La tierra se volvió lentamente de un color verde plateado. El amanecer dispersó plumas carmesíes sobre la amurallada ciudad. Destellos dorados salpicaban sus almenas allá donde el sol tocaba el rocío. Las brumas empezaban a deslizarse por los huecos. Las trompetas sonaban el cambio de guardia matutino.

El teniente escudó los ojos, los frunció. Gruñó disgustado, miró a Un Ojo. El pequeño hombre negro asintió.

—Ya es la hora, Goblin —dijo el teniente por encima del hombro.

Los hombres se agitaron allá en los árboles. Goblin se arrodilló a mi lado, miró hacia las tierras de labor. Él y otros cuatro hombres iban vestidos como ciudadanas pobres, con las cabezas envueltas en chales. Llevaban jarras de cerámica oscilando en los extremos de yugos de madera, con sus armas ocultas entre sus ropas.

—Adelante. La puerta está abierta —dijo el teniente. Avanzaron, siguiendo el linde del bosque colina abajo.

—Maldita sea, es bueno estar haciendo de nuevo este tipo de cosa —dije.

El teniente sonrió. Había sonreído poco desde que abandonáramos Berilo.

Allá abajo, las cinco falsas mujeres se deslizaron por entre las sombras hacia el arroyo al lado del camino que conducía a la ciudad. Unas cuantas mujeres se dirigían ya hacia allá en busca de agua.

Esperábamos pocos problemas en llegar hasta los guardias de la puerta. La ciudad estaba llena de extranjeros, refugiados y seguidoras del campamento Rebeldes. La guarnición era pequeña y laxa. Los Rebeldes no tenían ningún motivo para suponer que la Dama atacaría tan lejos de Hechizo. La ciudad carecía de significado en la gran lucha.

Excepto que dos de los Dieciocho, al tanto de las estrategias Rebeldes, estaban acuartelados allí.

Habíamos estado acechando en aquellos bosques durante tres días. Pluma y Jornada, recientemente promocionados al Círculo, celebraban allí su luna de miel antes de trasladarse al sur para unirse al ataque contra Hechizo.

Tres días. Tres días sin fuegos durante las heladas noches, tres días de alimentos secos en cada comida. Tres días de miseria. Y nuestros espíritus estaban más alto que nunca en años.

—Creo que lo conseguiremos —opiné.

El teniente hizo un gesto. Varios hombres se movieron furtivamente detrás de los disfrazados.

—Quien fuera que pensó esto sabía lo que estaba haciendo —observó Un Ojo. Estaba excitado.

Todos lo estábamos. Era una oportunidad de hacer aquello en lo que éramos los mejores. Durante cincuenta días habíamos estado efectuando puro trabajo físico, preparando Hechizo para el asalto Rebelde, y durante cincuenta noches nos habíamos atormentado pensando en la inminente batalla.

Otros cinco hombres se deslizaron colina abajo.

—Un puñado de mujeres están saliendo ahora —dijo Un Ojo. La tensión aumentó.

Las mujeres se dirigieron hacia el arroyo. Habría un fluir durante todo el día, a menos que lo interrumpiéramos. No había ninguna fuente de agua dentro de las murallas.

Mi estómago se encogió. Nuestros infiltradores habían empezado a subir la colina.

—Estad preparados —dijo el teniente.

—Relajaos —sugerí. El ejercicio ayuda a disipar la energía nerviosa.

No importa cuánto tiempo lleves de soldado, el miedo siempre crece cuando se acerca el combate. Siempre hay el temor de que el número te abrume. Un Ojo entra en cada acción seguro de que los hados han tachado su nombre de la lista.

Los infiltradores intercambiaron saludos con voz de falsete con las mujeres de la ciudad. Llegaron a la puerta sin ser descubiertos. Estaba guardada por un solo miliciano, un zapatero atareado en martillear clavos de latón en el tacón de una bota. Su albarda estaba a tres metros de distancia.

Goblin correteó ahí fuera. Dio una palmada por encima de su cabeza. Un crac reverberó por todo el campo. Sus brazos descendieron al nivel de sus hombros, las palmas hacia arriba. Un arco iris trazó su curva entre sus manos.

—Siempre tiene que exagerar —gruñó Un Ojo. Goblin bailó unos pasos de giga.

La patrulla avanzó. Las mujeres en el arroyo chillaron y se dispersaron. Lobos saltando al interior del corral de las ovejas, pensé. Echamos a correr. Mi bolsa martilleaba contra mis riñones. Después de doscientos metros empecé a tropezar con mi arco. Los hombres más jóvenes me rebasaron.

Alcancé la puerta incapaz de derribar a una abuela. Afortunadamente para mí, las abuelas ya se habían escabullido. Los hombres se dispersaron por la ciudad. No hubo resistencia.

Los que teníamos que apoderarnos de Pluma y Jornada nos apresuramos a la diminuta ciudadela. No estaba mejor defendida. El teniente y yo seguimos a Un Ojo, Silencioso y Goblin al interior.

No encontramos resistencia por debajo del nivel superior. Allá, increíblemente, los recién casados todavía estaban abrazados en su sueño. Un Ojo echó a un lado a sus guardias con una aterradora ilusión. Goblin y Silencioso reventaron la puerta del nido de amor.

Entramos en tromba. Aún dormidos, desconcertados y asustados, reaccionaron torpemente. Arañaron a algunos de nosotros antes de que metiéramos mordazas en sus bocas y cuerdas en sus muñecas.

El teniente les dijo:

—Se supone que debemos llevaros de vuelta vivos. Eso no quiere decir que no podamos hacerlos algo de daño. Quedaos tranquilos, haced lo que se os diga, y todo irá bien. —Medio esperé que soltara un bufido, se retorciera la punta de su bigote, y puntuara su gesto con una risotada maligna. Estaba actuando, adjudicándonos el papel de villanos que los Rebeldes insisten que juguemos.

A medio camino de vuelta a territorio amigo. Sobre nuestras barrigas en una colina, estudiando un campamento enemigo.

—Grande —dije—. Veinticinco, treinta mil hombres. —Era uno de seis de tales campamentos en un arco que se curvaba al norte y al oeste de Hechizo.

—Si siguen sentados mucho tiempo más sobre sus posaderas, van a verse en problemas —dijo el teniente.

Hubieran debido atacar inmediatamente después de la Escalera Rota. Pero la pérdida de Empedernido, Furtivo, Polilla y Persistente habían dejado a toda una serie de capitanes menores peleándose por el mando supremo. La ofensiva Rebelde se había encallado. La Dama había recuperado el equilibrio.

Sus patrullas atosigaban ahora a los forrajeadores Rebeldes, exterminaban colaboradores, exploraban, destruían todo lo que el enemigo podía considerar útil. Pese a su número enormemente superior, la actitud Rebelde se estaba volviendo defensiva. Cada día en el campamento minaba su impulso psicológico.

Hacía dos meses nuestra moral estaba más baja que el culo de una serpiente. Ahora el péndulo estaba al otro lado. Si teníamos éxito se elevaría a alturas insospechadas. Nuestro golpe sacudiría hasta sus cimientos el movimiento Rebelde.

Si teníamos éxito.

Estábamos tendidos inmóviles sobre una inclinada piedra caliza cubierta de líquenes y hojas muertas. El arroyo allá abajo se reía de nuestra presencia. La sombra de los desnudos árboles nos cubría. Conjuros de bajo grado de Un Ojo y sus cohortes acababan de camuflarnos. El olor a miedo y a caballos sudorosos impregnaba mis fosas nasales. Desde el camino de arriba llegaban las voces de los jinetes Rebeldes. No podía comprender su lengua. Sin embargo, estaban discutiendo.

Sembrado con hojas y ramas no alteradas por el paso de nadie, el camino había parecido no patrullado. El cansancio había dominado nuestra cautela. Habíamos decidido seguirlo. Luego habíamos girado un recodo y nos habíamos encontrado cara a cara con una patrulla Rebelde al otro lado del herboso valle en cuyo fondo discurría el arroyo.

Ahora estaban maldiciendo nuestra repentina desaparición. Varios desmontaron y orinaron en la orilla…

Pluma empezó a agitarse violentamente.

—¡Maldita sea! —exclamé para mí—. ¡Maldita, maldita sea! ¡Lo sabía!

Los Rebeldes se pusieron a parlotear y se alinearon en el borde del camino.

Golpeé a la mujer en la sien. Goblin la sujetó por el otro lado. Silencioso, con su proverbial rapidez, tejió redes de conjuros con dedos como tentáculos danzando junto a su pecho.

La maleza se estremeció. Un viejo y gordo tejón corrió a lo largo de la orilla y cruzó el arroyo, desapareciendo en un denso bosquecillo de álamos.

Maldiciendo, los Rebeldes le arrojaron piedras. Rebotaron contra los guijarros del fondo del arroyo. Los soldados fueron de un lado para otro diciéndose unos a otros que teníamos que estar cerca. No podíamos haber ido muy lejos a pie. La lógica podía deshacer los mejores esfuerzos de nuestros hechiceros.

Yo estaba asustado con ese tipo de miedo que hace entrechocar tus rodillas, temblar tus manos y vaciar tus entrañas. Se había ido acumulando firmemente, a través de demasiadas escapatorias por los pelos. La superstición me decía que las posibilidades no podían estar siempre a mi favor.

Ya basta con ese soplo previo de refrescada moral. El miedo irracional se traicionaba como la ilusión que era. Debajo de su pátina retenía la actitud derrotista provocada por la Escalera Rota. Mi guerra había terminado y se había perdido. Todo lo que deseaba hacer ahora era echar a correr.

Jornada mostraba signos de inquietarse también. Le lancé una feroz mirada. Se relajó.

Una brisa agitó las hojas muertas. El sudor en mi cuerpo se enfrió. Mi miedo se enfrió también un poco.

La patrulla volvió a montar. Aún hablando entre ellos, cabalgaron camino arriba. Los observé llegar a la vista allá donde el sendero giraba hacia el este junto con el cañón. Llevaban tabardos escarlatas sobre buenas cotas de mallas. Sus cascos y sus armas eran de excelente calidad. Los Rebeldes se estaban volviendo prósperos. Habían empezado como una chusma armada sólo con aperos.

—Podríamos haberlos atacado —dijo alguien.

—¡Estúpido! —restalló el teniente—. En estos momentos no están seguros de lo que vieron. Si hubiéramos luchado, lo sabrían.

No necesitábamos que los Rebeldes fueran tras nosotros ahora que estábamos tan cerca de casa. No había espacio para la maniobra.

El hombre que había hablado era uno de los rezagados que habíamos ido acumulando durante la larga retirada.

—Hermano, será mejor que aprendas una cosa si deseas seguir con nosotros. Uno lucha cuando no tiene otra elección. Algunos de nosotros hubiéramos resultado heridos también, ¿sabes?

Gruñó.

—Están fuera de nuestra vista —dijo el teniente—. Sigamos. —Se puso en cabeza, se encaminó hacia las escarpadas colinas más allá del prado. Gruñí. Más campo a través.

Me dolían ya todos los músculos. El agotamiento amenazaba con traicionarme. El hombre no estaba hecho para caminar interminablemente del amanecer al anochecer con veinticinco kilos en su espalda.

—Pensaste malditamente rápido ahí atrás —le dije a Silencioso.

Aceptó el halago con un encogimiento de hombros, sin decir nada. Como siempre.

Un grito desde atrás:

—¡Vuelven!

Nos dispersamos por el flanco de una herbosa colina. La Torre se alzaba sobre el horizonte al sur. Ese cubo basáltico era intimidante incluso desde quince kilómetros de distancia, e implausible en su asentamiento. La emoción exigía un entorno ferozmente yermo, o como máximo una tierra encerrada en un invierno perpetuo. En vez de ello, el territorio formaba unos enormes pastos verdes, suaves colinas con pequeñas granjas salpicando sus laderas sur. Los árboles flanqueaban los lentos y profundos riachuelos que serpenteaban por el paisaje.

Cerca de la Torre la tierra se volvía menos pastoral, pero nunca reflejaba la lobreguez que los propagandistas Rebeldes situaban alrededor de la fortaleza de la Dama. Nada de azufre y llanuras yermas y rotas. Nada de extrañas criaturas malvadas correteando por entre esparcidos huesos humanos. Nada de oscuras nubes cubriendo siempre el cielo y retumbando.

—Ninguna patrulla a la vista —dijo el teniente—. Matasanos, Un Ojo, haced vuestro acto.

Tensé mi arco. Goblin me tendió tres flechas preparadas. Cada una tenía una maleable bola azul en su punta. Un Ojo roció una con polvo gris, me la pasó. Apunté al cielo, disparé.

Un fuego azul demasiado brillante para mirarlo directamente ardió y se hundió en el valle de abajo. Luego un segundo, y un tercero. Las bolas de fuego cayeron en una limpia columna, parecieron derivar antes que caer.

—Ahora esperaremos —chirrió Goblin, y se dejó caer en la alta hierba.

—Y confiemos en que nuestros amigos lleguen primero. —Cualquier Rebelde que estuviera cerca acudiría seguramente a investigar la señal. Pero teníamos que llamar pidiendo ayuda. No podíamos penetrar en el cordón Rebelde sin ser detectados.

—¡Al suelo! —restalló el teniente. La hierba era lo bastante alta como para ocultar a una figura tendida—. Tercera escuadra, montad guardia.

Los hombres gruñeron y protestaron que era el turno de otra escuadra. Pero adoptaron sus posiciones de centinela con esa mínima queja obligatoria. Su talante era bueno. ¿No habíamos despistado a aquella patrulla allá atrás en las colinas? ¿Qué podía detenernos ahora?

Hice una almohada con mi bolsa y observé las montañas de cúmulos derivar sobre mi cabeza en legiones regulares. Era un día espléndido, vivificante, como de primavera.

Mi mirada descendió hasta la Torre. Mi humor se ensombreció. El ritmo iba a acelerarse. La captura de Pluma y Jornada espolearía a los Rebeldes a la acción. Aquellos dos contarían muchos secretos. No había forma de ocultar nada o de mentir cuando la Dama hacía una pregunta.

Oí un rumor, volví la cabeza, me encontré ojo con ojo con una serpiente. Tenía rostro humano. Empecé a gritar…, luego reconocí aquella estúpida sonrisa.

Un Ojo. Su horrible imitación en miniatura, pero con ambos ojos y ningún sombrero de ala caída sobre su cabeza. La serpiente rió, guiñó un ojo, se deslizó por encima de mi pecho.

—Ahí están de nuevo —murmuré, y me senté para mirar.

Hubo una repentina y violenta sacudida en la hierba. Un poco más lejos, Goblin se asomó con una sonrisa maquiavélica. La hierba susurró. Animales del tamaño de conejos pasaron en tropel junto a mí, con pedazos de serpiente en sus ensangrentados dientes afilados como agujas. Mangostas de fabricación casera, supuse.

Goblin se había anticipado de nuevo a Un Ojo.

Un Ojo dejó escapar un aullido y se puso en pie maldiciendo. Su sombrero giró en redondo. De sus fosas nasales brotó humo. Cuando gritó el fuego rugió en su boca.

Goblin dio saltos como un caníbal justo antes de dar el primer bocado a su festín. Describió círculos con sus dedos índices. Anillos de color naranja pálido brillaron en el aire. Los lanzó a Un Ojo. Se aposentaron alrededor del hombrecillo negro. Goblin ladró como una foca. Los anillos estrujaron.

Un Ojo dejó escapar extraños sonidos y anuló los anillos. Hizo movimientos de lanzamiento con ambas manos. Bolas de color pardo partieron hacia Goblin. Estallaron, derramando nubes de mariposas que se lanzaron hacia los ojos de Goblin. Goblin hizo un rápido gesto, echó a correr por la hierba como un conejo huyendo de un búho, lanzó un contraconjuro.

El aire estalló con flores. Cada flor tenía una boca. Cada boca exhibía colmillos de morsa. Las flores dieron cuenta de las alas de las mariposas con sus colmillos, luego masticaron complacientemente los cuerpos de las mariposas. Goblin se dejó caer al suelo, riendo.

Un Ojo lanzó una maldición que era literalmente una banda azul, un gallardete cerúleo que brotó agitante de sus labios. Unas letras plateadas proclamaban su opinión sobre Goblin.

—¡Ya basta! —retumbó tardíamente el teniente—. No necesitamos que atraigáis la atención.

—Demasiado tarde, teniente —dijo alguien—. Mira ahí abajo.

Unos soldados se encaminaban en nuestra dirección. Unos soldados vestidos de rojo, con la Rosa Blanca bordada en sus tabardos. Nos dejamos caer en la hierba como ardillas en su madriguera.

La ladera de la colina se llenó con palabras susurradas. La mayoría amenazaban a Un Ojo con cosas terribles. Una minoría incluían a Goblin por haber compartido los delatores fuegos artificiales.

Sonaron trompetas. Los Rebeldes se dispersaron para un ataque a nuestra colina.

El aire gimió atormentado. Una sombra destelló sobre la colina, ondulando a través de la hierba agitada por el viento.

—Un Tomado —murmuré, y alcé la vista el instante necesario para divisar una alfombra volante inclinándose hacia el valle—. ¿Atrapaalmas? —No podía estar seguro. A esa distancia podía ser cualquiera de los varios Tomados.

La alfombra picó en medio de una masiva andanada de flechas. Una bruma color lima la envolvió, se arrastró tras ella, recordó por un momento el cometa que colgaba sobre el mundo. La bruma color lima se dispersó y se coaguló en pequeños retazos como hilos. Unos pocos filamentos fueron arrastrados por la brisa y se alejaron flotando.

Alcé la vista. El cometa colgaba sobre el horizonte como el fantasma de la cimitarra de un dios. Llevaba tanto tiempo en el cielo que ya apenas reparábamos en él. Me pregunté si los Rebeldes se sentirían igual de indiferentes. Para ellos era uno de los grandes portentos de la inminente victoria.

Los hombres gritaron. La alfombra había pasado a lo largo de la línea Rebelde y ahora derivaba como el rocío al viento justo más allá del alcance de las flechas. Los hilos color lima estaban tan dispersos que apenas eran visibles. Los gritos procedían de hombres que habían sufrido su contacto. Horribles heridas verdes se abrían allá donde ese contacto se había producido.

Algunos hilos parecían decididos a avanzar en nuestra dirección.

El teniente se dio cuenta de ello.

—Salgamos de aquí. Sólo por si acaso. —Señaló en dirección contraria al viento. Los hilos deberían derivar de lado para alcanzarnos.

Nos apresuramos quizá trescientos metros. Retorciéndose, los hilos se arrastraban en el aire y avanzaban en nuestra dirección. Iban tras nosotros. El Tomado observaba intensamente, ignorando a los Rebeldes.

—¡El bastardo quiere matarnos! —estallé. El terror convirtió mis piernas en gelatina. ¿Por qué uno de los Tomados desear convertirnos en víctimas de un accidente?

Si era Atrapaalmas… Pero Atrapaalmas era nuestro mentor. Nuestro jefe. Llevábamos su insignia. Él no…

La alfombra se puso en movimiento tan violentamente que el jinete casi se cayó de ella. Se lanzó hacia el bosque más cercano y desapareció. Los hilos perdieron volición y derivaron hacia suelo, desaparecieron en la hierba.

—¿Qué demonios?

—¡Por todos los infiernos!

Me volví. Una enorme sombra avanzó hacia nosotros, expandiéndose, cuando una gigantesca alfombra descendió. Una serie de rostros se asomaron por sus bordes. Nos inmovilizamos, con las armas preparadas.

—El Aullador —dije, y mi suposición se vio confirmada por un grito parecido al de un lobo desafiando a la luna.

La alfombra se posó.

—Subid a bordo, idiotas. Vamos. Moveos.

Me eché a reír, sintiendo que toda la tensión se drenaba de mi cuerpo. Era el capitán. Danzaba como un oso nervioso a lo largo del borde más cercano de la alfombra. Otros de nuestros hermanos lo acompañaban. Lancé mi bolsa a bordo, acepté la ayuda de una mano.

—Cuervo. Esta vez habéis aparecido justo a tiempo.

—Desearás que te hubiéramos dejado correr tus riesgos.

—¿Eh?

—El capitán te lo contará.

El último hombre subió a bordo. El capitán lanzó a Pluma y a Jornada una dura mirada, luego comprobó que todos los hombres estuvieran bien distribuidos. En la parte de atrás de la alfombra, sin moverse, encogida sobre si misma, se sentaba una figura de tamaño infantil oculta bajo capas de gasa índigo. Aullaba a intervalos irregulares.

Me estremecí.

—¿De qué demonios estás hablando?

—El capitán te lo dirá —repitió.

—Por supuesto. ¿Cómo está Linda?

—Lo está haciendo bien. —Muchas palabras para nuestro Cuervo.

El capitán se sentó a mi lado.

—Malas noticias, Matasanos —dijo.

—¿De veras? —Busqué mi tan cacareado sarcasmo—. Dímelo francamente. Podré soportarlo.

—Chico duro —observó Cuervo.

—Ése soy yo. Como uñas para desayunar. Azoto gatos monteses con las manos desnudas.

El capitán sacudió la cabeza.

—Deja a un lado ese sentido del humor. La Dama quiere verte. Personalmente.

Mi estómago cayó al suelo, que estaba a unos sesenta metros más abajo.

—Oh, mierda —murmuré—. Oh, maldita sea.

—Sí.

—¿Qué es lo que he hecho?

—Tú lo sabrás mejor que yo.

Mi mente empezó a dar vueltas como una horda de ratones huyendo de un gato. A los pocos segundos estaba empapado de sudor.

—No puede ser tan malo como suena —observó Cuervo—. Se mostró casi educada.

El capitán asintió.

—Fue una petición.

—Seguro que lo fue.

—Si tuviera algo contra ti simplemente desaparecerías —dijo Cuervo.

No me sentí tranquilizado.

—Demasiados romances —se burló el capitán—. Ahora ella también está enamorada de ti.

Nunca lo olvidan, nunca lo dejan. Habían transcurrido meses desde que había escrito el último de esos romances.

—¿Sobre qué quiere verme?

—No lo dijo.

El silencio reinó durante todo el resto del camino. Permanecieron sentados a mi lado e intentaron tranquilizarme con la tradicional solidaridad de la Compañía. Cuando llegamos a nuestro campamento, sin embargo, el capitán dijo:

—Nos dijo que eleváramos nuestras fuerzas hasta la marca de los mil. Podemos alistar voluntarios entre la gente que recogimos del norte.

—Buenas noticias, buenas noticias. —Aquello era causa de júbilo. Por primera vez en dos siglos íbamos a crecer. Montones de rezagados se sentirían ansiosos de cambiar su juramento a los Tomados por un juramento a la Compañía. Estábamos bien situados. Teníamos carisma. Y, siendo mercenarios, teníamos mucha más mano ancha que cualquiera al servicio de la Dama.

Sin embargo, no podía sentirme excitado. No con la Dama aguardando.

La alfombra se posó. La hermandad se reunió a nuestro alrededor, ansiosa por ver cómo nos las habíamos apañado. Siguieron mentiras y exageraciones.

—Tú quédate a bordo, Matasanos —dijo el capitán—. Goblin, Silencioso, Un Ojo, vosotros también. —Indicó a los prisioneros—. Entregad la mercancía.

Mientras los hombres se deslizaban por el lado, Linda salió saltando de entre la multitud. Cuervo le gritó, pero por supuesto ella no podía oírle. Subió a bordo, llevando consigo la muñeca que Cuervo le había tallado. Iba escrupulosamente vestida con ropa soberbiamente detallada en su miniatura. Me la tendió y empezó a hablar con el lenguaje de los dedos.

Cuervo gritó de nuevo. Intenté interrumpir, pero Linda estaba absorta en contarme lo del guardarropa de la muñeca. Algunos hubieran pensado que era retrasada, por sentirse tan excitada con tales cosas a su edad. No lo era. Tenía una mente afilada como una navaja. Sabía lo que estaba haciendo cuando había abordado la alfombra. Estaba pidiendo una posibilidad de volar.

—Cariño —le dije, a la vez en voz alta y por signos—. Tienes que bajarte. Vamos a…

Cuervo gritó ultrajado mientras el Aullador alzaba la alfombra. Un Ojo, Goblin y Silencioso le miraron con ojos furiosos. Aulló. La alfombra siguió ascendiendo.

—Siéntate —le dije a Linda. Lo hizo, no muy lejos de Pluma. Olvidó la muñeca, quería saber acerca de nuestra aventura. Se lo conté. Me mantuvo ocupado. Pasó más tiempo mirando por encima del lado que prestándome atención, pero no se perdió nada. Cuando terminé miró a Pluma y a Jornada con una piedad adulta. No estaba preocupada por mi cita con la Dama, aunque me dio un tranquilizador abrazo de adiós.

La alfombra del Aullador derivó alejándose de la cima de la Torre. Le dediqué un débil adiós con la mano. Linda me sopló un beso. Goblin se palmeó el pecho. Toqué el amuleto que me había dado en Lords. Era un pequeño consuelo.

Los guardias imperiales ataron a Jornada y Pluma a sendas literas.

—¿Y yo qué? —pregunté tembloroso.

—Se supone que debes aguardar aquí —me dijo un capitán. Se quedó cuando los otros se marcharon. Intentó hablar de cosas intrascendentes, pero yo no estaba de humor.

Caminé hasta el borde de la Torre, miré hacia el vasto proyecto de ingeniería emprendido por los ejércitos de la Dama.

En la época de la construcción de la Torre habían sido importadas enormes losas de basalto. Modeladas en el lugar, habían sido apiladas y fundidas en aquel gigantesco cubo de piedra. Los residuos, esquirlas, bloques rotos durante el modelado, losas halladas inadecuadas y demás restos, habían sido dejados dispersos alrededor de la Torre en un enorme revoltijo más efectivo que cualquier foso. Se extendía a lo largo de un kilómetro y medio.

En el norte, sin embargo, una sección deprimida formando cuña permanecía libre de restos. Constituía la única vía de aproximación por tierra a la Torre. En ese arco las fuerzas de la Dama se preparaban para el ataque Rebelde.

Nadie allá abajo creía que su trabajo llegara a modelar el resultado de la batalla. El cometa estaba en el cielo. Pero todos los hombres trabajaban porque el trabajo proporcionaba una liberación del miedo.

La zona despejada en forma de cuña se alzaba a ambos lados hasta encontrarse con el caos de rocas. Una larga empalizada cerraba el extremo más ancho de la cuña. Nuestros campamentos se extendían más allá de ese lugar. Detrás de los campamentos había una trinchera de diez metros de profundidad y diez de ancho. Un centenar de metros más cerca de la Torre había otra trinchera, y un centenar de metros más cerca todavía una tercera, que aún se estaba excavando.

La tierra excavada había sido transportada más cerca de la Torre y dejada caer detrás de un muro de contención de troncos de cuatro metros que abarcaba todo el ancho de la cuña. Desde esta elevación los hombres podían arrojar proyectiles contra cualquier enemigo que atacara nuestra infantería al nivel del suelo.

Un centenar de metros más atrás se alzaba un segundo muro de contención que proporcionaba otra elevación de cuatro metros. La Dama tenía intención de disponer sus fuerzas en tres ejércitos distintos, uno en cada nivel, y forzar a los Rebeldes a luchar tres batallas en serie.

Una pirámide de tierra tenía previsto alzarse unos sesenta metros detrás del último muro de contención. Ya había alcanzado los veinte metros, con los lados inclinados unos treinta y cinco grados.

Una obsesiva pulcritud lo caracterizaba todo. La llanura, aplanada varios metros en algunos lugares, estaba tan nivelada como el sobre de una mesa. Había sido plantada con hierba. Nuestros animales la mantenían cortada como un césped bien cuidado. Había algunos senderos aquí y allá, y ay del hombre que se saliera de ellos sin una orden específica.

Abajo, en el nivel medio, los arqueros hacían prácticas de tiro sobre el terreno entre las trincheras más cercanas. Mientras disparaban, sus oficiales ajustaban las posiciones de los armeros de donde tomaban sus flechas.

En la terraza superior los guardias se atareaban alrededor de las balistas, calculando trayectorias y supervivencia, ajustando sus máquinas a blancos muy alejados. Carros cargados con munición aguardaban al lado de cada arma.

Como la hierba y los senderos, estos preparativos traicionaban una obsesión con el orden.

En el nivel inferior unos trabajadores habían empezado a demoler cortas secciones del muro de contención. Desconcertante.

Divisé la llegada de una alfombra, me volví para mirar. Se posó en el techo. Bajaron cuatro soldados rígidos y temblorosos quemados por el viento. Un cabo los condujo lejos.

Los ejércitos del este se encaminaban en nuestra dirección, esperando llegar antes del asalto Rebelde, con pocas esperanzas de conseguirlo realmente. Los Tomados estaban volando día y noche trayendo tantos efectivos como les era posible.

Unos hombres gritaron allá abajo. Me volví para mirar… Alcé un brazo. ¡Slam! El impacto me arrojó dos pares de metros hacia atrás, girando sobre mí mismo. Mi guía de la guardia gritó. El techo de la Torre acudió a mi encuentro. Varios hombres gritaron y corrieron en mi dirección.

Rodé sobre sí mismo, intenté levantarme, resbalé en un charco de sangre. ¡Sangre! ¡Mi sangre! Brotaba por debajo de la parte superior de mi brazo izquierdo. Miré la herida con ojos turbios y sorprendidos. ¿Qué demonios?

—Quédate quieto —ordenó el capitán de la guardia—. Tranquilo. Dime rápido lo que tengo que hacer.

—Un torniquete —croé—. Ata algo alrededor de la herida. Detén la hemorragia.

Se quitó de un tirón el cinturón. Bien, eso era pensar rápido. Hizo uno de los mejores torniquetes que había visto nunca. Intenté sentarme para aconsejarle mientras trabajaba.

—Sujetadle —dijo a varios espectadores—. Adoptivo, ¿qué ocurrió?

—Una de las armas se cayó de la hilera superior. Se disparó al caer. Todos están corriendo de un lado para otro como gallina asustadas.

—No fue un accidente —jadeé—. Alguien intentó matarme. —Me sentía mareado, no podía pensar en nada excepto en el hilo color lima arrastrándose contra el viento—. ¿Por qué?

—Dímelo y así lo sabremos los dos, amigo. Vosotros. Traed una litera. —Apretó más el cinturón—. Te vas a poner bien, compañero. Te traeremos a un sanador en un minuto.

—Hay una arteria seccionada —dije—. Eso es malo. —Me zumbaban los oídos. El mundo empezó a girar lentamente, enfriarse. Shock. ¿Cuánta sangre había perdido? El capitán sé había movido bastante rápido. Pero había pasado tiempo. Si el sanador no era algún carnicero…

El capitán agarró a un cabo.

—Ve a averiguar lo que ocurrió ahí. No aceptes ningúna respuesta estúpida.

Llegó la litera. Me alzaron y me pusieron en ella, me desvanecí.

Desperté en una pequeña sala de cirugía, atendido por un hombre que era tan hechicero como cirujano.

—Has hecho un trabajo mejor que el que yo mismo hubiera podido hacer, amigo —le dije cuando terminó.

—¿Algún dolor?

—No.

—Dentro de un rato va a dolerte como un infierno.

—Lo sé. —¿Cuántas veces había dicho yo lo mismo?

Llegó el capitán de la guardia.

—¿Todo va bien?

—Ya he acabado —respondió el sanador. A mí—: Nada de trabajo. Nada de actividad. Nada de sexo. Ya conoces el discurso.

—Lo conozco. ¿Cabestrillo?

Asintió.

—También te ataré el brazo al costado durante algunos días.

El capitán estaba ansioso.

—¿Han descubierto lo que ocurrió? —pregunté.

—En realidad no. El equipo de la balista no puede explicárselo. Simplemente se les escapó de las manos, de algún modo. Quizá tuviste suerte. —Recordó que yo había dicho que alguien había intentado matarme.

Toqué el amuleto que Goblin me había dado.

—Quizá.

—Odio hacer eso —dijo—, pero tengo que llevarte a tu entrevista.

Miedo.

—¿Sobre qué?

—Tú lo sabrás mejor que yo.

—Pero no lo sé. —Tenía una remota sospecha, pero la había forzado fuera de mi mente.

Parecía haber dos torres, una enfundando a la otra. La exterior era la sede del Imperio, movida por los funcionarios de la Dama. La interior, tan intimidante para ellos como para todos nosotros los de fuera, ocupaba un tercio del volumen y sólo podía entrarse en ella por un punto. Pocos lo habían hecho nunca.

La entrada estaba abierta cuando llegamos a ella. No había guardias. Supongo que no se necesitaba ninguno. Hubiera debido sentirme más asustado, pero estaba demasiado aturdido por los tranquilizantes. El capitán dijo:

—Aguardaré aquí. —Me había colocado en una silla de ruedas, que hizo pasar a través de la puerta. Entré con los ojos fuertemente cerrados y el corazón martilleando.

La puerta se cerró a mis espaldas con un clunc. La silla rodó un largo trecho, doblando varios recodos. No sé qué la impulsaba. Me negué a mirar. Luego dejó de moverse. Aguardé. No ocurrió nada. La curiosidad me ganó. Parpadeé.

Está en la Torre, mirando hacia el norte. Tiene sus delicadas manos cruzadas ante ella. Una brisa penetra suave por su ventana. Agita la seda color medianoche de su pelo. Lágrimas como diamantes destellan en la suave curva de su mejilla.

Mis propias palabras, escritas hacían más de un año, volvieron a mí. Era esa escena, de ese romance, hasta el último detalle. Incluso detalles que había imaginado pero nunca había escrito. Como si ese instante de fantasía hubiera sido arrancado entero de mi cerebro y hubiera recibido el aliento de la vida.

No lo creí ni por un segundo, por supuesto. Estaba en las entrañas de la Torre. No había ventanas en esa lúgubre estructura.

Ella se volvió. Y vi lo que todo hombre ve en sueños. Perfección. No tuvo que hablarme para que yo conociera su voz, los ritmos de su habla, los alientos entre frases. No tuvo que moverse para que yo conociera sus actitudes típicas, la forma en que caminaba, el extraño modo como alzaba su mano a su garganta cuando reía. La había conocido desde la adolescencia.

En unos pocos segundos comprendí lo que significaban las viejas historias acerca de su abrumadora presencia. El propio Dominador debió de oscilar en su cálido viento.

Me hizo oscilar, pero no me barrió. Aunque la mitad de mí ardía en anhelo, el resto recordaba mis años alrededor de Goblin y Un Ojo. Donde hay hechicería nada es lo que parece. Hermoso, sí, pero puro azúcar cande.

Me estudió tan intensamente como yo la estudiaba a ella. Finalmente:

—Volvemos a encontrarnos. —Su voz era todo lo que había esperado y más. Tenía humor también.

—Cierto —croé.

—Estás asustado.

—Por supuesto que lo estoy. —Quizás un estúpido lo hubiera negado. Quizás.

—Has sido herido. —Derivó más cerca de mí. Asentí, los latidos de mi corazón se aceleraron—. No te sometería a esto si no fuera importante.

Asentí de nuevo, demasiado tembloroso para hablar, totalmente desconcertado. Ella era la Dama, la villana de todas las eras, la Sombra animada. Era la viuda negra en el corazón de su telaraña de oscuridad, una semidiosa del mal. ¿Qué podía ser lo bastante importante para ella como para reparar en alguien, como yo?

De nuevo tuve sospechas que no estaba dispuesto a admitirme. Mis momentos de reunión crítica con alguien importante no eran muy numerosos.

—Alguien intentó matarte. ¿Quién?

—No lo sé. —Arrastrados por el viento. Hilos color lima.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Sí lo sabes. Aunque creas que no. —El filo del pedernal cortó como una navaja a través de aquella voz perfecta.

Había acudido esperando lo peor, había sido arrastrado por el sueño, había dejado caer mis defensas.

El aire zumbaba. Un resplandor limón se formó encima de ella. Se acercó más, se volvió brumosa…, excepto aquel rostro y aquel amarillo. El rostro se expandió, vasto, intenso, acercándose cada vez más. El amarillo llenó el universo. No vi nada excepto el ojo…

¡El Ojo! Recordé el Ojo en el Bosque Nuboso. Intenté cubrirme el rostro con el brazo. No pude moverme. Creo que grité. Demonios. Sé que grité.

Hubo preguntas que no oí. Respuestas extraídas de mi mente, en arcos iris de pensamiento, como gotitas de aceite esparcidas sobre quietas aguas cristalinas. Ya no tenía más secretos.

Ningún secreto. No quedaba oculto ningún pensamiento que hubiera tenido alguna vez en mi vida.

El terror se agitó en mí como serpientes asustadas. Había escrito aquellos estúpidos romances, cierto, pero también había tenido mis dudas y disgustos. Un villano tan negro como ella me destruiría por tener pensamientos sediciosos…

Falso. Ella estaba segura en la fuerza de su perversidad. No necesitaba acallar las preguntas y las dudas y los miedos de sus esbirros. Podía reírse de nuestras consciencias y moralidades.

Esto no era una repetición de nuestro encuentro en el bosque. No había perdido mis recuerdos. Simplemente no oía sus preguntas. Ésas podían inferirse de mis respuestas acerca de mis contactos con los Tomados.

Ella estaba persiguiendo algo que yo había empezado a sospechar en la Escalera Rota. Había caído en la trampa más mortífera que nunca se hubiera cerrado sobre mí: los Tomados como una de las mandíbulas, la Dama como la otra.

Oscuridad. Y despertar.

Ella está en la Torre, mirando hacia el norte… Lágrimas de diamante destellan en la suave curva de su mejilla.

Una chispa de Matasanos se mantuvo sin ser intimidada.

—Aquí es donde entré.

Me miró, sonrió. Avanzó unos pasos y me tocó con los dedos más dulces que una mujer haya poseído nunca.

Todo el miedo desapareció.

Toda la oscuridad se cerró de nuevo sobre mí.

Las paredes de un pasillo desfilaban junto a mí cuando me recuperé. El capitán de la guardia estaba empujando mi silla de ruedas.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.

Hice inventario.

—Bastante bien. ¿Adónde me llevas ahora?

—A la puerta delantera. Ella dijo que podías irte.

¿Simplemente así? Hummm. Toqué mi herida. Curada. Sacudí la cabeza. Estas cosas no me ocurren a mí.

Hice una pausa en el lugar donde había caído la balista. No había nada que ver y a nadie a quien preguntar. Descendí al nivel medio y visité uno de los equipos que estaban excavando allí. Tenían órdenes de instalar un cubículo de cuatro metros de ancho por seis de profundidad. No tenían la menor idea de para qué.

Escruté la longitud del muro de contención. Había una docena de esos cubículos en construcción.

Los hombres me miraron intensamente cuando entré cojeando en el campamento. Ahogaron las preguntas que no podían hacer, la preocupación que no podían expresar. Sólo Linda se negó a jugar al juego tradicional. Apretó mi mano, me dedicó una gran sonrisa. Sus pequeños dedos danzaron.

Hizo las preguntas que el machismo prohibía a los hombres.

—Despacio —le dije. Todavía no tenía la suficiente habilidad para captar todos sus signos. Pero su alegría se comunicaba por sí misma. Yo exhibía una gran sonrisa en mi rostro cuando me di cuenta de que había alguien en mi camino. Alcé la vista. Cuervo.

—El capitán quiere verte —dijo. Parecía frío.

—Lo suponía. —Hice signo de adiós a Linda, me dirigí hacia el cuartel general. No sentía ninguna urgencia. Ningún mero mortal podía intimidarme ahora.

Miré hacia atrás. Cuervo tenía una mano apoyada sobre el hombro de Linda, posesivo, con aspecto preocupado.

El capitán estaba como siempre. Me recibió con el gruñido habitual. Un Ojo era la única tercera persona presente, y él también estaba interesado tan sólo en asuntos serios.

—¿Tuvimos problemas? —preguntó el capitán.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que ocurrió en las colinas. No fue un accidente, ¿eh? La Dama te llama, y media hora más tarde uno de los Tomados se vuelve mochales. Luego está tu accidente en la Torre. Resultas malherido y nadie puede explicarlo.

—La lógica insiste en que hay una conexión —observó Un Ojo.

—Ayer oímos que estabas muriéndote —añadió el capitán—. Hoy estás perfectamente. ¿Hechicería?

—¿Ayer? —El tiempo se me había escapado de nuevo. Eché a un lado el faldón de la tienda, miré hacia la Torre—. Otra noche en la colina de los elfos.

—¿Fue un accidente? —preguntó Un Ojo.

—No fue accidental. —La Dama tampoco lo había creído así.

—Capitán, eso encaja.

—Alguien intentó acuchillar a Cuervo la otra noche —dijo el capitán—. Linda lo hizo huir.

—¿Cuervo? ¿Linda?

—Algo la despertó. Golpeó al tipo en la cabeza con su muñeca. Fuera quien fuese, salió huyendo.

—Extraño.

—Decididamente —dijo Un Ojo—. ¿Por qué Cuervo seguiría durmiendo y una niña sorda se despertaría? Cuervo puede oír las pisadas de un mosquito. Eso huele a hechicería. Loca hechicería. La niña no debería haberse despertado.

El capitán interrumpió:

—Cuervo. Tú. El Tomado. La Dama. Intentos de asesinato. Una entrevista en la Torre. Tú tienes la respuesta. Suéltala.

Dejé traslucir mi reluctancia.

—Le dijiste a Elmo que debíamos disociarnos de Atrapaalmas. ¿Cómo es eso? Atrapaalmas nos trata bien. ¿Qué ocurrió cuando cogisteis a Empedernido? Cuéntalo y no habrá ningún motivo para matarte.

Buen argumento. Pero me gusta estar seguro antes de decir nada.

—Creo que hay un complot contra la Dama. Atrapaalmas y Tormentosa pueden estar implicados. —Relaté los detalles de la caída de Empedernido y la Toma de Susurro—. Cambiaformas estaba realmente trastornado porque dejaron morir al Ahorcado. No creo que el Renco formara parte de nada. Fue engañado y manipulado hábilmente. La Dama también. Quizás el Renco y el Ahorcado eran los partidarios de ella.

Un Ojo parecía pensativo.

—¿Estás seguro de que Atrapaalmas está en eso?

—No estoy seguro de nada. No me sorprendería nada tampoco. Desde Berilo he creído que nos estaba utilizando.

El capitán asintió.

—Definitivamente. Le he dicho a Un Ojo que preparara un amuleto que te advirtiera si uno de los Tomados se acercaba demasiado. Por si acaso. De todos modos, no creo que seas molestado de nuevo. Los Rebeldes están avanzando. Ése es el asunto prioritario para todo el mundo.

La cadena de lógica iluminó una conclusión. Los datos habían estado allí todo el tiempo. Simplemente necesitaban un empujón para encajar en su lugar.

—Creo que sé lo que está pasando. La Dama es una usurpadora.

—¿Uno de los chicos de las máscaras desea hacer con ella lo mismo que ella le hizo a su viejo? —preguntó Un Ojo.

—No. Desean traer de vuelta al Dominador.

—¿Eh?

—Está todavía en el norte, bajo tierra. La Dama simplemente le impidió volver cuando el hechicero Bomanz abrió el camino para ella. Puede que esté en contacto con Tomados que le son fieles. Bomanz demostró que la comunicación con aquellos enterrados en el Túmulo era posible. Puede que incluso esté guiando a algunos miembros del Círculo. Empedernido era un villano tan grande como cualquiera de los Tomados.

Un Ojo meditó, luego profetizó:

—La batalla estará perdida. La Dama será derribada. Sus Tomados leales serán abatidos y sus tropas leales eliminadas. Pero se llevarán consigo los elementos más idealistas entre los Rebeldes, lo cual significa esencialmente una derrota para la Rosa Blanca.

Asentí.

—El cometa está en el cielo, pero los Rebeldes no han hallado a su niña mística.

—Sí. Posiblemente tengas razón cuando dices que quizás el Dominador esté influenciando al Círculo. Sí.

—Y en el caos subsiguiente, mientras están peleándose sobre los despojos, salta el diablo —dije.

—¿Y dónde encajamos nosotros? —preguntó el capitán.

—La cuestión —respondí— es cómo nos salimos de debajo.

Las alfombras volantes zumbaban alrededor de la Torre como moscas alrededor de un cadáver. Los ejércitos de Susurro, el Aullador, el Sinnombre, Roehuesos y Muerdeluna estaban de ocho a doce días de distancia, convergiendo. Las tropas orientales avanzaban por el aire.

La puerta en la empalizada estaba concurrida con las idas y venidas de los grupos que atosigaban a los Rebeldes. Los Rebeldes habían movido sus campamentos hasta un radio de ocho kilómetros de la Torre. Algunas tropas de la Compañía efectuaban una ocasional incursión nocturna, instigadas por Goblin, Un Ojo y Silencioso, pero el esfuerzo parecía inútil. El número era demasiado abrumador para que un ataque de golpea y corre tuviera algún efecto sustancial. Me pregunté por qué la Dama deseaba que los Rebeldes se mantuvieran en constante agitación.

Se había completado la construcción. Los obstáculos estaban preparados. Las trampas habían sido instaladas en sus lugares. Quedaba poco por hacer excepto esperar.

Habían transcurrido seis días desde nuestro regreso con Pluma y Jornada. Yo había esperado que su captura electrificara a los Rebeldes y les hiciera atacar, pero seguían conteniéndose. Un Ojo creía que todavía tenían esperanzas de hallar en el último minuto a su Rosa Blanca.

Sólo quedaba por hacer el echar a suertes los puestos. Tres de los Tomados, con los ejércitos que les habían sido asignados, defenderían cada uno de los niveles. Se rumoreaba que la propia Dama mandaría las fuerzas estacionadas en la pirámide.

Nadie deseaba estar en la primera línea. No importaba cómo fueran las cosas, esas tropas resultarían gravemente dañadas. De ahí la lotería.

No había habido más intentos contra Cuervo o contra mí. Nuestro antagonista estaba cubriendo sus huellas de alguna otra forma. Demasiado tarde para hacer algo, de todos modos. Yo ya había visto a la Dama.

El tono cambió. Las incursiones de represalia empezaban a parecer más inconexas, más desesperadas. El enemigo estaba moviendo de nuevo sus campamentos.

Llegó un mensajero al capitán. Éste reunió a los oficiales.

—Ha empezado. La Dama ha llamado a los Tomados a la lotería. —Su expresión era extraña. El principal ingrediente era el asombro—. Tenemos órdenes especiales. De la propia Dama.

Susurros-murmullos-agitación-gruñidos, todo el mundo se estremeció. Nos estaba dando todos los trabajos difíciles. Imaginé tener que asegurar la primera línea contra las tropas de élite Rebeldes.

—Vamos a abandonar el campamento y congregarnos en la pirámide. —Un centenar de preguntas zumbaron como abejorros. Dijo—: Nos quiere como sus guardaespaldas.

—A la guardia no va a gustarle eso —dije. Ya no les gustábamos de todos modos, después de haber tenido que someterse a las órdenes del capitán en la Escalera Rota.

—¿Crees que van a protestarle por ello, Matasanos? Amigos, el que paga dice id. Así que vamos. Si deseáis hablar de ello hacedlo mientras levantáis el campamento. Sin que los hombres escuchen.

Para las tropas fue una gran noticia. No sólo íbamos a estar detrás de lo peor de la lucha, sino que estaríamos en posición de retroceder al interior de la Torre.

¿Me sentía yo tan seguro de que estábamos condenados? Mi actitud negativa, ¿era un espejo de la actitud general? ¿Era éste un ejército derrotado antes del primer golpe?

El cometa estaba en el cielo.

Considerando este fenómeno mientras avanzábamos, entre animales conducidos al interior de la Torre, comprendí por qué los Rebeldes se habían demorado. Habían esperado hallar su Rosa Blanca en el último minuto, por supuesto. Y habían aguardado que el cometa alcanzara un aspecto más favorable, su mayor aproximación.

Gruñí para mí mismo.

Cuervo, caminando pesadamente a mi lado cargado con todo su equipo y un hato perteneciente a Linda, gruñó de vuelta:

—¿Eh?

—No han hallado a su niña mágica. No han conseguido que todo se ponga a su favor.

Me miró de una forma extraña, casi suspicazmente. Luego:

—Todavía no —dijo—. Todavía no.

Hubo un gran clamor cuando la caballería Rebelde lanzó jabalinas contra los centinelas en la empalizada. Cuervo no miró atrás. Era tan sólo un sondeo.

Teníamos una vista magnifica desde la pirámide, aunque estaba muy concurrido allí arriba.

—Espero que no estemos encajonados aquí mucho tiempo —dije. Y—: Va a ser una maldita cosa tratar a los heridos.

Los Rebeldes habían avanzado sus campamentos hasta menos de ochocientos metros de la empalizada. Los fundieron todos en uno. Había constantes escaramuzas en la empalizada. La mayoría de nuestras tropas habían ocupado sus lugares en las distintas hileras.

Las fuerzas del primer nivel consistían en aquéllas que habían servido en el norte, incrementadas con las tropas de guarnición de las ciudades abandonadas a los Rebeldes. Eran nueve mil hombres, divididos en tres divisiones. El centro había sido asignado a Tormentosa. Si yo estuviera organizando las cosas, la habría puesto en la pirámide, arrojando ciclones.

Las alas estaban mandadas por Muerdeluna y Roehuesos, dos Tomados con los que no me había encontrado nunca.

Seis mil hombres ocupaban el segundo nivel, también divididos en tres divisiones. La mayoría eran arqueros de los ejércitos del este. Eran duros, y mucho más fiables que los hombres que tenían debajo. Sus comandantes, de izquierda a derecha, eran: el Sinrostro o Sinnombre, el Aullador y Nocherniego. Se les había proporcionado una incontable cantidad de flechas. Me pregunté cómo se las arreglarían si el enemigo rompía la primera línea.

El tercer nivel estaba ocupado por la guardia en las balistas, con Susurro a la izquierda con mil quinientos veteranos de su propio ejército oriental y Cambiaformas a la derecha con un millar de occidentales y meridionales. En el centro, debajo de la pirámide, Atrapaalmas mandaba la guardia y los aliados de las Ciudades Joya. Sus tropas eran de dos mil quinientos hombres.

Y en la pirámide estaba la Compañía Negra, un millar de efectivos, con sus brillantes gallardetes y sus atrevidos estandartes y sus armas en la mano.

En total, unos veintiún mil hombres contra más de diez veces ese número. El número no es siempre un factor crítico. Los Anales recuerdan muchos momentos en los que la Compañía derrotó a sus enemigos contra todas las posibilidades. Pero no de este modo. Esto era demasiado estático. No había espacio para la retirada, para la maniobra, y un avance quedaba descartado.

Los Rebeldes iban en serio. Los defensores de la empalizada retrocedieron rápidamente, destruyendo los pasos que franqueaban las tres trincheras. Los Rebeldes no les persiguieron. En su lugar, se dedicaron a demoler la empalizada.

—Parecen tan metódicos como la Dama —le dije a Elmo.

—Sí. Usarán la madera para construir puentes para cruzar las trincheras.

Estaba equivocado, pero no lo averiguaríamos de inmediato.

—Siete días hasta que los ejércitos del este lleguen aquí —murmuré al atardecer, mirando la enorme y oscura masa de la Torre a mis espaldas. La Dama no se había dejado ver para las escaramuzas iniciales.

—Más bien nueve o diez —rectificó Elmo—. Querrán llegar aquí todos juntos.

—Sí. Hubiera debido pensar en ello.

Comimos una cena fría y dormimos sobre el suelo. Y por la mañana despertamos al estruendo de las trompetas Rebeldes.

Las formaciones enemigas se extendían hasta tan lejos como podían ver los ojos. Una línea de manteletes avanzaba hacia nosotros. Habían sido construidos con la madera rescatada de nuestra empalizada. Formaban un muro móvil que se extendía a lo ancho del frente de la cuña. Las pesadas balistas resonaron. Grandes catapultas lanzaron piedras y bolas de fuego. El daño que causaron fue insignificante.

Los zapadores Rebeldes empezaron a tender el primer puente sobre la primera trinchera, usando madera traída de sus campamentos. Su base eran recios maderos, de quince metros de largo, resistentes al fuego de todo tipo de proyectiles. Tuvieron que usar grúas para colocarlos. Se pusieron al descubierto mientras ensamblaban y operaban los dispositivos. Las bien alineadas máquinas de la guardia se cobraron su precio.

Allá donde se había levantado la empalizada los ingenieros rebeldes estaban ensamblando torres sobre ruedas desde las cuales podían disparar los arqueros, y rampas sobre ruedas para hacerlas avanzar hasta la primera línea de defensa. Los carpinteros estaban construyendo escaleras. No vi artillería. Supongo que planeaban lanzarse contra nosotros una vez hubieran cruzado las trincheras.

El teniente conocía bien los asedios. Fui hacia él.

—¿Cómo van a traer hasta aquí esas rampas y torres?

—Llenarán las zanjas.

Tenía razón. Tan pronto como tuvieron instalados los puentes cruzando la primera, y empezaron a cruzar los manteletes, aparecieron carros y carretones cargados con tierra y piedras. Conductores y animales se fueron sucediendo en la descarga. Más de un cadáver se añadió al relleno.

Los zapadores avanzaron hacia la segunda trinchera, reunieron sus grúas. El Círculo no les proporcionaba apoyo armado. Tormentosa envió arqueros al borde de la última trinchera. La guardia lanzó fuego graneado con las balistas. Los zapadores sufrieron grandes pérdidas. El mando enemigo se limitó a enviar más hombres.

Los rebeldes empezaron a mover los manteletes cruzando la segunda trinchera una hora antes del mediodía. Carros y carretas cruzaron la primera, cargados con relleno.

Los zapadores se encontraron con un terrible fuego cuando avanzaron para instalar sus puentes sobre la zanja final. Los arqueros de la segunda línea apuntaron altas sus flechas. Cayeron casi verticales detrás de los manteletes. Las catapultas variaron su puntería, convirtiendo los manteletes en astillas. Pero los Rebeldes siguieron llegando. En el flanco de Muerdeluna instalaron toda una serie de vigas de apoyo.

Muerdeluna atacó, cruzando con una fuerza escogida. Su asalto fue tan feroz que envió a los zapadores hacia atrás por encima de la segunda trinchera. Destruyó su equipo, atacó de nuevo. Entonces el comandante Rebelde trajo una sólida columna de infantería. Muerdeluna se retiró, dejando los puentes de la segunda trinchera en ruinas.

Inexorablemente, los Rebeldes construyeron de nuevo los puentes, avanzaron hasta la última trinchera con soldados para proteger a sus trabajadores. Los francotiradores de Tormentosa se retiraron.

Las flechas de la segunda línea cayeron como copos en una intensa nevada de invierno, firme y regularmente. La carnicería fue espectacular. Las tropas Rebeldes cayeron como lluvia en el caldero de una bruja. Un río de heridos rebosó. En la última trinchera los zapadores empezaron a mantenerse al refugio de sus manteletes, rezando para que éstos no resultaran destrozados por la guardia.

Así siguieron las cosas hasta que se puso el sol, arrojando largas sombras a través del campo de sangre. Calculé que los Rebeldes habían perdido diez mil hombres sin llegar a presentarnos batalla.

Durante todo el día ni los Tomados ni el Círculo desencadenaron sus poderes. La Dama no se aventuró fuera de la Torre.

Un día menos que aguardar los ejércitos del este.

Las hostilidades terminaron al anochecer. Comimos. Los Rebeldes trajeron otro turno para trabajar en las trincheras. Los recién llegados se pusieron a la labor con el entusiasmo que sus predecesores habían perdido. La estrategia era evidente. Harían la rotación con tropas frescas y nos desgastarían.

La oscuridad era el tiempo de los Tomados. Su pasividad terminó.

Al principio pude ver poco, así que no puedo decir seguro quién hizo qué. Cambiaformas, supongo, cambió de forma y cruzó a territorio enemigo.

Las estrellas empezaron a desvanecerse detrás de una avalancha de nubes de tormenta. El aire frío sopló sobre la tierra. Se levantó viento, aulló. Cabalgándolo llegó una horda de cosas con alas correosas, serpientes voladoras de la longitud del brazo de un hombre. Su sisear dominó el tumulto de la tormenta. El trueno resonó y el relámpago cebró el cielo, ensartando las obras del enemigo con sus lanzas. Los destellos revelaron el poderoso avance de gigantes de los páramos rocosos. Arrojaban grandes piedras como los niños arrojan pelotas. Uno arrancó la viga de un puente y la usó como una maza para sus dos manos, aplastando torres y rampas de asedio. Su aspecto, a la traidora luz, era el de criaturas de piedra, cascajos basálticos unidos entre sí en una grotesca y gargantuesca parodia de forma humana.

La tierra se estremeció. Tramos de llanura brillaron con un verde bilioso. Radiantes gusanos de tres metros, de un color naranja estriado en sangre, se deslizaron entre el enemigo. Los cielos se abrieron y derramaron lluvia y ardiente azufre.

La noche escupió más horrores. Ranas asesinas. Insectos letales. Un resplandor de magma como el que habíamos visto en la Escalera Rota. Y todo esto en sólo minutos. Una vez el Círculo respondió, los terrores se desvanecieron, aunque algunos necesitaron horas para ser neutralizados. Nunca emprendieron la ofensiva. Los Tomados eran demasiado fuertes.

A medianoche todo estaba tranquilo. Los Rebeldes habían renunciado a todo excepto a rellenar la trinchera más alejada de la Torre. La tormenta se había convertido en una firme lluvia. Hizo que los Rebeldes se sintieran miserables pero no les causó ningún daño. Me dejé caer entre mis compañeros y me quedé dormido pensando en lo agradable que era que nuestra parte del mundo estuviera seca.

Amanecer. Primera visión del trabajo de los Tomados. Muerte por todas partes. Cadáveres horriblemente mutilados. Los Rebeldes trabajaron hasta el mediodía limpiando el terreno. Luego reanudaron su asalto contra las trincheras.

El capitán recibió un mensaje de la Torre. Nos reunió.

—La noticia es que perdimos a Cambiaformas la otra noche. —Me lanzó una mirada que pretendía ser significativa—. Las circunstancias fueron cuestionables. Se nos ha dicho que estemos alertas. Eso se refiere a ti, Un Ojo. Y a vosotros, Goblin y Silencioso. Enviad un grito a la Torre si veis algo sospechoso. ¿Entendido? —Asintieron.

Cambiaformas desaparecido. Eso debió de costar un poco.

—¿Los Rebeldes perdieron a alguien importante? —pregunté.

—Bigotes. Cuerdoso. Tamarask. Pero pueden ser reemplazados. Cambiaformas no.

Los rumores flotaron a nuestro alrededor. Las muertes de los miembros del Círculo habían sido causadas por alguna bestia felina tan fuerte y rápida que ni siquiera los poderes de sus víctimas sirvieron de algo. Varias docenas de altos funcionarios Rebeldes habían caído víctimas también.

Los hombres recordaron una bestia similar de Berilo. Hubo rumores. Atrapaalmas había traído al forvalaka en el barco. ¿Lo estaba usando contra los Rebeldes?

Yo no lo creía. El ataque encajaba con el estilo de Cambiaformas. A Cambiaformas le encantaba deslizarse furtivamente al interior del campamento enemigo y…

Un Ojo iba de un lado para otro con expresión pensativa, tan ensimismado que tropezaba con las cosas. Una vez se detuvo y dio un fuerte puñetazo a un jamón que colgaba cerca de las recientemente erigidas tiendas de las cocinas.

Lo había deducido. Cómo Atrapaalmas podía enviar al forvalaka al Bastión para matar a toda la casa del Síndico, y terminar controlando la ciudad a través de una marioneta, sin coste para los castigados recursos de la Dama. Atrapaalmas y Cambiaformas habían estado allí entonces, ¿no?

Había deducido quién mató a su hermano…, demasiado tarde para extraer venganza.

Volvió y golpeó aquel jamón varias veces en el transcurso del día.

Más tarde me reuní con Cuervo y Linda. Estaban observando la acción. Comprobé las fuerzas de Cambiaformas. Su estandarte había sido reemplazado.

—Cuervo. ¿No es ése el estandarte de Jalena?

—Sí. —Escupió.

—Cambiaformas no era un mal tipo. Para ser uno de los Tomados.

—Ninguno de ellos lo son. Para ser Tomados. Siempre que no te metas en su camino. —Escupió de nuevo, miró a la Torre—. ¿Qué está pasando ahí, Matasanos?

—¿Eh? —Se mostraba tan atento como lo había sido desde nuestro regreso del campo.

—¿A qué viene todo este espectáculo? ¿Por qué lo está haciendo de este modo?

No estaba seguro de lo que estaba preguntando.

—No lo sé. Ella no confía en mí.

Frunció el ceño.

—¿No? —¡Como si no me creyera! Luego se encogió de hombros—. Sería interesante averiguarlo.

—Sin duda. —Miré a Linda. Estaba excesivamente interesada por el ataque. Le hizo a Cuervo toda una sucesión de preguntas. No eran sencillas. Podrías esperarlas de un aprendiz de general, un príncipe, alguien que se esperaba que tomara finalmente el mando.

—¿No debería estar Linda en algún lugar un poco más seguro? —pregunté—. Quiero decir…

—¿Dónde? —exclamó Cuervo—. ¿Dónde podría estar más segura que conmigo? —Su voz era dura, sus ojos estaban entrecerrados por la suspicacia. Sorprendido, dejé a un lado el tema.

¿Estaba celoso porque me había hecho amigo de Linda? No lo sabía. Todo acerca de Cuervo es extraño.

Partes de la trinchera más alejada habían desaparecido. En algunos lugares la trinchera intermedia había sido rellenada y apisonada. Los Rebeldes habían trasladado sus torres y rampas supervivientes al límite extremo de nuestra artillería. Se estaban construyendo nuevas torres. Había nuevos manteletes por todas partes. Los hombres se apiñaban detrás de todos ellos.

Desafiando el despiadado fuego, los zapadores Rebeldes construyeron sus puentes sobre la última trinchera. Los contraataques los frustraban una y otra vez, pero seguían intentándolo. Completaron su octavo puente hacia las tres de la tarde.

Enormes formaciones de infantería avanzaron. Se apiñaron en los puentes, bajo los dientes de una tormenta de flechas. Golpearon nuestra primera línea al azar, impactando como aguanieve, muriendo contra un muro de lanzas y escudos y espadas. Los cuerpos se fueron apilando. Nuestros arqueros amenazaban con llenar de cadáveres las zanjas alrededor de los puentes. Y seguían llegando.

Reconocí algunos estandartes que había visto en Rosas y Lords. Venían las unidades de élite.

Cruzaron los puentes y formaron, avanzaron en perfecto orden, ejerciendo una fuerte presión contra nuestro centro. Detrás de ellos se formó una segunda línea, más fuerte, más profunda y más amplia. Cuando fue sólida sus oficiales avanzaron unos pocos metros, hicieron que sus hombres se agacharan detrás de sus escudos.

Los zapadores avanzaron sus manteletes, los unieron en una especie de empalizada. Nuestra artillería más pesada se concentró en ellos. Detrás de la zanja, las hordas corrieron a llenar toda una serie de puntos seleccionados.

Aunque nuestros hombres del nivel inferior eran los menos fiables —sospecho que la lotería estaba amañada—, repelieron a la élite Rebelde. El éxito les proporcionó sólo un breve respiro. La siguiente masa atacó.

Nuestra línea crujió. Se hubiera roto si los hombres hubieran tenido algún lugar donde huir. Tenían el hábito de huir. Pero allí estaban atrapados, sin ninguna posibilidad de trepar por el muro de contención.

Aquella oleada retrocedió. En su extremo Muerdeluna contraatacó y rechazó al enemigo que tenía delante. Destruyó la mayoría de sus manteletes y amenazó brevemente sus puentes. Me sentí impresionado por su agresividad.

Era tarde. La Dama no había acudido. Supongo que no había dudado que resistiríamos. El enemigo lanzó un último asalto, una oleada humana que llegó a un susurro de dispersar a nuestros hombres. En algunos lugares los Rebeldes alcanzaron el muro de contención e intentaron escalarlo o desmantelarlo. Pero nuestros hombres no se derrumbaron. La incesante lluvia de flechas rompió la determinación Rebelde.

Se retiraron. Nuevas unidades ocuparon su puesto detrás de los manteletes. Se estableció una paz temporal. El campo pertenecía a sus zapadores.

—Seis días —dije a nadie en particular—. No creo que podamos resistir más.

La primera línea no sobreviviría a mañana. La horda ocuparía en tromba el segundo nivel. Nuestros arqueros eran mortíferos como arqueros, pero dudaba que se desenvolvieran bien en un cuerpo a cuerpo. Más aún, una vez forzados a un combate cara a cara ya no podrían seguir castigando al enemigo que se acercaba. Entonces las torres Rebeldes caerían sobre ellos y estarían perdidos.

Habíamos excavado una estrecha trinchera cerca de la parte de atrás, arriba en la pirámide. Servía como letrina. El capitán me pilló en una posición de lo menos elegante.

—Te necesitan abajo en el nivel del fondo, Matasanos. Llévate a Un Ojo y tu equipo.

—¿Qué?

—Eres médico, ¿no?

—Oh. —Estúpido de mí. Hubiera debido saber que no podría seguir siendo un mero observador.

El resto de la Compañía bajó también, para realizar otras tareas.

Bajar no fue ningún problema, aunque el tráfico era denso en las rampas temporales. Los hombres del nivel superior y de arriba de la pirámide transportaban municiones a los arqueros de abajo (la Dama debía de haber acumulado flechas durante toda una generación), subían cadáveres y heridos.

—Se lo están pasando en grande vapuleándonos —le dije a Un Ojo—. Dentro de poco estarán corriendo rampas arriba.

—Están demasiado atareados haciendo lo mismo que hacemos nosotros.

Pasamos a menos de tres metros de Atrapaalmas. Alcé una mano en una tentativa de saludo. Él hizo lo mismo después de una pausa. Tuve la sensación de que estaba sorprendido.

Seguimos bajando, y bajando, hasta el territorio de Tormentosa.

Ahí abajo era el infierno. Todo campo de batalla lo es, pero nunca había visto nada como aquello. Había hombres caídos por todas partes. Muchos eran Rebeldes que nuestros hombres no habían tenido la energía de rematar. Incluso las tropas de arriba simplemente los echaban a un lado para poder recoger a nuestra gente. A doce metros de distancia, ignorados, soldados Rebeldes estaban recogiendo a su propia gente e ignorándonos.

—Es como algo surgido de los antiguos Anales —le dije a Un Ojo—. Quizá la batalla de Rasgada.

—Rasgada no fue tan sangrienta.

—Hum. —Él estuvo allí. Había contribuido a ello.

Encontré a un oficial y le pregunté dónde deberíamos ubicarnos. Sugirió que seríamos más útiles a Roehuesos.

Al ir para allá pasamos incómodamente cerca de Tormentosa. El amuleto de Un Ojo quemó en mi muñeca.

—¿Amiga tuya? —preguntó Un Ojo sarcásticamente.

—¿Qué?

—El viejo duende te ha lanzado una mirada…

Me estremecí. Hilos color lima. Arrastrados por el viento. Podía haber sido Tormentosa.

Roehuesos era grande, más grande que Cambiaformas, metro ochenta de altura y trescientos kilos de músculos de hierro. Era tan fuerte que era grotesco. Tenía una boca como un cocodrilo, y supuestamente en los viejos días devoraba a sus enemigos. Alguna de las viejas historias lo llamaban también Aplastahuesos, debido a su fuerza.

Mientras miraba, uno de los tenientes nos dijo que fuéramos al flanco extremo derecha, donde la lucha había sido tan ligera que todavía no había sido asignado ningún equipo médico.

Localizamos al comandante del batallón apropiado.

—Quedaos aquí —dijo—. Haré que os traigan a los hombres. —Su aspecto era lúgubre.

Uno de sus hombres indicó:

—Esta mañana era un comandante de compañía. Hay falta de oficiales hoy. —Cuando tienes muchas bajas entre tus oficiales envías a todos los posibles al frente para impedir que los hombres se desmoronen.

Un Ojo y yo nos pusimos a remendar.

—Pensé que las cosas estaban tranquilas aquí.

—La tranquilidad es relativa. —Nos miró duramente: hablar de tranquilidad cuando habíamos pasado el día haraganeando en la pirámide.

La medicina a la luz de las antorchas es de lo más divertido. Entre los dos tratamos a varios cientos de hombres. Cada vez que hacía una pausa para aliviar el dolor y la rigidez de mis manos y hombros miraba al cielo, perplejo. Había esperado que los Tomados se volvieran de nuevo locos aquella noche.

Roehuesos apareció por nuestra improvisada sala de cirugía, desnudo hasta la cintura, sin máscara, con el aspecto de un luchador con exceso de peso. No dijo nada. Intentamos ignorarlo. Sus pequeños ojos porcinos permanecieron entrecerrados mientras observaba.

Un Ojo y yo estábamos trabajando en el mismo hombre, desde lados opuestos. Un Ojo se detuvo de pronto, con la cabeza alzada como la de un caballo sobresaltado. Su ojo se abrió mucho. Miró alocadamente a su alrededor.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—No… Extraño. Ha desaparecido. Por un segundo… No importa.

Clavé un ojo en él. Estaba asustado. Más asustado de lo que la presencia del Tomado justificaba. Como si lo amenazara algún peligro personal. Miré a Roehuesos. Él también observaba a Un Ojo.

Un Ojo volvió a hacerlo más tarde, mientras trabajábamos sobre pacientes separados. Alcé la vista. Más allá de él, al nivel de la cintura, capté el resplandor de unos ojos. Un estremecimiento recorrió mi espina dorsal.

Un Ojo miró hacia la oscuridad, su nerviosismo se incrementó. Cuando terminó con su paciente se limpió las manos y se dirigió hacia Roehuesos.

Un animal gritó. Una forma oscura penetró en el círculo de luz, hacia mí.

—¡Forvalaka! —jadeé, y me eché a un lado. La bestia pasó por encima de mí, una de sus garras desgarró mi chaqueta.

Roehuesos alcanzó el punto de impacto del hombre leopardo en el mismo momento que éste. Un Ojo desencadenó un conjuro que me cegó, cegó al forvalaka y a todo el mundo que miraba. Oí rugir a la bestia. La furia se convirtió en agonía. Mi visión regresó. Roehuesos tenía al monstruo apretado en un mortífero abrazo, con su brazo derecho aplastando su tráquea, el izquierdo sus costillas. La bestia arañaba fútilmente el aire. Se suponía que tenía la fuerza de una docena de leopardos naturales. En brazos de Roehuesos estaba impotente. El Tomado se echó a reír, dio un mordisco a su hombro izquierdo.

Un Ojo se tambaleó hacia mí.

—Hubiéramos debido tener a ese tipo con nosotros en Berilo —dije. Mi voz tembló.

Un Ojo estaba tan asustado que jadeaba. No rió. Tampoco quedaba mucho humor en mí, francamente. Sólo un sarcasmo reflejo. Un humor morboso.

Las trompetas llenaron la noche con sus gritos. Los hombres corrieron a sus puestos. El resonar de las armas cubrió el estrangulamiento del forvalaka.

Un Ojo sujetó mi brazo.

—Salgamos de aquí —dijo—. Vamos.

Yo me sentía hipnotizado por la lucha. El leopardo estaba intentando cambiar. Se parecía vagamente a una mujer.

—¡Vamos! —maldijo Un Ojo con vehemencia—. Esa cosa iba tras de nosotros, ¿sabes? Alguien la envió. Vámonos antes de que eso termine.

No había perdido sus energías, pese a la fuerza y salvajismo de Roehuesos. El Tomado había destruido su hombro izquierdo.

Un Ojo tenía razón. Al otro lado los Rebeldes se estaban excitando. La lucha podía estallar en cualquier momento. Era el momento de irse, por ambas razones. Agarré mi maletín y me apresuré.

Pasamos a Tormentosa y Atrapaalmas en nuestro camino de vuelta. Les dirigí a ambos un burlón saludo, impulsado no sé por qué estúpida osadía. Uno, estaba seguro, había iniciado el ataque. Ninguno respondió.

La reacción no se instaló en mí hasta que estuve seguro arriba en la pirámide, con la Compañía, sin nada que hacer excepto pensar en lo que hubiera podido ocurrir. Entonces empecé a temblar tan fuerte que Un Ojo me dio una de sus pócimas que tumban de espaldas.

Algo visitó mis sueños. Un viejo amigo ahora. Un resplandor dorado y un rostro hermoso. Como antes, «mis fieles no necesitan tener miedo».

Había un asomo de luz en el este cuando pasó el efecto de la droga. Desperté menos asustado, pero apenas más confiado. Lo habían intentado tres veces. Cualquiera decidido a matarme hallaría la forma. No importaba lo que dijera la Dama.

Un Ojo apareció casi inmediatamente.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. Perfectamente.

—Te perdiste todo un espectáculo.

Alcé una ceja.

—El Círculo y los Tomados, después de que se te apagaran las luces. No se detuvieron hasta hace apenas un momento. Un poco peliagudo esta vez. Roehuesos y Tormentosa se pasaron un poco. Parece que estuvieran haciéndoselo el uno al otro. Ven conmigo. Quiero mostrarte algo.

Le seguí con un gruñido.

—¿Cómo les fue a los Rebeldes?

—Oirás diferentes historias. Pero les vapuleamos. Al menos cuatro de ellos la palmaron. —Se detuvo en el borde delantero de la parte superior de la pirámide, hizo un gesto dramático.

—¿Qué?

—¿Estás ciego? ¿Sólo tengo un ojo y puedo ver mejor que tú?

—Dame un indicio.

—Busca una crucifixión.

—Oh. —Dicho aquello, no tuve ningún problema en descubrir la cruz plantada cerca del puesto de mando de Tormentosa—. Muy bien. ¿Y?

—Es tu amigo. El forvalaka.

—¿Mío?

—¿Nuestro? —Una expresión deliciosamente retorcida cruzó su rostro—. Fin de una larga historia, Matasanos. Y satisfactorio. Fuera lo que fuese lo que mató a Tam-Tam, he vivido para verle alcanzar el final que se merecería.

—Sí. —A nuestra izquierda, Cuervo y Linda observaban los movimientos Rebeldes. Sus dedos eran una confusión de movimiento. Estaban demasiado lejos para que pudiera captar mucho. Era como escuchar subrepticiamente una conversación en una lengua de la que tienes sólo un conocimiento formal. Un galimatías.

—¿Qué está royendo a Cuervo últimamente?

—¿Qué quieres decir?

—No quiere saber nada con nadie excepto con Linda. Ni siquiera está mucho con el capitán últimamente. No se ha unido a una partida de cartas desde que trajimos a Pluma y Jornada. Adopta una expresión hosca cada vez que intentas ser amable con Linda. ¿Ocurrió algo mientras nosotros estábamos fuera?

Un Ojo se encogió de hombros.

—Yo estaba contigo, Matasanos. ¿Recuerdas? Nadie me ha dicho nada. Pero ahora que lo mencionas, sí, está actuando de una forma extraña. —Rió quedamente—. Extraña para Cuervo.

Observé los preparativos Rebeldes. Parecían desanimados y desorganizados. Pese a todo, pese a la furia de la noche, habían terminado de llenar las dos trincheras más alejadas. Sus esfuerzos en la más próxima les habían proporcionado media docena de puntos de cruce.

Las fuerzas de nuestro segundo y tercer nivel parecían escasas. Pregunté por qué.

—La Dama ordenó un agrupamiento en el primer nivel. Especialmente por aquella parte.

Por el lado de la división de Atrapaalmas, me di cuenta. Parecía algo inconsecuente.

—¿Crees que intentarán penetrar hoy?

Un Ojo se encogió de hombros.

—Si siguen mostrándose tan testarudos como hasta ahora, sí. Pero mira. Ya no se muestran tan ansiosos. Se han dado cuenta de que no va a ser fácil. Hemos conseguido que empiecen a dudar. A recordar al viejo duende en la Torre. Ella todavía no ha salido. Quizás empiecen a estar preocupados.

Sospeché que era más a causa de las bajas entre el Círculo que a causa de la ansiedad entre los soldados. La estructura de mando Rebelde debía de ser caótica. Cualquier ejército se tambalea cuando nadie sabe quién está al mando.

De todos modos, cuatro horas después de amanecer empezaron a morir por su causa. Nuestra primera línea se hizo fuerte. El Aullador y el Sinrostro habían reemplazado a Tormentosa y Roehuesos, dejando el segundo nivel a Nocherniego.

La lucha se había instituido. La horda avanzó en tromba, por entre los dientes de la tormenta de flechas, cruzó los puentes, se ocultó detrás de los manteletes, rebasó por los flancos a los que golpearon nuestra primera línea. Siguieron llegando, un flujo interminable. Miles de ellos cayeron antes de alcanzar a sus enemigos. Muchos que lo consiguieron lucharon sólo un corto tiempo, luego retrocedieron, a veces ayudando a sus camaradas heridos, más a menudo simplemente alejándose de las posibilidades de ser heridos. Sus oficiales no tenían control.

La línea reforzada resistió más tiempo y con mayor resolución de lo que había anticipado. Sin embargo, el peso del número y la fatiga acumulada se cobraron finalmente su precio. Aparecieron huecos. Las tropas enemigas alcanzaron el muro de contención. Los Tomados organizaron contraataques, la mayoría de los cuales no alcanzaron el impulso necesario para romper las filas enemigas. Aquí y allá, soldados de débil voluntad intentaron huir al nivel superior. Nocherniego distribuyó escuadras en los bordes. Echaron hacia atrás a los fugitivos. La resistencia se endureció.

Los Rebeldes olieron ahora a victoria. Se volvieron más entusiastas.

Las distantes rampas y torres avanzaron. Su avance era poderoso, unos metros por minuto. Una torre cayó cuando llegó a un relleno inadecuadamente apisonado en la trinchera más alejada. Aplastó una rampa y a varias docenas de hombres. Las máquinas restantes siguieron avanzando. La guardia reorientó sus armas más pesadas y empezó a lanzar bolas de fuego.

Una torre fue alcanzada. Luego otra. Una rampa se detuvo, en llamas. Pero las demás máquinas siguieron avanzando firmemente y alcanzaron la segunda trinchera.

Las balistas ligeras cambiaron también de orientación, haciendo estragos entre los miles de hombres que empujaban las máquinas hacia adelante.

En la trinchera más cercana los zapadores seguían llenando y apisonando. Y cayendo bajo nuestros arqueros. Tuve que admirarlos. Eran los más valientes de todos nuestros enemigos.

La estrella Rebelde estaba ascendiendo. Superó su débil inicio y se volvió tan feroz como antes. Las unidades de nuestro primer nivel se fracturaron en núcleos cada vez más pequeños, girando, torbellineando. Los hombres que Nocherniego había dispersado para impedir que los nuestros huyeran, luchaban ahora contra los Rebeldes más atrevidos que trepaban por el muro de contención. En un lugar las tropas Rebeldes consiguieron soltar algunos de los troncos e intentaron excavar un camino hacia arriba.

Era mediada la tarde. Los Rebeldes todavía disponían de algunas horas de luz. Empecé a estremecerme.

Un Ojo, al que no había visto desde que empezara todo, se reunió de nuevo conmigo.

—Noticias de la Torre —dijo—. La otra noche perdieron a seis del Círculo. Eso significa que sólo quedan quizás ocho ahí fuera. Probablemente ninguno de los que estaban en el Círculo cuando llegamos por primera vez al norte.

—No me extraña que empezaran lento.

Observó la lucha.

—No parece ir bien, ¿verdad?

—Más bien no.

—Supongo que es por eso por lo que sale. —Me volví—. Sí. Está de camino. En persona.

Frío. Frío-frío-frío. No sé por qué. Luego oí gritar al capitán, al teniente, y a Arrope, y a Elmo, y a Cuervo, y quién sabe a quién más, todos gritando para que nos pusiéramos en formación. El tiempo de sentarnos sobre nuestros gordos culos había terminado. Me retiré a mi quirófano, que era un grupo de tiendas en la parte de atrás, desgraciadamente a contraviento de las letrinas.

—Una inspección rápida —le dije a Un Ojo—. Para ver que todo está bien.

La Dama vino a caballo, subiendo la rampa que ascendía desde las inmediaciones de la entrada de la Torre. Cabalgaba un animal criado para su papel. Era grande y brioso, un reluciente ruano que parecía como la concepción de un artista de la percepción equina. Ella iba muy en gran estilo, con brocados rojos y dorados, pañuelos blancos, joyas de oro y plata con unos cuantos detalles negros. Como una dama rica que uno podía ver en las calles de Ópalo. Su pelo era más oscuro que la medianoche, y colgaba largo de debajo de un elegante tricornio blanco con encajes que arrastraba plumas blancas de avestruz. Una red de perlas lo mantenía en su lugar. Parecía tener veinte años como máximo. El silencio la rodeó a su paso. Los hombres estaban boquiabiertos. En ninguna parte vi el menor asomo de miedo.

Los compañeros de la Dama estaban en consonancia con su imagen. De mediana estatura, todos vestidos de negro, los rostros tras gasas negras, montados sobre caballos negros y ensillados con cuero negro, se parecían a la imagen popular de los Tomados. Uno llevaba una larga lanza negra rematada con acero ennegrecido, el otro un gran cuerno de plata. Cabalgaban a sus flancos, a un metro de distancia.

Me honró con una dulce sonrisa cuando pasó por mi lado. Sus ojos destellaron con humor e invitación…

—Todavía te quiere —se burló Un Ojo.

Me estremecí.

—Eso es lo que temo.

Cruzó la Compañía directamente hasta el capitán, habló con él durante medio minuto. Él no mostró ninguna emoción, frente a frente con aquel viejo diablo. Nada le sacude cuando adopta su máscara de comandante de hierro.

Elmo llegó a toda prisa.

—¿Cómo vamos, amigo? —pregunté. No lo había visto en días.

—Ella te llama.

Dije algo así como «glug». Realmente inteligente.

—Ya sé lo que quieres decir. Es demasiado. ¿Pero qué puedes hacer? Ve a buscar un caballo.

—¿Un caballo? ¿Por qué? ¿Dónde?

—Has de llevar un mensaje, Matasanos. No me preguntes…, habla con el diablo.

Un soldado joven, con los colores del Aullador, apareció por el borde de la parte de atrás de la pirámide. Conducía una hilera de caballos. Elmo trotó hacia allá. Tras un breve intercambio me hizo señas. Reluctante, me uní a él.

—Escoge, Matasanos.

Elegí una yegua zaina de buen aspecto y aparente docilidad, monté. Me sentí bien en la silla. Había pasado mucho tiempo.

—Deséame suerte, Elmo. —Quise sonar intrascendente. Mi voz brotó quebrada.

—Lo conseguirás. —Y mientras me alejaba—: Te enseñará a escribir esas estúpidas historias.

—Déjalo, ¿eh? —Mientras avanzaba me pregunté por un momento hasta qué punto el arte afecta la vida. ¿Podría haberlo proyectado sobre mí mismo?

La dama no miró hacia atrás cuando me acerqué. Hizo un pequeño gesto. El jinete a su derecha se retiró un poco a un lado, dejándome sitio. Capté la alusión, me situé, me concentré en el panorama en vez de mirarla a ella. Noté su regocijo.

La situación había empeorado en los minutos que yo había estado lejos de allí. Los soldados Rebeldes habían alcanzado varias posiciones en el segundo nivel. En el primero nuestras formaciones se habían visto hechas pedazos. El Aullador se había ablandado y dejaba que sus hombres ayudaran a los de abajo a trepar por el muro de contención. Las tropas de Susurro, en el tercer nivel, usaban arcos por primera vez.

Las rampas de asalto estaban ya casi encima de la zanja más cercana. Las grandes torres se habían detenido. Más de la mitad estaban fuera de servicio. El resto habían sido trasladadas, pero estaban tan lejos que los arqueros no causaban el menor daño. Gracias al cielo por los pequeños favores.

Los Tomados en el primer nivel estaban usando sus poderes, pero estaban en tan gran peligro que tenían pocas oportunidades de esgrimirlos con efectividad.

—Quería que vieras esto, Analista —dijo la Dama.

—¿Eh? —Otra gema destellante del ingenio de la Compañía.

—Lo que está a punto de suceder. A fin de que sea adecuadamente registrado al menos en un lugar.

Le lancé una mirada. Exhibía una pequeña sonrisa insinuante. Derivé mi atención a la lucha. Lo que me hizo ella, simplemente sentada allí, en medio de la furia del fin del mundo, fue más aterrador que la perspectiva de una muerte en batalla. Soy demasiado viejo para herir como un entusiasta de quince años.

La Dama hizo restallar sus dedos.

El jinete a su izquierda alzó el cuerno de plata, apartó la gasa de su rostro para poder llevarse el instrumento a los labios. ¡Pluma! Mi mirada fue a la Dama. Me hizo un guiño.

Tomados. Pluma y Jornada habían sido Tomados, como Susurro antes que ellos. Todo el poder que poseían estaba ahora a disposición de la Dama… Mi mente empezó a dar vueltas alrededor de eso. Implicaciones, implicaciones. Viejos Tomados caídos, nuevos Tomados reemplazándolos…

Sonó el cuerno, una nota dulce, como la de un ángel llamando a las huestes del cielo. No era fuerte, pero sonó por todas partes, como si viniera del propio firmamento. La lucha se detuvo en seco. Todos los ojos se volvieron hacia la pirámide.

La Dama hizo restallar sus dedos. El otro jinete (Jornada, supuse) alzó en alto su lanza, dejó caer su cabeza.

El muro de contención allá delante estalló en una docena de lugares. Un trompeteo bestial llenó el silencio. Incluso antes de verlos aparecer lo supe, y me eché a reír.

—¡Elefantes! —No había visto elefantes de guerra desde mi primer año con la Compañía—. ¿De dónde han salido estos elefantes?

Los ojos de la Dama chispearon. No respondió.

La respuesta era obvia. De ultramar. De sus aliados entre las Ciudades Joya. Cómo los había traído hasta allí sin que nadie reparara en ellos y los había mantenido ocultos, ah, ése era el misterio.

Fue una deleitable sorpresa que saltó sobre los Rebeldes en el momento de su aparente triunfo. Nadie en estas partes había visto nunca elefantes de guerra, y menos aún tenía la menor idea de cómo luchar contra ellos.

Los grandes paquidermos grises aplastaron a la horda Rebelde. Sus cornacs se lo pasaron en grande, haciendo que los animales cargaran contra todos lados, pisoteando Rebeldes a centenares, destrozando totalmente su moral. Aplastaron los manteletes. Cruzaron los puentes y fueron tras las torres de asedio, derribándolas una tras otra.

Había veinticuatro animales, dos en cada escondite. Se les habían proporcionado armaduras, y sus conductores iban encajados en metal, aunque aquí y allá alguna lanza o flecha al azar hallaba un resquicio, derribando a un cornac o irritando al animal lo suficiente como para ponerlo furioso. Los elefantes que habían perdido a sus conductores perdían interés en la refriega. Los animales heridos se volvían locos. Causaban más daño que aquéllos aún bajo control.

La Dama hizo un nuevo gesto. Jornada hizo otra señal. Allá abajo las tropas bajaron las rampas que habían usado para acarrear material hacia abajo y heridos hacia arriba. Las tropas del tercer nivel, excepto la guardia, bajaron, formaron, lanzaron un ataque contra el caos. Considerando los números respectivos, aquello parecía una locura. Pero considerando el loco cambio de fortuna, la moral era más importante.

Susurro en el ala izquierda, Atrapaalmas en el centro, el viejo y gordo Lord Jalena a la derecha. El resonar de tambores. Avanzaron inconteniblemente, frenados tan sólo por el problema de masacrar a los miles de enemigos presas del pánico. Los Rebeldes no tenían miedo de huir, pero sí de echar a correr hacia los desbocados elefantes entre ellos y su campamento. Tenían poco con lo que defenderse.

Directos hasta la primera zanja. Mordedor, el Aullador y el Sinrostro fustigaron a sus supervivientes en línea, los maldijeron y los aterraron para que avanzaran e incendiaran todas las obras del enemigo.

Atacaron hasta la segunda zanja, pasando junto y alrededor de las abandonadas torres y rampas, siguiendo el sangriento rastro de los elefantes. Se produjeron nuevos incendios entre las máquinas de guerra cuando llegaron los hombres del primer nivel. Los atacantes avanzaron hacia la zanja más alejada. Todo el campo estaba sembrado de cadáveres enemigos. El número de muertos era superior a cualquier cosa que yo hubiera visto antes en alguna otra parte.

El Círculo, lo que quedaba de él, se recuperó finalmente lo suficiente como para ensayar sus poderes contra las bestias. Se anotaron unos pocos éxitos antes de ser neutralizados por los Tomados. Luego todo dependió de los hombres en el campo.

Como siempre, los Rebeldes tenían el número. Uno tras otro, los elefantes cayeron. El enemigo se amontonó delante de la línea de ataque. Nosotros no teníamos reservas. De los campamentos Rebeldes surgieron tropas de refresco, sin entusiasmo pero lo suficientemente fuertes como para detener nuestro avance. Se hizo necesaria una retirada.

La Dama la señaló a través de Jornada.

—Muy bien —murmuré—. Realmente muy bien —mientras nuestros hombres regresaban a sus posiciones, se dejaban caer agotados. La oscuridad no estaba ya muy lejos. Habíamos resistido otro día—. ¿Pero ahora qué? Esos locos no abandonarán mientras el cometa esté en el cielo. Y hemos lanzado nuestra última flecha.

La Dama sonrió.

—Regístralo todo tal como lo has visto, Analista. —Ella y sus compañeros dieron media vuelta y se alejaron.

—¿Qué debo hacer con este caballo? —gruñí.

Aquella noche hubo una batalla de poderes, pero me la perdí. No sé cómo, pero fue un gran desastre. Perdimos a Muerdeluna, el Sinrostro y Nocherniego. Tan sólo Nocherniego cayó bajo la acción del enemigo. Los otros fueron consumidos en las luchas entre los Tomados.

Llegó un mensajero apenas una hora después de ponerse el sol. Yo estaba preparando a mi equipo para ir abajo, después de comer algo. Elmo transmitió de nuevo la noticia.

—La Torre, Matasanos. Tu amiga te reclama. Lleva contigo tu arco.

Sólo se puede temer a alguien hasta cierto punto, incluso a alguien como la Dama. Resignado, pregunté:

—¿Por qué un arco?

Se encogió de hombros.

—¿También flechas?

—Ni una palabra sobre eso. No suena juicioso.

—Probablemente tengas razón. Un Ojo, es todo tuyo.

No hay mal que por bien no venga. Al menos no pasaría la noche amputando miembros, cosiendo heridas y tranquilizando a jóvenes que sabía que no iban a sobrevivir a aquella semana. Servir con los Tomados proporciona a los soldados una mejor posibilidad de sobrevivir a las heridas, pero la gangrena y la peritonitis siguen cobrándose su precio.

Larga rampa abajo, hasta la oscura puerta. La Torre se erguía como algo surgido de un mito, bañada por la luz plateada del cometa. ¿Habría cometido el Círculo un error? ¿Habría aguardado demasiado tiempo? ¿Ya no era el cometa un presagio favorable una vez había empezado a desvanecerse?

¿Cuan cerca estaban los ejércitos del este? No lo suficientemente cerca. Pero nuestra estrategia no parecía basarse en resistir hasta su llegada. Si ése fuera el plan, hubiéramos penetrado en la Torre y sellado la puerta. ¿Por qué no lo habíamos hecho?

Me estremecí. Una reluctancia natural. Toqué el amuleto que me había dado Goblin hacía ya tiempo, el amuleto que Un Ojo me había dado más recientemente. No era que me proporcionasen mucha seguridad. Miré a la pirámide, creí ver una recia silueta allí arriba. ¿El capitán? Alcé una mano. La silueta respondió. Reconfortado, me volví.

La puerta parecía la boca de la noche, pero un paso adelante me llevó al interior de un amplio pasadizo iluminado. Olía a caballo y al ganado que había sido conducido al interior hacía una eternidad.

Un soldado me aguardaba.

—¿Eres Matasanos? —Asentí—. Sigúeme. —No era un guardia, sino un joven infante del ejército del Aullador. Parecía desconcertado. Aquí, allí, vi más como él. Me impresionó. El Aullador había pasado sus noches trasladando sus fuerzas mientras el resto de los Tomados luchaban contra el Círculo y entre ellos. Ninguno de esos hombres había conocido el campo de batalla.

¿Cuántos había allí? ¿Qué sorpresas ocultaba la Torre?

Entré en la Torre a través del portal que había usado antes. El soldado se detuvo allá donde lo había hecho el capitán de la guardia. Me deseó suerte con voz pálida y temblorosa. Le respondí con voz demasiado aguda.

Ella no jugó a ningún juego. Al menos, a ninguno que fuera evidente. Y yo no me deslicé a mi papel de chico con los sesos llenos de sexo. Aquello fue profesional de principio a fin.

Me hizo sentar junto a una mesa de madera oscura con mi arco apoyado ante mí y dijo:

—Tengo un problema.

Simplemente me quedé mirándola.

—Corren rumores locos ahí fuera, ¿no? Acerca de lo que ha ocurrido entre los Tomados.

Asentí.

—Esto no es como el Renco volviéndose malo. Se están asesinando unos a otros. Los hombres no desean verse atrapados en el fuego cruzado. Mi esposo no está muerto. Tú lo sabes. Está detrás de todo esto. Está despertando. Muy lentamente, pero lo suficiente como para haber alcanzado a algunos del Círculo. Lo suficiente como para haber tocado a las mujeres entre los Tomados. Harán cualquier cosa por él. Las muy zorras. Las observo desde tan cerca como puedo, pero no soy infalible. Se salen con bien de algunas cosas. Esta batalla… No es lo que parece. El ejército Rebelde fue traído aquí por miembros del Círculo bajo la influencia de mi esposo. Los muy estúpidos. Creyeron poder usarlo a él, derrotarme a mí y agarrar el poder para ellos. Ahora todos han desaparecido, muertos, pero lo que pusieron en movimiento todavía sigue adelante. No estoy luchando contra la Rosa Blanca, Analista…, aunque de eso se derivará también una victoria contra esa estupidez. Estoy luchando contra el viejo esclavizador, el Dominador. Y si pierdo, pierdo el mundo.

Astuta mujer. No adoptaba el papel de doncella en apuros. Actuaba como un igual a otro, y eso ganaba con toda seguridad mi simpatía. Sabía que yo conocía al Dominador tan bien como cualquiera. Sabía que yo debía temerle a él más que a ella, porque ¿quién teme a una mujer más que a un hombre?

—Te conozco, Analista. He abierto tu alma y he mirado dentro. Luchas por mí porque tu Compañía ha emprendido una misión que proseguirá hasta el final…, porque sus principales personalidades tienen la sensación de que su honor resultó manchado en Berilo. Y eso pese a que la mayoría de vosotros pensáis que estáis sirviendo al Mal.

»El Mal es relativo, Analista. No podéis colgarle un cartel. No podéis tocarlo ni probar su sabor ni cortarlo con una espada. El Mal depende de dónde estéis, señalando con vuestro dedo acusador. Allá donde estás ahora, debido a tu juramento se halla opuesto al Dominador. Para ti él es donde reside el Mal.

Caminó un momento arriba y abajo, quizás anticipando una respuesta. No emití ninguna. Había expresado mi propia filosofía.

—Ese mal intentó matarte tres veces, médico. Dos veces por temor a tu conocimiento, una por temor a tu futuro.

Aquello me despertó.

—¿Mi futuro?

—A veces los Tomados atisban el futuro. Quizás esta conversación fue anticipada.

Me había desconcertado. Permanecí sentado allí, sintiéndome estúpido.

Ella abandonó momentáneamente la habitación, regresó con un carcaj de flechas, las derramó sobre la mesa. Eran negras y pesadas, de cabeza plateada, inscritas con unas letras casi invisibles. Mientras yo las examinaba tomó mi arco, lo cambió por otro de idéntico peso y tensión. Era un magnífico complemento para las flechas. Demasiado espléndido para ser usado como arma.

—Llévalo contigo —me dijo—. Siempre.

—¿Tendré que usarlo?

—Es posible. Mañana se verá el final del asunto, de una forma o de otra. Los Rebeldes han sido vapuleados, pero todavía retienen enormes reservas de potencial humano disponible. Puede que mi estrategia no tenga éxito. Si fracaso, mi esposo vencerá. No los Rebeldes, no la Rosa Blanca, sino el Dominador, esa horrible bestia que yace inquieta en su tumba…

Evité su mirada, contemplé las armas, me pregunté qué se suponía que debía decir, no oír, qué se suponía que debía hacer con aquellos instrumentos de muerte, y si podría hacerlo cuando llegara el momento.

Ella pareció leer mi mente.

—Sabrás el momento. Y harás lo que creas que es correcto.

Entonces alcé la vista, con el ceño fruncido, deseando… Incluso sabiendo lo que ella era, deseando. Quizá los idiotas de mis hermanos tenían razón.

Sonrió, adelantó una de esas demasiado perfectas manos, sujetó mis dedos…

Perdí la noción del tiempo. Creo. No recuerdo que ocurriera algo. Sin embargo, mi mente quedó confusa por un momento, y cuando se aclaró de nuevo ella todavía sujetaba mi mano, sonriendo, diciendo:

—Es hora de irse, soldado. Descansa bien.

Me levanté como un zombie y me tambaleé hacia la puerta. Tenía la clara sensación de que había olvidado algo. No miré hacia atrás. No pude.

Me detuve en la noche fuera de la Torre y supe inmediatamente que había perdido de nuevo algo de tiempo. Las estrellas se habían movido en el cielo. El cometa estaba bajo. ¿Descansar bien? Las horas para el descanso ya casi habían pasado.

Fuera todo estaba pacífico, frío, con los grillos chirriando. Grillos. ¿Quién lo creería? Bajé la vista al arma que me había dado. ¿Cuándo la había tensado? ¿Por qué había colocado una flecha en ella? No podía recordar haberla tomado de encima de la mesa… Por un aterrado instante creí perder la cabeza. La canción de los grillos me hizo volver.

Alcé la vista a la pirámide. Alguien estaba allá arriba, observando. Alcé una mano. Respondió. Elmo, por la forma en que se movía. El buen viejo Elmo.

Un par de horas hasta el amanecer. Podía echar una cabezada si no perdía el tiempo.

A una cuarta parte del camino rampa arriba noté una curiosa sensación. A medio camino me di cuenta de lo que era. ¡El amuleto de Un Ojo! Mi muñeca estaba ardiendo… ¡Tomado! ¡Peligro!

Una nube de oscuridad brotó de la noche, desde alguna imperfección en el lado de la pirámide. Se extendió como la vela de un barco, plana, y avanzó hacia mí. Respondí de la única forma que pude. Con una flecha.

El proyectil rasgó aquella sábana de oscuridad. Y un largo gemido me rodeó, lleno con más sorpresa que rabia, más desesperación que agonía. La sábana de oscuridad se arrugó. Algo con la figura de un hombre se escurrió por la pendiente. Lo observé alejarse, sin pensar ni por un momento en usar otra flecha, aunque coloqué otra en el arco. Sobrecogido, seguí subiendo.

—¿Qué ocurrió? —me preguntó Elmo cuando llegué arriba.

—No lo sé —dije—. Honestamente no tengo ni la más remota idea de qué demonios ha ocurrido esta noche.

Me lanzó una ojeada.

—Pareces más bien tenso. Descansa un poco.

—Lo necesito —admití—. Pásaselo al capitán. Ella dice que mañana es el día. Ganar o perder. —La noticia no iba a hacerle mucho bien. Pero pensé que le gustaría saberlo.

—De acuerdo. ¿Te hicieron algo ahí dentro?

—No lo sé. No lo creo.

Elmo deseaba hablar más, pese a su consejo de que descansara. Le aparté suavemente, fui a una de mis tiendas de hospital y me acurruqué en un rincón como un animal herido. De alguna forma había sido tocado, aunque no podía expresarlo de ninguna manera. Necesitaba tiempo para recuperarme. Probablemente más tiempo del que dispondría.

Enviaron a Goblin a despertarme. Yo volvía a ser mi habitual yo encantador de las mañanas, amenazando con sangre y fuego a cualquiera lo bastante estúpido como para alterar mis sueños. No era que no merecieran ser alterados. Eran horribles. Estaba haciendo cosas inexpresables con un par de chicas que no podían tener más de doce años y consiguiendo que les encantara. Son horribles, las cosas que acechan en la mente.

Por repugnantes que fueran mis sueños, no deseaba levantarme. Mi saco de dormir era acogedoramente cálido.

—¿Quieres que me ponga rudo? —dijo Goblin—. Escucha, Matasanos. Tu amiga va a salir de un momento a otro. El capitán te quiere en pie para que la recibas.

—Sí. Por supuesto. —Agarré mis botas con una mano, aparté el faldón de la tienda con la otra. Gruñí—. ¿Qué maldita hora es? Parece como si el sol llevara siglos ahí arriba.

—Los lleva. Elmo imaginó que necesitabas descansar. Dijo que había sido duro para ti la otra noche.

Gruñí, me recompuse rápidamente. Tomé en consideración lavarme, pero Goblin me empujó hacia afuera.

—Ponte tus pertrechos de guerra. Los Rebeldes se encaminan en esta dirección.

Oí distantes tambores. Los Rebeldes no habían usado tambores antes. Pregunté.

Goblin se encogió de hombros. Parecía pálido. Supongo que había oído mi mensaje al capitán. Ganar o perder. Hoy.

—Han elegido un nuevo consejo. —Empezó a quejarse, como hacen todos los hombres cuando están asustados, contándome la historia de la noche de las luchas entre los Tomados, y de cómo habían sufrido los Rebeldes. No oí nada alentador. Me ayudó con mi armadura. No había llevado nada más allá de una cota de mallas desde la lucha alrededor de Rosas. Recogí las armas que me había dado la Dama y salí a una de las más gloriosas mañanas que jamás haya visto.

—Un maldito día para morir —dije.

—Sí.

—¿Cuándo va a venir aquí? —El capitán nos querría a su lado cuando llegara. Le gustaba presentar una imagen de orden y eficiencia.

—Cuando llegue. Simplemente recibimos un mensaje diciendo que iba a venir.

—Hum. —Examiné la cima de la pirámide. Los hombres se dedicaban a sus cosas, preparándose para la lucha. Nadie parecía apresurarse—. Voy a dar un paseo.

Goblin no dijo nada. Simplemente me siguió, con su pálido rostro crispado en una expresión preocupada. Sus ojos se movían constantemente, examinándolo todo. Por la forma en que encajaba los hombros y el cuidado con el que se movía, me di cuenta de que tenía un conjuro para usarlo al instante. No fue hasta después de que me siguiera durante un rato como un perro que me di cuenta de que estaba ejerciendo de guardaespaldas.

Me sentí a la vez complacido e inquieto. Complacido porque la gente se preocupaba lo suficiente como para cuidar de mí, inquieto porque mi situación había llegado a ser tan mala. Me miré las manos. Inconscientemente había tensado un poco el arco y colocado en él una flecha. Parte de mí estaba también en alerta máxima.

Todo el mundo contemplaba las armas, pero nadie preguntó nada. Sospecho que las historias estaban circulando. Era extraño que mis camaradas no me acorralaran para corroborar.

Los Rebeldes preparaban sus fuerzas cuidadosamente, metódicamente, más allá del alcance de nuestras armas. Fuera quien fuese el que se había hecho cargo había restablecido la disciplina. Y había construido todo un ejército de nuevas máquinas durante la noche.

Nuestras fuerzas habían abandonado el nivel inferior. Todo lo que quedaba allá abajo era un crucifijo con una figura agitándose en él… Agitándose. ¡Después de todo lo que había sufrido, incluido el haber sido clavado a aquella cruz, el forvalaka todavía seguía vivo!

Las tropas habían sido trasladadas. Los arqueros estaban ahora en el tercer nivel, y Susurro se había hecho cargo del mando de toda aquella zona. Los aliados, los supervivientes del primer nivel, las fuerzas de Atrapaalmas, y los demás, estaban en el segundo nivel. Atrapaalmas ocupaba el centro, Lord Jalena a la derecha, el Aullador la izquierda. Se había hecho todo un esfuerzo por restablecer el muro de retención, pero su estado todavía era terrible. Sería un pobre obstáculo.

Un Ojo se unió a nosotros.

—¿Habéis oído lo último?

Alcé una ceja interrogativa.

—Afirman que han hallado a su niña la Rosa Blanca.

Tras unos instantes de reflexión respondí:

—Lo dudo.

—Seguro. Las noticias de la Torre son que se trata de un fraude. Simplemente algo para mantener la moral de la tropa.

—Lo imaginé. Me sorprende que no pensaran en ello antes.

—Hablando del diablo —chilló Goblin. Señaló.

Tuve que buscar unos instantes antes de ver el suave resplandor que avanzaba a lo largo de los pasillos entre las divisiones enemigas. Rodeaba a una niña montada en un gran caballo blanco llevando un estandarte rojo blasonado con una rosa blanca.

—Ni siquiera saben montar un buen espectáculo —se quejó Un Ojo—. Ese tipo en el caballo bayo es el que produce la luz.

Mis entrañas se habían anudado con el miedo de que aquello era real después de todo. Me miré las manos, preguntándome si aquella niña era el blanco que la Dama tenía en mente. Pero no. No sentí ningún impulso de lanzar una flecha en aquella dirección. Claro que tampoco hubiera alcanzado ni la mitad de la distancia.

Divisé a Cuervo y a Linda en el otro extremo de la pirámide, agitando las manos. Me encaminé hacia allá.

Cuervo nos vio cuando nos hallábamos a unos seis metros. Miró mis armas. Su rostro se tensó. En su mano apareció un cuchillo. Empezó a limpiarse las uñas.

Tropecé, tan sorprendido estaba. El asunto del cuchillo era un tic. Sólo lo hacía bajo tensión. ¿Por qué conmigo? Yo no era enemigo.

Metí mi arco y mi flecha bajo mi brazo izquierdo, saludé a Linda. Me ofreció una amplia sonrisa, un enorme abrazo. Ella no tenía nada contra mí. Preguntó si podía ver el arco. Le dejé mirarlo pero no lo solté. No podía.

Cuervo estaba tan inquieto como un hombre sentado sobre una parrilla encima de un fuego.

—¿Qué demonios te ocurre? —pregunté—. Has estado actuando como si el resto de nosotros tuviéramos la plaga. —Su comportamiento dolía. Habíamos pasado por la misma mierda juntos, Cuervo y yo. No tenía ninguna razón para volverse contra mí.

Su boca se tensó hasta convertirse en una fina línea. Escarbó bajo sus uñas hasta que pareció que iba a hacerse daño.

—¿Y bien?

—No me presiones, Matasanos.

Rasqué con la derecha la espalda de Linda cuando ésta se reclinó contra mí. La izquierda descansaba sobre el arco. Mis nudillos se volvieron del color del hielo viejo. Estaba dispuesto a golpear al hombre. Arrancarle aquella daga de la mano y correr el riesgo. Es un duro bastardo, pero yo había tenido unos cuantos años para endurecerme también.

Linda parecía ajena a la tensión que había entre nosotros.

Goblin se interpuso. Se enfrentó a Cuervo, con una actitud tan beligerante como la mía.

—Tienes un problema, Cuervo. Creo que quizá será mejor que tengamos una sentada con el capitán.

Cuervo se sorprendió. Se dio cuenta, aunque sólo fuera por un momento, que se estaba creando enemigos. Es malditamente difícil enfurecer a Goblin. Enfurecerlo realmente, no como cuando lo hace con Un Ojo.

Algo murió detrás de los ojos de Cuervo. Señaló mi arco.

—El enamorado de la Dama —acusó.

Me sentí más desconcertado que furioso.

—No es cierto —dije—. Pero ¿y qué si lo fuera?

Se movió inquieto. Su mirada no dejaba de dirigirse a Linda, reclinada contra mí. Quería que se apartara, pero era incapaz de pedirlo con palabras aceptables.

—Primero chupando de Atrapaalmas todo el tiempo. Ahora de la Dama. ¿Qué estás haciendo, Matasanos? ¿Qué vendes?

—¿Qué? —Sólo la presencia de Linda me impidió lanzarme contra él.

—Ya basta —dijo Goblin. Su voz era dura, sin un asomo de chillido o chirriar—. Pongo orden. Sobre todos. Ahora. Aquí. Vamos a ir al capitán y hablaremos de esto. O votaremos en contra de tu inclusión como miembro de la Compañía, Cuervo. Matasanos tiene razón. Últimamente has sido un grano en el culo. No lo necesitamos. Ya tenemos suficientes problemas aquí fuera. —Señaló con un dedo hacia los Rebeldes.

Los rebeldes respondieron con trompetas.

No hubo reunión con el capitán.

Era evidente que había alguien nuevo al cargo. Las divisiones enemigas avanzaron en filas cerradas, lentamente, con sus escudos dispuestos en caparazón de tortuga, desviando la mayoría de nuestras flechas. Susurro se ajustó rápidamente, concentrando el fuego de los guardias sobre una formación cada vez, haciendo que los arqueros aguardaran hasta que las armas pesadas rompían el caparazón de tortuga. Efectivo, pero no lo bastante efectivo.

Las torres y las rampas de asedio retumbaban en su avance tan rápido como podían arrastrarlas los hombres. La guardia hizo todo lo que pudo, pero sólo consiguió destruir unas pocas. Susurro estaba en un dilema. Tenía que elegir entre blancos. Eligió concentrarse en romper los caparazones de tortuga.

Las torres se acercaron más. Los arqueros Rebeldes consiguieron alcanzar a nuestros hombres. Eso significaba que nuestros arqueros podían alcanzarlos a ellos, y los nuestros tenían mejor puntería.

El enemigo cruzó la zanja más cercana, y se encontró con un masivo fuego de proyectiles desde ambos niveles. Sólo cuando alcanzaron el muro de contención rompieron sus formaciones, dirigiéndose hacia los puntos débiles, donde consiguieron pequeños éxitos. Luego atacaron en todas partes a la vez. Sus rampas fueron lentas en llegar. Los hombres con escaleras se apresuraron.

Los Tomados no retrocedieron. Arrojaron todo lo que tenían. Los hechiceros Rebeldes lucharon contra ellos todo el camino y, pese al daño que habían sufrido, en su mayor parte los mantuvieron neutralizados. Susurró no participó. Estaba demasiado ocupada.

Llegaron La Dama y sus compañeros. Fui llamado de nuevo. Subí a mi caballo y me uní a ella, con el arco cruzado sobre mis rodillas.

Siguieron y siguieron avanzando. Yo miraba ocasionalmente a la Dama. Ella seguía mostrándose como una reina de hielo, absolutamente inexpresiva.

Los Rebeldes iban ganando terreno. Desgarraron secciones enteras del muro de contención. Hombres con palas empezaron a mover tierras, construyendo rampas naturales. Las rampas de madera prosiguieron su avance, pero no llegarían pronto.

Había una isla de paz ahí fuera, alrededor del forvalaka crucificado. Los atacantes lo eludían, manteniéndose muy alejados de él.

Las tropas de Lord Jalena empezaron a vacilar. Pudo verse la amenaza de su colapso antes incluso de que los hombres empezaran a volver los ojos hacia el muro de contención a sus espaldas.

La Dama hizo un gesto. Jornada espoleó su caballo hacia adelante, descendiendo la cara de la pirámide. Pasó por detrás de los hombres de Susurro, a través de ellos, se detuvo al borde del nivel, detrás de la división de Jalena. Alzó su lanza. Llameó. Cómo no lo sé, pero las tropas de Jalena recuperaron su valor, se solidificaron, empezaron a empujar hacia atrás a los Rebeldes.

La Dama hizo un gesto hacia su izquierda. Pluma descendió la pendiente como una furia, haciendo sonar su cuerno. Su llamada de plata ahogó el resonar de las trompetas Rebeldes. Cruzó las tropas del tercer nivel y saltó el muro con su montura. La caída hubiera matado a cualquier caballo. Éste se posó pesadamente, recuperó su equilibrio, se encabritó, pateó triunfante mientras Pluma hacía sonar su cuerno. Como en el otro caso, las tropas recuperaron su valor y empezaron a hacer retroceder a los Rebeldes.

Una pequeña forma índigo trepó por el muro y se deslizó hacia la parte de atrás, rodeando la base de la pirámide. Recorrió todo el camino hasta la Torre. El Aullador. Fruncí el ceño, desconcertado. ¿Había sido relevado?

Nuestro centro se convirtió en el foco de la batalla. Atrapaalmas se debatía valientemente para mantener sus líneas.

Oí sonidos, alcé la vista, vi que el capitán se había acercado a la Dama por el otro lado. Iba montado. Miré hacia atrás. Se habían traído un cierto número de caballos. Bajé la vista por la larga y empinada ladera hasta las estrecheces del tercer nivel, y mi corazón se hundió. No estaría planeando una carga de la caballería.

Pluma y Jornada eran buena medicina, pero no suficiente medicina. Mantuvieron la resistencia sólo hasta que llegaron las rampas Rebeldes.

El nivel cayó. Más lento de lo que esperaba, pero cayó. No escaparon más de un millar de hombres. Miré a la Dama. Su rostro seguía siendo de hielo, pero tuve la sensación de que no estaba disgustada.

Susurro lanzó flechas contra la masa de abajo. Los guardias dispararon sus balistas a quemarropa.

Una sombra se arrastró sobre la pirámide. Alcé la vista. La alfombra del Aullador derivó por encima del enemigo. Había hombres agachados a lo largo de sus bordes, dejando caer bolas del tamaño de cabezas. Éstas caían a plomo sobre la masa Rebelde, sin ningún efecto visible. La alfombra se arrastró hacia el campamento enemigo, lanzando una lluvia de aquellos objetos inútiles.

Los Rebeldes necesitaron una hora para establecer sólidas cabezas de puente en el tercer nivel, y otra hora para traer hombres suficientes para hacer presión en su ataque. Susurro, Pluma, Jornada y Atrapaalmas los vapulearon inmisericordes. Las tropas que llegaban trepaban sobre los montones de sus camaradas caídos para alcanzar la parte superior.

El Aullador llevó su lanzamiento de bolas al campamento Rebelde. Yo dudaba de que quedara nadie allí. Todos estaban en la cuña de ataque, aguardando su turno.

La falsa Rosa Blanca llevó su caballo hasta la segunda trinchera resplandeciente, rodeada por el nuevo consejo Rebelde. Permanecían inmóviles, actuando tan sólo cuando uno de los Tomados usaba sus poderes. Sin embargo, no habían hecho nada acerca de Aullador. Al parecer no había nada que pudieran hacer.

Comprobé al capitán: iba tras de algo… Estaba alineando jinetes en el frente de la pirámide. ¡Íbamos a atacar bajando aquella pendiente! ¡Qué idiotez!

Una voz dentro de mí dijo: Mis fieles no necesitan tener miedo. Me enfrenté a la Dama. Me miró fríamente, regiamente. Me volví hacia la batalla.

No iba a durar mucho. Nuestras tropas habían puesto a un lado sus arcos y abandonado sus armas pesadas. Se estaban preparando para resistir. En la llanura, toda la horda estaba en movimiento. Pero parecía como si su movimiento se retardara vagamente, se volviera indeciso. Aquél era el momento en el que hubieran debido lanzarse de cabeza, barriéndonos, rugiendo hacia el interior de la Torre antes de que se pudiera cerrar la puerta…

El Aullador regresó rugiendo del campamento enemigo, moviéndose una docena de veces más rápido de lo que podía correr cualquier caballo. Contemplé la gran alfombra pasar por encima, incapaz todavía ahora de refrenar mi maravilla. Por un instante enmascaró el cometa, luego siguió su camino hacia la Torre. Un extraño aullido derivó hacia abajo, distinto a cualquier otro grito del Aullador que yo hubiera oído antes. La alfombra picó ligeramente, intentó detenerse, golpeó contra la Torre unos pocos metros por debajo de su parte superior.

—Dios mío —murmuré, observando cómo la cosa se arrugaba, viendo cómo los hombres saltaban por los lados y caían desde una altura de ciento cincuenta metros—. Dios mío. —Entonces el Aullador murió o perdió el conocimiento. La propia alfombra empezó a caer.

Dirigí mi mirada hacia la Dama, que había estado contemplando también la escena. Su expresión no cambió en lo más mínimo. Suavemente, con una voz que sólo yo oí, dijo:

—Usarás el arco.

Me estremecí. Y por un segundo una serie de imágenes llamearon a través de mi mente, un centenar de ellas, demasiado rápidas para poder atrapar ninguna. Parecía que estaba sacando el arco…

Ella estaba furiosa. Furiosa con una rabia tan grande que me estremecí sólo contemplándola, aún sabiendo que no iba dirigida a mí. Su objeto no resultaba difícil de determinar. La muerte del Aullador no había sido causada por una acción del enemigo. Sólo podía ser responsable un Tomado. Atrapaalmas. Nuestro antiguo mentor. El que nos había usado en tantos planes propios.

La Dama murmuró algo. No estoy seguro de haberlo oído bien. Sonaba algo así como: «Le di todas las oportunidades».

Susurré:

—Nosotros no formamos parte de ello.

—Vamos. —Espoleó a su animal. Avanzó más allá del borde. Lancé una mirada de desesperación al capitán y la seguí.

Descendió por aquella pendiente con la misma velocidad que había mostrado Pluma. Mi montura pareció decidida a mantener su paso.

Nos sumergimos hacia una isla de chillantes hombres. Se centraba en una fuente de hilos color lima que hervían elevándose y se esparcían en el viento, tomando a la vez a Rebeldes y amigos. La Dama no vaciló.

Atrapaalmas estaba ya huyendo. Amigos y enemigos se mostraban ansiosos por apartarse de su camino. La muerte le rodeaba. Corrió hacia Jornada, saltó, lo derribó de su caballo, montó en su lugar, saltó al segundo nivel, se abrió paso entre el enemigo allí, descendió a la llanura y se alejó rugiendo.

La Dama siguió el camino que él había abierto, con su oscuro pelo ondeando al viento. Yo seguí tras su estela, absolutamente desconcertado pero incapaz de cambiar lo que estaba haciendo. Alcanzamos la llanura a trescientos metros detrás de Atrapaalmas. La Dama espoleó su montura. La mía mantuvo el paso. Estaba seguro de que uno o ambos animales tropezarían con el equipo abandonado o los cadáveres tendidos en el suelo. Sin embargo, al igual que el animal de Atrapaalmas, su paso era tan seguro como si siguieran un camino bien hollado.

Atrapaalmas se dirigió directamente a toda velocidad al campamento enemigo y lo cruzó. Lo seguimos. A campo abierto más allá empezamos a ganar terreno. Aquellos animales, los tres, eran tan incansables como máquinas. Los kilómetros pasaban bajo sus cascos. Ganábamos cincuenta metros con cada uno. Tomé mi arco y me aferré a la pesadilla. Nunca he sido religioso, pero aquélla era una ocasión en la que me sentí tentado de rezar.

Ella era tan implacable como la muerte, mi Dama. Sentí piedad por Atrapaalmas cuando lo alcanzara.

Atrapaalmas avanzaba a toda velocidad a lo largo de una sinuosa carretera que cruzaba uno de los valles al oeste de Hechizo. Estábamos cerca del lugar donde habíamos descansado en la cima de una colina y encontrado los hilos color lima. Recordé que habíamos cabalgado a su través, en dirección a Hechizo. Toda una fuente de aquella materia, y no nos había tocado.

¿Qué estaba ocurriendo ahí? ¿Era esto algún plan para dejar a nuestra gente a merced de los Rebeldes? Había resultado claro, hacia el final, que la estrategia de la Dama implicaba un máximo de destrucción. Que ella deseaba que tan sólo una pequeña minoría de ambos bandos sobreviviera. Estaba limpiando la casa. Sólo le quedaba un enemigo entre los Tomados. Atrapaalmas. Atrapaalmas, que había sido casi bueno para mí. Que había salvado mi vida al menos una vez, en la Escalera Rota, cuando Tormentosa hubiera podido matarnos a Cuervo y a mí. Atrapaalmas, que era el único Tomado que me había hablado como un hombre para contarme cosas sobre los viejos días, para responder a mis insaciables curiosidades…

¿Qué demonios estaba haciendo yo aquí, en una cabalgada con la Dama, persiguiendo a una cosa que podía engullirme sin un parpadeo?

Atrapaalmas rodeó el flanco de una colina y cuando, segundos más tarde, rodeamos el mismo lugar, había desaparecido. La Dama frenó la marcha por un momento, volvió lentamente la cabeza, luego tiró de sus riendas y giró hacia el bosque que se extendía al borde de la carretera. Se detuvo cuando alcanzó los primeros árboles. Mi animal se detuvo al lado del suyo.

La Dama bajó de su montura. Hice lo mismo sin pensar. Cuando mis pies tocaron el suelo su animal se estaba derrumbando y el mío estaba muerto, de pie sobre sus rígidas patas. Ambos tenían quemaduras negras del tamaño de un puño en sus gargantas.

La Dama señaló, echó a andar. Agachado, con una flecha en el arco, me uní a ella. Avancé cuidadosamente, en silencio, deslizándome por entre la maleza como un zorro.

Ella se detuvo, se acuclilló, señaló. Miré a lo largo de su brazo. Parpadeo, parpadeo, dos segundos de rápidas imágenes. Se detuvieron. Vi una figura quizá a quince metros de distancia, de espaldas a nosotros, arrodillada, haciendo rápidamente algo. No había tiempo para las cuestiones morales que había estado debatiendo mientras cabalgaba. Aquella criatura había efectuado varios intentos contra mi vida. Mi flecha estaba en el aire antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo.

Golpeó la figura en la cabeza. La figura se derrumbó hacia adelante. Jadeé un segundo, con la boca abierta, luego dejé escapar lentamente el aire. Tan fácil…

La Dama dio tres rápidos pasos hacia adelante, con el ceño fruncido. Hubo un rápido roce a nuestra derecha. Algo agitó la maleza. Ella giró y corrió hacia terreno abierto, golpeando mi brazo al pasar.

A los pocos segundos estábamos en la carretera. Yo tenía otra flecha en mi arco. Su brazo se alzó, señalando… Una forma cuadrada se deslizó fuera del bosque a quince metros de distancia. Una figura encima de ella hizo un movimiento de arrojar algo en nuestra dirección. Me tambaleé bajo el impacto del golpe de una fuente no visible. Delante de mis ojos parecieron tejerse telarañas, confundiendo mi visión. Capté vagamente que la Dama hacía un gesto. Las telarañas desaparecieron. Me sentí de nuevo completo. Señaló mientras la alfombra empezaba a alzarse y alejarse.

Tensé el arco y disparé, sin ninguna esperanza de que mi flecha pudiera golpear un blanco móvil a aquella distancia.

No lo hizo, pero sólo porque la alfombra se agitó violentamente hacia abajo y hacia un lado cuando la flecha estuvo en el aire. El proyectil pasó a unos pocos centímetros detrás de la cabeza del conductor de la alfombra.

La Dama hizo algo. El aire zumbó. De ninguna parte surgió una gigantesca libélula como la que había visto en el Bosque Nuboso. Partió hacia la alfombra, golpeó. La alfombra giró, se agitó, sufrió una convulsión. Su jinete cayó a plomo, con un grito de desesperación. Lancé otra flecha en el instante en que el hombre golpeaba el suelo. Se retorció por un momento, quedó inmóvil. Al instante estábamos junto a él.

La Dama arrancó el morrión negro de nuestra víctima. Y maldijo. Lenta, firmemente, maldijo como un sargento veterano.

—¿Qué? —pregunté al fin. El hombre estaba lo suficientemente muerto como para satisfacerme.

—No es ella. —Se dio la vuelta, se enfrentó a los árboles. Su rostro se puso pálido durante varios segundos. Luego miró hacia la derivante alfombra. Sacudió su cabeza hacia los árboles—. Ve a ver si eso es una mujer. Mira si el caballo está ahí. —Empezó a hacer gestos de ven aquí a la alfombra de Atrapaalmas.

Fui, con la mente hecha un torbellino. ¿Atrapaalmas era una mujer? Hábil, también. Todo preparado para ser perseguida hasta allí por la propia Dama.

El miedo fue creciendo en mí a medida que me deslizaba entre los árboles, lentamente, en silencio. Atrapaalmas había jugado a su juego con todo el mundo, y más hábilmente de lo que ni siquiera la Dama había anticipado. ¿Y ahora qué, entonces? Había habido tantos intentos contra mi vida… ¿No podía ser éste el momento de terminar con cual fuera la amenaza que yo representaba?

Sin embargo, no ocurrió nada. Excepto que me arrastré hasta el cadáver en el bosque, arranqué un morrión blanco, y descubrí a un apuesto joven dentro. Miedo, furia y frustración me abrumaron. Lo pateé. Un poco más de buena carne muerta abusada.

El acceso no duró mucho. Empecé a mirar alrededor del lugar donde habían aguardado los sustitutos. Habían aguardado allí un cierto tiempo, y habían estado preparados para aguardar más. Tenían provisiones para un mes.

Un gran fardo llamó mi atención. Corté las cuerdas que lo sujetaban, miré dentro. Papeles. Un fardo que debía de pesar sus buenos cuarenta kilos. La curiosidad me dominó.

Miré apresurado en torno, no vi nada amenazador, sondeé un poco más. E inmediatamente me di cuenta de lo que tenía allí. Aquélla era la parte del hallazgo que habíamos desenterrado en el Bosque Nuboso.

¿Qué estaba haciendo allí? Había creído que Atrapaalmas se lo había entregado a la Dama. ¡Hey! Complot y contracomplot. Quizás había entregado algo. Y quizás había conservado otros papeles que creyó que podían serle útiles más tarde. Quizás habíamos pisado de tan cerca sus talones que no había tenido tiempo de recogerlos…

Quizá volvería. Miré de nuevo a mi alrededor, asustado una vez más.

Nada se movió.

¿Dónde estaba él?

Ella, me recordé. Atrapaalmas era uno de los ellas.

Miré en torno, buscando evidencias de la partida del Tomado (¿Tomada?), y pronto descubrí huellas de cascos que conducían hacia más adentro en el bosque. Unos poco pasos más allá de aquel lugar alcanzaban un estrecho sendero. Me agaché, observando una especie de pasillo en el bosque, donde flotaban doradas motas en haces de luz solar. Intenté pensar en cómo seguir adelante.

Ven, dijo una voz en mi mente. Ven.

La Dama. Aliviado de no tener que seguir aquel sendero, regresé sobre mis pasos.

—Era un hombre —dije al aproximarme a la Dama.

—Eso pensé. —Tenía la alfombra bajo una mano, flotando a medio metro del suelo—. Sube.

Tragué saliva, hice lo indicado. Era como subir a un bote desde aguas profundas. Casi me caí dos veces. Cuando ella me siguió, dije:

—Él… ella… permaneció a caballo y tomó un sendero a través del bosque.

—¿En qué dirección?

—Hacia el sur.

La alfombra se alzó rápidamente. Los caballos muertos se hicieron pequeños a nuestros pies. Empezamos a derivar sobre los árboles. Sentí mi estómago como si hubiera bebido varios litros de vino la noche antes.

La Dama maldijo suavemente. Al final, con una voz más fuerte, dijo:

—La muy zorra. Jugó con todos nosotros. Incluido mi esposo.

No dije nada. Estaba debatiéndome acerca de si mencionar o no los papeles. Ella podía estar interesada. Pero también lo estaba yo, y si lo mencionaba ahora nunca tendría una oportunidad de examinarlos.

—Apuesto a que eso era lo que estaba haciendo. Librándose de los otros Tomados fingiendo formar parte de su complot. Luego me hubiera tenido a mí. Luego simplemente hubiera dejado al Dominador bajo tierra. Lo hubiera tenido todo y hubiera podido mantenerlo recluido. Él no puede liberarse sin ayuda. —Estaba pensando en voz alta antes que hablando conmigo—. Y yo no supe ver las evidencias. O las ignoré. Estaban ahí todo el tiempo. La zorra astuta. Arderá por eso.

Empezamos a caer. Casi perdí lo poco que contenía mi estómago. Caímos a un valle más profundo que la mayoría en la zona, aunque las colinas a ambos lados no se alzaban a más de sesenta metros de altura. Frenamos nuestra marcha.

—Flecha —dijo. Yo había olvidado preparar otra.

Derivamos valle abajo algo más de un kilómetro, luego ladera arriba hasta que flotamos al lado de un saliente de roca sedimentaria. Permanecimos suspendidos allí, sujetando la piedra. Había un vivo viento frío. Sentí que se me entumecían las manos. Estábamos lejos de la Torre, en una región donde el invierno se dejaba sentir en toda su crudeza. Me estremecía constantemente.

La única advertencia fue un suave «Agárrate».

La alfombra partió bruscamente hacia adelante. A medio kilómetro de distancia había una figura agachada sobre el cuello de un caballo al galope. La Dama descendió hasta que nos deslizamos justo a medio metro por encima del suelo.

Atrapaalmas nos vio. Alzó una mano en un gesto de protección. Estábamos encima de ella. Lancé mi flecha.

La alfombra se alzó y me golpeó cuando la Dama tiró de ella hacia arriba, intentando pasar por encima de caballo y jinete. No la elevó lo suficiente. El impacto hizo que la alfombra se tambaleara. El armazón crujió, se rompió. Giramos. Me agarré desesperadamente mientras cielo y tierra giraban a mi alrededor. Hubo otro impacto cuando golpeamos el suelo, más giros mientras dábamos vueltas y vueltas. Me solté.

Estaba en pie en un instante, tambaleante, poniendo otra flecha en mi arco. El caballo de Atrapaalmas estaba tendido en el suelo con una pata rota. Atrapaalmas estaba a su lado, sobre manos y rodillas, aturdida. La plateada punta de una flecha asomaba de su cintura, señalándome.

Lancé mi flecha. Y otra, y otra, recordando la terrible vitalidad que había mostrado el Renco en el Bosque Nuboso, después de que Cuervo lo hubiera derribado con una flecha que llevaba el poder de su auténtico nombre. Aún dominado por el miedo, extraje mi espada una vez se me hubieron agotado todas las flechas. Cargué. No sé cómo había retenido el arma a través de todo lo que había ocurrido. Alcancé a Atrapaalmas, alcé la hoja todo lo que pude, la dejé caer en un feroz golpe con las dos manos. Fue el más terrible y violento golpe que haya dado nunca. La cabeza de Atrapaalmas rodó lejos de su cuerpo. La guarda del rostro del morrión se abrió.

El rostro de una mujer me miró con ojos acusadores. Una mujer casi idéntica en apariencia a aquélla con la que había venido.

Los ojos de Atrapaalmas se enfocaron en mí. Sus labios intentaron formar palabras. Permanecí allí inmóvil, preguntándome qué demonios significaba todo aquello. Y la vida desapareció de Atrapaalmas antes de que yo captara el mensaje que intentaba transmitirme.

Regresaré diez mil veces a ese momento, intentando leer aquellos agonizantes labios.

La Dama avanzó hasta situarse a mi lado, arrastrando una pierna. El hábito me hizo volverme, arrodillarme…

—Está rota —dijo—. No importa. Puedo esperar. —Su respiración era somera, rápida. Por un momento pensé que era el dolor. Luego me di cuenta de que estaba mirando la cabeza. Empezó a reír quedamente.

Contemplé aquel rostro tan parecido al suyo, luego a ella. Apoyó una mano en mi hombro, permitiéndome que sostuviera algo de su peso. Me levanté cuidadosamente, deslicé un brazo a su alrededor.

—Nunca me gustó esa zorra —dijo—. Ni siquiera cuando éramos niñas… —Me miró cautelosamente, se calló. La vida abandonó su rostro. Se convirtió una vez más en la dama de hielo.

Si alguna vez hubo alguna chispa de amor extraño dentro de mí, como me acusaron mis hermanos, destelló ahora por última vez. Vi claramente lo que los Rebeldes deseaban destruir…, esa parte del movimiento que era la auténtica Rosa Blanca, no una marioneta del monstruo que había creado esta mujer y ahora la deseaba destruida para poder traer a su propia descendencia de terror de vuelta al mundo. En aquel momento hubiera depositado alegremente su cabeza al lado de la de su hermana.

Por segunda vez, si podía creerse a Atrapaalmas. Su segunda hermana. Esto no merecía ninguna lealtad.

No hay límites a la suerte de uno, al poder de uno, a lo mucho que uno se atreve a resistir. No tenía el valor necesario para seguir mi impulso. Más tarde, quizá. El capitán había cometido un error, poniéndose al servicio de Atrapaalmas. ¿Era adecuada mi posición única para discutir con él y convencerle de que se saliera de ese servicio sobre la base de que nuestra comisión había terminado con la muerte de Atrapaalmas?

Lo dudaba. Suscitaría una batalla, por decir lo menos. En especial si, como sospechaba, él había ayudado al Síndico durante todo el tiempo allá en Berilo. La existencia de la Compañía no parecía estar en absoluto en peligro, suponiendo que sobreviviéramos a la batalla. No toleraría otra traición. En el conflicto de moralidades hallaría que ése era el mal mayor.

¿Había ahora una Compañía? La batalla de Hechizo no había terminado porque la Dama y yo nos hubiéramos ausentado. ¿Quién sabía lo que había ocurrido mientras perseguíamos a un Tomado renegado?

Miré al sol, me sorprendió descubrir que sólo había pasado un poco más de una hora.

La Dama recordó también Hechizo.

—La alfombra, médico —dijo—. Será mejor que volvamos.

La ayudé a cojear hasta los restos de la alfombra de Atrapaalmas. Estaba hecha una ruina, pero ella creía que todavía funcionaría. La deposité sobre ella, recogí el arco que ella me había dado, me senté delante de ella. Susurró algo. La alfombra se alzó con un crujido. Proporcionaba una base de sustentación más bien inestable.

Permanecí sentado con los ojos cerrados, debatiendo conmigo mismo, mientras ella rodeaba el lugar de la caída de Atrapaalmas. No pude ordenar mis sentimientos. No creía en el mal como en una fuerza activa, sólo como un asunto de punto de vista, pero había visto lo suficiente como para hacerme cuestionar mi filosofía. Si la Dama no era el mal encarnado, entonces estaba tan cerca de él que el asunto no constituía ninguna diferencia.

Empezamos a renquear hacia la Torre. Cuando abrí los ojos pude ver aquel gran bloque oscuro parpadear en el horizonte y aumentar lentamente de tamaño. No deseaba volver.

Pasamos por encima del terreno rocoso al oeste de Hechizo, a unos treinta metros de altura, a velocidad de caracol. La Dama tenía que concentrarse totalmente en mantener la alfombra en el aire. Yo estaba aterrado ante la idea de que la cosa podía caer en aquel lugar, o dar su último aliento encima del ejército Rebelde. Me incliné hacia adelante, estudiando el agreste suelo, intentando elegir un lugar donde estrellarnos.

Así fue como vi a la niña.

Habíamos recorrido tres cuartas partes del camino. Vi moverse algo.

—¿Eh? —Linda alzó la vista hacia nosotros, protegiéndose los ojos. Una mano brotó de las sombras, la arrastró hacia un lugar escondido.

Miré a la Dama. No había reparado en nada. Estaba demasiado ocupada manteniéndonos en el aire.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Habían expulsado los Rebeldes a la Compañía hasta aquella zona rocosa? ¿Por qué no veía a nadie más?

Con un esfuerzo, la Dama fue ganando gradualmente altitud. La cuña se expandió delante de mí.

Una tierra de pesadilla. Decenas de miles de Rebeldes muertos la alfombraban. La mayoría habían caído en formación. Los distintos niveles estaban inundados con cadáveres de ambos bandos. Una bandera de la Rosa Blanca sobre un astil inclinado hacia un lado chasqueaba al viento en la cima de la pirámide. Por ninguna parte veía moverse a nadie. El silencio se había adueñado del lugar, excepto el murmullo de un helado viento del norte.

La Dama perdió su control por un instante. Caímos. Consiguió dominar de nuevo la alfombra a menos de cuatro metros de estrellarnos.

Nada se agitaba excepto las banderas ondeando al viento. El campo de batalla parecía algo surgido de la imaginación de un artista loco. La capa superior de Rebeldes muertos yacía como si hubieran muerto bajo un terrible dolor. Su número era incalculable.

Nos alzamos por encima de la pirámide. La muerte había barrido todos sus alrededores en dirección a la Torre. La puerta permanecía abierta. Había cadáveres Rebeldes a su sombra.

Habían llegado a entrar.

Sólo había un puñado de cuerpos encima de la pirámide, todos ellos Rebeldes. Mis camaradas debían de haber podido entrar.

Tenían que estar luchando todavía, dentro de aquellos retorcidos corredores. El lugar era demasiado enorme para ser dominado rápidamente. Escuché, pero no oí nada.

La parte superior de la torre estaba a cien metros por encima de nosotros. No podíamos subir más alto… Una figura apareció allí e hizo señas. Era baja e iba vestida de color pardo. Jadeé. Sólo recordaba un Tomado que fuera vestido de color pardo. Avanzó hasta un mejor punto de observación, cojeando, haciendo señas todavía. La alfombra se alzó. Sesenta metros todavía. Treinta. Miré hacia atrás al panorama de muerte. ¿Un cuarto de millón de hombres? La mente se tambaleaba. Algo demasiado enorme para tener un significado real. Incluso en los días de gloria del Dominador las batallas nunca alcanzaban esa escala…

Miré a la Dama, ella lo había preparado todo. Ahora sería la dueña total del mundo…, si la Torre sobrevivía a la batalla que se libraba dentro. ¿Quién podría oponérsele? La humanidad de todo un continente yacía muerta…

Media docena de Rebeldes aparecieron por la puerta. Nos lanzaron flechas. Sólo unas pocas se alzaron hasta casi la altura de la alfombra. Los soldados dejaron de disparar, aguardaron. Sabían que teníamos problemas.

Quince metros. Siete. La Dama tenía dificultades en dominar la alfombra, incluso con la ayuda del Renco. Me estremecí al viento, que amenazaba con arrastrarnos lejos de la Torre. Recordé la larga caída del Aullador. Estábamos tan altos como lo había estado él.

Una mirada a la llanura me mostró al forvalaka. Colgaba fláccido de su cruz, pero yo sabía que estaba vivo.

Unos hombres se unieron al Renco. Algunos llevaban cuerdas, algunos lanzas o largos palos. Nos elevamos más lentamente aún. Aquello se convirtió en un juego ridículamente tenso, con la seguridad casi al alcance de la mano pero no completamente.

Una cuerda cayó sobre mis rodillas. Un sargento de la guardia gritó:

—¡Átala a ella!

—¿Y qué pasa conmigo, tonto del culo? —Me moví casi tan rápido como crece una piedra, temeroso de alterar la estabilidad de la alfombra. Me sentí tentado a hacer algún falso nudo que cediera bajo la tensión. Ya no me gustaba la Dama. El mundo sería mejor con su ausencia. Atrapaalmas era una intrigante asesina cuyas ambiciones habían enviado a cientos a la muerte. Merecía su destino. ¿Qué merecía su hermana, que había enviado a miles a la carrera por la carretera oscura?

Llegó una segunda cuerda. Me até a ella. Estábamos a metro y medio de la cima, incapaces de subir más. Los hombres en las cuerdas tiraron desde sus lados. La alfombra se deslizó contra la Torre. Tendieron los palos. Agarré uno.

La alfombra cayó.

Por un segundo pensé que estaba perdido. Luego me izaron.

Había una dura lucha escaleras abajo, dijeron. El Renco me ignoró por completo, se apresuró a volver a la acción. Yo simplemente me dejé caer encima de la Torre, feliz de estar a salvo. Incluso dormí un poco. Desperté solo en el viento del norte y con un debilitado cometa en el horizonte. Bajé a comprobar el final del juego del gran designio de la Dama.

Ella había ganado. Ni uno de cada cien Rebeldes sobrevivió, y la mayoría de ésos fue porque habían desertado antes.

El Aullador difundió la enfermedad con los globos que arrojó. Alcanzó su estado crítico poco después de que la Dama y yo partiéramos en persecución de Atrapaalmas. Los hechiceros Rebeldes no pudieron detenerla a una escala significativa. De ahí las hileras de muertos.

Aún así, parte del enemigo resultó ser parcial o totalmente inmune, y no todos los nuestros escaparon a la infección. Los Rebeldes ocuparon el nivel superior.

El plan, en aquel punto, exigía que la Compañía Negra contraatacara. El Renco, rehabilitado, tenía que ayudarles con hombres del interior de la Torre. Pero la Dama no estaba allí para ordenar la carga. En su ausencia, Susurro ordenó una retirada al interior de la Torre.

El interior de la Torre era una serie de trampas mortales accionadas no sólo por los orientales del Aullador sino por los heridos llevados dentro las noches anteriores y curados por los poderes de la Dama.

Terminó mucho antes de que yo pudiera recorrer el laberinto hasta mis camaradas. Cuando crucé su rastro, supe que llevaba horas de retraso. Habían partido de la Torre con órdenes de establecer una línea de piquetes allá donde se había alzado la empalizada.

Alcancé el nivel del suelo mucho después de la caída de la noche. Estaba agotado. Simplemente deseaba paz, quietud, quizás un puesto en una guarnición en una pequeña ciudad… Mi mente no funcionaba bien. Tenía cosas que hacer, cosas que discutir, una batalla que librar con el capitán. Él no deseaba traicionar otra comisión. Estaban los físicamente muertos y los moralmente muertos. Mis camaradas estaban entre los últimos. No me comprenderían. Elmo, Cuervo, Arrope, Un Ojo, Goblin actuarían como si yo hablara una lengua extranjera. Y sin embargo, ¿podía condenarles? Eran mis hermanos, mis amigos, mi familia, y actuaban moralmente dentro de ese contexto. El peso de todo ello caía sobre mí. Tenía que convencerles de que había una obligación más grande.

Caminé por entre sangre seca, pasando por encima de los cadáveres, conduciendo los caballos que había liberado de los establos de la Dama. Por qué tomé varios es un misterio, excepto por una vaga noción de que podían ser útiles. Tomé el que había cabalgado Pluma porque no sentía deseos de caminar.

Hice una pausa para mirar al cometa. Parecía vacío.

—No esta vez, ¿eh? —le pregunté—. No puedo decir que me sienta totalmente desanimado. —Una falsa risita. ¿Cómo podía estarlo? Si aquélla hubiera sido realmente la hora del Rebelde, como él había creído, yo estaría muerto.

Me detuve dos veces más antes de alcanzar el campamento. La primera vez oí unas suaves maldiciones mientras descendía los restos del muro de contención inferior. Me acerqué al sonido, encontré a Un Ojo sentado debajo del forvalaka crucificado. Le hablaba firmemente con voz suave, en un lenguaje que no comprendí. Tan enfrascado estaba que no me oyó llegar. Ni tampoco me oyó irme un minuto más tarde, absolutamente asqueado.

Un Ojo estaba rememorando la muerte de su hermano Tam-Tam. Conociéndolo, la cosa se prolongaría varios días.

Hice una pausa de nuevo allá donde la falsa Rosa Blanca había contemplado la batalla. Estaba allí completamente inmóvil, muy muerta a muy temprana edad. Sus amigos hechiceros habían hecho más dura su muerte intentando salvarla de la enfermedad del Aullador.

—Demasiado —murmuré. Miré hacia atrás a la Torre, al cometa. Ella había ganado…

¿Lo había hecho realmente? ¿Qué había conseguido, en resumidas cuentas? ¿La destrucción de los Rebeldes? Pero se habían convertido en el instrumento de su esposo, un mal aún mayor. Ellos habían sido los derrotados aquí, aunque tan sólo él, ella y yo lo supiéramos. La mayor maldad había sido anticipada. Más aún, el ideal Rebelde había pasado a través de una llama purificadora, templadora. Dentro de una generación…

No soy religioso. No puedo concebir dioses a los que no les importa un comino el insustancial avance de la humanidad. Quiero decir, lógicamente, que a seres de ese orden no les importaría. Pero quizás haya una fuerza para un bien más grande, creada por nuestras mentes inconscientes unidas, que se convierte en un poder independiente más grande que la suma de sus partes. Quizá, siendo una cosa-mente, no esté ligada al tiempo. Quizá pueda verlo todo en el espacio y en el tiempo y mover sus peones de tal modo que lo que parece ser una victoria hoy se convierta en la piedra angular de la derrota de mañana.

Quizá la debilidad le hacía cosas a mi mente. Durante unos pocos segundos creí ver el paisaje de mañana, vi el triunfo de la Dama convertirse en una serpiente y generar su destrucción durante el siguiente paso del cometa. Vi una auténtica Rosa Blanca llevando su estandarte a la Torre, la vi a ella y a sus campeones tan claramente como si estuviera yo mismo allí aquel día…

Me tambaleé encima de aquel animal de Pluma, tenso y aterrado. Porque si era una auténtica visión, yo estaría allí. Si era una auténtica visión, yo conocía a la Rosa Blanca. La conocía desde hacía un año. Ella era mi amiga. Y yo la había desechado como tal debido a un impedimento…

Llevé los caballos hacia el campamento. Cuando un centinela me dio el alto ya había recuperado suficiente cinismo como para haber echado a un lado la visión. Había pasado por demasiadas cosas en un solo día. Los personajes como yo no se convierten en profetas. Especialmente no del lado equivocado.

El de Elmo fue el primer rostro familiar que vi.

—Dios, tienes un aspecto horrible —dijo—. ¿Estás herido?

Fui incapaz de hacer nada excepto negar con la cabeza. Me arrastró fuera del caballo y me llevó a alguna parte y eso fue lo último que supe durante horas. Excepto que mis sueños fueron tan descoyuntados y tan fuera del tiempo como la visión, y no me gustaron en absoluto. Y no pude escapar de ellos.

La mente, sin embargo, es resistente. Conseguí olvidar los sueños a los pocos momentos de despertar.