La Guerra Civil y los perros
He de reconocer que no es fácil establecer como trasfondo histórico de una novela un periodo tan terrible como el de la Guerra Civil, cuyos dolorosos efectos hablan por sí solos: centenares de miles de muertos, una España quebrada en dos y una honda herida que para muchos españoles todavía perdura. Confieso que mientras recorría aquellos acontecimientos, aunque solo fuera con la imaginación, he sentido espanto, pena, frustración y en general un gran desconsuelo al constatar en qué nos llegamos a convertir. Pasado el tiempo, a uno le cuesta entender cómo se pudo desencadenar tanto odio y brutalidad entre nosotros.
Con todo ello, mi primera reflexión después de haber tratado de conocer mejor lo que sucedió es de respeto. Respeto desde luego hacia todos los que la sufrieron en primera persona, pero también respeto a los hechos históricos y a sus protagonistas.
Por otra parte, he sido consciente de lo poco que nuestros mayores nos contaron sobre aquellos hechos, y qué decir de los libros de texto. Unos porque seguramente quisieron esconder las penalidades y horrores que pudieron ver o conocer, y los otros al pretender darnos un relato parcial de lo que sucedió. En mi caso, el hecho de haberme asomado a esos años desde la distancia ha sido un ejercicio de justicia y de comprensión de lo más recomendable.
Esta novela no es un alegato de ninguno de los dos bandos, pues tengo claro que ambos fracasaron. Pero sí lo es de aquella tercera España que sufrió las consecuencias del conflicto sin sentirse parte de los sublevados ni de los que intentaron resistir. Y es ahí donde he querido colocar a su principal protagonista, a Zoe, y también, y salvando las naturales distancias, a los perros.
Cuando pensé en abordar la Guerra Civil desde el ángulo de nuestras inocentes mascotas, me di cuenta de lo poco que se había escrito sobre ellas. He tenido enormes dificultades para encontrar referencias de su participación en el conflicto, a diferencia de lo que ofrece la historiografía de las dos guerras mundiales, donde hay abundancia de relatos, unidades específicas caninas y las más variadas anécdotas.
En mi desafortunada búsqueda por archivos militares, ensayos o trabajos sobre la guerra del treinta y seis, llegué a pensar que los perros habían sido borrados del mapa. Pero finalmente empezaron a aparecer las primeras pistas, algunas de ellas vitales para construir la trama de Pacto de lealtad.
La que sin duda despertó más mi curiosidad surgió de un breve comentario hecho en un artículo referente a la historia del perdiguero de Burgos, donde se mencionaba que la Legión Cóndor, durante su estancia en la capital del bando nacional, y al menos en el año treinta y siete, cargó aviones enteros de perros con destino a la Alemania nazi sin justificar el motivo.
A partir de aquel escueto dato me puse a investigar para qué podían querer esos perros los alemanes durante los años treinta, y fue entonces cuando descubrí una insólita estrategia bélica organizada por la cúpula nazi, fundamentada en la cría y entrenamiento masivo de perros de guerra, esquivando las restricciones impuestas por el Tratado de Versalles y bajo la excusa de un futuro uso policial. Los datos y personalidades que aparecen en la novela, como es el caso de Max von Stephanitz, no solo son verídicos, sino que hay constancia de su activa participación en varios de esos centros de cría intensiva de pastor alemán, donde se llegaron a adiestrar a más de doscientos mil animales, convirtiéndose en el principal mentor de la raza delante de las máximas autoridades nazis. Stephanitz consiguió que aquellos animales fueran vistos como los mejores compañeros del guerrero ario, mano derecha de las elitistas unidades de las SS, y una honorable raza germánica más. En aquella locura colectiva que protagonizaron Himmler, Hitler o Heidrich, por citar a algunos responsables del poder nazi, el máximo responsable de la Luftwaffe y segundo en la escala de mando, Hermann Göring, se propuso además recuperar viejas especies desaparecidas, protagonistas de antiguas leyendas nórdicas, como fue el caso del bisonte indoeuropeo, o uro, con el que repobló un antiquísimo bosque ubicado en la actual Bielorrusia. He llegado a ver fotografías suyas contemplando la maqueta de aquella floresta para que sirviera de reserva de esos míticos animales, a los que él mismo dio caza en su finca de Karinhall al noreste de Berlín. Recomiendo a los que puedan estar interesados en este aspecto que busquen imágenes sobre Karinhall; descubrirán las locas excentricidades de un hombre que entre maquetas de tren, leones y su extrema afición por la caza, aterrorizó a Europa.
La Cruz Roja Española creó una unidad canina sanitaria pocos años antes de la guerra, hecho que pude constatar en la hemeroteca del periódico ABC al verla desfilar por el paseo de la Castellana el catorce de abril de mil novecientos treinta y seis, durante la celebración del quinto aniversario de la Segunda República. Información que comprobé en el archivo que posee esa institución en Madrid.
Así mismo, entre Francia y España y a lo largo de los Pirineos, se utilizaron perros espía o estafeta para el envío de mensajes, manejados por agentes del espionaje republicano y nacional, como también perros contrabandistas que eran usados para transportar el estraperlo. Aunque exista poca constancia documental, los testimonios orales de los que vivieron en aquellas zonas así lo aseguran. Como es el caso de los gossos d’atura en el entorno del Pirineo catalán.
El periodista Moisés Domínguez articuló hace pocos años la historia de un «perro de guerra» que acompañó a su amo, un teniente de la IV Bandera de la Legión, durante la Guerra Civil y la Revolución de Asturias, que me sirvió para fabular la aparición en la novela del principal protagonista canino, y me refiero a Campeón. Un periodista soriano, en 1938, rastreó la vida de aquel animal hasta saber de él, apareciendo plasmado en algunas fotografías en compañía del general Queipo de Llano, por ejemplo durante la entrada de las tropas nacionales a la ciudad de Badajoz. Así mismo, tuvo constancia de su participación en el frente universitario en Madrid, donde falleció su dueño, y de su posterior muerte en Soria después de haber vagado desconsolado por media Castilla. Sin duda alguna, un ejemplo vivo de la lealtad que un perro puede llegar a demostrar por el hombre.
Los perros en la historia
Se sabe que el perro desciende del lobo gris europeo e indio.
Los primeros restos arqueológicos que se han localizado hasta la fecha posen una antigüedad de treinta y dos mil años, pero su domesticación se cree que se produjo en torno a los cinco mil años antes de Jesucristo.
Los egipcios, tres mil años antes de nuestra era, reflejaban ya en sus relieves la existencia de tres tipos de perros. Poseían una raza estilo lebrel o galgo, la más dominante en un principio, hasta que apareció otra de tipo moloso, con grandes semejanzas a los mastines y dogos actuales, que fue usada para la guerra. Y todavía se hace referencia a una tercera de defensa, más pequeña.
El faraón Tutankamón dejó constancia de su uso bélico en un relieve que él mismo protagoniza luchando contra los nubios en compañía de una manada de molosos armados con collares de púas.
Los griegos dividieron las razas caninas en siete: tres de ellas molosas, mastines, alanos y dogos; una como guardianes; otra de pastores; y una pequeña tipo pichón maltés para la casa. Los romanos añadieron a esos usos la pelea en sus circos, recurriendo a unos grandes perros con habilidades de presa y combate tipo mastín o alano, que al parecer surgieron de Asia Menor. Y además clasificaron los perros según su capacidad de trabajo en perros de caza, de pelea, rastro, carrera, pastoreo y uso doméstico o compañía.
Los asirios emplearon también unos perros para la caza y la guerra de tipo moloso, como se pueden apreciar en los relieves del palacio de Nínive en el actual Irak.
Como vemos, la presencia del perro como herramienta de guerra es tan antigua como la propia humanidad. De haberlos tenido como protectores y cazadores, pasaron a formar parte de los ejércitos en las distintas civilizaciones, llegando en ese desempeño hasta nuestros días.
Se tiene constancia documental del uso de perros en la conquista de América para aterrorizar y vencer a los indios, como fue el caso de un perro llamado Becerrillo, del que habla el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo; un alano del que dijo: «… de gran entendimiento y denuedo porque entre doscientos indios sacaba uno que fuese huido de los cristianos y le asía por un brazo y le constreñía a venirse con él y lo traía al real y si ponía resistencia lo hacía pedazos. Y a medianoche si se escapaba un preso, aunque fuese a una legua, diciendo “ido es el indio” o “búscalo”, daba en el rastro y lo traía».
Pero donde se emplearon de forma masiva y para múltiples tareas fue durante la Primera Guerra Mundial, en la que los podemos ver tirando líneas de teléfono, como detectores de minas, en funciones de estafeta, sanitarios, arrastrando ametralladoras pesadas, como mensajeros, patrullando, o incluso de paracaidistas. Y aún más en la Segunda Guerra Mundial, donde además de las anteriores funciones recurrieron a los perros para convertirlos en bombas contra los tanques, o en el caso alemán para patrullar en los campos de concentración, recibiendo un especial entrenamiento para desarrollar una máxima agresividad contra los presos.
Una labor bastante desconocida que desempeñaron nuestros perros no hace demasiado tiempo tuvo que ver con el contrabando. A finales del siglo XIX y primeros del XX entre Algeciras y Gibraltar se emplearon miles de ellos para transportar tabaco desde el Peñón a la Línea, pertrechados con una especie de mochilas llamadas enjalmas, donde podían esconder entre 3 y 30 libras de tabaco. Tan importante fue el uso de esos animales que los periódicos de la época hablaban de cerca de cinco mil animales adiestrados para la faena. Recojo la noticia del periódico La Vanguardia del día uno de febrero de 1909.
«Zona de Algeciras.— Apresados por el Cuerpo de Vigilancia Costera 507 kilogramos de tabaco, 310 cigarros puros, una embarcación y un reo, matándose 68 perros de los dedicados al fraude. El grupo de Carabineros aprehendió 1.069 kilogramos de tabaco, dos reos y dos carruajes con caballerías.
»Y el Servicio Marítimo de la región aprehendió 656 kilogramos de tabaco, 19 bultos, 9 enjalmas y 7 latas con igual artículo, dos embarcaciones y 10 reos, inutilizándose 20 perros contrabandistas…»
Todos aquellos usos parecen estar muy lejos del habitual trato que ahora damos a nuestras mascotas, pero vienen a reflejar lo que el perro ha llegado a ser para el hombre desde la prehistoria: la especie más leal, generosa y entregada a los deseos del hombre. Un ejemplo que hoy día continúa conmoviéndonos cuando los vemos rescatando víctimas de un desastre natural, acompañando a ancianos o a ciegos, o cuando leemos en un periódico la historia de un perro que ha velado a su amo muerto durante más de diez años a los pies de su tumba, o a las puertas del hospital al que lo acompañó en su último paseo.
Pacto de lealtad es un canto a la virtud más característica de nuestros perros; esa abnegada lealtad que desde siempre han demostrado como especie. Son innumerables los ejemplos, pero quiero rescatar uno que por su antigüedad me ha parecido cuanto menos curioso. Cayo Plinio, en su Historia Natural, escribió en el año ochenta de nuestra era un suceso acontecido en Roma, donde se nos cuenta que: «El sitio de Roma donde generalmente se ajusticiaba se conocía con el nombre de Gemonías, y consistía en una especie de foso profundo, en el cuál se habían formado escalones dispuestos en gran declive, de tal suerte que una vez lanzados los reos rodaban velozmente, sin poderse contener, destrozándose antes de llegar al fondo del precipicio, y así encontraban una muerte horrible y de carácter infamante.
»En el año 781 de la fundación de la supradicha ciudad, el cruel y sanguinario Nerón había firmado la sentencia de muerte contra “Tito Sabino” y todos sus esclavos, y uno de éstos, durante el tiempo que permaneció en prisión estuvo acompañado por un perro que, aunque mansejón, no pudieron los carceleros quitárselo de su lado dada la fiereza que mostraba en los varios intentos realizados, pues en más de uno hirió gravemente al que con valentía quiso llevárselo a viva fuerza.
»Cuando sacado del cautiverio el amo se le condujo hasta el borde de Gemonías, el leal can tampoco se le separó un instante, y al recibir de repente el sentenciado el empujón postrero, dicho animal, con decisión impetuosa, se lanzó en seguimiento del cuerpo rodante logrando por casualidad llegar con vida al fondo del abismo y lamiendo con insistencia el cadáver del amo empezó a emitir aullidos tan impresionantes para los testigos presenciales de aquella ejecución, que, compadecidos no pocos, le echaron diversidad de alimentos, los que trasportaba de su boca a la del difunto, como si pudiera servir para revivirle.
»Al cabo de unos días de acudir la bárbara multitud a regocijarse en tan fúnebre espectáculo, se sacaron los cadáveres de los varios ejecutados, para arrojarlos al río Tíber, y el perro, con la cabeza inclinada y aspecto triste fue siguiendo a los conductores hasta la orilla, tardando menos tiempo en tirarse al agua en pos de la masa inerte del que fue su amo, del que éste necesitó para ser mojada al descender gravitando sobre aquel elemento.
»Allí se le vio bucear y reaparecer repetidas veces en la superficie, siempre empujando con el hocico, para impedir la sumersión de tan queridos despojos, y aunque varios espectadores hicieron grandes esfuerzos con la finalidad de sacar con vida a aquel fidelísimo animal, ya tirándole objetos flotantes, ora llamándole cariñosamente y con jeribeques atrayentes, nos les hizo caso y se dejó arrastrar por la impetuosa corriente del río, apareciendo posteriormente orillando los cadáveres de amo y perro; pero el de éste estaba con la boca férreamente atarazada al muy pequeño y pobre sudario que aquel llevaba puesto».
Mujeres veterinarias en tiempos de la República
Pacto de lealtad también es un homenaje a ellas.
He fabulado la presencia de Zoe entre un grupo de valerosas mujeres que a principio de los años treinta, y gracias a una modificación del plan de estudios, pudieron abrazar una profesión reservada al varón hasta entonces. Y lo hicieron con una garra, ilusión e inteligencia notables. He seguido la trayectoria individual de cada una de ellas, y sé que muchas no lograron terminar sus estudios por culpa de la Guerra Civil. Pero otras lo consiguieron, iniciando su ejercicio profesional en una España que, a pesar de los avances legislativos en favor de la mujer, no terminaba de aceptarla en el trabajo, y menos entre animales. Algunos de sus nombres aparecen en esta novela, junto al de un auténtico preboste de la profesión: don Félix Gordón Ordás, que murió exiliado en México sin haber podido volver a pisar su amada tierra leonesa. Además de ser una de las personalidades que más han prestigiado la profesión veterinaria, en su caso rescatándola de anticuados procederes, fue un gran político, orador, conferenciante, ministro, embajador y presidente del Consejo de Ministros de la República en el exilio. Y además buena persona.
En uno de los capítulos de la novela he introducido una alocución radiofónica real, pero no en su integridad para no cansar al lector. Si lo hice fue para visualizar una realidad social que hoy casi nos hace reír, pero que constituyó el marco que a ellas les tocó vivir.
Durante la Guerra Civil muchos estudiantes de Veterinaria fueron de inmediato alistados en ambos ejércitos para atender a la importante cabaña mular y equina, como también para asegurar la higiene y salubridad de los alimentos de la tropa y la organización de los centros de producción intensiva de carne, donde se cebaban los cerdos o terneros con ese fin.
Lo he dicho en anteriores novelas, pero renuevo con esta mi gratitud a la maravillosa profesión que tengo, un oficio que tanto en horas bajas como en altas nunca ha dejado de demostrar un enorme espíritu de entrega y profesionalidad.
Vivo con orgullo ser veterinario.