Alrededores de Gijón
9 de octubre de 1934
I |
Campeón, como cualquier otro perro, no entendía de balas, granadas ni bombas.
Su mirada era limpia y curiosa, ajena a las de un puñado de hombres que ese día trataban de matarse desde dos barricadas distantes una treintena de metros, en la única calle asfaltada de Sotiello, una aldea a pocos kilómetros de la ciudad de Gijón.
Campeón acompañaba a su amo, un teniente de la IV Bandera de la Legión, y a un centenar de soldados a sus órdenes, que tenían como misión combatir a un grupo de revolucionarios alzados en armas desde las cuencas mineras de Asturias, con más utopía en sus corazones que habilidad para defenderse de un ejército dispuesto a atajar de raíz sus afanes libertarios.
Era un perro sin raza, de pelo largo y áspero, color canela, y una cara casi negra. Aunque tenía una estatura mediana, su valentía recordaba a la de un animal de mayor talla y fortaleza, y su carácter era espabilado y alegre. Había nacido dos años antes al lado de una tapia del campamento que el Tercio de la Legión tenía en Dar Riffien, a poco menos de diez kilómetros de la ciudad de Ceuta. Abandonado por su madre, el cachorro había resistido el hambre y la soledad durante tres días a la espera de que apareciera, pero no lo hizo. Fueron unos musculosos brazos los que finalmente lo encontraron para convertirse desde entonces en su único protector.
A los pies de su amo y sin saber qué esperaba de él en aquella verde y húmeda tierra, protegidos detrás de una barricada de trastos viejos, su hocico empezó a ventear un sinfín de interesantes olores. Por el este, a hierba recién segada, a vacas, a fruta verde, y a su alrededor, al sudor de unos soldados de camisa arremangada y mirada de hierro, dispuestos a matar o a morir bajo el frescor de una fina lluvia.
Asomó su cabeza entre una trilla destrozada y dos vigas de madera para ver qué hacía el bando contrario al otro lado de la calle. Sus treinta y tantos defensores, ligeramente desorganizados, se habían empeñado en resistir al profesional envite de la Legión, habiéndose refugiado pocas horas antes tras una sólida muralla levantada con colchones, muebles viejos, puertas y alguna que otra paca de paja, a la salida de la aldea y entre sus dos últimas casas. Los mineros solo disponían de una veintena de fusiles, unas cuantas pistolas y muy poca munición, después de dos días de resistencia en el puerto y en las calles de Gijón, y el cansancio empezaba a pasarles factura. De hecho, sabían que la batalla la tenían perdida. Las noticias sobre los desastrosos enfrentamientos de sus camaradas en Sama de Langreo, Mieres y La Felguera eran descorazonadoras, pero ellos se habían jurado no rendirse sin llevarse al menos a unos cuantos soldados por delante.
El eco de un motor de aviación se empezó a escuchar por el este.
Las miradas de unos y otros escudriñaron el cielo encapotado, unas con más pavor que otras, hasta ver aparecer dos aparatos de combate Nieuport 52 con los colores de la bandera republicana en sus timones. Los sintieron descender, enfilar su posición, y cuerpo a tierra esperaron el efecto de sus ametralladoras de 7,7 milímetros. Los aparatos, en su primera aproximación, sembraron de plomo cuatro líneas de tiro, aunque solo una alcanzó a los rebeldes matando a varios en el acto.
El jefe del grupo minero, un destacado miembro de la CNT que había ganado buena fama por su alma revolucionaria y su ardorosa oratoria, José María Martínez, al imaginar la corrección de tiro de los biplanos en su siguiente pasada, ordenó a los suyos que abandonasen la posición para buscar refugio en una cuadra de vacas, a espaldas de un grupo de nogales y a unos cincuenta metros de donde estaban.
Uno de ellos, un pelirrojo de pelo enmarañado y delgado como un junco, con menos edad de la que debería tener para estar allí, pero más valor que todos juntos, desobedeció la orden. Con un dedo se empujó las gafas desde la punta de la nariz, oteó a través del único cristal que mantenía entero, tomó aire, levantó a pulso la última ametralladora pesada que les quedaba, retiró el seguro y apuntó el cañón hacia la barricada legionaria. Al grito de «¡Viva la República Socialista Asturiana!», comenzó a disparar en todas direcciones henchido de valor, sin medir la fuerza de retroceso del arma ni su propia delgadez, lo que lo llevó a terminar tumbado boca arriba, con el arma y sus gafas por los aires. Al verlo actuar, dos compañeros deshicieron el paso y volvieron en su ayuda disparando a discreción.
Y de repente, Campeón, sin que nadie entendiera su reacción, saltó la barricada que lo protegía y se lanzó a correr calle arriba hacia los mineros. Su mirada se cruzó con la de los tres rebeldes, colocados ahora sobre dos pacas de paja y con los fusiles prestos a disparar en su misma dirección. A menos de diez metros de ellos se paró, volvió la cabeza hacia los suyos con una expresión bonachona y empezó a agitar la cola, a ladrar, y a rodar una y otra vez sobre su espalda, dispuesto a jugar, a la espera de que alguien, le daba igual de qué bando fuera, le tirara una rama o una pelota para ir a por ella como solía hacer en el cuartel.
Su amo, el teniente Andrés Urgazi Latour, lo llamó a voz en grito, temiendo por su vida. Campeón reconoció la voz, pero no se movió. Se encontraba en el peor lugar posible, en medio de la línea de fuego, y sin embargo su absurda presencia había detenido por un momento el intercambio de disparos.
Un extraño silencio se instaló entre los presentes durante unos minutos.
—¡Sacad a ese perro de ahí antes de que lo alcance una bala! —proclamó uno de los sublevados.
Campeón se sentó. Sin dejar de mover la cola y con la lengua fuera permaneció en alerta, listo para correr en busca del primer objeto que viese volar.
—¡Es mío! —gritó el oficial Urgazi asomando la cabeza con precaución—. Ya salgo a por él.
Uno de sus sargentos lo frenó.
—Mi señor, le van a levantar la tapa de los sesos. No se fíe de esos malnacidos.
El teniente dudó, miró una vez más a su can y le silbó para que volviera. Campeón agitó con mayor intensidad el rabo, pero no se movió ni un solo milímetro. Al no conseguir del animal la respuesta deseada, su dueño pensó de qué manera podía apartarlo de allí, y de repente recordó una habilidad que le había hecho famoso en el campamento. A Campeón le encantaba recuperar las pistolas, machetes y otras armas cortas que perdían los soldados en las maniobras cuerpo a tierra durante los ejercicios de adiestramiento. Decidió probar, descargó las balas de su pistola Astra y la tiró lo más lejos que pudo, a la izquierda del perro. Y Campeón aceptó el juego corriendo, encantado de ir en su busca.
En ese mismo momento, a unas pocas decenas de metros por detrás de la defensa minera, los que habían alcanzado la vaquería, aprovechando la insospechada situación de alto el fuego, se separaron en dos grupos con intención de bordear el pueblo y atacar a los legionarios por la retaguardia. Pero para su desgracia, desde el oeste de su posición apareció una patrulla de Infantería del Ejército republicano a las órdenes de un joven teniente coronel, en apoyo de los legionarios, y por el este, de nuevo los dos aviones.
Los primeros en empezar a disparar fueron los tres mineros que habían quedado aislados, y lo hicieron apuntando al perfil de los biplanos. El teniente del Tercio vio la oportunidad de avanzar en sus posiciones, dividió el grupo en tres y encabezó el de la izquierda con intención de flanquear al enemigo, manteniendo un tercero en la retaguardia para cubrirlos. Su grupo buscó una fuente de piedra, y el otro quedó a refugio de una casona blasonada. Campeón, al verlo acercarse, corrió a su encuentro con la pistola en la boca y se tumbó junto a él, sin importarle las balas que silbaban a su alrededor. Entendió las órdenes de su amo, pegó el morro al suelo y a partir de ese momento se quedó quieto. El teniente asomó la cabeza para calcular la distancia que lo separaba de la barricada y comprobó que el grupo de la derecha había recuperado una nueva edificación, un hórreo. A la vista de la proximidad del enemigo, les hizo una señal para que les lanzaran granadas y sujetó a su perro para que no corriera tras ellas.
La mitad de las defensas saltaron por los aires, y con ellas otro de los rebeldes. A las explosiones las sucedió un intenso fuego cruzado, y de nuevo el rugir del potente motor Hispano Suiza de uno de los Nieuport, que se aproximaba a escasa altura, abriéndose paso entre las nubes de humo y polvo causadas por las detonaciones.
A las afueras del pueblo, el grueso de los mineros estaban haciendo frente al destacamento de infantería, desde la escasa protección que les ofrecía un muro de piedra. Su cabecilla, al tanto de la delicada situación defensiva, por intentar algo ordenó montar a toda velocidad una especie de catapulta casera que habían ideado días atrás, con objeto de lanzar a mayor distancia las granadas robadas en el asalto a la fábrica de armas de Trubia. Una treintena de soldados les disparaban sin cesar dejándoles poca oportunidad para contestar. Por eso, en cuanto estuvo montado el artefacto, empezaron a lanzar las piñas explosivas sobre los recién llegados. Las tres primeras sobrepasaron las posiciones de los infantes, pero, tras corregir ángulo, las dos siguientes alcanzaron de lleno a cuatro de ellos. El oficial al cargo, al comprobar la desventaja de su posición ante la lluvia de explosivos, hizo una señal a sus cuatro hombres más cercanos, armados con fusiles ametralladores, para que dejaran el abrigo de los árboles y corrieran hacia el enemigo. La rapidez con la que actuaron cogió de sorpresa a los mineros y fueron todos abatidos. Pero la mala fortuna hizo que una de las pocas balas que consiguieron disparar atravesara el pecho del oficial. El hombre quedó tendido en el suelo, boqueando.
Una vez establecido el alto el fuego, Campeón empezó a recorrer el dramático escenario con su húmedo hocico pegado al suelo, olfateándolo todo, con la sana intención de continuar jugando y ahogar su inagotable curiosidad. Apretaba entre sus muelas cada pistola que encontraba y corría en busca de su teniente para dejarla a sus pies. Otras veces se paraba frente a alguno de los fallecidos, desconcertado por su falta de reacción. Les lamía las heridas, la cara, y aguardaba jadeando alguna respuesta. Eso hizo con el infortunado teniente coronel del Ejército republicano cuando encontró su cuerpo arqueado sobre el bajo muro de piedra donde había caído abatido. La vida se borraba por momentos de su mirada y su aliento destilaba aromas de muerte. Al ver cómo venía corriendo su amo hacia él, no entendió el gesto de angustiosa sospecha que reflejaba su cara, ni por qué cuando recogió el rostro ensangrentado de aquel hombre entre sus manos maldijo la mala suerte con un grito de rabia.
Andrés Urgazi Latour, teniente de la Legión, sabía que su cuñado Carlos Alameda también había sido movilizado para ahogar la revolución en Asturias, pero no se podía imaginar que iban a coincidir en la misma aldea y menos aún que presenciaría su muerte. Al recoger su placa observó que del bolsillo de la ensangrentada camisa asomaba una fotografía. La extrajo y al verla se le heló el corazón. En ella se veía a su cuñado de la mano de una mujer, en actitud muy cariñosa, pero una mujer que no era su hermana. La bala no solo había agujereado las manos de la pareja, también había despertado una dolorosa sospecha en Andrés.
Entre dos soldados lo retiraron de las piedras y lo dejaron en el suelo. La lluvia empezó a lavar la sangre del cadáver, una lluvia que el cielo había querido enviar para borrar de aquella tierra los restos de la tragedia. Campeón se acercó a su amo y al oler su pena le lamió la cara, mirándolo con sus brillantes ojos, captando unas emociones que no entendía.
Reunidos en torno a su teniente, el grupo de legionarios observaba el panorama sin sentirse vencedores. Habían salvado la vida, pero quitándosela a otros de su misma sangre y país, a unos trabajadores como ellos.
Campeón, aburrido, se lanzó a corretear por los alrededores. Alcanzó el alto de una pequeña loma y observó el bello paisaje que su posición le ofrecía. Por las verdes praderas que se extendían bajo sus patas, entre las arboledas, situó a alguna que otra vaca pastando, en la lejanía, y escuchó graznar a un grupo de urracas que se perseguían entre los árboles. La naturaleza seguía viva, respetando sus propias leyes.
Volvió la cabeza hacia donde estaban los mineros muertos.
Él no entendía de revoluciones ni de legalidad republicana, le gustaban los seres humanos, adoraba su voz, necesitaba su compañía, aunque no terminaba de comprender ese juego que practicaban entre ellos, y mucho menos el «servicio de armas» que él les prestaba.