Capítulo II

Cárcel de Salamanca

1 de marzo de 1935

II

Zoe Urgazi Latour calculó que desde la estación de tren hasta la nueva prisión, inaugurada hacía solo tres años, habría poco más de un kilómetro. No parecía demasiada distancia como para tener que emplear otro transporte, y la temperatura era agradable, así que, aunque el paquete que llevaba pesaba lo suyo, decidió hacerlo andando.

Pero se arrepintió a los pocos pasos.

Al no estar acostumbrada a acarrear tanta carga, empezó a resoplar fatigada y tuvo que pararse varias veces a descansar. Además, el basto cordaje que había empleado para llevarla con más comodidad le estaba destrozando las manos. Buscó un pañuelo en el bolso y se las protegió del áspero cordel. Levantó la mirada, localizó la enorme masa de ladrillo visto que supuestamente albergaba a lo peor de la sociedad salmantina, sacó fuerzas de flaqueza y siguió caminando. Tenía un importante motivo para acudir a ese preciso lugar en ese preciso momento de su vida.

Hacía algo más de ocho meses que no había visto a su padre y dos años y medio desde que estaba en la cárcel, cumpliendo condena por homicidio. Su progenitor, Tomás Urgazi Saavedra, no era un asesino, pero había matado a un hombre. Y la justicia se lo había hecho pagar con veinte años de prisión.

Se cruzó con una anciana que transportaba en la cabeza una enorme bolsa que la doblaba por entero y se apiadó de ella. En comparación, la suya no era nada. Se mordió el labio, tensó las piernas, endureció la espalda y se dispuso a superar los siguientes cuatrocientos metros sin compadecerse de sí misma ni volver a parar. Cuando estaba a poca distancia de conseguirlo, se le cruzó un joven que se ofreció a ayudarla, pero Zoe, en un arranque de autosuficiencia, le dijo que no le hacía ninguna falta.

—¡Pues hala…, todo tuyo! ¡Ahí te desriñones!

Siguió caminando sin hacerle el menor caso, repasando por última vez lo que iba a hablar con su padre, y también lo que no.

Habían pasado casi cinco meses desde la violenta muerte de su marido en Asturias, cinco meses que habían supuesto para ella un penoso infierno interior. A sus veintitrés años y con solo dos de casada, aunque la viudez había madrugado demasiado en su vida, se sentía traicionada. Porque su marido, su maravilloso Carlos, además de no haberla amado la había compartido con otra mujer, algo que había descubierto dos días después de su muerte, al encontrar docenas de cartas de amor escondidas entre sus papeles mientras tramitaba su defunción. El impacto emocional había sido tan fuerte que aún estaba recomponiendo su orgullo y un corazón malherido, en una titánica lucha por resucitar su yo desde un encierro interior que la estaba consumiendo.

Por esos motivos apenas había llorado a Carlos después de su entierro.

Pero casi nadie lo sabía, tampoco su padre.

La puerta de la prisión estaba abierta. La atravesó con alivio y dejó caer al suelo el pesado paquete lleno de libros. Miró su reloj y, tras comprobar que todavía faltaban veinte minutos para que se abriera el horario de visitas, observó a su alrededor. Tras una mesa de despacho un funcionario leía el periódico, ajeno a las ruidosas conversaciones del variopinto público que esperaba el momento de entrar. Encontró asiento entre dos gruesas gitanas, quienes no tardaron ni medio segundo en estudiarla de arriba abajo.

—No te habíamos visto nunca por aquí —le espetó una nada más tenerla al lado.

—Es que no suelo venir —se explicó Zoe.

—Yo soy Juani y ella es Estrella. —La mujer le extendió una mano gordezuela acompañada de una hermosa sonrisa.

—Zoe, Zoe Urgazi —respondió, sin intención alguna de que la conversación se extendiera mucho más.

La más joven tomó entre las manos un pliegue de su falda y lo palpó con gesto profesional. Zoe, sin saber a qué venía aquello, preguntó cuánto duraban las visitas, sin perder de vista lo que hacía su vecina. Acababan de cambiar la ley penitenciaria y le sonaba que permitían un poco más de tiempo. Las cíngaras se miraron con picardía.

—Muy buen lino, sí… Ha tenido que costarte un buen dinero —comentó la que toqueteaba su falda.

—Bueno, no fue barata, es verdad —contestó imaginándola detrás de un puesto de ropa ambulante.

—Con la nueva ley o con la antigua las visitas duran muy poco, chata, mucho menos de lo que a todas nos gustaría. Pero depende de lo rápido que te lo haga tu marido. Como el mío siempre termina en un santiamén, a veces nos da tiempo a echar dos. —Le hizo un obsceno gesto—. Ya me entiendes. —Se rieron las dos a carcajadas.

Zoe no se sintió intimidada a la hora de contestar.

—Ese no será mi caso, vengo a ver a mi padre.

—Ah…, bueno, entonces cuenta más o menos con una hora, aunque depende del funcionario. A ese —señaló al de la mesa— le solemos sacar cinco o diez minutos más.

—¿Se puede saber qué hizo tu padre para estar aquí? —preguntó la mayor—. ¿Cómo se llama? Seguro que lo conoce mi Paco.

—Un homicidio. Y se llama Tomás Urgazi Saavedra.

Revivió el dramático suceso acontecido a escasas dos semanas de su pedida, cuando su padre, veterinario rural, por defender a un anciano capataz de los golpes que le estaba propinando su patrón, un hacendado con numerosas fincas en la dehesa salmantina y menos escrúpulos y consideración hacia sus trabajadores que dinero en los bolsillos, trató de detenerlo con lo que tenía más a mano: unas pesadas tenazas para recortar los cascos de las mulas. La fuerza del golpe, su indignación, la contundencia del hierro y la poca medida que puso en ello terminaron abriéndole la cabeza de forma fatal, lo que significó que un día después fuera la Guardia Civil a buscarlo a casa para no volver nunca más a ella.

El funcionario se levantó, hizo sonar una campanilla y con voz ronca pidió que todo el que tuviera paquetes para los internos los llevara a la mesa para su inspección. Se levantaron varias mujeres a la vez que Zoe y formaron una fila frente al funcionario. No tuvo que esperar mucho.

—Este paquete excede del tamaño permitido —el hombre se pronunció sin ni siquiera haberlo abierto—. ¿Qué contiene?

—Sobre todo libros. Libros técnicos. —Empezó a retirar el papel de estraza para que lo viera—. Y un poco de ropa.

—¿A quién viene a ver, señorita? —La estudió con curiosidad.

—A mi padre; a Tomás Urgazi.

El funcionario supo de quién hablaba; un preso atípico para la calaña que solía verse por allí. La miró a los ojos y entendió por qué no la reconocía. Aquel tipo de presos sentían tanta vergüenza ante sus familias que no eran tan visitados como otros. La chica tenía una mirada limpia y brillante, ojos grandes y marrones, labios generosos y pómulos bien marcados.

—La siguiente. —El hombre sonrió, empujó el paquete a su izquierda y se concentró en el bulto de una de las gitanas.

Pocos minutos después, con la mirada puesta en una oscura puerta de metal y tras escuchar descorrerse varios cerrojos, su corazón empezó a palpitar a la espera de ver aparecer a su padre en cualquier momento. Le temblaron las manos de emoción y sintió la boca seca. La puerta se abrió y una gran cantidad de presos empezaron a salir en busca de los suyos. Zoe iba recorriendo sus caras llena de ansiedad, como si no fuese a verlo entre tantos. Eran rostros de hombres peligrosos; ladrones, criminales, algunos seguramente hasta despiadados asesinos, y sin embargo todos expresaban esa ilusión que precede al reencuentro con los seres queridos.

Salió al final, acompañando a otro recluso que apenas se tenía en pie de viejo que era. Como iba pendiente del anciano, ayudándolo a encontrar a su familia, no vio a su hija. Ella, abriéndose paso entre unos y otros, fue en su busca. Lo encontró muy delgado, calculó que habría perdido una tercera parte de su peso, cuando en realidad nunca le había sobrado. Aunque había pasado menos de un año de su anterior visita, tenía el pelo mucho más encanecido y unas pesadas arrugas que no eran normales en un hombre de cincuenta.

Estaba ayudando al frágil compañero para que tomara asiento cuando ella alcanzó su espalda.

—¿Papá?

Él se volvió y sus miradas se encontraron. Zoe reconoció en aquellos ojos una sucesión de emociones; sorpresa, desconcierto, y por último alegría. Sin mediar una sola palabra se fundieron en un abrazo. Ella tembló al sentirse en los brazos de un padre al que había adorado desde muy pequeña, y él carraspeó para no atragantarse de emoción, reviviendo en pocos segundos la tierna y dura infancia de una niña que había visto morir a su madre con solo cinco años.

Al separarse, el primero en hablar fue él.

—Aunque te lo dije por carta, me dolió mucho que no me dejaran ir al entierro de Carlos para poder estar a tu lado.

—Lo sé, papá. Yo también siento no haber venido desde entonces. ¿Cómo estás?

—Bien. A todo se acostumbra uno. Aprovecho el excesivo tiempo libre que te da la cárcel para pensar, estar en la biblioteca, o pasear por el patio horas y horas cuando hace bueno. Aunque tu correspondencia es lo único que me da vida. Cada día me leo una de tus cartas al levantarme, y algunos días hasta cinco y seis. Son las ventanas por las que respiro para no sentirme ahogado en este lugar. Y desde ahora, con los libros que me has traído, voy a tener entretenimiento para muchas semanas. —Sonrió repasando sus títulos.

—Te he comprado lo último que se ha publicado sobre patología y terapéutica equina y vacuna.

—Los devoraré, te lo aseguro.

—¿Quieres que te compre algo más? ¿Ropa, jabón, cuartillas…?

Don Tomás tragó saliva.

—Vas a tener que hacerlo, sí, porque ando un poco justo de dinero. —El gesto de inquietud que aquel comentario produjo en Zoe le obligó a explicarse mejor—. Verás…, he tenido que malvender la casa, no hará ni dos meses de ello, y todo lo que he sacado se lo han llevado los abogados para pagar los recursos y el juicio, aparte de la indemnización a la familia.

—Papá, ¿en serio? —Se estrujó las manos—. No me parece justo.

—Hija mía, tampoco es justo cómo te está tratando a ti la vida, y ya ves… A todo esto, ¿cómo estás?

Zoe buscó un pañuelo en el bolso para sonarse la nariz sin poder pronunciar una palabra. Tenía demasiada pena dentro, pero también una insalvable necesidad de compartirla con él.

—Papá… —consiguió aunar suficientes fuerzas para hablar—. He necesitado que pasaran unos meses para poder contarte algo que no sabes sobre Carlos. —Dudó cómo explicárselo y con qué palabras. Pero terminó dejando que surgieran libres—. Ahora sé que casarme con él fue la peor decisión que he tomado en mi vida. Me equivoqué de hombre, equivoqué mis sentimientos, mis sueños, todo.

Sus ojos se quebraron con el eco de sus propias palabras.

—Pero… ¿por qué dices eso? —La contundencia de sus palabras dejó a don Tomás descolocado.

—Descubrí que había otra mujer.

Don Tomás recogió las manos de Zoe entre las suyas e imaginó su profunda frustración. Sus ojos buscaron respuestas en los de su hija, pero allí no estaban todas; algunas se las iba a evitar para no añadir más dolor a su encierro, como la cruel iniciativa que acababan de tomar sus suegros contra ella.

—¿Cómo lo supiste?

—Lo descubrí después de su muerte. Era una antigua amiga suya a la que yo conocía. Cuando pienso que tuvo la desfachatez de acudir al entierro y de darme el pésame, todavía me hierve la sangre. —Apretó los puños—. No entiendo cómo no me di cuenta de lo que estaban haciendo a mis espaldas.

—No te culpes. Confiabas en él.

—Llevábamos solo dos años casados y creí que me quería. Qué patética he sido. Casi me muero cuando leí las cartas.

—Ese hombre nunca me gustó, Zoe, y lo sabes. No entendí que te casaras tan pronto. Sabía que no te merecía, pero no me hiciste caso —apuntó el padre recordando las fuertes discusiones que habían mantenido a cuenta de ello.

—Lo sé, papá, he recordado cada palabra que me dijiste, y no te puedes imaginar lo mucho que me he arrepentido. Porque después de haber puesto boca arriba todos mis recuerdos, sigo sin entender nada.

—No te martirices más, Zoe. Era un canalla y punto. —El hombre apretó los puños deseando haberlos roto en su día sobre la cara de Carlos, y en el fondo se alegró de su muerte—. Lo tuve claro desde que te obligó a dejar la universidad nada más casaros. Con lo mucho que habíamos luchado tú y yo para que pudieras estudiar.

—Sí, cedí en todo como una imbécil.

—Hija, equivocarse no es malo. —Le acarició una mejilla—. Lo importante es lo que hacemos después, y compadecerse no sirve de nada. ¿Te acuerdas cuando en verano me acompañabas a las vaquerías y veías algunos de aquellos partos complicados? Muchas veces, cuando la vaca parecía estar a punto de morir por tener mal colocado a su ternero y llevaba demasiadas horas intentándolo, te maravillabas al ver cómo cambiaba de actitud en cuanto veía nacer a su criatura. Te asombraba lo pronto que se le olvidaba el durísimo sacrificio. Y si recuerdas, a veces lo hacían con media placenta dentro y los músculos atenazados de dolor. —Mantuvo un silencio cargado de intenciones y bajó la voz empleando un tono más grave—. Eres joven e inteligente, retoma tu vida y olvida a ese malnacido.

Zoe lo abrazó reconfortada

—Papá.

—¿Qué?

—Acabaré la carrera de Veterinaria.

—De eso no te arrepentirás nunca.

—Papá, y además voy a sacarte de aquí, te lo juro. No te preocupes por el dinero. Haré lo que sea por verte fuera de este infierno, lo que sea. Te quiero conmigo. —Le plantó las manos en su corazón.

—Hija mía… Sin duda son dos grandes sueños. Pero enfoca todo tu tiempo, ganas y recursos en el primero. El otro puede estar demasiado lejos de tus posibilidades y no quiero que te sientas defraudada por ello. Lo más importante para mí es que seas feliz; así lo seré yo también. Y ahora, pensemos en otras cosas. No me has contado nada de tu hermano Andrés.

—Sigue en Asturias terminando de sofocar la revolución minera. Me escribe poco, como siempre. De hecho, desde el entierro no lo he vuelto a ver, pero le diré que te ponga unas letras.

En ese momento sonó el timbre que anunciaba el fin de la visita.

—Sabes que os quiero a los dos. Pero qué distintos sois…