Capítulo VII

Calle Barquillo, 23

Madrid

29 de abril de 1935

VII

Zoe dobló el diario ABC del día anterior por la sección de Bolsa de Trabajo. Se encontraba sentada en una silla, dentro de la oficina que viajes Carco tenía abierta en aquella céntrica calle, esperando a ser recibida por su director.

Miró la hora. Habían pasado diez minutos de las doce y media, y el amable empleado que la había recibido acababa de comentar que llevaban un poco de retraso con las entrevistas. Se levantó para buscar la máquina que despachaba agua fría y se sirvió un vaso.

Llevaba dos semanas viviendo en la casa de Tetuán y a primera hora de esa mañana había logrado huir de su noveno intento de conseguir trabajo, cuando al responder a un anuncio donde se requería una profesora de español para un extranjero venido a Madrid, lo que se encontró fue a un hombre de negocios alemán, de aspecto correcto pero intenciones ambiguas, que deseaba practicar alguna cosa más que el idioma de Cervantes. Zoe tardó poco en constatarlo, cuando los ojos del hombre no parecían cansarse de viajar desde sus piernas a sus pechos, y a la inversa. Y lo lamentó, porque el sueldo era interesante y las horas de trabajo no excesivas. Si aguantó a escuchar todas sus condiciones fue solo por cortesía o quizá por su imperiosa necesidad económica, porque cuando el hombre empezó a explicar que el horario sería de nueve a once de la noche, y que quizá necesitase tenerla hasta más tarde para recibir un trato intensivo, a Zoe le sonó tan mal la propuesta que se descartó ella misma para el trabajo. Una vez más, aquel despreciable tipo la había hecho dudar si los hombres eran capaces de ver en la mujer algo más interesante que su cuerpo.

Los primeros tres días de su nueva vida se los había pasado sin salir de la habitación, hundida en sus problemas, sin buscar trabajo y sin ganas de pelear por otra cosa que no fuera acomodar la dura almohada para apoyar mejor la cabeza.

Pero al cuarto salió, compró tres periódicos y decidió afrontar la realidad.

—Señorita, acaba de entrar la candidata que estaba citada antes que usted, por lo que calcule unos quince minutos más. —El joven y dispuesto empleado sonrió de forma aséptica. Zoe, aunque imaginó la cantidad de personas a las que les habría dicho lo mismo, se lo agradeció, y para aligerar la espera se dedicó a hacer balance de sus intentos laborales.

Hasta el momento había probado sobre todo trabajos como secretaria, dado que siendo mujer eran los más ofertados. Pero tenía un grave problema; sus conocimientos de taquigrafía eran nulos y su velocidad a la máquina de escribir no estaba a la altura de lo que las empresas exigían. Decepcionada por sus escasas posibilidades, había probado otras ofertas como dependienta de comercio. Lo hizo en una carnicería bastante alejada del centro, en una bodega y hasta en una pescadería. Pero en todas las ocasiones la descartaban a la primera de cambio, y no acertaba a saber por qué. Pensó que tenía que ver con su aspecto en general, o quizá con sus manos poco trabajadas.

Abrió el bolso para buscar el monedero. Habría contado no menos de cien veces el dinero, pero lo hizo una más. Le quedaban doscientas cuarenta pesetas. Calculó que con su actual nivel de gasto tendría para un mes y medio o quizá dos, lo que le produjo un renovado agobio.

«Si sigo pensando en esas cosas, lo único que voy a conseguir es ponerme más nerviosa», razonó en silencio.

Se concentró en la entrevista que iba a hacer. En otras ocasiones le había venido bien repetirse una y otra vez, antes de entrar a la prueba, cuáles eran sus mejores aptitudes. Tenía comprobado que casi todos se lo preguntaban, y daba buen resultado cuando las exponía con agilidad y convicción. Decidió hacer lo mismo con la que se iba a enfrentar, enfatizando su destacada capacidad de trabajo, su alta responsabilidad y desde luego el manejo de idiomas. Porque era de prever que, para una agencia de viajes, poder hablar de un modo fluido en alemán o en su francés materno supondría un mérito importante.

La puerta del despacho donde se celebraban las entrevistas se abrió. Por ella salió una chica de aspecto más bien soso, expresión tímida y gesto huidizo. Tras ella lo hacía un hombre de agradable planta y sonrisa franca, seguramente el dueño de la agencia, quien al despedirla no tuvo el menor reparo en hablar en voz alta.

—Dé recuerdos a su padre, y por supuesto le puede avanzar que estaremos encantados de tenerla trabajando con nosotros a partir del próximo lunes. A ver si un día de estos me paso por el ministerio para saludarlo.

La chica sonrió sin demostrar demasiado interés y se despidió ofreciéndole la mano. Al pasar al lado de Zoe se miraron. Estaba claro que allí no tenía nada que hacer. Recogió su bolso del suelo, se estiró la falda y, sin despedirse del entrevistador que en ese momento la llamaba, tomó la puerta de salida y se fue.

Con el ánimo por los suelos, Zoe recibió el frescor de la calle mientras doblaba la esquina en Prim para bajar hacia el paseo de la Castellana en dirección a Serrano, donde tenía su siguiente entrevista. Una cita que le había costado mucho concertar al tratarse de un trabajo que hasta entonces había descartado. Pedían una doncella que lavara y supiera corte, para una vivienda ubicada en el número diecinueve. Aparte del escaso atractivo de aquel cometido, el problema eran las dos horas que tenía por delante antes de presentarse en la casa, al haberse saltado la entrevista anterior. Decidió caminar hacia la puerta de Alcalá, para dar un paseo por el parque del Retiro, bendecida por la agradable temperatura.

La aristocrática calle Serrano reflejaba sus lujos tanto en sus viandantes como en los vehículos aparcados. Zoe no era una experta en marcas ni modelos de coches, pero reconoció dos Hispano Suiza, un Delahaye y un fabuloso Lincoln de color corinto. Las mujeres vestían la nueva moda de primavera con faldas plisadas en tonos suaves y predominancia del amarillo, sombreros con gran aparato floral y bolsos a juego. Y los varones lucían impecables trajes de corte inglés, bastón negro y sombrero. Al paso de varias boutiques, a Zoe le llamó la atención una en especial, dedicada en exclusiva a los bebés. Se detuvo unos minutos en su escaparate para admirar la variedad y buen gusto de la ropita expuesta, los maravillosos cochecitos y las tronas, como también la gama de juguetes que sin duda harían feliz al niño más exigente.

Tan solo unos pasos más adelante le crujieron las tripas al cruzarse con una aromática pastelería. No había desayunado nada y aunque fuese mediodía no se podía permitir comer fuera. Además era consciente de que cualquier restaurante en aquella zona tenía unos precios prohibitivos. Rebuscó por su bolso y por suerte encontró una galleta. La mordisqueó muy despacio para engañar al hambre y siguió caminando mientras observaba a los transeúntes con los que se cruzaba.

Ninguno de ellos podía imaginar su lamentable situación. Solo tres semanas antes había estado viviendo en un fabuloso palacete con todas las comodidades, y ahora lo hacía en una minúscula habitación de un diminuto piso en una de las peores barriadas de Madrid. Tenía como anfitriona de la casa a una buena mujer, esa era la verdad, pero también descuidada, malhablada y sobre todo rácana con la cena, en realidad la única comida que estaba incluida en el precio de la habitación. Lo peor era el baboso de su novio, un hombre casado que mantenía una doble vida desde hacía algo más de quince años. Mario, que así se llamaba el infiel marido y eterno amante, era un activísimo anarquista miembro de la FAI (Federación Anarquista Ibérica) y un tipo de temer. Tenía la cara marcada por una larga cicatriz que le fruncía el gesto y una mirada oscura y peligrosa, como si estuviera lleno de resentimiento. Pero además era un mirón y un tocón. Desde que se habían conocido no le había quitado el ojo de encima, y tampoco perdía ocasión para rozarse con ella en los pasillos o buscar choques fortuitos que siempre terminaban con una de sus manos sobre alguna parte de su anatomía.

Después de haber atravesado de lado a lado el parque del Retiro y de sentir los pies molidos, miró de nuevo su reloj. Ya podía ir hacia la casa.

—Espere en la cocina a que venga la señora.

Un mayordomo la acompañó hasta la luminosa dependencia donde una mujer del servicio doméstico, de avanzada edad, estaba puliendo una cubertería de plata sentada a una mesa. Al entrar, Zoe sintió cómo la repasaba de arriba abajo.

—A ti no te van a coger. Y si no, al tiempo.

—¿Perdone? —acertó a decir Zoe desconcertada.

—Pareces tan señora como ella —le respondió lacónicamente.

—Necesito el trabajo.

En ese momento una mujer impecablemente vestida, con un elaborado peinado y estudiada sonrisa, entró y preguntó por ella.

—Mira, no dispongo de mucho tiempo para perdernos en menudencias. He de salir en diez minutos de viaje con mi marido y no puedo alargarme.

La rodeó estudiándola sin reparos. Observó sus manos, investigó hasta detrás de sus orejas y acercó la nariz a su camisa. El paseo por el Retiro había dejado un rastro de sudor que detectó a la primera.

—Hueles un poco, y eso no se lo permito a nadie en mi casa. Pero bueno, imagino que tendría arreglo con algo de jabón y más cuidado por tu parte —comentó sin darle la menor oportunidad de explicarse—, aunque no acabo de verte de doncella.

—No le falta razón porque nunca lo he sido, pero sé llevar una casa. Y si tiene hijos, me encantan los niños.

—Así que vienes sin referencias. ¿A qué te has dedicado entonces hasta ahora?

Zoe le explicó dónde había estudiado, cuáles habían sido sus incursiones universitarias y su actual condición de viuda de militar. Con demasiada inocencia pensó que su pasado la podría apiadar, sin embargo provocó el efecto contrario.

—Uy… Uy… —La mujer agitó las manos como si se deshiciera de algo—. Quita, quita… No quiero tener en casa a nadie con esos antecedentes. Lamento que te veas obligada a esto, pero no durarías ni un mes, y menos aún si te saliera otro trabajo más acorde con tu situación personal.

—Pero, señora, yo…

—Hala, hala, no insistas más, guapa. —Extendió la mano con un billete de cinco pesetas—. Toma; por las molestias. Y ya te puedes ir. —Llamó en voz alta al mayordomo para que la acompañase a la puerta, mientras ella desaparecía por donde había venido.

Zoe, sin apenas entender qué había pasado, escuchó a la mujer mayor.

—Te lo dije.

Ya en la calle, con el billete arrugado en una mano y su amor propio por los suelos, se sintió tan impotente y tan mal consigo misma que no supo a dónde ir. Miró a la gente que paseaba y, aunque se sintió ajena a aquel ambiente, tras unos inciertos pasos tomó la determinación de compartir sus males con su amiga Julia, que vivía en la embajada alemana, a escasas manzanas de donde estaba.

Después de superar los trámites de entrada a la legación diplomática, Julia, salió a su encuentro y tiró de ella movida por una inexplicable urgencia.

—¡Corre! ¡Menuda sorpresa te vas a llevar! —le espetó emocionada.

Sin mediar más palabras recorrieron a toda velocidad el largo pasillo que comunicaba la entrada de la residencia privada del embajador con su habitación. Sobre una mesa había una radio encendida.

—¿Qué pasa?

—Tú escucha… —Señaló al aparato.

«Señoras y señoritas radioyentes —comenzó a decir la locutora. Zoe reconoció la voz de Matilde Muñoz, presentadora del famoso programa Mujer en Unión Radio—, no hay en estos tiempos modernos, en que se acusa con señalados perfiles la actividad femenina, una senda, por espinosa y dura que sea, a la que la mujer no se sienta especialmente atraída. Hemos descubierto en nuestras hermanas de sexo vocaciones intelectuales que echan abajo todos los prejuicios y que marcan, con mayor justicia, las verdaderas tendencias de la mujer. ¿Quién hubiera pensado, por ejemplo, que las muchachas que antes solo se ocupaban de labores primorosas, de trazar poemas de palomas y cestillos de flores con hilo blanco, o de bordar sus quimeras en lana de alfombra, iban a invadir de tal modo los terrenos hasta entonces solo reservados al hombre y que, en no largo plazo, las hijas de aquellas mujeres que se asustaban de salir solas a la caída de la tarde y tapaban su sonrisa con un abanico de encaje entrarían nada menos que a cursar los estudios de Veterinaria?»[1]

—¡Va a entrevistar a tus compañeras de carrera! —apuntó Julia encantada con la coincidencia de su visita.

Zoe imaginó a sus amigas muy nerviosas, como lo estaría ella con solo pensar en la cantidad de gente que podía estar escuchando el programa, uno de los más seguidos. Su público, mayoritariamente femenino, la escuchaba con fervor porque tocaba temas relacionados con los derechos de la mujer, algo que muy pocos hacían, desde una visión bastante liberal. Matilde era una abanderada de la igualdad, y por eso, cualquier empeño que supusiese un avance en esa dirección trataba de llevarlo a las ondas, como iba a hacer con las siete estudiantes de la Escuela de Veterinaria.

«El salto ha sido de gigante. Nada puede oponerse a esta reivindicación del derecho al trabajo que las mujeres alegan. Y además, cuando rota la primera capa de hielo de las falsas ideas, nos paramos a pensar un poco, terminamos por decirnos: ¿Pues no es lógico y natural que la mujer, que siempre tuvo a su cuidado a los animalitos domésticos, la mujer amiga de los pájaros, y de los lindos gatitos, y de los perros fieles, de la nutrición de los gallineros, quiera llevar esta afición, hasta ahora contenida en los moldes de lo doméstico, a terrenos más científicos y ampliarlos de modo que sus cuidados a esas bestezuelas, hacia las que siempre se sintió atraída, sean conscientes, científicos y verdaderamente eficaces?»

La entrevista, sin abandonar un tono amable, se alargó durante algo más de media hora, incluyendo en las preguntas temas personales y sociales, pero interesándose especialmente en la relación con sus compañeros, el alcance social de su decisión y las posibles salidas laborales. Alguna de las alumnas argumentó que los atractivos que tenía la carrera veterinaria para la mujer habían surgido una vez había desaparecido la grotesca imagen del antiguo veterinario, rudo y herrador, al haberse convertido ahora en una profesión más científica y accesible para ellas.

Cuando terminó la alocución final de la presentadora, Zoe se quedó quieta, sin hablar y con una expresión triste, frotándose las manos frente al receptor.

—Imagino que te ha afectado. —Julia se percató de su desánimo.

—La verdad es que un poco. Me siento orgullosa por ellas, pero me hubiera encantado ser una más. Aunque, en este momento de mi vida, dudo si algún día eso se hará realidad.

A Julia no podía ocultarle nada, porque aparte de ser la hija del embajador, había sido su primera compañera de pupitre en el Colegio Alemán, su mayor cómplice y, a falta de una madre, la persona con quien había compartido los cambios que toda mujer vive en su adolescencia, como también sus miedos, sueños y pensamientos más íntimos.

Julia entendió su reacción y no quiso animarla con vanas expectativas de futuro. Era consciente de su difícil momento, pero ella ya había emprendido gestiones para cambiarlo.

—La próxima semana se va a proyectar una película en la embajada de no me acuerdo quién, y después se dará una recepción. Necesitas cambiar de aires y distraerte. Acompáñame. Estoy moviendo algunos hilos y puede que para entonces tenga alguna buena noticia para ti.

Zoe escuchó la invitación desanimada. Arrastraba un penoso día, veía su futuro más que negro y lo que menos le apetecía era un evento social.

—No sé, la idea no me tienta demasiado. Y encima no tengo nada que ponerme… Con toda confianza, no cuentes conmigo.

—Si es por lo del vestido, te vienes antes y eliges uno mío. No tienes nada que perder y puede que te dé una alegría.

Zoe le pidió un adelanto.

—No debo. He de confirmar antes ciertos puntos, y además me gustaría que fuera una sorpresa. Tú ven, y lo descubrirás por ti misma.

—Lo pensaré, pero lo más seguro es que no vaya. En serio, no me encuentro con ánimos.

De vuelta a la calle Serrano, Zoe caminó sin destino alguno. Atravesó varias calles arrastrando sus zapatos por la acera sintiéndose fracasada. La estaban rechazando en todos los trabajos, hacer posible su sueño profesional lo veía inviable, y tampoco podía ayudar en la defensa de su padre cuando económicamente no se sostenía ni ella.

Se mordió el labio, inspiró una larga bocanada de aire y al meter la mano en el bolsillo de su abrigo encontró el billete arrugado que le había dado la mujer de la última entrevista. Lo miró. Por poco que era, le parecía mucho, sin embargo decidió usarlo en aquella pastelería que tanto la había tentado antes. Al llegar a su escaparate, localizó una enorme trufa de chocolate que destacaba sobre otras más pequeñas, y tomó la única decisión dulce que se había permitido en todo el día.

Cuando su sabor le inundó la boca se sintió más feliz. Al salir a la calle miró al cielo, recapacitó la propuesta de Julia y cambió de parecer; iría a la embajada.