Capítulo VI

Barrio de Tetuán

Madrid

13 de abril de 1935

VI

Las dos maletas que cargaba Zoe en sus manos, aparte de suponerle un peso casi insoportable, eran las que más le había costado hacer en su vida. Cuando cerró la puerta de la casa en la que había vivido los dos últimos años, a la poca ropa que había logrado conservar se le sumó una dolorosa y pesada carga de humillación y fracaso.

Se tragó las lágrimas hasta que dobló la esquina de su calle con la de Santa Engracia, momento en el que explotó a llorar sin preocuparse de los transeúntes con los que se cruzaba, hombres y mujeres; vecinos de uno de los barrios más pudientes de Madrid.

No quiso tomar un taxi ni un tranvía.

En su cartera había trescientas cuarenta y dos pesetas, todo lo que le quedaba, y no le sobraba ni una.

Tomó dirección norte, hacia la plaza de Cuatro Caminos, en un mar de sinsabores. Su nuevo barrio, el de Tetuán, sin duda no tenía el mismo regusto aristocrático que hasta entonces había conocido. La que antiguamente todos llamaban Carretera Mala de Francia, en realidad era un camino de tierra que continuaba la calle de Bravo Murillo hacia el norte, dejando a la derecha la población de Chamartín de la Rosa. Los muchos traperos que vivían en aquel lugar colocaban sus puestos a ambos lados de la calle para vender los productos de sus adquisiciones, cuando no de robos, constituyendo uno de los peores suburbios de la ciudad.

En Madrid se pensaba que aquella esquina de la ciudad era un submundo, pero para los muchos emigrantes del campo que arribaban a ella con los ojos cargados de sueños y la espalda doblada por el trabajo representaba una puerta de entrada a sus esperanzas de prosperidad.

De día la actividad era frenética.

Cientos de carromatos cargados con ropa, zapatos usados, o cualquier otro objeto imaginable proveían sus puestos. Mujeres gritonas, armadas con cestos, a la caza de la ganga. Perros callejeros que para no verse cociendo dentro de una olla salvaban el pellejo huyendo de la cercanía del hombre. O personajes de patilla larga y poca palabra, mediando siempre en tratos. Todos ellos constituían la fauna habitual de aquel barrio.

De noche la cosa cambiaba, y cuando Zoe pisó su calle principal lo notó.

El peligro se adueñaba de sus aceras, y las sombras podían convertirse en un navajazo mortal o en una promesa de amor por tres pesetas. Temió por su suerte cuando todavía no había llegado al portal donde iba a vivir a partir de entonces. De todas las casas de huéspedes que había mirado, sin duda aquella era la más barata, aunque quizá también la más sucia. Como no sabía cuánto tiempo tardaría en conseguir trabajo y recursos suficientes para vivir con más dignidad, decidió que aquella mujer que le alquilaba una habitación de su casa por veinte perras gordas al día era su mejor opción.

—¡Muchacha, no corras tanto y vente conmigo! ¡Esta noche necesito un buen alivio! —Zoe se volvió y se enfrentó a la lasciva mirada de un hombre descamisado y barrigudo, de enorme bigote, aspecto grasiento y ojos diminutos. Le asqueó su comentario—. ¡Para la basura que suelo encontrarme por aquí, a ti te pagaría hasta un duro!

Se dio media vuelta, se le encendieron las mejillas de vergüenza, y aceleró el paso para perder de vista a aquel despreciable individuo. Trató de identificar el número del portal que tenía a su izquierda, pero como allí, por no haber, no había ni alumbrado, solo le pareció medio ver que era el dieciséis. Suspiró agobiada. Le faltaban más de veinte números para llegar al suyo, que era impar, y el ambiente a su alrededor empeoraba a cada paso.

Cruzó la calle quitándose de encima a una joven que se le acababa de ofrecer para compartirse en amores.

—Venga, guapa, que te voy a arrastrar a placeres que no has conocido hasta hoy. Ya verás cómo te van a saber a pura gloria.

—¡Déjame en paz! —se le encaró Zoe.

La chica, que no tendría veinte años, demasiado pintada, pero de facciones finas y un cuerpo que seguramente haría furor entre los hombres, tomó dirección contraria a la de Zoe. Maldijo lo mal que se le estaba dando el día, todavía más seca de dinero que una mojama, y se propuso con imperiosa necesidad hacer al menos un cliente antes de cerrar la jornada, fuese hombre o mujer; que había aprendido a darle a todo.

Zoe volvió a comprobar el número de los portales y sintió alivio al saberse más cerca. Reconoció una lechería a solo dos del suyo. Evitaba mirar a los ojos a todo aquel que se cruzaba con ella, no fuera a meterse en nuevos embrollos, pero a menos de diez pasos del treinta y nueve, una de las maletas se le abrió y el contenido se desparramó por el suelo. Comprobó con espanto que su ropa interior había quedado a la vista de los viandantes, entre alguna que otra camisa y varios rulos de medias. La reacción normal hubiera sido agacharse a recogerlo todo, con prisa, pero Zoe se quedó muda, sin apenas respirar, con el cuerpo paralizado. Los que pasaban a su lado o le hacían comentarios obscenos o, los más benévolos, solo se reían, pero nadie la ayudaba. Hasta que pasados unos minutos escuchó una voz familiar a su espalda.

—¿Qué te ha pasado, chica?

La propietaria de su nueva casa recogió lo poco que habían dejado los transeúntes, quienes no habían desperdiciado la ocasión de hacerse con ropa que parecía de bastante mejor factura que la que se vendía en la Carretera Mala de Francia. Metió la maleta entre su brazo y el cuerpo, y con voz firme mandó a Zoe seguirla.

—¡Vaya entrada más mala que has tenido en el barrio! —comentó la mujer a la vez que empujaba la puerta de su domicilio con la cadera y la invitaba a pasar.

Zoe respondió a sus órdenes todavía conmocionada.

Tardaron más de un cuarto de hora en subir las tres plantas y llegar al piso de Rosa, que así se llamaba su arrendadora. Y no se debió al exceso de peso de las maletas, pues una había quedado bastante aligerada, sino a la curiosidad de sus vecinas, que a esas alturas se habían enterado ya del suceso en la calle. No hubo una sola puerta que no se abriera a su paso, y no faltó una completa explicación sobre quién era Zoe en cada una. Finalmente Rosa sacó la llave que llevaba colgada de una cadena dentro del escote y dio dos vueltas a la cerradura antes de darle un estratégico empujón a la madera a la altura de un san Cristóbal de latón.

—Recuerda al santo si quieres que se abra la puerta. —Rio su comentario sin la menor moderación.

De la casa, que había conocido tres días antes, no había mucho que explicar. Pues en sus cincuenta metros cuadrados se apretaban dos dormitorios, el de Rosa y el diminuto suyo, una cocina y un estrecho cuarto de estar con un lavabo en una esquina. El servicio se encontraba en el rellano del pasillo, compartido por las cuatro viviendas de la planta, con el lujo de disponer de un gran pozal donde bañarse, una verdadera rareza para aquella barriada. Escuchó, sin hacer ningún comentario, las innumerables normas que tenía que tener en cuenta para que la convivencia fuera la deseable, asombrada de que se pudieran establecer tantas limitaciones en tan reducido espacio físico, y las aceptó todas sin rechistar. Estaba deseando quedarse a solas, pero no veía el momento.

Rosa, según le contó en el dintel de su nueva habitación, tenía un novio de siempre, pero seguía siendo soltera. Para tormento de Zoe, la mujer no dejaba de explicarle cosas. Desde cómo se encendía la radio, que tampoco tenía demasiado misterio, a su negativa a lavarle la ropa. Eso sí, le hizo repetir tres veces la cantidad de jabón que tenía que usar en la pila para no gastar en exceso.

Cuando Zoe se sentó sobre su nueva cama, con la puerta cerrada y sola, no se lo terminaba de creer. Miró a su alrededor y le faltó la respiración. Era tan pequeña que para abrir el armario de una sola hoja tenía que tapar media ventana, lo que hacía que estuviese poco ventilada y medio a oscuras. No quiso imaginar cómo sería aquello con los calores del verano. En un lateral de la cama había una mesita de noche, y pegada a ella un estrecho escritorio con una minúscula cajonera, que según Rosa le serviría para meter los zapatos, y el famoso armario para la ropa. Del techo colgaba una bombilla sin lámpara, y como única decoración de sus paredes un cristo de latón bruñido, desproporcionado para la estancia, y un descolorido bodegón con bastante poco arte.

Se sentó sobre el colchón, que no parecía malo, cerró los ojos y no pudo aguantarse más. Empezó a llorar con una hondísima pena, convencida de que su vida había tocado fondo. Acostumbrada a las comodidades de la casa de su tía, en la que había vivido mientras estudiaba en el Colegio Alemán, una buena casa en el barrio de Salamanca, y no digamos las del palacete en el barrio de Chamberí, el escenario que tenía delante de los ojos no lo hubiera imaginado ni en el peor de sus sueños. Se tumbó, buscó la almohada para ahogar sus gemidos y no llamar la atención de Rosa, la última persona a la que deseaba contarle sus penas.

A su mente solo venían dos palabras que se repetían una y otra vez: has fracasado, has fracasado, has fracasado…

—¡La cena está preparada! —gritó la mujer desde detrás de la puerta.

—Gracias, hoy no cenaré —contestó ella, sin ninguna gana de dejarse ver—. ¡Hasta mañana!

—Como tú quieras, pero te vas a perder una tortilla de patata que no has comido en tu vida —replicó, con el plato en la mano camino del saloncito.

—La próxima que hagas no la perdonaré —consiguió decir en un hilillo de voz.

Zoe pensó que la mujer era un poco pesada, pero parecía buena gente. Se quitó la chaqueta, los zapatos y la falda, y sin ganas de deshacer las maletas ni ordenar sus pocas pertenencias volvió a echarse sobre la cama. Encogida sobre sí misma, desprotegida y sin un futuro a la vista, se sintió muy sola.

Pasados unos minutos escuchó la voz de un hombre. Imaginó que sería el novio de Rosa. Estaba en ropa interior y con un aspecto deplorable. Al sentir pasos cerca de su habitación se escondió bajo las sábanas.

—Te querría presentar a Mario, mi novio.

Ella no contestó.

—¿Está buena?

Su voz y, sobre todo, esas palabras inquietaron a Zoe.

—Serás mamón y animal —escuchó decir a Rosa—. Anda, dejémosla dormir que estará agotada. Ya la conocerás mañana. Y ahora ven, que te he preparado una tortilla que te vas a chupar los dedos.

—Me los chuparé, sí, pero después me dedicaré a los tuyos…

Zoe apenas pudo escuchar mucho más, pero le pareció que Rosa le contestaba:

—Anda, bribón, que me tienes loquita.