Alrededores del río Braña
Asturias
12 de abril de 1935
V |
Una patrulla formada por seis legionarios de la IV Bandera del Tercio acababa de atravesar el puente sobre el caudaloso río Brañas, en la vertiente norte del puerto de San Isidro, después de haber dejado atrás un conjunto de cabañas, apenas una aldea, que llamaban Fielato, donde habían quedado con su informador.
El hombre que los guiaría hasta el bosque y las brañas de Gumial, algo menos de diez kilómetros de dura marcha montaña arriba, estimaba que les llevaría algo más de cinco horas por causa de la abundante nieve que iban a encontrar cuando alcanzaran la altura del monte Tuzu.
Desde hacía una semana andaban buscando a un grupo de mineros rebeldes, de los que habían tenido noticias porque algunos vecinos de la comarca habían empezado a denunciar el robo de gallinas, comida en conserva, varios sacos de patatas, leña y otros objetos como ropa y mantas. Los fugitivos podían estar escondidos en cualquier lugar dentro de aquel enorme macizo montañoso, como lo habían hecho otros ochocientos mineros más a lo largo y ancho de la extensa y compleja cordillera asturiana. Después de su derrota frente al Ejército de la República, aquellos remotos páramos se habían convertido en su nuevo mundo, unos para evitar la detención y la cárcel, y la mayoría con el anhelo de poder volver a levantar a Asturias en armas.
Algo adelantado al grupo iba un perro, Campeón, y detrás de él, y discutiendo con el guía, su amo y teniente de la Legión, Andrés Urgazi, junto a su sargento.
—Me temo que no van ustedes bien preparados para aguantar los fríos que vamos a pasar por allá arriba. —El hombre, enfundado de ropa hasta las orejas, señalaba el primer pico al que ascenderían, oscurecido por un cielo de nieve.
—Quizá tenga razón —contestó el sargento—, pero los legionarios nos crecemos ante la adversidad. No hay nada que nos venza, solo la muerte. —Levantó el mentón en un gesto típicamente castrense.
El paisanín, un hombre de corta estatura, pero recio como la montaña y las vacas que pastoreaba a diario, lo miró incrédulo. No entendía los valores con los que ellos bordaban sus galones —disciplina, combate y muerte—, pero tenía los suyos: resignación, miseria y sufrimiento. Los necesarios para dar de comer a su familia con solo tres vacas de monte y cuatro cabras a las que ordeñaba. Por eso, cuando supo lo que pretendían y lo bien que iban a pagar, calculó que le daría para hacerse con dos cabras más y sacrificar por fin a la más vieja, una que apenas producía ya el medio litro de leche y que solo le daba un cabrito cada año y medio, como mucho.
Los soldados vestían pantalón verde de paño con polainas abotonadas del mismo color y bota baja. Y el teniente llevaba igual indumentaria, pero con bota alta de cuero. Sobre la camisa verde oliva, como excepción a su tradicional vestimenta y dadas las duras condiciones climatológicas de Asturias, llevaban unos jerséis de gruesa lana gris, con cuello alto recogido y anudado, y cosidos a ellos los respectivos galones y demás identificaciones castrenses. El equipo lo completaba una canana de cuero al cinto con pistola, y el chapiri, clásico gorrito isabelino de forma alargada con un madroño rojo que cuelga por delante, al extremo de un largo cordel, que según se decía servía para espantar las moscas y que sin duda era la prenda más genuina en el uniforme del Tercio.
Tomaron un tortuoso sendero rodeado de piornos por donde Campeón entraba y salía disfrutando de su tarea exploratoria. Según las indicaciones del paisano, buscarían primero el paraje llamado de Brañarredonda, el más abierto y llano en la primera parte del ascenso, para comer un poco y rellenar cantimploras, y desde allí encararían el segundo tramo, el más difícil de toda la marcha.
Pasada una hora y media llegaron a la majada, su primera parada; el silencio era demoledoramente hermoso. Tan solo se escuchaba el crujir de la hierba bajo las botas, la respiración agitada del perro y el murmullo del agua de los numerosos riachuelos que salpicaban sus verdes praderas. El teniente Urgazi dejó la mochila sobre una piedra y buscó a su segundo.
—Sargento, nos detendremos solo unos minutos para comer. Ordene a la tropa que forme un círculo de seguridad y adelántese usted hacia esa collada —la señaló hacia el este—, para ir reconociendo el camino que hemos de tomar después.
El paisano, ajeno a todo reglamento, clavó su garrota en el suelo y apoyó su trasero sobre ella a modo de asiento. Sacó de su zurrón un trozo de panceta fresca y otro de pan negro. Se echó un buen bocado de primeras, y mientras lo masticaba observó a los soldados. Calculó que ninguno tendría los treinta años, pero parecían hombres forjados y recios, como los que habituaban a pisar la montaña como él, entre picos, pedregales y gargantas, entre ventiscas y lluvias sin fin. El perro que acompañaba a la tropa, demasiado pequeño para trabajar en el monte como lo hacían los poderosos mastines que no temían al lobo, se le acercó moviendo la cola sin perder de vista su panceta.
—¡Largo! —le gritó amagando usar la garrota. Pero Campeón no se movió. El teniente Andrés Urgazi lo llamó para que dejara en paz al hombre.
—Ven aquí, pesado.
Campeón respondió a sus órdenes con una corta carrera. Cuando vio la loncha de carne desecada que se estaba comiendo su amo, ladró dos veces, giró sobre sí mismo otras dos y levantó la pata. Todo para ganarse sus favores y con ellos una parte de la olorosa comida. El teniente sonrió y, sintiendo lástima de él, le lanzó lejos el último trozo. Campeón corrió con todas sus ganas y, como era su costumbre, lo devoró en menos de un segundo. Luego se sentó frente a su amo a la espera del siguiente, con la lengua fuera y babeando. Pero como no obtuvo respuesta, y de reojo había visto que el resto de la tropa masticaba lo mismo, se levantó, dio la espalda a su teniente y se fue, esperanzado, en busca de nuevas satisfacciones. Sin embargo no tuvo suerte. Nadie le hizo el menor caso.
—¡Vete por ahí y déjanos en paz! —Un legionario ucraniano, de oscuro pasado y rostro cosido a cicatrices, le disparó un guijarro para que se fuera.
Campeón pareció entender la orden, clavó su trufa en el suelo y olfateó por los alrededores en busca de algo que llevarse a su atormentada tripa. Tomó el camino hacia la collada por donde había ido el sargento, y entre unas piedras y una pequeña poza localizó a una rana. Se le escapó dos veces con sus saltos, pero en un tercer intento quedó atrapada entre sus colmillos. La masticó feliz hasta deshacer sus frágiles huesos y la tragó de golpe. Siguió rastreando aquel alto hasta dar con el sargento, al que encontró sentado sobre una gran roca y mirando con unos prismáticos una cuerda que separaba dos afilados picos a su izquierda. Campeón no entendía qué hacía allí, pero al instante recibió una señal de alarma, un olor peligroso. Estiró la cabeza, adelantó el hocico para percibir mejor su origen, sintió cómo se le erizaban los pelos de la espalda y tensó la cola en el justo instante en que lo descubrió. Un ronco gruñido puso en aviso al sargento.
—Has visto algo. —Miró en la misma dirección que lo hacía el perro, pero no supo encontrar nada extraño entre la espesa arboleda de castaños, frente por frente de su posición.
Campeón se adelantó unos pasos más y enseñó los colmillos, aumentando la potencia de su gruñido.
El sargento volvió a usar los prismáticos, y en ese instante lo vio, entre dos árboles, a tiempo de tirarse al suelo y no recibir la bala del rifle con el que lo acababa de intentar matar. El ruido del disparo alertó al resto de los soldados que corrieron hacia la collada con los fusiles cargados, dispuestos a responder. Cuando llegaron hasta la posición del sargento vieron a Campeón que ladraba como un loco y seguía la carrera del agresor con su mirada.
—¿Qué ha pasado? —El teniente buscó la retaguardia de la piedra al lado del sargento, y los demás se echaron cuerpo a tierra.
—Un hombre, no he visto más, al otro lado del valle, entre la arboleda.
Andrés cogió los prismáticos y asomó la cabeza con extrema precaución para localizar al agresor, pero por más que escudriñó la zona no vio nada. Mandar a alguien en su busca le pareció inútil, dada la excesiva ventaja que les sacaba. Como tenían que tomar la misma dirección por la que el hombre había escapado, pensó que lo único que podían hacer era emprender la marcha de inmediato. Por lo que dio por terminado el respiro y transmitió la orden.
En pocos minutos se encontraban ascendiendo por una ladera hacia una nueva collada desde donde encarar el monte Tuzu. La nieve empezaba a blanquear el suelo y a dificultar su caminata en las zonas de mayor pendiente. Con las primeras manchas blancas Campeón se quedó fascinado. Las olfateaba con inusitado interés sin saber qué eran, y luego se lanzaba a trotar camino arriba unos pasos por delante del sargento y del teniente Urgazi, pero ligeramente por detrás de un experimentado zapador a quien Andrés había encargado la tarea de explorar y asegurar la ruta para el resto de compañeros.
—Su perro me ha salvado la vida. —El sargento se quitó su chapiri para rascarse la coronilla en un significativo gesto de alivio—. Ya le digo, de no ser por su instinto, me habrían reventado la cabeza.
Campeón se colocó a su altura como si supiera que hablaban de él. Recibió una palmada de cariño en los costillares y una larga tira de carne que el hombre quiso compartir agradecido.
—Antes del embarque dudé si traerlo o no —apuntó Andrés Urgazi—, pero ahora me alegro de que se colara por la escalerilla en el último momento, justo antes de soltar amarras. La verdad es que es un buen perro, un mil leches más listo que el hambre. Creo que la mayoría de las veces nos entiende perfectamente, ¿verdad, Campeón?
El animal le devolvió la pregunta mirándolo con la boca abierta y la lengua colgando. El especial brillo que surgió en ese momento desde sus ojos podía significar que así era.
Unos metros más adelante, el paisanín localizó a sus tres vacas que se abrían paso entre la nieve. Los pobres animales la venteaban con el morro para buscar la poca hierba que sobreviviese por debajo. Comprobó que estaban todas y bien, pero una vez más temió por ellas. Si, como sospechaba, los fugitivos habían tomado los refugios de las brañas de Gumiel, unas antiquísimas edificaciones de piedra al otro lado del Tuzu, y si arreciaban las nevadas como parecía probable según venía el cielo, lo más seguro es que se quedasen bloqueados en breve y sin otro alimento que sus vacas.
Simpatizaba con el movimiento obrero y la reivindicación social, y en más de una ocasión había acudido a asambleas organizadas por la CNT en Cabañaquinta y hasta una vez en Mieres, donde había escuchado hablar del contrato social y de que los más pobres, o sea, él, iban a tener los mismos derechos que los ricos si la revolución triunfaba. Mientras ascendían al poderoso monte, el hombre revivió la emoción de los primeros días en los que se había desatado el levantamiento en su Asturies, surgiendo los primeros focos a pocos kilómetros de su aldea. Hasta ella no había llegado porque allí, en su recóndita comarca, eran tan pocos y pobres que corta podía ser su reivindicación. Pero soñó con que un día se le darían más vacas, más cabras y más monte para que pastaran sin pagar arriendos a nadie. Y como aquel sueño se hizo tan corto, nada más aparecieron las tropas, todo volvió a su sitio, y él lo hizo a su mundo de cencerros en la niebla, silencios de hayas y castaños, oscuras brañas donde pasar la noche cuando el cielo ponía difícil su regreso, un cacho de tocino con el que apagar el hambre y su mujer con quien yacer, cuando se dejaba, al calor de un buen hogar.
Campeón empezó a ver cómo sus patas se hundían en la nieve y a sentir un intenso frío, como le sucedió al resto en cuanto llegaron al punto más alto de su ascensión. Un viento cortante y gélido penetraba por la lana de sus jerséis y les robaba en un instante todo el calor de sus cuerpos.
—¿Por dónde quedan las brañas que buscamos? —el teniente levantó la voz para contrarrestar el efecto de la gruesa pelliza con la que su guía se tapaba media cabeza. No pudo evitar sentir un poco de envidia al verlo tan protegido y recordó su amonestación por lo poco abrigados que iban para acometer la excursión.
—Tenemos que bajar por un pedrero que está ahí adelante, aunque la nieve lo tapa, y calculo que llegaremos en media hora. —El paisano plisó su mirada en mil arrugas, cerró la boca y se caló bien la boina para afrontar la bajada contra el cruel ventisquero que levantaba la nieve y cortaba la piel.
Campeón caminaba encorvado, con la cabeza baja para evitar que se le helaran los ojos, sacudiéndosela a respingos cada dos pasos. El más adelantado del grupo encontró huellas frescas, una vez habían dejado atrás la ladera, y lo puso en conocimiento del oficial. Desde ese momento caminaron con más cuidado y en silencio, con los fusiles preparados.
Las brañas de Gumiel se hallaban en una planicie verde, cerrada al norte por un enorme y centenario hayedo, un escondite natural en el que sería casi imposible encontrar a alguien. Así se lo había explicado el guía, dando fe de que, por lúgubre y misterioso, había quien decía que en sus entrañas más profundas vivían trasgos y enanos sobre un suelo alfombrado de musgo y gruesas raíces levantadas, escurridizos pedernales y peligrosos seres de la oscuridad. Un lugar propicio para el lobo y el oso, no para que el hombre pisara por él.
Vieron salir humo desde la braña de mayor tamaño, confirmándose así las sospechas del paisano sobre el paradero de los mineros
—Tendrá que repartir a sus hombres y sobre todo cerrar las espaldas de la edificación, para que no escapen al bosque.
El teniente Urgazi así lo ordenó enviando a dos de sus hombres por detrás de la braña, otros dos a cubrir las ventanas laterales y el resto con él a la puerta. Campeón se quedó mirándolos apoyado sobre una pequeña elevación a pocos metros. Reconoció un jugoso olor a asado en el aire.
Los soldados cargaron los fusiles y golpearon la puerta.
Escucharon ruido adentro y unas voces quedas, pero no tuvieron respuesta.
—¡Abrid de inmediato a la Legión o entramos disparando! —amenazó Andrés.
—¡Tranquilos… Somos gente de paz! —clamó una voz desde el interior, un segundo antes de que, tras la desvencijada puerta, apareciera un hombre chato pero fuerte como un roble, de enorme bigote y ojos tan profundos y negros como el carbón. Nada más hacerse ver, levantó las manos esbozando una sonrisa a todas luces forzada.
El sargento y dos de los soldados entraron, fusil por delante, a la única cámara de la cabaña, donde había tres hombres más sentados frente a una chimenea con un fuego vivo en el que se asaban dos conejos.
—¿Qué les va de bueno por estas tierras tan altas y frías? —preguntó el que parecía estar encargado del asado, dándose un aire de tranquilidad.
—¡En pie todos y tirad las armas al suelo!
El teniente y el resto de sus hombres los encañonaban pendientes de cualquier movimiento extraño. La tensión se mascaba en el ambiente, la menor imprudencia por cualquiera de las dos partes podía terminar de manera trágica. Después de cachearlos a conciencia, uno de los legionarios exploró el perímetro de la edificación por si hubieran escondido las armas o cualquier útil de defensa. No encontraron nada sospechoso.
—Como veis somos gente de bien —concluyó uno de pelo canoso.
—¡Buscamos a unos fugitivos, traidores a la República, a unos comunistas asesinos! —proclamó el sargento para provocarlos—. O sea, a vosotros.
—Somos pastores, vamos a recoger un rebaño al otro lado de la montaña para trashumar al sur después —comentó con buen temple el que había hablado primero.
—No os creemos. Un inocente pastor no anda disparando como alguno de vosotros lo ha hecho tan solo hace un rato, montaña abajo. —Andrés fue mirándolos uno a uno a la cara.
—Nunca han pasado por aquí antes —intervino el guía.
—¡Registrad los alrededores de la casa! —ordenó el teniente—. Conque aparezca una sola arma, no necesitaremos más pruebas.
Tres de ellos se pusieron en faena. Levantaron todos los troncos de la leñera. Buscaron cualquier lugar que pudiera servir de escondite, hasta por debajo de aquellas piedras más grandes que encontraron cerca de la casa, y desmontaron una pila de tableros desvencijados y amontonados, seguramente procedentes de las obras de restauración de aquella braña principal. Revisaron a conciencia el resto de las edificaciones que la rodeaban, pero, para su desesperación, no encontraron el menor rastro.
El teniente Urgazi empezó a inquietarse ante la falta de evidencias. Sin ellas, no podía detenerlos. Pero mientras andaba en esos pensamientos sintió cómo la cola de Campeón le golpeaba en la pierna, y se le encendió una idea. Sacó de su mochila una nueva tira de carne y se la mostró.
—¡Busca!… ¡Busca armas, Campeón, y te ganarás esto!
El perro olfateó a los supuestos pastores deteniéndose más tiempo en las manos de uno, posiblemente el que había disparado poco antes, y luego continuó por la casa repasando cada rincón. Salió de la braña y rodeó su perímetro, y al no encontrar nada, se detuvo, levantó el hocico y aspiró con intensidad tras alguna pista de lo que buscaba. Estornudó dos veces como si de esa manera retirara de su nariz anteriores olores para prepararla a recibir nuevos. Y de pronto levantó la cola, la mantuvo rígida durante unos segundos y fijó la cabeza en una dirección, hacia el comienzo del hayedo.
Pocos minutos después, los soldados regresaban a la braña con cuatro pistolas y seis fusiles, seis cajas de munición y dos granadas de mano. Campeón tras ellos, feliz por haber respondido a los deseos de su amo, que en premio a su pericia le dio a comer la tira de carne.
—Unos pastores con granadas y todo este armamento… Ya vemos. —El sargento ató las muñecas del primer fugitivo y en cuanto hubo comprobado que quedaban bien firmes se puso con el siguiente.
—¡Fascistas! —gritó el cabecilla, revolviéndose como un toro para no ser inmovilizado.
—Si a defender los valores y la Constitución republicana lo llamas ser fascista, aquí tienes a seis —respondió el teniente, dedicado al cordaje del tercero—. Podéis estar en desacuerdo con leyes o gobiernos, sentiros injustamente pagados o maltratados por vuestros patronos, pero habéis matado. Y esas muertes no son menos terribles por sentiros bajo el amparo de una romántica revolución. Ahora os tocará pagar por ellas.
Campeón se acercó con curiosidad a los capturados y no entendió lo que dijo uno de ellos al verlo, pero sí reconoció su mirada peligrosa.
—Vaya hijoputa de perro.