Calle de Rafael Calvo
Madrid
5 de abril de 1935
IV |
Aquella carta de la notaría depositada sobre el escritorio Luis XV contenía la sentencia económica de Zoe. Le había llegado esa misma mañana. Al leerla entendió que acababa de perder toda posibilidad de quedarse con el palacete en el que vivía. El documento timbrado explicaba, con los habituales y farragosos términos propios de un notario, que técnicamente su marido no había llegado a heredar la casa por un defecto de procedimiento, por lo que tampoco había sido registrada a su nombre. Eso significaba que a su muerte el inmueble seguía en manos de su anterior propietaria, la abuela de Carlos, y como esta había fallecido solo un mes después que él, ahora era de sus suegros. De hecho, acompañando al escrito que daba fe de los verdaderos propietarios, había una carta firmada por ellos en la que le daban una semana para abandonarlo.
Los diez cajones del escritorio empezaron a volar por el gran salón a medida que Zoe se iba indignando más. Nunca se había preocupado de los asuntos económicos del matrimonio ni de conocer las cuentas reales o sus derechos, hasta que había sabido que sus suegros estaban decididos a quedarse con la casa. La relación de Carlos con sus padres había sido siempre distante, con el dinero como responsable último de todo, y ella apenas los había tratado.
Revisó su libro de cuentas y una vez más se desesperó. Había estado calculando cuánto tiempo resistiría con el ritmo de gastos que la casa soportaba y el dinero que le quedaba, y su panorama económico no podía pintar peor.
La aparición de su mayordomo, Jeremías, último representante del servicio doméstico que le faltaba por despedir, elevó un poco más su tensión.
—Señora…, ejem… —El hombre carraspeó a causa de su laringitis crónica y del mal tabaco de picar que fumaba medio a escondidas—. Siento tener que recordarle que me debe los meses de enero, febrero y ahora marzo.
—Jeremías, lo siento… Tiene toda la razón. El lunes iré al banco y se lo pagaré todo.
Sus mejillas ardían de rabia. De sobra sabía que apenas tenía para cubrir esa deuda, pero no era de las que eludían sus obligaciones.
—Siento mucho lo que le está sucediendo, señora.
El hombre había estado dudando si debía o no confiarle sus impresiones, pero finalmente se había decidido.
—Se lo agradezco de corazón, Jeremías. Y todavía no sabe lo peor: he de dejar esta casa en menos de una semana.
—¿Cómo dice? ¿Por qué?
—Mis suegros se han hecho definitivamente con ella y me echan a la calle. Ya ve. —A esas alturas no tenía ninguna necesidad de seguir disfrazando su cruda realidad—. Pero en fin, para su tranquilidad, imagino que a usted lo mantendrán.
—Me parece terrible, señora. No se lo merece.
—Es usted muy amable, Jeremías, pero los documentos son definitivos y no hay nada que hacer. Trataré de no agotar la fecha que me han dado para encontrar otro sitio donde vivir y, desde luego, un trabajo para pagarlo.
Mirándolo de otro modo, quiso consolarse con la idea de que, en realidad, nunca había terminado de ver esa casa como su verdadero hogar.
—Si le falta dinero, no me pague ahora. —El generoso comentario de Jeremías emocionó a Zoe.
—Se lo agradezco de corazón, pero no. Las cosas han de hacerse bien y usted tiene que cobrar.
El hombre se excusó para terminar con la limpieza en la planta baja, pero antes de que saliera, Zoe le pidió un último favor
—¿Podría preparar algo de merienda para las seis? Espero visita.
En cuanto estuvo sola se dejó caer sobre su butaca preferida, enfrente de un ventanal por el que apenas entraba algo de luz por culpa de la plomiza tarde que hacía. Nunca se había visto tan en el límite como se encontraba en ese momento. Ya no tenía más lugares de la casa donde buscar dinero, había malvendido sus pocas pertenencias de valor; lo último, el reloj de compromiso con el que consiguió saldar la deuda con el resto del servicio. Y el lunes tendría que desprenderse de los tres vestidos de noche que le quedaban, para disponer de algo de efectivo una vez dejase liquidada la deuda con Jeremías. El recibo de la luz estaba sin pagar y esperaba en cualquier momento un corte de suministro.
Miró el reloj de la chimenea. Todavía no eran las cinco.
En una hora llegaría su hermano Andrés, terrible espectador de la muerte de Carlos en aquella pequeña aldea cercana a Gijón. Desde su entierro no se habían vuelto a ver. De aquel lúgubre día, ella solo recordaba cómo había visto explotar en mil pedazos un contrato que dos años antes había firmado frente a un altar, y que había dejado como herencia dos sentimientos: frustración y humillación.
Abandonó el sillón y buscó su reflejo en uno de los enormes ventanales.
Se retiró las horquillas que ondulaban su pelo y lo ahuecó sintiendo un inmediato alivio. Buscó la pequeña perla que colgaba de su cuello, como único recuerdo físico de su madre, y jugueteó con ella durante unos segundos para rebajar sus nervios.
En los últimos meses se había despreocupado bastante de su aspecto, apenas salía de casa y tampoco trataba con mucha más gente que sus dos mejores amigas; Brunilda Gordón y Julia Welczeck, quienes hacían lo que podían por sacarla de su casa. Aquella tarde vestía un jersey negro y una cómoda falda de color crema con bastante vuelo.
Miró a su alrededor.
Las enormes dimensiones de aquel salón guardaban relación con las otras doce habitaciones que el palacete poseía, además de cocina, vivienda para el servicio, biblioteca y algunas otras dependencias más, sin contar el imponente jardín; todo un lujo para estar en pleno centro de Madrid, y un duro contraste con las sórdidas condiciones en las que vivía su padre. Algo que desde su entrada en aquella casa le había costado asumir. Porque siempre le había sobrado espacio, pero le había faltado calor de hogar.
Un ladrido desde la calle le hizo recordar la casa familiar de Salamanca donde habían llegado a tener hasta seis perros. Su favorita se llamaba Jacinta, una sabuesa que, movida por un poderoso instinto maternal, había conseguido compensar, con sorprendente cariño y ternura, la falta de su madre durante los primeros años.
Cuando escuchó que llamaban al timbre en la planta baja, imaginó que se trataba de Andrés. Faltaban dos minutos para las seis cuando entró sonriendo por la puerta del salón.
—¡No sabes cómo llueve!
—Estás empapado, pobre. —Le ayudó a quitarse la guerrera.
—¡Qué ganas tenía de verte, canija! Y ahora que lo hago, te encuentro hasta guapa. Y mira que es difícil… —bromeó.
—Anda, déjate de bobadas y siéntate. ¿Te apetece tomar algo?
—Sí, por favor, un café bien caliente.
Jeremías entró en el salón, recogió la guerrera para secarla al fuego de la cocina, le acercó un cenicero envidiándolo por fumar en el palacete, privilegio que su señora otorgaba a muy pocos, y esperó nuevas órdenes.
—Querríamos café y lo que hayas preparado para acompañarlo.
—Sí, señora, unas pastas, cómo no. ¿Deseará de mí alguna otra cosa?
—Nada más, gracias. Te puedes retirar.
Andrés observó a Zoe mientras esta terminaba de acomodarse en el sillón; pierna cruzada, jersey recolocado, uno o dos tirones del lóbulo de su oreja derecha y caracoleo con el dedo a un revoltoso rizo que le caía por la frente. La conocía demasiado bien como para no percatarse de que estaba nerviosa. Se llevaban trece años, y a pesar de que Andrés había abandonado el domicilio familiar con dieciocho y se habían cumplido otros dieciocho de ello, nunca habían perdido el contacto y la adoraba. Se encendió un cigarrillo americano y tras darle una profunda calada fue directo a su primera pregunta.
—¿Qué noticias tienes de tu pensión?
—Nada nuevo ni bueno. Me dicen que algo terminarán dándome, pero me temo que, si al final lo consigo, será tan poco y tan tarde que no va a resolver mi situación actual. —Empezó a bambolear un pie.
—Vende la casa y resolverás de una sola vez todos tus problemas… Esto tiene que valer una fortuna.
Zoe se levantó a por el sobre de la notaría y cogió también una libreta donde había anotado su balance económico. Le dejó tiempo para que estudiara el documento oficial, mientras buscaba la página donde había resumido de su puño y letra los ingresos y gastos. Andrés soltó un grueso taco al terminar de leer la escritura notarial y de inmediato se puso a revisar la libreta con las cuentas. No había que ser un experto para saber que su hermana estaba en la ruina.
—El gran patrimonio de la familia en realidad pertenecía a la abuela de Carlos. Él recibió una buena cantidad de dinero y esta casa poco antes de casarnos, pero ahora estoy descubriendo que lo invirtió casi todo en papel, me refiero a acciones de empresas y Bolsa que apenas valen nada. Hasta hace poco tiempo mi tabla de salvación era poner a la venta el palacete, pero después de ese escrito —señaló el acta notarial—, me veo en la calle y sin una peseta. —Tragó saliva afectada por la indignación.
Andrés tardó unos minutos en reaccionar.
Se había imaginado una situación difícil, pero no tan desesperada.
—¿Qué has pensado hacer?
—Fui a ver a papá a la prisión con idea de volver a nuestra antigua casa para estar más cerca de él, y de paso darme un tiempo hasta ver encauzada mi vida. Pero tuve que descartarlo cuando me explicó que la había tenido que vender para pagar a los abogados.
—¡Esas sabandijas! No han conseguido ganar un solo recurso y encima lo han arruinado. Yo no les hubiera pagado, no se lo merecen. Pero ya sabemos cómo es padre…
—Escríbele…, te echa de menos.
—Descuida, lo haré. Pero volviendo a lo tuyo, ¿cómo te puedo ayudar? ¿A dónde vas a ir a vivir? No tengo mucho dinero ahorrado, pero un poco te podría dejar.
—Mañana mismo empezaré a buscar una habitación barata y, sobre todo, trabajo. Y con relación al dinero, aunque me quede poco después de pagar las últimas facturas, espero que sea suficiente para mantenerme durante un tiempo. No te preocupes. Si me veo muy necesitada, te lo diré.
—No lo dudes. ¿Por qué no le pides a alguna de tus amigas que te acoja en su casa de momento, hasta que encuentres un trabajo? Siempre se han portado muy bien contigo.
—Lo he pensado, pero no. Debo asumir mis problemas y prefiero no tener que pedir favores. Y en cuanto al dinero que me ofreces, preferiría que ayudaras a papá.
—¿Cómo? Lo hemos intentado de todas las formas.
—No sé, Andrés, estoy de acuerdo en que los últimos abogados lo engañaron, pero podríamos contratar a otro para que prepare un nuevo recurso. El problema será pagarle. Ya ves cómo estoy ahora… ¿Podríamos usar ese dinero que me ofrecías?
—No es suficiente para lo que cobran. Sus minutas son carísimas, pero ahorraré todo lo que pueda de ahora en adelante. Dame un poco más de tiempo y retomamos el tema.
Se encendió un segundo cigarrillo.
—¿Hasta cuándo estaréis en Asturias?
—Al menos hasta el verano. El Gobierno teme que sin nuestra presencia explote de nuevo el movimiento minero, y todavía quedan muchas armas por recuperar.
La entrada de Jeremías con una bandeja de plata y los cafés detuvo la conversación por un momento. Cuando se volvieron a quedar a solas, Andrés quiso hablar de algo que le quemaba por dentro desde la fatal muerte de su cuñado. En su momento había decidido dejar pasar el tiempo, pero ya había transcurrido demasiado y necesitaba sacar a la luz toda la verdad. Lo abordó de forma indirecta.
—En tu última carta terminabas diciendo que estabas viviendo «un momento muy duro y lleno de incertidumbres». Hasta ahora hemos hablado de dinero y de tus planes, pero me preocupa que haya algo más.
Ella dejó la taza sobre una mesita auxiliar y decidió explicarse.
—Carlos me engañó con una amiga suya. Lo averigüé antes del entierro, pero no me sentí capaz de contarlo en ese momento.
Andrés sacó de su cartera una foto doblada y agujereada y se la pasó. Zoe la miró unos segundos y se le inflamaron los ojos de rabia.
—Es ella…, Isabel.
—La llevaba en el bolsillo aquel día, pero no fui capaz de decírtelo. Me pareció demasiado cruel. Perdóname.
—No te preocupes, seguramente yo habría hecho lo mismo.
Zoe observó la fotografía y escuchó por boca de su hermano la causa del agujero. Pensó en ello. Una bala que había destrozado tres vidas.
—Nunca he sido bueno dando consejos y tampoco demasiado ejemplar en temas de amores, no hace falta que te lo explique. Pero lo intentaré. Te conozco y sé que no eres culpable de lo que pasó, así que intenta esquivar cualquier pensamiento frustrante que te asalte. Habla, comparte; no te quedes con nada dentro.
Zoe cogió entre sus manos un pastillero de plata y se lo pasó de una a otra de forma nerviosa. Lo que le recomendaba hacer estaba muy lejos de la manera en que se lo estaba planteando ella. Pero como aquel no era un tema de conversación con el que se sintiera cómoda, trató de zanjarlo.
—No pienso volver a acercarme a un hombre en muchos años. No os comprendo, en serio. Tendrá que pasar mucho tiempo antes de dejarme engatusar por otro.
—Cambiarás de opinión, estoy seguro. Aparecerá alguien.
Zoe lo miró a los ojos y pensó lo diferentes que eran.
Había que reconocer que a sus treinta y seis años el atractivo de Andrés seguía siendo el mismo que con veinte. Había heredado la belleza de su madre, aquella cautivadora sonrisa y sus increíbles ojos verdes.
—Necesitas que pasen cosas positivas en tu vida. Ahora ni tú ni yo somos capaces de ponerles nombre, pero estoy seguro de que llegarán —concluyó Andrés.
—De momento he de empezar por sobrevivir. Luego ya veremos.
—Padre nos educó para no dejarnos vencer, y conociéndote como te conozco, sé que lucharás.
—Créeme que lo intentaré. —Se recogió el rizo de la frente y lo remetió entre el resto de pelo, todavía algo inquieta.
Andrés era consciente de que por el momento solo podía transmitirle confianza en sus capacidades, estar más pendiente de ella y conseguir que no se sintiera tan sola. Una soledad que por desgracia y desde bien pequeña había sido la gran protagonista de su vida. Porque Zoe había tenido que asumir la falta de una madre con cinco años y la de su padre después, al haberla mandado a Madrid a estudiar con solo ocho a casa de su tía Gloria, queriendo para ella la mejor educación posible.
Los estudios en el Colegio Alemán supusieron un enorme esfuerzo económico y emocional para todos, pero especialmente para Zoe, que tuvo que separarse de su familia desde muy pequeña y salir adelante en un entorno social muy superior al suyo.
Andrés apuró el café, miró el reloj, y se inquietó al pensar que llegaba tarde a una cita que no había podido eludir. Lamentó dejarla, pero Zoe, lo entendió y, en contra de lo que hubiera preferido, insistió para que se fuera. Pidió a Jeremías su guerrera, y en una emocionada despedida, le agradeció la visita, los consejos y sobre todo su cariño.
—Ahora vete ya, que te noto nervioso. No te preocupes. Te escribiré en unos días para que sepas cómo me va, y espero que hagas lo mismo y vengas pronto.
Se despidieron en la puerta del palacete, ella deseándole buen viaje y él lamentando dejar a una hermana que lo necesitaba más que nunca.