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Tras una estupenda mañana de sol y una buena siesta durante parte de la tarde, Olga salió a dar su paseo con la niña. La tarde era soleada y al llegar a la playa bajó el todoterreno de Luna a la arena, se quitó la chaqueta y la colgó en la silla de paseo.

—¿Quieres jugar con el cubo un ratito? —preguntó Olga y la niña asintió con la cabeza.

Con una sonrisa de madraza que nunca se hubiera imaginado, Olga se recogió el pelo en una coleta alta y se agachó para sacar a la niña del cochecito. Después de besarle el cuello, algo que a la niña le gustaba, la soltó en la arena y esta comenzó a gatear como una loca por la playa.

—Ven aquí, pequeñaja —rió Olga al cogerla y la niña se carcajeó.

Pero al final tuvo que soltarla. Aquella pequeñaja cada día pesaba más y sus riñones se resentían con el peso.

—Por favor, Luna, no te comas la arena.

Mientras Olga hablaba a la niña, sacó de la cesta del coche un cubo con dos palas, y sentándose junto a la pequeña, comenzó a llenarlo de arena.

—¿Quieres que cantemos mientras hacemos un flan?

La pequeña volvió a asentir con la cabeza y mientras Olga cantaba, la pequeña la imitaba.

—… Pannnnn duro que se ponga durooooooo… pannnnnnnnnn duro que se ponga duroooooooooo… —cantaba Olga, mientras la pequeña golpeaba con las palas el cubo para hacer un flan.

Cuando Olga quitó el cubo, la pequeña al ver la figura, sonrió…

—Oh… qué flan más chulo —rió Olga, y la pequeña aplaudió.

Desde el paseo marítimo, Alex las observaba sentado en un banco. ¡Iba a ser padre y aquella cabezona se lo pensaba ocultar! Durante el viaje pensó cómo afrontar aquello. ¿Debía enfadarse con ella o intentar ser amable? Pero ahora que tenía ante él lo que más quería y añoraba en el mundo, supo que no quería enfadarse. La adoraba. La amaba y necesitaba que ella sintiera lo mismo. Pero un extraño sentimiento de temor creció en él. ¿Y si Olga ya no le amaba? Sin poder quitarle la vista de encima, se emocionó con las sonrisas que esta le mostraba continuamente a la pequeña y disfrutó de lo preciosa que estaba su inspectora con su típica coleta en lo alto de la cabeza, los piratas blancos y la camiseta rosa.

Cuando el día anterior Oscar le contó lo que había oído, en un principio se quedó sin habla. ¡Olga embarazada! ¿Iba a ser padre? Pero después de hablar con Clara y de que ella le confesara la verdad no había marcha atrás. Iría a por ella y conseguiría que le escuchara. Necesitaba que volviera con él. Por ello, sin apenas dormir cogió el coche y se fue a Benidorm. Localizó la casa donde vivían, esperó con paciencia y nerviosismo a que ella saliera del portal y la siguió.

Durante un buen rato las observó. Estaba tan nervioso por tenerlas ante él que apenas podía reaccionar. Finalmente, recuperó su aplomo y su determinación y se levantó del banco. Sin quitarse las deportivas blancas, bajó a la playa y comenzó a andar hacia ellas. Se moría por besar a Olga. Es más, se había prometido no regresar a Madrid sin ella. Mientras se acercaba las observó jugar con el cubo, hasta que de pronto Olga levantó la cabeza y le vio.

«¡Mi madre!… Alex», pensó e instintivamente se llevó la mano a la tripa como para proteger al bebé.

Olga no podía dejar de mirarle mientras tragaba con dificultad. Alex estaba muy atractivo a pesar de que escondía sus preciosos ojos negros tras sus típicas gafas de aviador. Tenía el pelo más largo que la última vez que le vio. Iba vestido de sport, algo raro en él, con un pantalón negro y una sudadera celeste de Nike.

Con los nervios a flor de piel, ella se levantó del suelo. Alex, ya más cerca, pudo comprobar su avanzado estado de gestación. Estaba más guapa que nunca.

—Hola —saludó desconcertada con la mano. Le temblaba todo, incluidas las pestañas.

—Hola, chicas. —La niña, al verle, gateó hacia él.

Alex observó cómo esta corría que se las pelaba en su gateo, la cogió y la besó. ¡Cuánto había echado de menos a aquella pequeñaja! Al llegar junto a él, la cogió y la besó en la nariz.

—¿Cómo está mi chica preferida?

Luna chilló y poniéndole morritos le dio un beso. Encantado y enternecido, Alex la besó en el cuello y la niña, como era de esperar, se moría de risa.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Olga; sentía que la tensión iba a matarla.

—Si te dijera que pasaba por aquí, no me creerías, ¿verdad? —Ella negó con una sonrisa nerviosa—. Entonces te diré la verdad. He venido a por vosotras, porque no puedo vivir sin ti.

Olga suspiró y se retiró el flequillo. Iba a comenzar a hablar, pero con un movimiento él le ordenó callar. Dejó a la pequeña en el suelo y acercándose a ella, le susurró:

—Estás muy guapa, inspectora.

Su voz. Aquella voz ronca que tanto había extrañado, allí estaba.

—Necesitas gafas —bromeó ella—. Estoy reventona.

—Yo te veo preciosa como siempre —y clavando la mirada en la incipiente barriga, preguntó directamente—: ¿Cuándo me lo ibas a decir?

Olga le miró, pero no contestó. Se había quedado sin palabras. Había pensado cientos de veces en aquel momento, pero ahora que había llegado, no sabía qué responder. Al final Alex dijo:

—Me he vuelto loco pensando en ti y en lo mucho que os echaba de menos a las dos. Nada es igual sin ti, sin tus sonrisas, sin tus palabras de alto impacto, sin tu amor. ¿Sabes? —Ella le miró—. He podido aguantar este tiempo de soledad gracias a tus consejos.

—¿De qué hablas? —susurró confundida y feliz por tenerle allí.

—Durante tu ausencia, he intentado aprender a vivir. He conocido a tus amigos los pingüinos del Faunia; los visité en varias ocasiones y al permanecer sentado en la oscuridad durante horas, comprendí lo mágico y especial que es aquel lugar —Olga sorprendida le miró—. Visité el parque de atracciones y probé las que me dijiste. Y aunque casi muero del infarto, reconozco que me vino muy bien para soltar adrenalina —rió él—. También he visto la película Posdata: Te quiero tres veces. Y ahora entiendo por qué creías que los escoceses éramos divertidos y ocurrentes como ese Gerard Butler, y no serios y aburridos como soy yo.

—Tú no eres aburrido —sonrió Olga al escuchar emocionada aquella confesión.

—Sí, cariño, soy aburrido, muy… muy aburrido. Me he pasado la vida trabajando y me he perdido muchísimas diversiones, muchísimas cosas. Pero gracias a ti, he comenzado a conocerlas. Ahora sé que el helado de chocolate tiene distintos sabores. Que las trufas de la pastelería Mallorquina son fantásticas. Y todavía no paro de sorprenderme por la cantidad de cosas curiosas que uno puede encontrar en el Rastro de Madrid un domingo por la mañana.

Incrédula por todo lo que él le contaba, sonreía como una tonta, mientras sentía unas tremendas ganas de llorar, pero no de tristeza, sino de felicidad.

—Ah… Busqué en YouTube el vídeo que me dijiste del cantante inglés Robbie Williams con Nicole Kidman, el de Something Stupid, y me encantó. Es divertido y diferente y ahora entiendo por qué te gusta tanto… es más, recuerdo que cuando me hablaste de ese vídeo me dijiste que… —comenzó a quitarse la sudadera y Olga chilló al ver el precioso tatuaje.

—¡Mi madre! Pero Alex, cariño, si a ti no te gustan los tatuajes —dijo al ver que lucía el mismo tatuaje que Robbie Williams en el brazo.

—Una vez te dije que no me gustaban las hamburguesas, pero sí la chica que me invitaba. Y si este tatuaje, mi querida O’Neill, te hace ver que por ti soy capaz de ir a la luna y traértela, me hará feliz. Porque no pienso desistir ni ahora ni nunca en mi empeño en que me quieras porque yo, cariño mío, no puedo vivir sin ti.

Olga no se lo podía creer. Alex le estaba diciendo las cosas más preciosas que ella nunca esperó oír. Estaba tan emocionada que apenas podía moverse. Parecía que le habían pegado los pies a la arena.

—¡Ay, Dios! Cuando tu madre vea esto, me odiará.

—Mi madre está deseando que mi mujer y sus nietos la perdonen. Porque tú eres la mujer que yo quiero. Mi mujer. Y Luna y el bebé que crece en tu interior son mis hijos. Y no permitiré que nadie diga lo contrario, porque los adoro tanto como a ti.

Sin poder contenerse más, Alex se acercó a ella y cogiéndola por la cintura la atrajo hacia él, y con una dulzura exquisita la besó. Hechizada, conmovida por aquella preciosa declaración y enamorada, le respondió mientras él le susurraba con amor:

—O’Neill, me encantan tus besos tontos.

Luego separándose de ella, sacó del bolsillo del pantalón un Mp3, le puso en el oído uno de los auriculares y él se puso el otro, y luego le dio al play. Comenzó a sonar la canción Something stupid.

—Cariño, ¿bailas conmigo?

Incrédula, le miró. Pero él sin esperar a que contestara, la besó en el cuello, le tomó las manos, se las puso sobre su cuello y comenzó a moverse junto a ella mientras le susurraba al oído:

—La primera vez que te vi y me besaste, sonaba esta canción en la voz de Sinatra y ahora, gracias a ti, me gusta más esta versión por muchas cosas. Y una de ellas es que quiero prometerte lo mismo que dice la canción —Olga emocionada le miró y él prosiguió—: Intentaré sorprenderte todos los días para que nuestra vida sea especial. Intentaré que las estrellas se vuelvan rojas y la noche azul, pero en nuestro caso yo no arruinaré todo cuando te diga algo estúpido como «te quiero».

Entonces Olga reaccionó. Y tras posar sus labios sobre los de él y ver que sonreía, dijo agarrándole con amor:

Cariñito, te estaba buscando para bailar nuestra canción.

Divertido, Alex recordó aquel primer día en que ella le dijo aquello, la miró, y feliz por saber que de nuevo volvían a estar unidos, apretándola lleno de pasión contra él, dijo:

—¿Por qué has tardado tanto, O’Neill?