Capítulo III

Centro de cría y adiestramiento canino

Grünheide. Alemania

5 de abril de 1935

III

El nombre de Reinhard Heydrich y su visita, notificada tan solo dieciséis horas antes, inquietó a su responsable y en general a todos los que trabajaban en aquel centro a las afueras de Berlín. Y no era para menos, pues se trataba del máximo responsable de la SD, los servicios de inteligencia dentro de las SS, y mano derecha del todopoderoso y siempre temido Heinrich Himmler.

Al no haber sido informados de antemano sobre cuáles eran sus intenciones, nada más recibir la noticia se habían organizado cinco patrullas de limpieza para tratar de adecentar en lo posible las amplísimas instalaciones que albergaban a los casi dos mil perros, entre reproductores, cachorros y animales adultos. El centro había sido creado unos cuarenta años antes, bajo la dirección de un capitán prusiano, Schoenherr, un hombre apasionado por la cría del perro. La idea había surgido desde el gobierno regional, necesitado de una escuela de adiestramiento y reproducción para proveer de suficientes animales a su policía. Sin embargo, comenzados los años treinta, aquel primer proyecto se había visto fuertemente impulsado por expreso deseo de las autoridades nacionalsocialistas, para convertirlo en uno de los dos complejos que albergarían el más ambicioso programa de cría de perros con fines militares que Alemania había conocido.

A partir de los éxitos cosechados por las unidades caninas del Ejército alemán en la guerra del catorce —como mensajeros, antiminas, patrullas o rescatadores de heridos, entre otras muchas actividades—, la jefatura nazi estaba decidida a dotar a sus unidades armadas de la más poderosa fuerza animal jamás vista. Y para sortear las restricciones de rearme que imponía el Tratado de Versalles, ambos centros habían sido destinados aparentemente a la cría de perros para abastecer a las unidades policiales K-9, una actividad de índole civil y por ello aceptada por los aliados.

Un Heinkel He 70 con cabina para cuatro pasajeros aterrizaba a las diez de la mañana procedente de Múnich en una pista del flamante aeropuerto de Schönefeld, a las afueras de Berlín. En uno de sus cómodos asientos, Heydrich acababa de cerrar su portadocumentos después de haber revisado un informe sobre la cría de perros en Alemania. A su lado viajaba Max von Stephanitz, fundador y presidente de la asociación de criadores de los schäferhunde, los famosos pastores alemanes. Un hombre de avanzada edad que compartiría con él la visita al centro sin saber en concreto para qué lo había hecho ir.

—Señores, cuando quieran, les espera su coche en la pista. —El secretario personal de Heydrich, un joven capitán de origen austriaco, le trajo su abrigo y la gorra de plato.

—¿Qué distancia hay hasta Grünheide? —Se abotonó el abrigo negro y comprobó que el brazalete rojo con la esvástica estuviese bien colocado. A pesar de haber estrenado la primavera, el frío seguía dominando los termómetros.

—En torno a veinte kilómetros. —Asomó la cabeza fuera de la portezuela del aparato y sintió una fina lluvia. Abrió un paraguas, pero su jefe descartó usarlo.

Un lujoso Mercedes los recibió a pocos pasos de la escalerilla. Los tres pasajeros entraron con rapidez para evitar la lluvia, y el potente motor del vehículo rugió. Se dirigieron hacia una salida especial del aeropuerto, para tomar luego dirección Grünheide; los escoltaban cuatro motoristas.

Von Stephanitz quiso retomar el argumento que había empezado a esgrimir una vez habían despegado de Múnich.

—Como le decía antes, nuestro perro pastor es una evocación viva del volk, de nuestro admirado pueblo ancestral. Desde tiempos inmemoriales el orgulloso guerrero alemán ha tenido en gran estima a su compañero de caza, valiente y leal, que lo ayudó a luchar contra la furia del buey salvaje, del destructivo jabalí y de cualquier otra bestia. En los muchos años que llevo dedicado a su selección, he tratado de recuperar las esencias de esa raza antigua para hacer de él un animal puro, sano, fiel, luchador, henchido de coraje y obediencia, de lealtad y disciplina absoluta, pero también de crueldad si es necesario.

—Más parece que estuviese describiendo a un soldado, que no a un perro.

—En mi opinión ese es el modelo al que debemos aspirar, pues en realidad posee las mismas virtudes que hoy reconocemos en nuestra raza aria. Hemos de convertirlos en los mejores y más aguerridos defensores del Reich.

Heydrich escuchaba su planteamiento con un indisimulado entusiasmo, seguro de que a Himmler le agradaría todavía más. La identificación de los miembros de las SS con las máximas virtudes del pueblo alemán era un objetivo bien conocido, pero no el uso de un perro genuinamente alemán como portador de los mismos valores. Sin duda le encantaría la idea, y al Führer también, dada la absoluta adoración que sentía por su perra pastora Blondi.

—Nuestro perro ha asombrado al mundo. Y buena prueba de ello es que ahora todos lo quieran introducir en sus ejércitos. Pero además, y en menos de cuarenta años, se ha convertido en la raza más utilizada por la Policía estadounidense, y hasta lo denominan así: perro policía. Allá a donde ha ido, y ahora me refiero a los más célebres concursos internacionales, siempre ha conseguido triunfar o por lo menos obtener buenas posiciones. —Tomó aire y sus palabras ganaron aplomo—. Llevo toda mi vida estudiándolo, y sé de qué hablo. Por eso, en este momento puedo asegurar que los orígenes primigenios del pastor alemán también coinciden con los de nuestro pueblo en su procedencia euroasiática. Prueba de ello son las dos grandes razas de canes que han surgido de esa base; al este el akita japonés, y al oeste nuestro gran pastor; ambos con una línea genética común.

—Fascinante… Asombroso… —repetía su interlocutor, entregado por completo a sus palabras—. Pero, ahora, déjeme que le haga una pregunta. Según me ha parecido entender, su laborioso pero eficaz trabajo ha consistido en cambiar sus anteriores habilidades como pastor de ovejas y guarda y dotarlo de los nuevos valores que hoy lo caracterizan, como son la lealtad y la valentía. Si le pregunto cómo lo ha conseguido, ha de imaginarse el trasfondo de mi interés…, ¿cierto?

—No hay duda, mi querido gruppenführer, creo en el proyecto que están ustedes abanderando y confío en su éxito, desde luego. Y en referencia a nuestro perro, no solo he moldeado su cuerpo seleccionando los caracteres estéticos y funcionales idóneos. La clave ha consistido en implantar, bajo la permanente idea de la mejora de su raza, un estricto control sobre su reproducción, una minuciosa selección de sus parentales y una decidida eliminación de los defectos que surgieron por efecto de tanto cruzamiento. Con esas premisas, básicas pero estrictas, hemos ido grabando sus mejores cualidades en unas pocas líneas genealógicas.

—Señor, en cinco minutos llegaremos —apuntó su secretario desde el asiento delantero.

—Herr Stephanitz, confirmo las buenísimas referencias que recibí sobre usted, y en particular he de confesarle que me ha satisfecho especialmente lo oportuno de sus ideas y trabajo. En breve le organizaré una entrevista con mi superior Himmler. Ha de contarle todo lo que me ha explicado. Aunque yo se lo adelante, usted será bastante más preciso en los detalles técnicos. —Miró por la ventanilla y vio cómo el anterior paisaje plano y monótono se transformaba en otro boscoso y oscuro—. Pero hoy lo necesitaré para algo diferente. Cuando estemos allí sabrá a qué me refiero.

—Como usted guste.

Los cuatro motoristas atravesaron el arco de entrada a las instalaciones seguidos por el vehículo, haciendo crepitar la gravilla del camino bajo sus neumáticos.

A la puerta de la oficina principal los esperaban dos hombres bastante inquietos. El director del centro, Adolf Stauffer, un sólido biólogo de mediana edad y fama de meticuloso gestor, con medio paquete de cigarrillos fumados en menos de dos horas. Y a su lado, su máximo responsable veterinario, Luther Krugg, un brillante genetista de treinta y tres años y metro noventa de estatura, con más publicaciones e investigaciones que muchos viejos catedráticos, pensando en ese justo momento en cómo iba a organizarse para vacunar a ciento veinte cachorros esa misma tarde.

El secretario de Heydrich le abrió la portezuela del coche.

—¡Heil Hitler! —los dos hombres saludaron al gruppenführer sin usar el brazo en alto.

—¡Heil! —respondió Heydrich, presentando de inmediato a su acompañante Von Stephanitz.

Como el director Stauffer lo conocía de anteriores visitas, estrechó su mano con especial cordialidad, aunque extrañado por su coincidencia con uno de los máximos dirigentes nazis. El veterinario Krugg no había visto nunca a Stephanitz, pero su nombre era de sobra conocido en los ambientes profesionales, además de haber leído su prestigioso libro sobre la caracterización del pastor alemán.

—¿Quizá quieran un café antes de recorrer las instalaciones? —sugirió el director.

—Excelente idea —aplaudió Heydrich, quien se había quitado los guantes y empezaba a desabrocharse el pesado abrigo de paño—. Supongo que además querrá saber a qué venimos.

Stauffer les abrió paso dándole la razón.

Entraron en una especie de sala de lectura y tomaron asiento alrededor de una mesa ovalada. Sobre las paredes colgaban varias fotografías de los criaderos, parques de entrenamiento y jaulones, y dos imágenes aéreas donde se apreciaba la dimensión y estructura del complejo. Una secretaria entró con una bandeja con bebidas calientes y dulces. Después de probar el humeante café, Heydrich tomó la palabra.

—Señor Stauffer, usted no es militar, solo un técnico bien cualificado, pero me va a comprender rápido. —La contundencia de sus palabras incomodó al responsable del centro, pero las prefirió a que se anduviera con circunloquios—. Hasta hoy ha tenido un objetivo claro, procurar a nuestros intereses militares más de dos mil perros al año. Animales que, además de nacer aquí a partir de reproductores controlados y sanos —miró al veterinario—, sobre todo han de salir perfectamente entrenados para las tareas que les hemos pedido.

Von Stephanitz seguía el argumento de Heydrich sin saber a dónde quería llegar.

El director enumeró las diferentes líneas de trabajo y entrenamiento que tenían puestas en marcha, adelantándose al líder nazi.

—Hemos conseguido adiestrar perros para detectar minas, otros que localizan y rescatan heridos, estafetas en un hipotético frente bélico, animales entrenados para tirar cables de telecomunicaciones, perros patrulla, y desde luego, cómo no, perros guardianes. Cada uno de estos patrones de conducta requiere un entrenamiento diferente, y para ello disponemos de personal perfectamente cualificado y de las instalaciones necesarias. A pocos kilómetros de aquí, en Röntgental, existe otra unidad de cría y escuela canina, dirigida por Langner, como bien sabrán, que está especializada en el adiestramiento de perros destinados a la Reichsbahn para trabajar en los ferrocarriles, en concreto para patrullar con sus inspectores.

Stephanitz aprovechó para apuntarse un tanto.

—He de señalar que desde el primer momento ambos centros han sido aprovisionados únicamente de sementales procedentes de los más selectos clubs de cría de pastor alemán que personalmente controlo y autorizo. Confío en que así siga siendo, y que impere nuestra raza entre las demás por ser la más cualificada mental y físicamente para los cometidos que ha mencionado.

Luther Krugg, como responsable técnico, matizó el comentario.

—De los dos mil perros que sacamos al año, más de mil quinientos, en efecto, son pastores, y unos doscientos, rottweilers. Pero no nos detenemos ahí, buscamos otras razas que aporten otras ventajas ante determinados cometidos. En ese sentido contamos con airedales ingleses y samoyedos rusos, estos últimos especializados en trabajos de montaña; sin duda los mejores para la nieve. O con los beagles, cuyo destacadísimo olfato les permite detectar minas enterradas a más de veinticinco centímetros de profundidad. En este centro, como van a ver, no dejamos de explorar cualquier camino que mejore las capacidades de nuestras actuales razas.

Stephanitz y Heydrich no se mostraron demasiado satisfechos con su explicación. Hubieran preferido escuchar de él una mayor loa a las virtudes de las razas autóctonas, cuando ellos veían al pastor alemán como un perro insignia y espejo del noble espíritu ario. Heydrich se dejó el café a medias, se levantó de golpe y provocó que el resto hiciera lo mismo.

Salieron del pabellón central a buen paso hacia los parterres de entrenamiento. En el primer parque vallado, cinco pastores esperaban turno para recibir un entrenamiento de rescate, mientras un sexto lo estaba poniendo en práctica. El can iba ligeramente por delante de su guía, olfateando en círculos, en busca de un supuesto herido que había sido escondido bajo un montón de escombros.

—Como van a ver, las cualidades de nuestro perro son evidentes cuando se trata de tareas sanitarias —Luther señaló al que en ese momento estaba realizando el trabajo—, porque manifiesta como ningún otro una destacadísima fidelidad a su entrenador, obedece cada señal que se le hace, está siempre atento, es infatigable, nunca se muestra sometido, y sobre todo es muy activo.

Stephanitz se sumó y aplaudió sus impresiones, asegurando que acababa de describir los valores más genuinos del pastor alemán, sintiéndose orgulloso al verlos trabajar de forma tan eficaz con sus adiestradores.

Luther los invitó a pasar a la siguiente parcela, donde estaban preparando a unos escandalosos beagles para el trabajo con explosivos.

—Estos animales son sorprendentes. Como les comentaba, su tarea es localizar las minas que previamente hemos escondido. Para atraer su interés metemos un poco de carne por debajo, de tal modo que asocian la localización de los dispositivos con un premio. Estamos tratando de traspasar su maravilloso olfato a nuestro rottweiler seleccionando los reproductores que posean unas medidas craneales más cercanas a las de esta raza inglesa.

A Heydrich le estaba pareciendo interesante lo que veía y no dudaba de la pericia de sus técnicos, pero el objetivo de su visita era otro.

—Si hoy estoy aquí, aparte de para constatar el eficaz trabajo que están ustedes realizando —el director suspiró aliviado—, es para encargarles algo muy importante, diría que crítico y un tanto inusual.

Se le quedaron mirando expectantes. Él guardó silencio, y se dedicó a comprobar el estado de brillo y pulido de sus largas botas ante la mirada del resto, en el fondo disfrutando al sentir cómo iba creciendo la tensión. Le encantaba provocar esos momentos de suspense. Tardó unos segundos más en hablar.

—Usted dirá —intervino el director del centro, inquieto por la espera.

—Escúchenme todos bien. En menos de un mes necesitaré poner a prueba un centenar de perros con un adiestramiento… diferente. Me da igual su raza, eso sí, siempre que sea alemana. —La expresión de su mirada daba a entender que no iba a admitir excusas y mucho menos una negativa—. Los quiero agresivos, violentos; entrenados para responder de la forma más fiera e intimidatoria posible, ¿me explico? Y necesito que todos ustedes colaboren en ese empeño; también usted, Stephanitz, dada su experiencia y conocimientos. En resumen, han de conseguir que sean obedientes con sus amos y extremadamente salvajes contra quien se les ordene. Y si no lo consiguen con las razas actuales, invéntense una, o mejórenlas, me da igual… ¡Quiero ver auténticas bestias! ¿Lo entienden?

El director Stauffer buscó en la mirada de su colega y en la de Stephanitz alguna explicación a la extraña solicitud, pero solo encontró el mismo desconcierto. Después de un primer balbuceo, lo vio claro. No pensó en cómo conseguirlo ni en el corto plazo que tenía para ello. Conociendo el modo de operar de las SS, decidió no poner pegas. Solo preguntó el lugar de destino.

—Ya se les informará a su debido tiempo. Pónganse en marcha y consideren este trabajo como prioritario. ¿Queda claro?

Horas más tarde, Luther Krugg, sentado a la mesa de la cocina de su casa en la misma población de Grünheide, le explicaba a su esposa Katherine la visita del dirigente nazi.

—Es un hombre de piel blanquísima, ojos profundos y muy azules. Tiene aires de actor de cine, pero su mirada es fría e inquietante, como si estuviese ocultando cosas terribles.

—¿Y para qué os quiere? —La mujer le sirvió un poco más de sopa de rábanos.

—Nos pide que le entrenemos perros de ataque.

—Luther, si vas a trabajar para ellos, ¿por qué no te afilias al partido? Tu jefe ya lo hizo hace unos meses. —Sus ojos inmensamente azules y sus perfectos rasgos se enfrentaron a los de un Luther incómodo.

—Si ya sabes que rechazo profundamente cómo piensan, ¿por qué sigues insistiendo en que lo haga? —Atacó una patata preocupado por el cariz que estaba tomando su situación, como la de cualquier ciudadano cuyas ideas no coincidían con las proclamadas por el Partido Nacionalsocialista—. Pudimos irnos de Alemania cuando Hitler ascendió al poder, pero entonces no quisiste. Sé lo mal que lo pasas con cualquier cambio, pero quizá un día tengamos que volver a planteárnoslo. No me gusta cómo pintan las cosas últimamente.

La mujer miró a su marido inquieta por el trasfondo de sus palabras. Se habían conocido en Hannover, él estudiando Veterinaria y ella Enfermería. De la personalidad de Luther le había cautivado su integridad y la fuerza de sus convicciones, pero sobre todo la fe que demostraba en sí mismo. Y de su aspecto, la altura, aquellos ojos de color miel y el pelo rizado y castaño que por entonces llevaba algo más largo. Por eso, aunque conocía perfectamente su forma de pensar y su cerrazón, trató una vez más de convencerlo para que se adaptara a los nuevos tiempos.

—Luther. Los nazis están por todos lados, cada día tienen más poder, hasta en este pueblo. No puedes dar la espalda a lo que son y a lo que pueden hacer con nosotros si llegasen a saber lo tuyo.