6

La noche se presentaba complicada, y más cuando comenzó a llover. La subasta se realizaba en un chalet de alto standing en Pozuelo, pero parecía retrasarse y eso les desesperó. Con los nervios a flor piel, Olga esperaba en una casa cercana junto a varios integrantes de la policía secreta. Curiosamente era del primo de Domínguez, uno de los policías. Para matar su ansiedad comía una bolsa de patatas fritas y encendía un cigarro tras otro. Debían detener a Escudero. Olga necesitaba encarcelar a ese tipo.

—¿Qué haces? —preguntó Clara a través del intercomunicador que llevaba en la oreja.

—Poniéndome morada a Cheetos y patatas fritas.

—¡Joder, qué suerte! —se quejó Clara—. A mí ya se me acabaron los suministros que compré. Aquí mis primos —dijo mirando a Luis y Dani— no veas cómo comen los angelitos. Se lo han devorado todo.

—Mentira —gritó Dani—. Ella se ha comido todas las patatas con sabor a jamón.

—Pero qué buena está esta tía, qué sonrisa… qué… —dijo de pronto Luis.

—¿De quién habláis? —preguntó Olga.

—De Elsa Pataky —respondió Clara—. Aquí los ligones están ojeando la revista Hola que me dejó el otro día tu abuela.

Uuuuu… está de muerte, ¿tiene novio? —preguntó Dani.

—Si alguna vez me opero la nariz —recalcó Clara—, me pondré la de la Pataky. ¡Qué nariz más bonita tiene, por favor!

—Yo diría que tiene muchas cosas más —suspiró Luis.

—Clara, tu nariz está perfecta —opinó Olga.

—No, de eso nada. Está un pelín torcida desde que me caí de la cama.

—Mira, Viñuelas —se guaseó Dani—, cuando te operes, advierte que te quiten la verruga de bruja que tienes encima de la nariz.

—¡Capullo!

En ese momento se oyó la voz de Márquez por el intercomunicador.

—¡Atención! Se acaban de encender las luces de una de las habitaciones del segundo piso a la derecha.

Olga cogió sus prismáticos y con discreción miró por la ventana. En ese momento vio llegar una furgoneta en la que llegaba el cáterin. Se bajaron unos diez muchachos, entre ellos dos policías infiltrados.

—Pérez, Fernández, ¿me oyen? —preguntó Márquez.

Los agentes se agacharon y se tocaron la rodilla derecha en señal de que así era. Le oían.

—Comisario, comienzan a llegar coches —advirtió Luis.

Y así era. De pronto, el movimiento de automóviles ante aquel chalet se convirtió en continuo. Las luces de la casa se fueron encendiendo una a una, mientras Olga sentía que el corazón le latía a mil.

—¡Atención! Llega una furgoneta oscura seguida por un coche. Creo que es el de Escudero —señaló Márquez—. Sí, es el coche de Escudero.

Con las manos sudorosas, Olga vio durante unos vagos segundos que dos de los matones de la entrada sacaban de la furgoneta a ocho jovencitas. Eso le revolvió el estómago, y más cuando vio cómo Escudero saludaba a uno de aquellos hombres con una sádica sonrisa.

—Ríe… ríe… Marquesito, porque cuando te pillemos, no vas a volver a sonreír en tu vida —murmuró Olga y todos los policías desde sus distintos puestos asintieron.

En ese momento, Escudero se volvió y dijo algo a su chofer. Este asintió. Se montó en el auto, pero en vez de dejarlo calle arriba como el resto, dio marcha atrás y se metió por una calle lateral. Olga corrió por encima de los sillones hasta que llegó a la ventana de la cocina. A través de los prismáticos vio que el chofer de Escudero se metía por un callejón lateral e iba hasta una vieja moto roja con una maleta trasera. Se acercó a ella, abrió la maleta, metió algo y la cerró. Luego encendió un cigarrillo, se montó de nuevo en su coche y lo aparcó donde todos los demás. Sin pensárselo, Olga abrió la puerta de la cocina que daba a un pequeño jardín.

—Ramos, ¿qué haces? —preguntó un compañero.

—Voy a mirar una cosa. Tranquilo, vuelvo antes de que cuentes hasta diez.

De pronto, el jaleo que se organizó en los alrededores de la casa fue bestial. Al ver aparecer los coches de la policía, unos guardaespaldas de Escudero dispararon contra ellos mientras otros entraban para alertar a sus jefes.

Márquez y sus hombres abatieron a los dos tiradores de la entrada y a otros que disparaban desde las ventanas del piso superior; luego entraron en el salón. A Márquez se le revolvió el estómago cuando comprobó quiénes estaban allí. Acaudalados y poderosos hombres le devolvían una mirada incrédula. Aquello sería un escándalo para sus carreras y sus familias. Había jueces, abogados, políticos, gente influyente en el mundo de la prensa y de la televisión.

—Vaya… vaya… ¿a quién tenemos aquí? —murmuró Dani.

—¿Ves a Escudero? —preguntó Olga por el intercomunicador.

—No. Pero tiene que estar —susurró Clara que miró a un hombre de ojos oscuros con un mechón blanco en el centro de la cabeza.

Olga aceleró el paso.

—¡Joder, Clara! ¿Está o no? —gritó parándose en la calle.

Clara se fijó en los hombres, pero no distinguía a Escudero. Nerviosa, observó a los detenidos mientras Márquez y Luis desataban las niñas.

—¡Respóndeme, joder…!, ¿habéis cogido a Escudero?

En silencio, Clara corrió hasta la entrada para mirar en el furgón donde estaban metiendo a los detenidos, los alumbró con una linterna uno por uno y respondió:

—¡Mierda…, no está!

Olga cerró los ojos unos segundos y cambió su rumbo.

—Ve hacia el lateral derecho de la casa. Tengo el pálpito de que allí estará. Voy hacia allí.

Márquez las oyó y miró a su alrededor. Olga, sin aire, llegó hasta el callejón donde el chofer de Escudero había estado. En la oscuridad comprobó que un tipo se ponía con rapidez una chaqueta y una gorra roja de pizzero. No conseguía ver con claridad si era Escudero o no.

—¡Alto! ¡Policía! Aléjate de la moto y pon las manos en alto donde yo las vea —gritó Olga con la pistola en la mano.

—Ni lo sueñes, inspectora Ramos.

Olga reconoció aquella voz. Escudero.

—No te muevas, hijo de puta, o te juro que te meto un tiro.

En medio de la oscuridad que la rodeaba, Olga disparó a la rueda de la moto y acertó. Escudero maldijo, arrancó la moto e intentó atropellarla. Con una sangre fría pasmosa, Olga esperó a que se acercara lo suficiente, se abalanzó sobre él y ambos rodaron por el suelo. Clara oyó el tiro y se imaginó lo peor. Sin mirar se lanzó desde lo alto de la valla con la mala suerte de que cayó encima de Olga y ambas se golpearon la cabeza.

Durante unos segundos las dos quedaron fuera de combate; Escudero se levantó y empezó a correr, pero dos metros más adelante, Márquez, Dani y otros policías ya le encañonaban.

Una hora después, el Samur atendía a las dos muchachas de sus respectivos golpes en la cabeza.

—Menos mal que no te han tenido que dar puntos —suspiró Clara.

Olga tenía horror a las agujas. Enfermaba sólo de pensar en ellas.

—Pero el ojo te lo he puesto de diseño —susurró Clara.

—No te preocupes —sonrió su amiga—. El otro día leí en una revista que este año se lleva mucho el morado y los tonos oscuros en los ojos.

Las dos reían cuando Márquez se acercó hasta ellas.

—¿Estáis bien las dos? —preguntó el comisario.

—Sí —contestaron al unísono.

—Muy bien —asintió Márquez—. Vosotras dos id a casa. Nosotros nos ocuparemos del papeleo en comisaría —luego miró a Olga—. ¿Quieres que te acerque a tu casa?

—No, gracias, comisario. Tengo mi propio medio —respondió ella—. Pero no pienso marcharme a casa hasta que mis ojos no vean a Escudero entre rejas.

—Yo tampoco —asintió Clara.

Márquez las observó unos segundos, se dio la vuelta y se marchó con Luis. Era imposible discutir con ellas.

—¡Qué simpático Márquez! Yo… como si fuera invisible, ¿no? —se mofó Clara al sentirse excluida de la invitación de llevarla a su casa.

—Ojalá la invisible para él fuera yo —respondió Olga; su reloj indicaba las cuatro de la madrugada; agarró a su amiga del brazo y tiró de ella—. Vayamos a recoger nuestro Batmóvil y enseñemos a todos estos machitos de qué pasta estamos hechas las mujeres.

Doloridas, pero con una sonrisa, se marcharon a la comisaría.

Horas después, Olga llegó a su casa con un terrible dolor de cabeza. Por suerte, como había imaginado, su abuela estaba caminando con sus amigas, por lo que deambuló con tranquilidad por la casa. Pero maldijo al ver su aspecto en el espejo del baño. Además del derrame en el ojo derecho tenía el pómulo hinchado.

«Joder… joder. Aguanta a la Pepa cuando me vea», susurró al pensar en su abuela.

En ese momento, la puerta del baño se abrió y la perra entró para mirarla.

—Hola, Dolores. Gracias a Dios que tú no puedes hablar, porque imagino que tendrías algo que decir de mi aspecto, ¿verdad? —dijo desnudándose para meterse en la ducha.

Mientras recibía con agrado el agua en su cuerpo oyó el teléfono de casa, pero lo dejó sonar. No tenía la más mínima intención de salir de la ducha para contestar.

Diez minutos después, con el albornoz puesto y una toalla en la cabeza, salió del baño y fue a ver a los cachorros que dormían plácidamente en la caja, junto a su madre.

—Son guapísimos, Dolores —susurró mientras tocaba con cuidado al que su abuela llamaba Punky por los cuatro pelos negros que tenía tiesos en la cabeza.

Luego fue directa a la cocina y se sirvió un café con leche al que añadió su correspondiente y exagerada dosis de azúcar. Mientras se lo tomaba con una magdalena y se encendía un cigarrillo, sus ojos volvieron a encontrarse con la perra.

—Vale… vale… lo sé. Estoy horrible, pero fue un accidente tonto.

La perra se levantó y moviendo el rabo, salió de la cocina y se dirigió al comedor. En ese momento Olga oyó la puerta de la entrada y a su abuela.

—Mira lo guapa que está mi Dolores.

—Es una preciosidad —asintió Maruja—. ¿Y qué? ¿Superwoman ya le ha cogido cariño?

Psssss —susurró Pepa al ver la cazadora de su nieta—. No hables alto, Maru, que debe estar durmiendo.

—¡Qué descontrol de vida que lleva esta muchacha! —apuntilló Maruja—. Ese trabajo que tiene, tan masculino, tan arriesgado… no me gusta nada. Se lo he dicho cientos de veces, pero ella me mira, se ríe y directamente pasa de mí.

Olga suspiró y continuó en la cocina bebiendo su café.

—Te aseguro que no se lo has dicho más veces que yo —respondió Pepa—. Pero, chica, a cabezona no le gana nadie. Mira… mira qué cachorros más preciosos.

—Oh… Oh… Pero si cada día están más guapos —susurró Maruja mientras cogía un perrillo—. ¿Crees que a Olga le importará que yo me quede con uno?

—No lo sé —respondió Pepa sorprendiendo a Olga que casi se atraganta—. Ella hace como si no los viera, pero yo sé que está pendiente, porque cuando le hablo de ellos sabe perfectamente a quién me refiero. Ese que has cogido es Dinio. Siempre está como confundido y se da golpes contra todo.

Al decir el nombre las dos mujeres soltaron una carcajada.

—Pues eso, Dinio para mí, que soy Marujita. ¡Me viene al pelo!

A Olga también se le escapó una carcajada y eso la delató.

—Corazón mío, ¿ya te has levantado? —gritó Pepa al oír su risa.

«Vaya por Dios… ya me han descubierto», pensó ella.

—Sí. Estoy tomándome un café en la cocina. Ahora voy.

Una vez acabó el café, se encamino al salón. Al ver el gesto de horror de aquellas, recordó su aspecto y antes de que les diera un tabardillo dijo:

—Tranquilitas las dos que no me ha pasado nada, a pesar de mi aspecto.

—¡Bendito sea Dios! —Pepa corrió hacia ella—. Pero… pero ¿cómo puedes decir que no te ha pasado nada? ¿Pero tú te has visto?

—Pero, criatura —susurró Maruja más blanca que la leche—. Pero si estás… estás…

—Horrorosa, ya lo sé. —Olga se dirigió a su abuela para tranquilizarla—: De verdad que estoy bien. Lo que pasa es que anoche Clara no me vio y chocamos, solo fue eso. Te lo prometo.

—¡Jesús amante, hermosa! Me vas a matar a disgustos.

—Que no, abuela. —Olga insistió con una sonrisa—. Que te relajes.

—Tu abuelo. Tu abuelo tiene la culpa de todo esto —gruñó la mujer y mirando hacia arriba increpó—: Estarás orgulloso, Gregorio. Por tu culpa, mira cómo está la niña.

Olga intentó no reír. Su abuela se empeñaba a culpar de su profesión de policía al pobre abuelo difunto.

—Abuela, ¿ya estamos con el mismo rollito de siempre?

—Él y su maldita manía de ver Starsky y Hutch, La mujer policía o Los ángeles de Charlie. Mira que yo le decía: «Gregorio, hermoso mío, esas no son series para las niñas». Pero él, dale que dale. Pero si hasta los libros de lectura que os compraba eran las novelas de Agatha Christie, y cuando os regalaba juguetes era o un balón de fútbol o cochecitos de policía.

Olga tuvo que reírse. Su pobre abuelo había estado toda la vida rodeado de mujeres. Era el único chico de cinco hermanas. Luego se casó con Pepa y tuvo dos hijas. Su tía Rosa tuvo a su prima Susana y su madre, Candela, a ella. Siempre añoró tener un varón. Por eso el día en que Gregorio asistió a la graduación de Olga en la escuela de policía, fue el hombre más feliz del mundo. A su abuela eso no se le olvidaba.

—¡Ay, Virgencita del Perpetuo Socorro! Pero ¿qué he hecho yo para merecer esto? —imploró la mujer mientras observaba de cerca el ojo morado y la cara tricolor de su nieta—. Primero una de mis nietas se marcha al extranjero con un melenudo, y ahora tú, la Superwoman, vienes e intentas convencerme de que no te ha pasado nada. Ay… ay… ay… ¿Por qué, Señor… por qué?

Ante el dramatismo con que su abuela hablaba, Olga no sabía si reír o llorar. La abuela no se tomó bien que su prima Susana se marchara años atrás con Greg, un hippie inglés melenudo, aunque lo aceptó. Pero su trabajo como policía nunca se lo tomó bien.

—A ver, abuela —suspiró Olga plantándose ante ella—. Te he dicho en muchas ocasiones que el abuelo no tuvo nada que ver con que yo me hiciera policía. Siempre me gustó y lo sabes.

—Claro que lo sé —gruñó ella—. Pero las películas de Los ángeles de Charlie y tu abuelo tuvieron la culpa de que te gustara. Pero mírate. Si ahora tú ves también Los hombres de Paco, Mentes criminales y el CSI.

Oy… oy… oy… me encantan Los hombres de Paco. Qué gracia tienen los jodíos —admitió Maruja.

—A mí me gusta Lucas —dijo en confianza Olga y ambas rieron—. Pero, chica, los inspectores con los que yo trabajo no son tan impresionantes como mi Lucas Fernández. ¡Dios, qué pedazo de hombre!

Su abuela le dio un azote en el culo que la hizo sonreír.

—Encima no te cachondees, ¡sinvergüenza! —Señaló a los cachorros y prosiguió—: ¿Y cómo se llaman los cachorros? Grissom, Horacio, Mariano, Pope y no sigo que me aturullo.

Olga reprimió la risa y abrazó a su abuela.

—Anoche tuvimos un operativo, y Clara y yo chocamos una con la otra. Por eso este golpe. Te lo prometo, abuela. Por favor, créeme. Estoy bien, ¿no lo ves?

—Mentirosa —gimió la mujer—. Seguro que eso es un derechazo de algún cabeza rapada cuando has forcejeado con él. Mira, hermosa, soy vieja, pero no tonta.

—Abuela, por Dios ¡qué imaginación tienes!

Maruja se fijó en la cara de Olga e intentó quitarle hierro al asunto.

—Bueno… bueno… Pepa, quizás deberías creer a Superwoman y no dar por hecho algo que no sabemos.

—Eso es —agradeció Olga.

—Sí, claro —asintió la anciana—. Te creo como la vez que me dijiste que no te había pasado nada y luego me enteré que un conductor borracho te había roto dos costillas. O si no, la vez que tampoco pasó nada, pero te tuvieron que operar para sacarte la bala que se había incrustado por casualidad en tu hombro. O también esa otra vez en que me dijiste que te habían operado por una apendicitis y la verdad es que te habían metido un par de navajazos.

—Pero Superwoman de mi alma y de mi corazón —susurró Maruja incrédula—, ¿dónde trabajas? ¿En las fuerzas especiales?

—Vale, lo confieso —suspiró aburrida—. Soy una integrante del cuerpo de elite llamado Los Ángeles del Infierno.

Y para intentar zanjar el tema, Olga se agachó y cogió uno de los cachorros.

—¿Has visto, Maruja, qué cositas más monas?

—Ay, sí, mi niña, son preciosos.

—Este guapetón que tanto protesta se llama Risto.

—No me digas en honor a quién, que ya lo sé. Pero no todos son machos, ¿verdad?

—Solo hay una hembra —dijo Olga—. La pequeña Vampirela.

—¿Te ha visto algún médico? —preguntó Pepa más tranquila al ver a su nieta magullada, pero viva.

—Los del Samur, abuela. Pero te repito, ha sido solo un golpe tonto con Clara.

—Quizás te vendría bien que te echaran un ojito a esos golpes —sugirió Maruja tras cruzar una mirada con Pepa.

—¡Mi madre! ¡Qué cansinas que sois las dos!

—Y Clarita, ¿cómo está ella? —preguntó la vecina.

—Me imagino que con un enorme chichón también.

—Ay que joderse con las niñas —suspiró la anciana.

Olga sonrió.

—¡Abuela! ¿Desde cuándo dices palabrotas?

—Desde que mi nieta es un machorro de Los Ángeles del Infierno.

Olga puso los ojos en blanco y se levantó. No quería seguir discutiendo.

—Me voy a echar un ratito —dijo mientras caminaba hacia su cuarto—. Despiértame a las cinco que he quedado con Clara para ir a ver a López.

Una vez desapareció su nieta del salón, Maruja y Pepa se miraron. Finalmente, Pepa declaró:

—Creo que voy a llamar al guaperas del doctor.

—Por Dios, Pepa —susurró Maruja—. ¿Tú has visto qué pelos tengo hoy?

Pepa protestó:

—No es por nada, Maruja, hermosa, pero si le llamo es para que vuelva a ver a mi nieta, no para que te vea a ti.

Ambas comenzaron a reír y a planear aquel encuentro.

A las seis de la tarde y con el pase del primer día, Olga y Clara entraron de nuevo en el garaje del privadísimo hospital O’Connors. Allí volvieron a suspirar ante aquellos increíbles automóviles. La recuperación de López se alargó más de lo que esperaban por unas complicaciones.

—No te quites las gafas de sol ni la gorra. Si no, se escandalizaran en el hospital —rió Olga mirando a su amiga.

Ambas iban demasiado magulladas, realmente su aspecto era pésimo. Pero escondidas tras las gorras y las gafas podían pasar inadvertidas.

El ascensor se abrió y aparecieron dos mujeres, una joven y la otra algo mayor. Las miraron de arriba abajo y dijeron:

—Este ascensor no es para el personal de servicio. Les hemos advertido cientos de veces que ustedes tienen que subir por las escaleras.

«Será pija y tonta la tía esta», pensó Olga. Sabía que Clara opinaba más o menos lo mismo y dijo con educación:

—Disculpe. Nosotras no trabajamos aquí.

Las mujeres se miraron incrédulas. Aquellas dos jóvenes vestidas con vaqueros, gafas oscuras y gorra parecían cualquier cosa menos gente decente.

—Nos han bajado. ¡Nosotras subíamos! —se quejó la más joven enfadada.

—Señora, sentimos haber llamado al ascensor. No era nuestra intención hacerlas bajar.

Pero la mayor, una mujer llena de perlas, volvió a quejarse con voz áspera.

—¡Qué descarada… qué horror! Seguro que teníais el dedito pringoso pegado al botón. ¡No lo niegues!

«¿Dedito pringoso?», pensó Olga con asombro ante la mala educación de aquella mujer.

Clara se adelantó y dijo antes de que su amiga saltara:

—Señora, tenga cuidado con lo que dice. Por favor, no afirme sin saber.

—¡Qué maleducadas!

En ese momento se abrieron las puertas del ascensor. Habían llegado a su planta.

—Salgamos del ascensor —gruñó Clara—. No sea que se nos vaya a pegar algo de estas payasas.

—¡Gentuza! —murmuró la más joven con cara de guiri tonta.

—Mire, señora, dé las gracias de que hemos llegado a nuestra planta —siseó Olga una vez fuera—, porque si no, les aseguro que hoy acababan en el calabozo.

No pudo decir nada más; las puertas del ascensor se cerraron y mientras gesticulaban, las muchachas caminaron hacia la habitación de López.