10

Una semana después, el humor de Olga era pésimo. Había tenido una buena bronca con su abuela y con Maruja, y aún no les hablaba, algo que a su abuela no le preocupaba. Conocía a su nieta y sabía que sus arranques de humor eran como el chupinazo de San Fermín.

Durante aquellos días, Olga no había vuelto a tener noticias de Alex. En un principio pensó en llamarle y disculparse, pero tras coger el teléfono más de veinte veces, al final decidió dejar las cosas como estaban. Sola estaba mejor que acompañada. Por ello evitó pensar en él y el jueves que libró se marchó con Clara y varios amigos al parque de atracciones, donde descargó adrenalina montándose en la turbina, el tornado y la lanzadera.

El viernes por la tarde sobre las cinco, tras detener a la banda del cubano, Olga y Clara terminaban de rellenar informes; Luis y Dani se acercaron hasta ellas.

—Chicas —susurró Dani—, estamos organizando una fiesta sorpresa para esta tarde-noche y vuestra ayuda es imprescindible.

—Vaya. Qué interesante —asintió Olga con un suspiro.

—¿A qué se debe semejante evento? —preguntó Clara.

—¡Se casa sor Celia! —Luis parecía divertido—. Y el jefe quiere darle una fiestecita.

Aquello atrajo la atención inmediata de las dos. Celia Ramírez era una policía de casi cincuenta años, a los que todos apodaban sor Celia por su aspecto monjil y su silencio perpetuo.

—Se casa Celia Ramírez… ¿con quién? —preguntó Olga incrédula.

—¡Ostras!, si esa se casa, yo aún tengo esperanzas —bromeó Clara.

En medio de las risas, rápidamente les ordenaron callar. Sor Celia no andaba lejos y querían que aquello fuera una sorpresa. Si algo les gustaba a Clara y Olga además de su trabajo y aficiones, era ir de compras. Horas después recogieron el sobre con el dinero recaudado y se marcharon encantadas de la vida a comprar algo por la calle Fuencarral.

—Si tu abuela estuviera aquí, le regalaba una bombonera —dijo Clara ante el escaparate de una tienda de regalos—. Según ella, es un regalo muy sufridito y que siempre te hace quedar bien.

—No sé. No me parece un regalo muy divertido.

Media hora después, y con las tripas llenas, continuaron con la búsqueda del regalo. Se pararon frente a un escaparate y, tras mirarse de reojo, ambas comenzaron a reír. Estaban ante un sex shop donde, además de vender productos eróticos, se hacía un espectáculo diario en directo.

—Oye… ¿y qué tal si…?

—Ay, Olga —rió Clara—. Que te veo venir.

—Quizá sor Celia no sea tan monja como creemos… quizá sea toda una castigadora en la intimidad —dijo Olga mientras señalaba unas esposas con plumas de marabú rosa a juego con un body de leopardo y unos calzones—. ¿Te imaginas a Celia y a Osuna con eso?

Con una pícara sonrisa, las dos entraron en el local; sonaba una música suave y la luz se volvió tenue y azulada. Se dirigieron a la tienda, donde los productos estaban expuestos e incluso se podían tocar. Además de ellas dos, el dependiente y un hombre que miraba las películas eróticas, había una pareja que estudiaba con verdadero interés una especie de pene vibrador con lucecitas de colores.

—Por Dios, Olga, ¿de verdad que la gente utiliza esto? —preguntó mientras cogía un pene de látex rosa tamaño XL.

—Pues claro —susurró bajito—. Digo yo que cuando lo compran para algo será, ¿no crees? Anda… allí tienen los disfraces. ¡Ostras! ¡Tienen el de enfermera y policía! Ahí va… pero si tienen un hábito de monja.

«Uy… uy… lo que daría yo por ver a sor Celia con este traje de poli», pensó mientras lo descolgaba y con curiosidad analizaba las esposas con plumas de marabú.

Clara, a quien el pulso le había subido a mil al entrar en aquel lugar, se fijó en que la pareja caminaba hacia la caja y además del pene vibrador, llevaba otras dos cajas. Hablaron con el dependiente y este se dirigió hacia el hombre de mediana edad que miraba las películas porno, cruzó unas palabras con él y ambos se dirigieron a la caja. Momentos después, el hombre y la pareja desaparecían tras una especie de cortina negra.

—¡Ay, Dios! ¡Me estoy poniendo cachonda! —susurró Clara acercándose a Olga que, emocionada, miraba las tallas de los disfraces.

—Pero, bueno, Clara, ¿qué te pasa? —rió esta.

—Acabo de ver cómo la pareja y el hombre que miraba las películas porno se han ido tras aquella cortina negra.

—¿Y qué?

—Ay, reina, me acabo de dar cuenta de que necesito sexo con urgencia. ¡Joder, que me he puesto cachonda y todo!

Olga, incrédula, la estudió y miró a su alrededor; luego cogió una pequeña caja.

—Cómprate esto. Lleva mando a distancia y es un buen sustituto —sugirió Olga poniéndole la caja en la mano—. Cuando llegues esta noche a casa la pruebas y mañana me dices qué tal —y volviéndose hacia los disfraces preguntó—: ¿Cuál compramos, el de enfermera viciosa, el de policía castigadora o el de monja descocada?

—Pero, bueno… Olga María Ramos… ¿Tú utilizas artefactos de estos? —chilló su amiga con los ojos como platos por lo que aquella le acababa de aconsejar.

—Me regalaron alguno —respondió Olga con tranquilidad, y sin mirarla dijo—: Yo creo que el de monja le iría como anillo al dedo, pero quizás se lo tome a mal. Y pensándolo bien… yo creo que el de poli castigadora con las esposas de marabú a Osuna le pondrá más, ¿no crees?

—Señoritas —dijo el dependiente—. El vibro-desk estimulador con mando a distancia que han cogido, esta semana está en oferta. Dos al precio de uno.

—Anda… ¡qué bien! —exclamó Olga, y cogió otra caja—. Así lo renuevo.

Clara, aún con la boca abierta por lo que había descubierto de su amiga, gritó.

—¿Pero qué me estas contando? ¿Tú tienes en casa cosas de estas?

Olga la miró. Pero ¿qué le pasaba?

—Mira, Clarita, yo pensaba que eras más moderna —y poniéndose las manos en las caderas dijo—: Sí, chica, sí, hace tiempo mi hoy vegetariana prima me regaló un pequeño vibrador a pilas con mando a distancia al que yo llamo Lucas Fernández, por ya sabes quién, ¿verdad? —Clara asintió y suspiró—. Y lo tengo en mi mesilla de noche para cuando me aburro y estoy sola. Te aseguro que me hace más de un apaño. ¿Y sabes por qué lo tengo y lo utilizo con cariño? —Clara, con la boca abierta, negó con la cabeza—. Pues porque cuando me apetece divertirme, lo tengo siempre a mano, y sobre todo, porque cuando acabo, lo apago, lo guardo y tengo toooooda la cama entera para mí. ¿Pasa algo?

—Palabrita del Niño Jesús que me has dejado alucinada. Nunca hubiera imaginado que eras tan moderna.

—Hombre, Clara —sonrió Olga divertida—, es que nunca ha salido este tema de conversación entre nosotras. Pero para que se te quite esa cara de escándalo te diré que a la hora de elegir, prefiero lo natural. Ya sabes, un tío de carne y hueso, sexy, con unas buenas manos y un excelente meneo de caderas. Pero… cuando ese tío no está, mi Lucas Fernández es una excelente compañía.

Clara sonrió y encogiéndose de hombros, asintió. Observó el aparato y dijo:

—Todo es probar… Hola, Montoya.

¡¿Montoya?! —Olga soltó una carcajada.

—Sí, chica… igual que el tuyo se llama Lucas Fernández, este se va a llamar Montoya, en honor a ese pedazo de inspector que sale en Los hombres de Paco. ¡Dios!… es que cuando le veo así, tan moreno, tan varonil, me entran unos calores que… uff

Olga volvió a reír a carcajadas, y señalando los disfraces preguntó:

—¿Cuál pillamos para sor Celia?

—Sin duda alguna, Montoya y yo votamos por el de poli castigadora —decidió Clara.

Quince minutos después salían del sex shop con el disfraz envuelto para regalo y con sus respectivos vibro-desk en sus bolsos.

La fiesta organizada por los compañeros de varias comisarías para Celia y Osuna, fue una auténtica sorpresa para los novios. Márquez habló con el dueño de un restaurante en la calle José Abascal y este cerró el local para todos ellos. Comenzaron a llegar compañeros de distintas comisarías y aquello se convirtió en un fiestorro por todo lo alto. Cuando llegó la hora de la entrega de regalos, Olga y Clara no sabían si reír o llorar al enterarse de que sus compañeros Luis, Dani y compañía habían comprado una muñeca hinchable.

«Somos unos horteras redomados», pensó Olga divertida.

Mientras veían con verdadera guasa la entrega de los regalos, no podían apartar sus ojos de Ramírez, que estaba especialmente guapa aquella noche. Con una tímida sonrisa, abría los obsequios junto a Osuna, que reía y aplaudía por todo.

—Bueno… bueno… que ya llegan nuestros regalos… —rió Luis al ver los paquetes.

La carcajada fue monumental cuando al abrir los paquetes aparecieron una muñeca hinchable y el disfraz de policía castigadora con las esposas con plumas de marabú rosas.

Ramírez se puso roja como un tomate, mientras Osuna reía encantado con la broma. Pero sorprendiéndolos a todos, Ramírez abrió las esposas, se las puso a Osuna y le plantó un besazo en plan malota que dejó con la boca abierta a más de uno.

Dos horas después, tras inflar la muñeca hinchable y bautizarla con el nombre de Cornelia, muchos polis se marcharon a casa o a trabajar. Otros decidieron continuar con la juerga. Unos veinte polis más los novios se marcharon a bailar a una discoteca llamada Aqua.

—Olga, ven aquí. Quiero hablar contigo —dijo Márquez asiéndola de la mano y llevándosela hasta un rincón.

—Creo que ya te he dejado muy claro que ahora eres Márquez, mi jefe —gruñó soltándose.

Pero él no estaba dispuesto a soltarla; volvió a asirla, la atrajo hasta él y la besó. Al principio Olga se resistió, y aunque los malditos recuerdos bonitos le inundaron la mente y le respondió, pocos segundos después se lo quitó de encima de un empujón.

—¿Por qué has hecho eso? —gritó Olga—. Pero ¿tú eres idiota, estás loco o qué?

—Estoy loco por ti, gatita —sonrió intentando sujetarla, pero esta vez no pudo.

Con ganas de patearle el culo, Olga le miró. Le había costado mucho superar su ruptura y ahora no iba a consentir que jugara con ella.

—No vuelvas a hacer lo que has hecho, ¿me has oído?

—No puedes negarme que te ha gustado. Te conozco y lo sé.

—Mira, Márquez, si tengo que aprender chino para decirte que no quiero nada contigo, lo haré. ¡Lo nuestro se acabó, joder! Déjame en paz.

Él se tensó. No estaba dispuesto a desistir.

—¿Sigues con el medicucho ricachón?

—Eso no es asunto tuyo.

No pensaba darle explicaciones, y menos cuando, desde un principio, la historia con Alex nunca existió. Pero no pensaba aclarárselo.

—Ese nunca te querrá como te quiero yo.

Al oírlo, Olga se revolvió y antes de alejarse le dijo:

—¿Sabes, Márquez? Te aseguro que no voy a volver a sufrir por ningún tío.

Se olvidó del incidente con Márquez, su ex, y tras mucho bailar y reír con los compañeros, sobre las tres de la mañana todos descubrieron que Ramírez y Osuna eran unos expertos bailarines de salsa.

—Si no lo veo, no lo creo —cuchicheó Clara mirándolos—. Pero si sor Celia tiene ritmo.

—Alucinada me tiene la jodía —asintió Olga—. Me parece a mí que sor Celia podría sorprendernos con más cosas de las que imaginamos.

Las muchachas eran fans incondicionales del cantante Marc Anthony, y al sonar su música comenzaron a bailar y cantar.

«Si te vas, si te vassssssssssssss, donde quiera que estés, mi canto escucharássssssssssss, y me extrañarásssssssssssssss… si te vas, si te vassssssssssssss, sin amor vivirás. Pues no es fácil encontrar quien ocupe mi lugar…».

Una hora después, las chicas entraron en el baño. Allí se encontraron con sor Celia, que se retocaba frente al espejo.

—Me meo… me meo toaaaaa —Olga corrió a uno de los aseos libres.

Ramírez, al verla pasar así, la miró extrañada.

—No te asustes —aclaró Clara—. Es de vejiga generosa. ¡ el día está meando!

—Oh, Diosssss… qué biennnnnnnnn —suspiró Olga tras la puerta del baño.

Fuera, las dos mujeres sonrieron.

—Oye, Celia —dijo Clara—, quería darte la enhorabuena por la boda.

—Gracias, Clara —susurró con timidez—. La verdad es que estoy muy contenta.

En ese momento se oyó el ruido de la cisterna. Olga salió del baño.

—Por Dios… ¡Qué bien me he quedado!

—Le estaba dando a Celia la enhorabuena por su boda —dijo Clara.

Olga las miró y volviéndose hacia la novia dijo:

—Por supuesto, que seas muy feliz.

—Gracias, Olga —y al ver que solo estaban ellas en el baño, mirándolas a los ojos añadió—: Chicas, yo os quería decir una cosa, pero me da un poco de apuro.

—Mujer, ¡por Dios!, ¡que somos compañeras! —dijo Clara.

Ná… ná… déjate de apuros y dinos qué pasa.

—Uff… es que… —susurró la futura novia.

—Vamos a ver, Celia —indicó Clara—. Las tres somos mujeres y no creo que tengas que avergonzarte por nada.

Acercándose a ellas, sor Celia dijo mientras volvía a ponerse roja como un tomate:

—Es que… es que el disfraz que me habéis comprado de policía castigadora, ya lo tengo, y quería saber si lo podéis cambiar por otro.

Olga y Clara se miraron y casi sin pestañear, Olga respondió intentando que no le temblara la barbilla.

—Sí… sí, no te preocupes, lo podemos cambiar sin problema.

—¿Por cualquiera o quieres alguno en particular? —consiguió decir Clara.

—Da igual —afirmó Celia—. Aunque el de enfermera viciosa y el de azafata de altos polvos ya los tengo.

Olga apenas podía abrir la boca. No quería reír, pero la ocasión era para eso y para más.

—Vale… vale… no te preocupes. Pero casi mejor que te doy el ticket de compra y tú misma eliges el que quieras.

—Oh, gracias… —La mujer guardó el lápiz de labios en el bolso y dijo con una sonrisa—: Mi cari y yo os lo agradecemos muchísimo.

Sor Celia salió del baño y con rapidez Olga y Clara abrieron los grifos a tope, dieron a la palanca del secamanos y en su ruido infernal, sin poder remediarlo, comenzaron a reír como dos locas.