante a este trabajo, como puede imaginar. Con la suya cierro la rueda de entrevistas, y tengo candidatos muy interesantes, mucho. No se lo han puesto nada fácil, créame. Pero, en fin, sigo contándole. —Zoe recibió sus últimas palabras como un jarro de agua fría. Pero no se dejó vencer; todavía estaba a tiempo de convencerlo—. Aún no tenemos los perros aquí, ni siquiera una ubicación definitiva para el futuro centro de cría y adiestramiento, pero he decidido que sean pastores alemanes. El trabajo con ellos requiere mucha determinación y energía. Por eso necesitaré a un hombre, perdón, a una persona que sea capaz de organizar y dirigir a un equipo de colaboradores, quizá no muy numeroso al principio, pero sí cualificado. Ayudaría mucho que tuviera conocimientos previos de etología canina, así como experiencia en el manejo de colectivos animales o por lo menos una demostrable habilidad con ellos.

Siguió enumerando los puntos principales del perfil que buscaba, esta vez leyéndolos de un papel. Zoe lamentó el poco interés que parecía poner en ello, deseó que solo fuera por haberlo tenido que repetir varias veces antes, y esperó a su turno de preguntas.

—Y bueno…, pues eso es todo. —Cerró la carpeta donde tenía las encuestas de los demás candidatos y la miró con gesto de querer terminar pronto—. Ahora que sabe lo que busco, dígame por qué debería elegirla a usted.

Apoyó las dos manos en la mesa, una sobre otra, y buscó sus ojos intimidándola. Zoe ordenó en décimas de segundo sus ideas y empezó.

—Hablo alemán como si fuera nativa. El francés es mi segunda lengua porque mi madre era francesa y lo perfeccioné en el colegio. Tengo veintitrés años, dos años de estudios en la Escuela de Veterinaria, mi padre es veterinario, he vivido con perros desde que nací y creo que he desarrollado una especial capacidad para entenderlos. A todo lo anterior le sumo que soy viuda y que necesito trabajar. Me veo capaz de afrontar cualquier reto, por difícil que este sea, y su proyecto me parece fascinante. Es verdad que carezco de experiencia en dirigir equipos, pero no me asusta la idea. Ah, y adoro aprender.

Las únicas aportaciones que Max hizo a su discurso fueron: «Ya…», «Eso está bien», o «¡Qué interesante!». Aunque sonaron bastante poco convincentes. A Zoe no se le escapó el detalle.

—¿Tiene alguna pregunta más que hacerme? —El hombre empujó su silla hacia atrás dispuesto a levantarse y a dar por terminada la entrevista.

—Bueno, en realidad… creía que usted me las haría.

—Sí, sí, claro. Pero, por mi parte, pienso que ya he averiguado todo lo que necesitaba saber.

Zoe se vio obligada a ponerse de pie, pero no pensaba rendirse.

—Créame, se me dan muy bien los perros.

—Por supuesto, claro —respondió él, decidido a despedirla.

Ella se dio cuenta de lo patético de su comentario, pero no le pareció suficiente motivo para dejarlo ahí.

—Déme una oportunidad. ¡Se lo ruego!

Max abrió la puerta de su despacho y contestó con cortesía.

—Señora, lo siento. Pero me temo que ya tengo a un candidato al que con bastante seguridad le daré el trabajo. La verdad es que lamento decírselo de este modo, porque parece usted una persona muy capaz e íntegra, pero aun así…

Un velo de profunda decepción recorrió la mirada de Zoe al escuchar aquello.

—Entiendo. ¿Y como colaboradora de esa persona a la que ha elegido?

Imaginó que su pregunta podría sonar desesperada, pero a esas alturas le daba todo igual.

—Puede ser, por qué no. Ya le avisaremos en todo caso. Gracias por venir. —Le extendió la mano—. Y por supuesto le deseo lo mejor.

Cuando vio cerrarse la puerta del despacho, Zoe se quedó parada frente a él completamente frustrada. Después del nefasto resultado de la entrevista dudó si sería oportuno hablar con Julia para que sus padres presionaran al suizo, o sería mejor dejarlo como estaba. Apenas había tenido tiempo de defender su candidatura. El esquema de presentación que tan bien había pensado, él se lo había desordenado por completo y no había podido transmitir ni sus capacidades ni sus méritos. Aunque quizá los estuviera sobrestimando y en realidad no fueran tales.

Repasó mentalmente toda la conversación. Se arrepintió de no haber sido más convincente, dedujo que su condición de mujer había podido ser uno de los inconvenientes, y después empezó a hundirse. Primero lentamente, y al cabo de un rato hasta los límites más profundos y oscuros.

Caminó cabizbaja por los pasillos con la impresión de que no solo había perdido una increíble oportunidad, sino su última esperanza de salir del atolladero en el que se encontraba. Encogida por su negra realidad a la que no veía solución, y sin ni siquiera saber qué iba a hacer al día siguiente dentro de su desquiciante búsqueda de ingresos, al salir del hospital vio un cartel en el que se solicitaba personal de limpieza. Lo dejó atrás. Pero no había dado diez pasos cuando lo pensó mejor y se dio media vuelta. No sería un trabajo para enorgullecerse, y menos después del otro que había llegado a saborear, pero a esas alturas de su declive económico tenía que afrontar cualquier posibilidad.

Tan solo media hora después, de nuevo en la calle, se sintió mucho mejor.

Cien pesetas al mes no eran gran cosa, pero con ellas, después de pagar setenta a su casera, podría seguir siendo autónoma y al menos no iba a necesitar cobijo en casa de sus amigas. El trabajo era duro, o mejor dicho durísimo. Quizá por ese motivo se lo habían asignado con solo interesarse en él. Porque el cartel, en realidad, no decía toda la verdad. Era cierto que buscaban una persona para la limpieza, pero no solo de suelos y ventanas como daba a entender. La mitad de su tiempo tendría que dedicarlo a hacer lo propio con enfermos, ancianos y tullidos. Una tarea que a nadie le gustaba y por la que estaban dispuestos a pagar. De todas maneras, Zoe quiso creer que la experiencia clínica con su padre, aunque hubiera sido con animales, también había pesado sobre la decisión final de la entrevistadora.