El viento aullaba y arrojaba ráfagas de polvo y arena contra nuestras espaldas. Nos retiramos a su amparo, caminando hacia atrás, con la arenosa tormenta filtrándose por cada hueco de armadura y ropas, combinándose con el sudor en un hediondo y salado lodo. El aire era caliente y seco. Absorbía rápidamente la humedad, convirtiendo el lodo en una costra seca. Todos teníamos los labios agrietados e hinchados, las lenguas como mohosas almohadas que asfixiaban la arenosa costra del interior de nuestras bocas.
Tormentosa rugía en todo su apogeo. Sufríamos sus consecuencias casi tanto como los Rebeldes. La visibilidad era de una docena escasa de metros. Apenas podía ver a los hombres a mi derecha e izquierda, y sólo a dos en la línea de retaguardia, caminando hacia atrás delante de mí. Saber que nuestros enemigos tenían que venir detrás de nosotros encarándose al viento no me alegraba en absoluto. Los hombres en la otra línea se dispersaron de pronto, preparando sus arcos. Altas cosas imprecisas surgieron del girante viento, con sombras embozadas girando a su alrededor, sacudiéndose como enormes alas. Tensé mi arco y solté una flecha, seguro de que iba a perderse en la nada.
No lo hizo. Un jinete alzó las manos. Su animal giró y corrió ante el viento, persiguiendo a otros compañeros sin jinete.
Estaban empujando fuerte, manteniéndose cerca, intentando atraparnos antes de que escapáramos del País Ventoso a la más defendible Escalera Rota. Y sólo eso mantenía viva a la Compañía.
Éramos trescientos ahora, retrocediendo ante la inexorable marea que había inundado Lords. Nuestra pequeña hermandad, negándose a disgregarse, se había convertido en el núcleo al que se habían adherido los fugitivos del desastre una vez el capitán había abierto camino luchando a través de las líneas del asedio. Nos habíamos convertido en los cerebros y los nervios de aquella sombra de un ejército en plena huida. La propia Dama había enviado órdenes de que todos los oficiales imperiales se sometieran al mando del capitán. Sólo la Compañía había logrado algún éxito señalado durante la campaña del norte.
Alguien salió de entre el polvo y aulló a mis espaldas, me dio una palmada en el hombro. Giré en redondo. Todavía no era tiempo de abandonar la línea.
Cuervo me miraba fijamente. El capitán había imaginado dónde estaba.
Cuervo llevaba la cabeza envuelta en vendajes. Fruncí los ojos, con una mano alzada para bloquear la mordiente arena. Gritó algo así como «L’tan ker’te». Sacudí la cabeza. Apuntó hacia atrás, me agarró y aulló en mi oído:
—¡El capitán quiere verte!
Por supuesto. Asentí, le tendí el arco y las flechas, me incliné hacia el viento y la arena. Las armas eran escasas. Las flechas que le había entregado eran flechas Rebeldes recogidas después de que hubieran surgido de la bruma parda lanzadas contra nosotros.
Avanzar avanzar avanzar. La arena golpeaba contra la parte superior de mi cabeza mientras avanzaba con la barbilla contra el pecho, inclinado, los ojos entrecerrados. No quería ir. El capitán no iba a decir nada que deseara oír.
Un gran matorral llegó rodando y rebotando hacia mí. Casi me derribó. Me eché a reír. Teníamos a Cambiaformas entre nosotros. Los Rebeldes malgastarían un montón de flechas cuando aquello golpeara sus líneas. Nos superaban en número por diez o quince a uno, pero los números no significan nada contra los Tomados.
Avancé entre los colmillos del viento hasta que estuve seguro de que había ido demasiado lejos o había perdido la orientación. Siempre era lo mismo. Después de que decidiera abandonar, ahí estaba, la milagrosa isla de paz. Entré en ella, tambaleante ante la repentina ausencia de viento. Mis oídos rugían, negándose a creer la quietud.
Treinta carros avanzaban en prieta formación dentro de la quietud, rueda contra rueda. La mayoría estaban llenos con los heridos. Un millar de hombres rodeaban los carros, avanzando pesadamente hacia el sur. Miraban fijamente al suelo y temían salirse de la línea. No había conversaciones, no se intercambiaba ninguna agudeza. Habían visto demasiadas retiradas. Seguían al capitán solamente porque prometía una posibilidad de sobrevivir.
—¡Matasanos! ¡Por aquí! —El teniente me hizo una seña desde el flanco de la extrema derecha de la formación.
El capitán tenía el aspecto de un oso taciturno por naturaleza que hubiera sido despertado prematuramente de su hibernación. El gris en sus sienes se agitaba cuando masticaba las palabras antes de escupirlas. Su rostro colgaba. Sus ojos eran huecos oscuros. Su voz infinitamente cansada.
—Creí que te había dicho que te quedaras por aquí.
—Era mi turno…
—Tú no tienes turnos, Matasanos. Déjame ver si puedo ponerlo en palabras que sean lo suficientemente simples para ti. Tenemos tres mil hombres. Estamos en contacto constante con los Rebeldes. Tenemos a un doctor brujo tonto del culo y a un auténtico médico para ocuparse de esos chicos. Un Ojo tiene que gastar la mitad de sus energías ayudando a mantener esta cúpula de paz. Lo cual te deja a ti para ocuparte de toda la carga médica. Lo cual significa que no debes arriesgarte fuera de aquí. Por ninguna razón.
Contemplé el vacío encima de su hombro izquierdo, con el ceño fruncido a la arena que torbellineaba alrededor de la zona protegida.
—¿Estoy siendo claro, Matasanos? ¿Me entiendes? Aprecio tu devoción a los Anales, tu determinación a captar la esencia de la acción, pero…
Asentí con la cabeza, miré a los carros y su deprimente carga. Tantos heridos, y tan poco que yo podía hacer por ellos. Él no se daba cuenta de la sensación de impotencia que causaba eso. Todo lo que yo podía hacer era remendarles en lo posible y rezar, y conseguir que los agonizantes estuvieran tranquilos hasta que murieran…, en cuyo momento los dejábamos caer para hacer sitio a los recién llegados.
Se habían perdido innecesariamente demasiados que hubieran podido salvarse si yo hubiera dispuesto de tiempo, ayuda entrenada y una cirugía decente. ¿Por qué iba a la línea de batalla? Porque allí podía realizar algo. Podía devolverles el golpe a nuestros atormentadores.
—Matasanos —gruñó el capitán—, tengo la sensación de que no estás escuchando.
—Sí, señor. He entendido, señor. Me quedaré aquí y me ocuparé de mi hilo y mi aguja.
—No pongas esa cara. —Apoyó una mano en mi hombro—. Atrapaalmas dice que alcanzaremos la Escalera Rota mañana. Entonces podremos hacer todo lo que queramos. Hacer sangrar a Empedernido por la nariz.
Empedernido se había convertido en el general Rebelde más importante.
—¿Ha dicho cómo vamos a conseguir eso, superados en número por un muchillón a uno?
El capitán frunció el ceño. Efectuó con los pies esa pequeña y arrastrante danza de oso mientras elaboraba una respuesta tranquilizadora.
¿Tres mil agotados y apaleados hombres rechazando a las hordas de Empedernido ebrias de victoria? Malditamente improbable. Ni siquiera con tres de los Diez Que Fueron Tomados ayudando.
—Creo que no lo ha dicho —bufé.
—Ése no es tu departamento, ¿correcto? Atrapaalmas no duda de tus operaciones quirúrgicas, ¿no? Entonces, ¿por qué cuestionas la estrategia general?
Sonreí.
—La ley no escrita de todos los ejércitos, capitán. Los rangos inferiores tienen el privilegio de cuestionar la cordura y la competencia de sus comandantes. Es el mortero que mantiene unido un ejército.
El capitán me miró desde su estatura más baja y robusta y desde debajo de unas hirsutas cejas.
—Eso mantiene unidos a los hombres, ¿eh? ¿Y sabes lo que los mantiene en movimiento?
—¿Qué?
—Tipos como yo pateándoles el culo a tipos como tú cuando empiezan a filosofar. Si captas lo que quiero decir.
—Creo que sí, señor. —Me alejé, recuperé mi maletín del carro donde lo había arrojado, me puse a trabajar. Había unos cuantos nuevos heridos.
La ambición Rebelde estaba debilitándose bajo el incesante asalto de Tormentosa.
Estaba haraganeando un poco, aguardando a ser llamado, cuando divisé a Elmo brotar del mal tiempo. No lo había visto desde hacía días. Se dejó caer al lado del capitán. Me dirigí hacia allí.
—… avanzan por nuestra derecha —estaba diciendo—. Quizás intentan alcanzar la Escalera primero. —Me miró, alzó una mano en un saludo. La estreché. Estaba pálido de cansancio. Como el capitán, había descansado muy poco desde que habíamos entrado en el País Ventoso.
—Saca una compañía de la reserva. Atácales por el flanco —respondió el capitán—. Golpéales duro y mantente firme. No esperarán eso. Los sacudirá. Haz que se pregunten detrás de qué vamos.
—Sí, señor. —Elmo se volvió para irse.
—¿Elmo?
—¿Señor?
—Ve con cuidado ahí fuera. Reserva tus energías. Vamos a seguir avanzando esta noche.
Los ojos de Elmo hablaron de capacidades torturadas. Pero no cuestionó las órdenes. Es un buen soldado. Y, como yo, sabía que venían de más arriba de la cabeza del capitán. Quizá de la propia Torre.
La noche había traído una tregua tácita. Los rigores de los días habían dejado a ambos ejércitos no deseosos de dar un paso innecesario tras la oscuridad. No había habido contacto nocturno.
Pero ni siquiera esas horas de respiro, cuando la tormenta dormía, eran suficientes para impedir que los ejércitos siguieran avanzando con su paso cansino. Ahora nuestros altos señores deseaban un esfuerzo extra, con la esperanza de conseguir alguna ventaja táctica. Llegar a la Escalera por la noche, atrincherarse en ella, hacer que los Rebeldes lleguen a nosotros surgiendo de la perpetua tormenta. Tenía sentido. Pero era el tipo de movimiento ordenado por un general desde su sillón a quinientos kilómetros detrás del escenario de la lucha.
—¿Oyes eso? —me preguntó el capitán.
—Sí. Suena como enmudecido.
—Estoy de acuerdo con el Tomado, Matasanos. El viaje será más fácil para nosotros y más difícil para los Rebeldes. ¿Te has puesto al corriente de tus tareas?
—Sí.
—Entonces intenta mantenerte fuera del camino. Ve a dar un paseo. Duerme un poco.
Me alejé, maldiciendo la mala suerte que nos había despojado de la mayor parte de nuestras monturas. Dioses, caminar se estaba haciendo pesado.
No seguí el consejo del capitán, aunque era juicioso. Estaba demasiado inquieto para descansar. La perspectiva de una marcha nocturna me inquietaba.
Vagué en busca de viejos amigos. La Compañía se había dispersado entre la multitud, siguiendo las indicaciones del capitán. No había visto a algunos hombres desde Lords. No sabía si todavía estaban vivos.
No pude hallar más que a Goblin, Un Ojo y Silencioso. Hoy Goblin y Un Ojo estaban menos comunicativos que Silencioso. Lo cual decía mucho acerca de la moral.
Avanzaban testarudamente, los ojos fijos en la seca tierra, sólo haciendo raramente un gesto o murmurando alguna palabra para mantener la integridad de nuestra burbuja de paz. Acompasé mi andar al de ellos. Finalmente intenté romper el hielo con un «Hola».
Goblin gruñó. Un Ojo me concedió unos segundos de maligna mirada. Silencioso ni siquiera reconoció mi existencia.
—El capitán dice que vamos a seguir toda la noche —les indiqué. Tenía que conseguir que alguien se sintiera tan miserable como yo.
La expresión de Goblin me preguntó por qué deseaba decir ese tipo de mentira. Un Ojo murmuró algo acerca de convertir al bastardo en un sapo.
—El bastardo al que deberías convertir es Atrapaalmas —dije relamidamente.
Me lanzó otra maligna mirada.
—Quizá practicaré contigo, Matasanos.
A Un Ojo no le gustaban las marchas nocturnas, así que Goblin aprobó de inmediato el genio del hombre que había iniciado la idea. Pero su entusiasmo fue tan ligero que Un Ojo ni siquiera se molestó en morder el anzuelo.
Pensé que podía hacer otro intento.
—Chicos, parecéis tan deprimidos como yo.
Ninguna reacción. Ni siquiera el girar de una cabeza.
—Está bien —dije. Renuncié, puse un pie delante del otro, vacié mi mente.
Vinieron a buscarme para que me ocupara de los heridos de Elmo. Eran una docena, y eso fue todo por el día. Los Rebeldes habían tenido que elegir entre huir o morir.
La oscuridad llegó pronto bajo la tormenta. Hicimos como de costumbre. Nos alejamos algo de los Rebeldes, esperamos a que cesara la tormenta, levantamos un campamento con fuegos encendidos con cualquier maleza que pudimos encontrar. Sólo que esta vez sólo fue un breve descanso, hasta que salieron las estrellas. Nos miraron con burla en sus parpadeos, diciendo que todo nuestro sudor y nuestra sangre no tenía realmente ningún significado para el largo ojo del tiempo. Nada de lo que hiciéramos sería recordado dentro de un millar de años.
Esos pensamientos nos contagiaron a todos. A nadie le quedaba ningún ideal ni ansia de gloria. Simplemente deseábamos llegar a alguna parte, tendernos y olvidar la guerra.
La guerra no nos olvidaría a nosotros. Tan pronto como supuso que los Rebeldes estarían convencidos de que habíamos acampado, el capitán reanudó la marcha, ahora en una columna irregular que serpenteaba lentamente a través de los páramos iluminados por la luna.
Pasaron las horas y no parecía que llegáramos a ninguna parte. La tierra no cambiaba nunca. Yo miraba ocasionalmente hacia atrás, comprobando la renovada tormenta que Tormentosa estaba arrojando contra el campamento Rebelde. Los relámpagos destellaban y cebraban el cielo. Era más furiosa que cualquier otra cosa a la que se hubieran enfrentado hasta entonces.
La sombría Escalera Rota se materializó tan lentamente que llevaba una hora allí antes de que me diera cuenta de que no era un banco de nubes bajo en el horizonte. Las estrellas empezaron a desvanecerse y el este a iluminarse antes de que la tierra empezara a brotar.
La Escalera Rota es una escarpada cordillera virtualmente infranqueable excepto por el único y empinado paso que le da su nombre. El terreno asciende gradualmente hasta que alcanza una serie de repentinos e impresionantes farallones y mesetas que se extienden hacia todos lados a lo largo de cientos de kilómetros. Al sol de la mañana parecían los carcomidos contrafuertes de una gigantesca fortaleza.
La columna penetró en un cañón ahogado por los taludes, hizo un alto mientras se despejaba un camino para los carros. Me arrastré hasta la cima de un farallón y observé la tormenta. Avanzaba en nuestra dirección.
¿Habríamos cruzado antes de que llegara Empedernido?
El bloqueo era un reciente derrumbamiento que cubría tan sólo medio kilómetro de carretera. Más allá se extendía la ruta recorrida por las caravanas antes de que la guerra interrumpiera el comercio.
Miré de nuevo la tormenta. Empedernido estaba haciendo un buen promedio. Supuse que lo impulsaba la furia. No dejaba de tener sus motivos. Habíamos matado a su cuñado y habíamos conseguido Tomar a su prima…
Un movimiento hacia el oeste llamó mi atención. Toda una sucesión de feroces nubes de tormenta avanzaba hacia Empedernido, retumbando y rodando. Una nube en forma de embudo giró sobre sí misma y penetró en la tormenta de arena. Los Tomados jugaban duro.
Empedernido era testarudo. Seguía avanzando a través de todo.
—¡Hey! ¡Matasanos! —gritó alguien—. Ven aquí.
Bajé la vista. Los carros estaban cruzando el peor trecho del camino. Era hora de irse.
Fuera en los llanos las nubes tejieron otro embudo. Casi sentí piedad por los hombres de Empedernido.
Poco después de que alcanzara la columna el suelo se estremeció. El farallón al que había trepado se tambaleó, gruñó, se derrumbó, se esparció a través del camino. Otro pequeño regalo para Empedernido.
Alcanzamos nuestro lugar de parada poco antes de que se hiciera de noche. ¡Un terreno decente al fin! Auténticos árboles. Un arroyo murmurante. Aquellos a los que todavía les quedaban algo de fuerzas empezaron a levantar el campamento o a cocinar. El resto simplemente se derrumbó. El capitán no metió prisa. La mejor medicina en aquellos momentos era la libertad de descansar.
Dormí como el tronco proverbial.
Un Ojo me despertó al canto del gallo.
—Pongámonos a trabajar —dijo—. El capitán quiere montar un hospital. —Hizo una mueca. En la mejor de las ocasiones su expresión es como la de una pasa—. Se supone que vamos a tener algo de ayuda procedente de Hechizo.
Gruñí y gemí y maldije y me puse en pie. Todos mis músculos estaban rígidos. Todos los huesos me dolían.
—La próxima vez que estemos en algún lugar lo bastante civilizado como para tener tabernas recuérdame que brinde por la paz eterna —gruñí—. Un Ojo, estoy dispuesto a retirarme.
—¿Y quién no? Pero eres el Analista, Matasanos. Siempre nos estás frotando la tradición por las narices. Sabes que sólo puedes salirte de dos formas de la Compañía. Muerto o con los pies por delante. Muestra algo de alegría en tu feo rostro y ponte al trabajo. Tengo cosas más importantes que hacer que jugar a la enfermera.
—Estás alegre esta mañana, ¿no?
—Positivamente como unas castañuelas. —Trasteó por ahí mientras yo me adecentaba en la medida de lo posible.
El campamento estaba naciendo a la vida. Los hombres comían y se lavaban para eliminar de sus cuerpos el desierto. Se afanaban y maldecían. Algunos incluso hablaban entre sí. La recuperación había empezado.
Sargentos y oficiales estaban fuera supervisando la ladera, buscando los puntos fuertes más defendibles. Éste era pues el lugar donde los Tomados deseaban resistir.
Era un buen lugar. Era esa parte del paso que daba a la Escalera su nombre, una inclinación de cuatrocientos metros que dominaba todo un laberinto de cañones. La antigua carretera serpenteaba hacia uno y otro lado a través de la ladera de la montaña en incontables giros y revueltas, de modo que desde una cierta distancia parecía como una gigantesca escalera rota e inclinada hacia un lado.
Un Ojo y yo reclutamos a una docena de hombres y empezamos a trasladar a los heridos a un tranquilo bosquecillo muy arriba del campo de batalla en perspectiva. Pasamos una hora poniéndolos cómodos y preparándonos para los futuros heridos.
—¿Qué es eso? —preguntó de pronto Un Ojo.
Escuché. Los sonidos de los preparativos habían muerto.
—Ha ocurrido algo —dije.
—Genial —respondió—. Probablemente ha llegado la gente de Hechizo.
—Echemos una mirada. —Salí del bosquecillo y bajé hacia el cuartel general del capitán. Los recién llegados se hicieron evidentes en el momento mismo en que abandoné los árboles.
Calculé que eran un millar de hombres, la mitad soldados de la guardia personal de la Dama con sus brillantes uniformes, el resto al parecer carreros. La hilera de carros y ganado era más excitante que los refuerzos.
—Esta noche habrá fiesta —le dije a Un Ojo, que me seguía. Miró hacia los carros y sonrió. Sus sonrisas de puro placer son sólo ligeramente más comunes que los dientes de la gallina de la fábula. Ciertamente merecen ser registradas en estos Anales.
Con el batallón de los guardias estaba el Tomado llamado el Ahorcado. Era improbablemente alto y delgado. Su cabeza estaba retorcida hacia un lado. Tenía el cuello hinchado y púrpura por la mordedura de la cuerda. Su rostro estaba congelado en la abotagada expresión de alguien que ha sido estrangulado. Supuse que tendría considerables dificultades para hablar.
Era el quinto de los Tomados que veía, después de Atrapaalmas, el Renco, Cambiaformas y Susurro. Me había perdido a Nocherniego en Lords, y todavía no había visto a Tormentosa, pese a la proximidad. El Ahorcado era diferente. Los otros solían llevar algo que ocultaba su cabeza y rostro. Excepto Susurro, habían pasado eras bajo tierra. La tumba no les había tratado consideradamente.
Atrapaalmas y Cambiaformas estaban allí para dar la bienvenida al Ahorcado. El capitán estaba detrás de ellos, escuchando al comandante de los guardias de la Dama. Me acerqué, con la esperanza de oír algo.
El comandante de los guardias se mostraba hosco porque tenía que ponerse a disposición del capitán. A ninguno de los regulares les gustaba recibir órdenes de un mercenario recién llegado de ultramar.
Me acerqué al Tomado. Y descubrí que no podía entender ni una palabra de su conversación. Estaban hablando en tellekurre, una lengua que había muerto con la caída de la Dominación.
Una mano tocó ligeramente la mía. Sorprendido, bajé la vista a los grandes ojos castaños de Linda, a la que no había visto desde hacía días. Hizo rápidos gestos con los dedos. He estado aprendiendo sus signos. Deseaba mostrarme algo.
Me condujo a la tienda de Cuervo, que no estaba lejos de la del capitán. Se metió dentro, regresó con una muñeca de madera. Había sido creada con amorosa habilidad. No pude imaginar las horas que Cuervo debía de haber pasado en ella. No pude imaginar dónde la había encontrado.
Linda frenó el ritmo de su habla con los dedos para que yo pudiera seguirla más fácilmente. Sin embargo no era fácil. Me dijo que Cuervo había hecho la muñeca, como yo había supuesto, y que ahora le estaba cosiendo un guardarropa. Creía que tenía allí un gran tesoro. Recordando el poblado donde la habíamos encontrado, no dudé de que era el mejor juguete que jamás había poseído.
Un objeto revelador, cuando piensas en Cuervo, un hombre de aspecto amargado, frío y silencioso, cuyo único uso para un cuchillo parece ser siniestro.
Linda y yo conversamos durante unos minutos. Sus pensamientos son deliciosamente directos, un refrescante contraste en un mundo lleno de retorcida, prevaricadora, impredecible y maquinadora gente.
Una mano apretó mi hombro, a medio camino entre furiosa y afable.
—El capitán te está buscando, Matasanos. —Los oscuros ojos de Cuervo brillaban como obsidiana debajo de una luna creciente. Fingió que la muñeca era invisible. Le gusta mostrarse duro, me di cuenta.
—Está bien —dije, diciendo adiós con la mano. Me gustó saber de Linda. A ella le gustó enseñarme su muñeca. Creo que le proporcionó una sensación de valía. El capitán estaba tomando en consideración hacer que todo el mundo aprendiera su lenguaje con las manos. Sería un valioso complemento a nuestras tradicionales pero inadecuadas señales de batalla.
Cuando llegué el capitán me lanzó una siniestra mirada, pero me ahorró el discurso.
—Tu nueva ayuda y provisiones están aquí. Indícales dónde deben ir.
—Sí, señor.
La responsabilidad lo estaba abrumando. Nunca había mandado a tantos hombres ni se había enfrentado a condiciones tan adversas, con órdenes tan imposibles ante un futuro tan incierto. Desde donde estaba parecía como si su misión fuera ser sacrificado para ganar tiempo.
Nosotros, la Compañía, no somos unos luchadores entusiastas. Pero la Escalera Rota no podía ser retenida con trucos.
Parecía que había llegado el final.
Nadie cantará canciones en nuestra memoria. Somos la última de las Compañías Libres de Khatovar. Nuestras tradiciones y recuerdos, viven sólo en esos Anales. Somos nuestras únicas plañideras.
Es la Compañía contra el mundo. Así ha sido, y así será siempre.
Mi ayuda de la Dama consistía en dos cualificados cirujanos de batalla y una docena de auxiliares con varios grados de habilidad, junto con un puñado de carros llenos de provisiones médicas. Me sentí agradecido. Ahora tenía la oportunidad de salvar a unos pocos hombres.
Llevé a los recién llegados a mi bosquecillo, les expliqué cómo trabajaba, los dejé que se ocuparan de mis pacientes. Tras asegurarme de que no eran completamente incompetentes, les entregué el hospital y me fui.
Estaba inquieto. No me gustaba lo que le estaba ocurriendo a la Compañía. Había adquirido demasiados nuevos seguidores y responsabilidades. La antigua intimidad había desaparecido. Había habido un tiempo en el que veía a cada uno de los hombres cada día. Ahora había algunos a los que no había visto desde antes de la debacle en Lords. No sabía si estaban muertos, vivos o cautivos. Casi me sentía neuróticamente ansioso de que algunos hombres se hubieran perdido y fueran olvidados.
La Compañía es nuestra familia. La hermandad la hace funcionar. Estos días, con todos esos nuevos rostros norteños, la fuerza primaria que mantiene unida a la Compañía es un esfuerzo desesperado de la hermandad por recuperar la antigua intimidad. La tensión de intentarlo marca todos los rostros.
Me dirigí a uno de los puestos de guardia delanteros, que dominaba la caída del arroyo a los cañones. Allá al fondo, por debajo de la bruma, se extendía un pequeño y resplandeciente estanque. Una delgada corriente de agua lo abandonaba en dirección al País Ventoso. No completaría su recorrido. Comprobé las caóticas hileras de torres y oteros de piedra caliza. Las cebrantes espadas de los relámpagos estallaban allá al fondo y golpeaban las tierras yermas, recordándome que los problemas no estaban muy lejos.
Empedernido estaba avanzando pese a la ira de Tormentosa. Mañana establecería contacto, supuse. Me pregunté hasta qué punto le habían golpeado las tormentas. Seguro que no lo suficiente.
Espié una masa de color pardo que se agitaba allá abajo por el serpenteante camino, Cambiaformas, que se dirigía a practicar sus terrores especiales. Podía entrar en el campamento Rebelde como uno de ellos, practicar magia envenenadora sobre sus calderos o llenar su agua potable de enfermedades. Podía convertirse en la oscuridad que todos los hombres temen, tomándolos uno a uno, dejando tan sólo retorcidos restos para llenar a los vivos de terror. Le envidié incluso mientras le odiaba.
Las estrellas parpadeaban por encima de la fogata. Había ardido baja mientras algunos de los antiguos jugábamos al tonk. Yo iba ganando un poco. Dije:
—Me marcho mientras aún gano algo. ¿Alguien quiere mi lugar? —Estiré mis anquilosadas piernas y me eché a un lado, me apoyé contra un tronco, miré al cielo. Las estrellas parecían alegres y amistosas.
El aire era fresco e inmóvil. El campamento estaba tranquilo. Grillos y aves nocturnas cantaban sus relajantes canciones. El mundo estaba en paz. Resultaba difícil de creer que este lugar iba a convertirse pronto en un campo de batalla. Me agité hasta hallar una posición cómoda, contemplé las relajantes estrellas. Estaba decidido a gozar del momento. Puede que fuera el último que conociera.
El fuego crujió y escupió. Alguien halló la suficiente ambición como para añadir un poco de madera. La llama creció, envió humo con olor a pino en mi dirección, despertó sombras que danzaron sobre los intensos rostros de los jugadores. Los labios de Un Ojo estaban tensos porque estaba perdiendo. La boca de rana de Goblin estaba tensa en una sonrisa inconsciente. Silencioso, siendo Silencioso, era una estatua de inexpresividad. Elmo pensaba intensamente, con el ceño fruncido, mientras calculaba las posibilidades. Burlón estaba más lúgubre que de costumbre. Era bueno ver a Burlón de nuevo. Había creído que lo habíamos perdido en Lords.
Sólo un insignificante meteoro cruzó el cielo. Alcé la vista, cerré los ojos, escuché mi corazón. Empedernido viene, Empedernido viene, decía. Golpeteaba como un tambor contra mi pecho, imitando el resonar de las legiones que avanzaban.
Cuervo se sentó a mi lado.
—Una noche tranquila —observó.
—Tranquila antes de la tormenta —respondí—. ¿Qué se cuece entre los altos y los poderosos?
—Muchas discusiones. El capitán, Atrapaalmas y el nuevo no se ponen de acuerdo. Dejemos que se las apañen. ¿Quién gana?
—Goblin.
—¿Un Ojo no está haciendo trampas desde el fondo de la baraja?
—Nunca conseguimos atraparlo.
—He oído eso —gruñó Un Ojo—. Uno de estos días, Cuervo…
—Lo sé. Zap. Soy un príncipe rana. Matasanos, ¿has estado arriba en la colina desde que se hizo oscuro?
—No. ¿Por qué?
—Hay algo inusual hacia el este. Parece como un cometa.
Mi corazón dio un pequeño vuelco. Calculé rápidamente.
—Es probable que tengas razón. Es tiempo de que vuelva. —Me levanté. Él también lo hizo. Caminamos colina arriba.
Cada acontecimiento importante en la saga de la Dama y su esposo ha sido presagiado por un cometa. Incontables profetas Rebeldes han predicho que ella caerá mientras un cometa esté en el cielo. Pero su profecía más peligrosa se refiere a la niña que será la reencarnación de la Rosa Blanca. El Círculo está empleando una gran cantidad de energía intentando localizar a esa niña.
Cuervo me condujo hasta una altura desde la cual podíamos ver las estrellas más bajas hacia el este. Cierto, algo parecido a una lejana punta de lanza plateada avanzaba por el cielo allí. Miré durante largo rato antes de observar:
—Parece apuntar a Hechizo.
—Eso pensé yo también. —Guardó silencio por un momento—. No estoy muy versado en profecías, Matasanos. Me suenan demasiado a superstición. Pero esto me pone nervioso.
—Has oído esas profecías toda tu vida. Me sorprendería que no te impresionaran.
Gruñó, en absoluto satisfecho.
—El Ahorcado trajo noticias del este. Susurro ha tomado Orín.
—Buenas noticias, buenas noticias —dije, con considerable sarcasmo.
—Ha tomado Orín y ha rodeado el ejército de Bujería. Podemos haber tomado todo el este el próximo verano.
Miramos hacia el cañón. Algunas de las unidades de avance de Empedernido habían alcanzado el pie de la serpenteante ladera. Tormentosa había interrumpido su largo asalto a fin de prepararse para el intento de Empedernido de abrirse camino a través de aquel lugar.
—Así que todo se reduce a nosotros —susurré—. Tenemos que detenerles aquí o todo se irá al diablo a causa de un ataque furtivo a través de la puerta de atrás.
—Quizá. Pero no cuentes con la Dama ni siquiera aunque fallemos. Los Rebeldes todavía no se han enfrentado a Ella. Y lo saben hasta el último hombre. Cada kilómetro que avancen hacia la Torre los llenará de un espanto mayor. El propio terror los derrotará a menos que encuentren a su niña profetizada.
—Quizá. —Contemplamos el cometa. Estaba muy, muy lejos todavía, apenas detectable. Estaría allí durante largo tiempo. Se librarían grandes batallas antes de que se marchara.
Hice una mueca.
—Quizá no debieras habérmelo mostrado. Ahora soñaré en la maldita cosa.
Cuervo exhibió una rara sonrisa.
—Suéñanos una victoria —sugirió.
Soñé un poco en voz alta.
—Hemos llegado a terreno alto. Empedernido tiene que hacer subir a sus hombres a lo largo de cuatrocientos metros de serpenteante ladera. Serán carne fácil cuando lleguen aquí.
—Silbando en la oscuridad, Matasanos. Me vuelvo dentro. Buena suerte mañana.
—Lo mismo para ti —respondí. Estaría en medio de todo el jaleo. El capitán lo había elegido para mandar un batallón de regulares veteranos. Retendrían un flanco, barriendo el camino con andanadas de flechas.
Soñé, pero mis sueños no fueron lo que había esperado. Llegó una ondulante cosa dorada, flotó encima de mí, resplandeciendo como los bajíos de lejanas estrellas. No estaba seguro de estar dormido o despierto, y no me sentía satisfecho de ninguna de las dos maneras. Lo llamaré sueño porque es más confortable de ese modo. No me gusta pensar que la Dama había tomado tanto interés en mí.
No era culpa mía. Todos esos romances que escribí acerca de ella habían sembrado el fértil suelo del establo de mi imaginación. Eran una presunción tan grande, mis sueños. ¿La propia Dama en persona había enviado su espíritu para confortar a un estúpido soldado cansado de la guerra y silenciosamente asustado? En nombre del cielo, ¿por qué?
El resplandor vino y flotó encima de mí, y envió tranquilizadores armónicos relajantes. No temas nada, mi fiel. La Escalera Rota no es la Llave del Imperio. Puede ser quebrantada sin causar daño. Ocurra lo que ocurra, mi fiel permanecerá a salvo. La Escalera es tan sólo un mojón más a lo largo del camino Rebelde a la destrucción.
Había más, de una naturaleza desconcertantemente personal. Mis más locas fantasías me estaban siendo reflejadas de vuelta. Al final, sólo por un instante, un rostro miró desde el resplandor dorado. Era el más hermoso rostro femenino que haya visto nunca, aunque ahora no puedo recordarlo.
A la mañana siguiente le conté a Un Ojo el sueño mientras despertaba mi hospital a la vida. Me miró y se encogió de hombros.
—Demasiada imaginación, Matasanos. —Estaba preocupado, ansioso por completar sus labores médicas y marcharse. Odiaba el trabajo.
Terminado el mío, vagué hacia el campamento principal. Mi cabeza estaba llena de pensamientos y mi moral vacía. El frío y seco aire de la montaña no era tan vigorizante como debería.
Descubrí que la moral de los hombres estaba tan por los suelos como la mía. Allá abajo, las fuerzas de Empedernido se estaban moviendo.
Parte de la esencia de vencer es una profunda certidumbre de que, no importa lo mal que parezcan estar las cosas, el camino de la victoria sigue abierto. La Compañía llevó consigo esa convicción a través de la debacle en Lords. Siempre hallamos una forma de hacer sangrar la nariz de los Rebeldes, incluso mientras los ejércitos de la Dama estaban en retirada. Ahora, sin embargo… La convicción había empezado a flaquear.
Forsberg, Rosas, Lords, y una docena de derrotas menores. Parte de perder es lo inverso de ganar. Nos veíamos perseguidos por un miedo secreto de que, pese a las evidentes ventajas del terreno y el respaldo de los Tomados, algo iba a ir mal.
Quizá lo tramaran ellos mismos. Tal vez el capitán estuviera detrás de todo, o incluso Atrapaalmas. La posibilidad podía presentarse de una forma natural, como hicieron en una ocasión…
Un Ojo había descendido la colina detrás de mí, hosco, taciturno, gruñendo para sí mismo y con deseos de volcar su discurso sobre alguien. Su camino se cruzó con el de Goblin.
El perezoso Goblin acababa de arrastrarse fuera de su saco de dormir. Tenía un cuenco de agua y se estaba lavando. Es un viejo chinche fastidioso. Un Ojo reparó en él y vio la oportunidad de castigar a alguien por su mal humor. Murmuró una retahila de extrañas palabras e inició unos curiosos pasos que parecían medio ballet y medio primitiva danza de guerra.
El agua de Goblin cambió.
Lo olí desde seis metros de distancia. Había adquirido una maligna tonalidad parduzca. Asquerosos glóbulos verdes flotaban en su superficie. Todo en ella parecía asqueroso.
Goblin se levantó con magnífica dignidad, se volvió. Miró al perversamente sonriente Un Ojo a lo más profundo de su ojo durante varios segundos. Luego asintió. Cuando su cabeza se alzó de nuevo exhibía una enorme sonrisa de sapo. Abrió la boca y dejó escapar el más horrible y retumbante aullido que yo haya escuchado nunca.
Salieron, y maldito el estúpido que se cruzara en su camino. Las sombras se dispersaron alrededor de Un Ojo, agitándose sobre el suelo como un millar de apresuradas serpientes. Los fantasmas danzaron, arrastrándose de debajo de las rocas, saltando de los árboles, brotando de entre los arbustos. Chillaron y aullaron y rieron y persiguieron las serpientes de sombra de Un Ojo.
Los fantasmas medían medio metro de altura y se parecían mucho a Un Ojo en miniatura con rostros doblemente feos y posaderas como las de los babuinos hembra en pleno celo. Lo que hacían con las serpientes sombras que capturaban es algo que el buen gusto me prohibe decir.
Un Ojo, frustrado, daba saltos en el aire. Maldijo, chilló, espumeó por la boca. Para nosotros los veteranos, que habíamos sido testigos de esas locas batallas antes, era evidente que Goblin había estado escondido entre las hierbas, aguardando a que Un Ojo iniciara algo.
Era en estas ocasiones cuando Un Ojo tenía más de una flecha que disparar.
Barrió las serpientes. Las rocas, arbustos y árboles que había eructado las monstruosidades de Goblin vomitaron ahora gigantescos escarabajos peloteros de un brillante color verde. Lo grandes bichos saltaron sobre los elfos de Goblin, los derribaron y empezaron a hacerlos rodar como si fueran bolas de excrementos hacia el borde del risco.
No es necesario decirlo, todos los gritos y el estrépito atrajeron a una numerosa audiencia. Las risas brotaron de los veteranos, familiarizados desde hacía mucho tiempo con aquel interminable duelo. Se contagiaron a los demás una vez se dieron cuenta de que no se trataba de hechicería salida de madre.
Los fantasmas de culo rojo de Goblin echaron raíces y se negaron a ser derribados. Crecieron hasta convertirse en enormes plantas carnívoras de babeantes fauces propias para poblar la más cruel jungla de pesadilla. Cliqueti-claqueti-crunch, los caparazones se hicieron pedazos por toda la ladera entre las chasqueantes mandíbulas vegetales. Esa sensación que te hace estremecer la espina dorsal y rechinar los dientes cuando aplastas una gran cucaracha llenó toda la ladera, aumentada un millar de veces, dando nacimiento a una plaga de estremecimientos. Por un momento incluso Un Ojo permaneció inmóvil.
Miré a mi alrededor. El capitán había acudido a observar. Traicionó una sonrisa satisfecha. Aquella sonrisa era una gema preciosa, más rara que los huevos de roe. Sus compañeros, oficiales regulares y capitanes de la guardia, parecían desconcertados.
Alguien se situó a mi lado, a una distancia de camaradería. Miré de soslayo, me encontré hombro contra hombro con Atrapaalmas. O codo contra hombro. Los Tomados no suelen ser muy altos.
—Divertido, ¿no? —dijo con una de sus mil voces.
Asentí nerviosamente.
Un Ojo se estremeció de pies a cabeza, saltó de nuevo muy arriba en el aire, gimió y aulló, luego se puso a patear y a agitarse como un hombre presa de un ataque paroxístico.
Los escarabajos supervivientes se agruparon, zip-zap, cliqueti-clac, en dos agitados montones, haciendo chasquear furiosamente sus mandíbulas, arañándose quitinosamente los unos a los otros. Una bruma amarronada se agitó desde los montones formando gruesas cuerdas, se retorció y se trenzó, creando una cortina que ocultaba los frenéticos bichos. El humo se contrajo en glóbulos que se agitaron, saltando cada vez más hacia arriba después de cada contacto con el suelo. Luego no cayeron, sino que más bien derivaron en la brisa, haciendo brotar lo que parecían ser retorcidos dedos.
Lo que teníamos allí eran réplicas de las córneas manos de Un Ojo con cientos de veces su tamaño normal. Esas manos empezaron a desherbar el monstruoso jardín de Goblin, arrancando sus plantas de raíz, anudando sus tallos unos con otros en elegantes y complicados nudos de marinero, formando una trenza que se iba alargando por momentos.
—Tienen más talento del que uno hubiera sospechado —observó Atrapaalmas—. Pero lo malgastan en frivolidades.
—No sé. —Hice un gesto. El espectáculo estaba teniendo un efecto vigorizante sobre la moral. Sintiendo el aliento de aquel mismo atrevimiento que me anima en los momentos más extraños, sugerí—: Esto es una hechicería que pueden apreciar, muy distinta de la opresiva y amarga hechicería de los Tomados.
El negro morrión de Atrapaalmas se enfrentó a mí por unos breves segundos. Imaginé fuegos ardiendo detrás de las estrechas rendijas de los ojos. Luego una risita de muchacha brotó de él.
—Tienes razón. Estamos tan henchidos de destino y de tenebrosidad y de meditación y de terror que infectamos ejércitos enteros. Uno olvida pronto el panorama emocional de la vida.
Qué extraño, pensé. Aquél era un Tomado con una grieta en su armadura, un Atrapaalmas echando a un lado uno de los velos que ocultaban su yo secreto. El Analista en mí captó el aroma de una historia y empezó a ladrar.
Atrapaalmas se apartó un poco de mi lado como si leyera mis pensamientos.
—¿Tuviste alguna visita esta noche?
La voz del perro-Analista murió a medio ladrido.
—Tuve un extraño sueño. Acerca de la Dama.
Atrapaalmas rió quedamente, un profundo rumor de bajo. Ese constante cambio de voces puede alterar al hombre más estólido. Me puso a la defensiva. Su propia camaradería me inquietaba también
—Creo que te favorece, Matasanos. Alguna pequeña cosa en ti ha capturado su imaginación, del mismo modo que ella ha capturado la tuya. ¿Qué tenía que decirte?
Algo dentro de mí me advirtió que fuera con cautela. La pregunta de Atrapaalmas era tranquila y relajada, pero había una oculta intensidad en ella que decía que no era del todo casual.
—Sólo tranquilizarme —respondí—. Algo acerca de que Escalera Rota no es en absoluto un lugar tan critico en sus planes. Pero sólo era un sueño.
—Por supuesto. —Pareció satisfecho—. Sólo un sueño. —Pero la voz era la femenina que usaba cuando se mostraba más serio.
Los hombres estaban emitiendo ohs y ahs. Me volví para comprobar los progresos de la confrontación.
La maraña de sarracenias de Goblin se había transformado en una enorme medusa aérea. Las manos parduzcas estaban enredadas en sus tentáculos, intentando liberarse. Por toda la cara del risco, observando, flotaba un gigantesco rostro rosa, barbudo, rodeado por un enmarañado pelo naranja. Un ojo estaba medio cerrado, como soñoliento, por una lívida cicatriz. Fruncí el ceño, desconcertado.
—¿Qué es eso? —Sabía que no era obra de Goblin o de Un Ojo, y me pregunté si Silencioso se habría unido al juego, sólo para dejarse ver.
Atrapaalmas emitió un sonido que era una apreciable imitación del chillido de agonía de un pájaro.
—Empedernido —dijo, y giró para enfrentarse al capitán, aullando—: ¡A las armas! ¡Ya vienen!
En unos segundos los hombres volaban a sus posiciones. Los últimos indicios de la pelea entre Goblin y Un Ojo se convirtieron en brumosas hilachas flotando en el viento, derivando hacia el malicioso rostro de Empedernido, proporcionándole un horrible caso de acné allá donde le tocaban. Un agudo aguijón, pensé, pero no intentéis abrumarle, muchachos. No le gustan los juegos.
La respuesta a nuestros movimientos fue el sonido de cuernos allá abajo, y un retumbar de tambores que resonaron en los cañones como distantes truenos.
Los Rebeldes estuvieron hostigándonos todo el día, pero era evidente que la cosa no iba en serio, que simplemente estaban tanteando el nido de avispas para ver lo que ocurría. Eran muy conscientes de la dificultad de asaltar la Escalera.
Todo lo cual daba a entender que Empedernido tenía algo desagradable escondido en la manga.
De todos modos, sin embargo, las escaramuzas elevaban la moral. Los hombres empezaron a creer que había una posibilidad de resistir.
Aunque el cometa avanzaba entre las estrellas y una galaxia de fogatas salpicaban la Escalera allá abajo, la noche refutaba mi sensación de que la Escalera era el corazón de la guerra. Estaba sentado en un saliente de roca que dominaba el enemigo, las rodillas alzadas contra mi barbilla, meditando en las últimas noticias del este. En estos momentos Susurro estaba asediando Escarcha, tras haber acabado con el ejército de Bujería y haber derrotado a Polilla y Furtivo entre los menhires parlantes de la Llanura del Miedo. El este parecía un desastre peor para los Rebeldes que el norte para nosotros.
Podía ser peor aquí. Polilla y Furtivo y Persistente se habían unido a Empedernido. Otros de los Dieciocho estaban ahí abajo, todavía no identificados. Nuestros enemigos olían la sangre.
Nunca he visto las auroras del norte, aunque me han dicho que si las hubiéramos divisado hubiéramos retenido Galeote y Pacto el tiempo suficiente como para haber invernado allí. Las historias que he oído acerca de esas gentiles y llamativas luces me hacen pensar que son la única forma que puede compararse con lo que tomó forma encima de los cañones, mientras las fogatas de los Rebeldes disminuían. Largos, largos y delgados estandartes de tenue luz que se retorcían hacia las estrellas, brillando, ondulando como algas en una suave corriente. Suaves rosas y verdes, amarilllos y azules, hermosas tonalidades. Una frase saltó a mi mente. Un antiguo nombre. Las Guerras Pastel.
La Compañía luchó en las Guerras Pastel, hacía mucho, mucho tiempo. Intenté recordar lo que decían los Anales acerca de esos conflictos. No todo acudió a primer plano, pero recordé lo suficiente como para sentirme asustado. Me apresuré hacia la zona de oficiales, en busca de Atrapaalmas.
Le encontré, y le dije lo que recordaba, y me dio las gracias por mi preocupación, pero dijo que estaba familiarizado tanto con las Guerras Pastel como con la cabala Rebelde que enviaba hacia arriba aquellas luces. No teníamos que preocuparnos. Este ataque había sido anticipado y el Ahorcado estaba allí para abortarlo.
—Tranquilízate y siéntate en cualquier parte, Matasanos. Goblin y Un Ojo hicieron su espectáculo. Ahora es el turno de los Diez.
Rezumaba una consciencia tan fuerte como maligna, de modo que supuse que los Rebeldes habían caído en alguna trampa de los Tomados.
Hice como me había sugerido, aventurándome de vuelta a mi solitario puesto de guardia. Por el camino crucé un campamento excitado por el creciente espectáculo. Un murmullo de miedo iba de aquí para allá, elevándose y descendiendo como el murmullo de una distante resaca.
Los gallardetes de color eran más fuertes ahora, y había como una frenética convulsión en sus movimientos que sugería una frustrada voluntad. Quizás Atrapaalmas tuviera razón. Quizás aquello no terminaría en nada excepto un llamativo espectáculo para la tropa.
Ocupé de nuevo mi percha. El fondo del cañón ya no parpadeaba. Era un mar de tinta ahí abajo, no suavizado siquiera por el resplandor de los agitados gallardetes. Pero si bien no podía verse nada, sí podía oírse mucho. La acústica del terreno era notable.
Empedernido estaba en pleno movimiento. Sólo el avance de todo su ejército podía generar un estruendo metálico de aquella magnitud.
Empedernido y sus hombres se mostraban confiados también.
Una suave banderola de luz verde flotó alta en la noche, agitándose perezosamente, como un gallardete de tela en una corriente de aire ascendente. Se desvaneció a medida que ascendía, y se desintegró en moribundas chispas muy por encima de nuestras cabezas.
¿Qué la había soltado?, me pregunté. ¿Empedernido o el Ahorcado? ¿Era un buen o un mal presagio?
Era una sutil confrontación, casi imposible de seguir. Era como contemplar el duelo de dos espadachines superiores. No podías seguir todos sus movimientos a menos que tú también fueras un experto. Goblin y Un Ojo se habían lanzado a la lucha como un par de bárbaros con espadas de hojas anchas, comparativamente hablando.
Poco a poco, la aurora multicolor murió. Aquello tenía que ser obra del Ahorcado. Las banderolas de luz no ancladas no nos causaban el menor daño.
El estruendo de abajo se hizo más cercano.
¿Dónde estaba Tormentosa? No habíamos sabido nada de ella desde hacía un tiempo. Éste parecía ser el momento ideal para regalar a los Rebeldes un tiempo miserable.
También Atrapaalmas parecía estar descuidando su trabajo. En todo el tiempo que llevábamos al servicio de la Dama no le habíamos visto hacer nada realmente espectacular. ¿Era menos poderoso que su reputación, o quizá se reservaba para algo extremo que sólo él preveía?
Algo nuevo estaba ocurriendo allá abajo. Las paredes del cañón habían empezado a brillar en franjas y manchas, un rojo profundo, profundo, que al principio apenas era apreciable. El rojo se hizo más brillante. Sólo después de que algunas manchas empezaran a gotear y rezumar me di cuenta de la corriente de aire que ascendía por la cara del risco.
—Grandes dioses —murmuré, abrumado. Era algo digno de mis expectativas de los Tomados.
La piedra empezó a gruñir y a rugir mientras la roca fundida se desprendía y dejaba minadas las laderas de la montaña. Hubo gritos allá abajo, los gritos de los impotentes que veían el destino abatirse sobre ellos y no podían hacer nada por eludirlo. Los hombres de Empedernido estaban siendo cocidos y aplastados.
Estaban metidos en el caldero de los brujos, por supuesto, pero algo me hizo sentir intranquilo de todos modos. Parecía haber demasiados pocos gritos para unas fuerzas del tamaño de las de Empedernido.
En algunos puntos la roca se calentó tanto que provocó incendios. El cañón expelió una furiosa corriente de aire ascendente. El viento aulló por encima del martilleo de las rocas que caían. La luz se hizo lo bastante brillante como para traicionar las unidades Rebeldes que ascendían la sinuosa pendiente.
Demasiados pocos, pensé… Una figura solitaria sobre otro saliente de roca llamó mi atención. Uno de los Tomados, aunque a la derivante e incierta luz no podía estar seguro de cuál. Estaba asintiendo para sí mismo mientras observaba lo esfuerzos del enemigo.
Las tonalidades rojas, la piedra fundida, el derrumbar y los incendios se extendieron hasta que todo el panorama estuvo venado de rojo y salpicado de burbujeantes charcos.
Una gota golpeó mi mejilla. Alcé la vista, sobresaltado, y una segunda y gruesa gota se estrelló contra el puente de mi nariz.
Las estrellas habían desaparecido. Los esponjosos vientres de gruesas nubes grises avanzaban sobre mi cabeza, casi lo bastante bajos como para poder tocarlos, chillonamente teñidos por el infierno de abajo.
Los vientres de las nubes se abrieron sobre el cañón. Atrapado en el borde del aguacero, casi fui derribado de rodillas. Ahí fuera era mucho más salvaje.
La lluvia golpeó la roca fundida. El rugir del vapor se convirtió en un sonido ensordecedor. Se alzó violentamente, multicolor, hacia el cielo. El reborde donde me hallaba, cuando me volví para echar a correr, estaba tan caliente como para enrojecer trozos de piel.
Esos pobres estúpidos Rebeldes, pensé. Cocidos al vapor como langostas…
¿Me había sentido insatisfecho porque había visto poca espectacularidad de los Tomados? Ya no. Tuve problemas en conservar mi cena mientras reflexionaba en los fríos y crueles cálculos que se habían sucedido en la planificación de todo aquello.
Sufrí una de esas crisis de conciencia familiares a todo mercenario, y que pocos fuera de la profesión comprenden. Mi trabajo es derrotar a los enemigos de mi empleador. Normalmente de cualquier forma que pueda. Y el cielo sabe que la Compañía ha servido a algunos villanos de absolutamente negro corazón. Pero había algo equivocado en lo que estaba ocurriendo allá abajo. En retrospectiva, creo que todos lo sentíamos. Quizás surgía de un mal guiado sentido de la solidaridad con los compañeros soldados que morían sin una oportunidad de defenderse.
Tenemos sentido del honor en la Compañía.
El rugir del aguacero y del vapor menguaron. Me aventuré de vuelta a mi punto de observación. Excepto algunas pequeñas manchas, el cañón estaba a oscuras. Busqué al Tomado que había visto antes. Ya no estaba.
Arriba, el cometa surgió de detrás de las últimas nubes, hendiendo la noche como una pequeña sonrisa burlona. Tenía una pronunciada inclinación en su cola. Sobre el dentado horizonte, la luna echaba una cautelosa mirada a la torturada tierra.
Sonaron cuernos en esa dirección, con sus delgadas voces claramente dominadas por el pánico. Dieron paso a un distante y confuso sonido de lucha, un rugir que creció rápidamente. La lucha sonaba fuerte y confusa. Eché a andar hacia mi improvisado hospital, pensando que pronto habría trabajo para mí allí. Por alguna razón no me sentía particularmente sorprendido o trastornado.
Me crucé con mensajeros que iban de un lado para otro con propósitos definidos. El capitán había hecho mucho con aquellos rezagados. Había restablecido su sentido del orden y la disciplina.
Algo pasó silbando sobre mi cabeza. Un hombre sentado conduciendo un rectángulo oscuro cruzó la luz de la luna, ladeándose hacia el rugir. Atrapaalmas en su alfombra volante.
Una brillante explosión violeta llameó a su alrededor. Su alfombra se sacudió con violencia, se deslizó de costado durante una docena de metros. La luz se desvaneció, se encogió sobre él y desapareció, dejándome con puntos brillantes delante de los ojos. Me encogí de hombros, seguí colina arriba.
Los primeros heridos me aguardaban ya en el hospital. En cierto sentido, me sentí complacido. Eso indicaba eficiencia y retención de cabezas frías bajo el fuego. El capitán había hecho maravillas.
El resonar de las compañías moviéndose en la oscuridad confirmó mis sospechas de que aquello era más de un ataque de hostigamiento por parte de hombres que raras veces se atreven a salir en la oscuridad. (La noche pertenece a la Dama). De alguna forma, habíamos sido rebasados por el flanco.
—Ya era maldita hora de que mostraras tu fea cara —gruñó Un Ojo—. Por aquí. Cirugía. He hecho que empezaran ya y he instalado luces.
Me lavé y me puse al trabajo. La gente de la Dama se me unió y trabajó heroicamente, y por primera vez desde que habíamos aceptado aquella comisión sentí que estaba haciendo algún bien a los heridos.
Pero simplemente seguían llegando más. El estruendo seguía ascendiendo. Pronto se hizo evidente que el empuje Rebelde por el cañón no había sido más que una finta. Todo aquel drama espectacular había servido de muy poco.
El amanecer coloreaba ya el cielo cuando alcé la vista y vi a un andrajoso Atrapaalmas frente a mí. Parecía como si hubiera sido asado sobre un fuego lento, y luego untado con algo azulado verdoso y horrible. Exudaba un aroma a humo.
—Empieza a cargar tus carros, Matasanos —dijo con su eficiente voz femenina—. El capitán te envía una docena de ayudantes.
Todo el transporte, incluido el que había venido del sur, esta estacionado por encima de mi hospital al aire libre. Miré aquella dirección. Un individuo alto, delgado, con el cuello torcido, estaba activando a los equipos.
—¿La batalla va mal? —pregunté—. ¿Nos han pillado por sorpresa?
Atrapaalmas ignoró mi última observación.
—Hemos conseguido la mayoría de nuestros objetivos. Sólo queda una tarea por realizar. —La voz que eligió era profunda, sonora, lenta, una voz de orador—. La lucha puede decantarse hacia cualquier lado. Es demasiado pronto para decirlo. Tu capitán les ha dado un buen vapuleo en la moral a esa chusma. Pero será mejor que te lleves a tus pacientes.
Unos cuantos carros bajaban ya crujiendo hacia nosotros. Me encogí de hombros, pasé la voz, hallé al siguiente hombre que necesitaba mi atención. Mientras trabajaba, le pregunté a Atrapaalmas:
—Si la cosa está equilibrada, ¿no deberías estar ahí fuera puñeando a los Rebeldes?
—Estoy cumpliendo las órdenes de la Dama, Matasanos. Nuestros objetivos casi se han cumplido. Persistente y Polilla ya no existen. Furtivo está gravemente herido. Cambiaformas ha tenido éxito con su engaño. Ya no queda otra cosa más que privar a los Rebeldes de su general.
Me sentí confuso. Pensamientos divergentes buscaron su camino hacia mi lengua y se traicionaron.
—¿Pero no deberíamos intentar romper su unidad aquí? —Y—: Esta campaña del norte ha sido dura para el Círculo. Primero Rastrillador, luego Susurro. Ahora Persistente y Polilla.
—Con Furtivo y Empedernido dentro de muy poco. Sí. Nos golpean una y otra vez, y cada vez les cuesta el corazón de su fuerza. —Miró colina abajo, hacia una pequeña compañía que venía en nuestra dirección, Cuervo iba en cabeza. Atrapaalmas miró los carros estacionados. El Ahorcado había dejado de hacer gestos y había adoptado una pose: un hombre escuchando.
De pronto Atrapaalmas siguió hablando:
—Susurro ha abierto una brecha en las murallas de Escarcha. Nocherniego ha rebasado los traidores menhires de la Llanura del Miedo y se acerca a los suburbios de Baque. El Sinrostro está ahora en la Llanura, avanzando hacia Establos. Dicen que Fardo se suicidó la otra noche en Ade, para evitar ser capturado por Roehuesos. Las cosas no son el desastre que parecen, Matasanos.
Y un infierno no lo son, pensé. Eso es el este. Esto es aquí. No podía sentirme excitado por las victorias a un cuarto de mundo de distancia. Aquí estábamos siendo machacados, y si los Rebeldes llegaban hasta Hechizo, nada de lo ocurrido en el este importaría.
Cuervo detuvo su grupo y se me acercó solo.
—¿Qué quieres que hagan?
Supuse que lo había enviado el capitán, de modo que era seguro que el capitán había ordenado la retirada. No jugaría al juego de Atrapaalmas.
—Poned a los que hemos tratado en los carros. —La gente se estaba disponiendo en una bien ordenada línea—. Envía a una docena o así que ayuden a los heridos que pueden andar a subir a los carros. Yo y Un Ojo y los demás seguiremos cortando y cosiendo. ¿Qué?
Había una expresión en sus ojos. No me gustó. Miró a Atrapaalmas. Yo también.
—Todavía no se lo he dicho —dijo Atrapaalmas.
—¿Decirme qué? —Supe que no iba a gustarme apenas lo oí. Había en ellos ese olor nervioso. Gritaba malas noticias.
Cuervo sonrió. No era una sonrisa alegre, sino una especie de horrible rictus.
—Tú y yo hemos sido escogidos de nuevo, Matasanos.
—¿Qué? ¡Oh, vamos! ¡No de nuevo! —Todavía me estremecía pensando en lo sucedido con el Renco y Susurro.
—Tienes la experiencia práctica —dijo Atrapaalmas.
Seguí negando con la cabeza.
—Yo tengo que ir, así que tú también, Matasanos —gruñó Cuervo—. Además, querrás que figure en los Anales cómo apoderaste de más de los Dieciocho que ninguno de los Tomados.
—Tonterías. ¿Qué soy yo? ¿Un cazarrecompensas? No. Soy médico. Los Anales y la lucha son algo incidental.
—Éste es el hombre que el capitán tuvo que arrastrar fuera de la primera línea cuando cruzábamos el País Ventoso —dijo Cuervo a Atrapaalmas. Tenía los ojos entrecerrados, las mejillas tensas, tampoco deseaba ir. Desplazaba su resentimiento pinchándome.
—No hay otra opción, Matasanos —dijo Atrapaalmas con una voz infantil—. La Dama te eligió. —Intentó suavizar mi decepción añadiendo—: Recompensa bien a aquéllos que la complacen. Y has llamado su atención.
Me maldije a mí mismo por mi anterior romanticismo. Aquel Matasanos que había ido al norte, tan absolutamente atraído por la misteriosa Dama, era otro hombre. Un pardillo, lleno con las estúpidas ignorancias de la juventud. Sí. A veces te mientes a ti mismo sólo para seguir adelante.
—Esta vez no vamos a ir solos, Matasanos —me dijo Atrapaalmas—. Tendremos la ayuda de Cuellotorcido, Cambiaformas y Tormentosa.
—Se necesita toda la pandilla para eliminar a un bandido, ¿eh? —observé ácidamente.
Atrapaalmas no mordió el anzuelo. Nunca lo hace.
—La alfombra está por aquí. Recoged vuestras armas y venid conmigo. —Se alejó.
Descargué mi ira contra mis ayudantes, algo completamente injusto. Finalmente, cuando Un Ojo estaba a punto de estallar, Cuervo observó:
—No seas tan tonto del culo, Matasanos. Tenemos que hacerlo, así que hagámoslo.
De modo que me disculpé con todos y fui a reunirme con Atrapaalmas.
—Todos a bordo —dijo Atrapaalmas, indicando nuestros sitios. Cuervo y yo ocupamos los puestos que habíamos usado antes. Atrapaalmas nos tendió unas tiras de cuerda—. Ataos bien fuerte. Esto puede que sea duro. No quiero que os caigáis. Y mantened un cuchillo a mano para que podáis cortar las cuerdas cuando lleguemos.
Mi corazón latía fuertemente. A decir verdad, me sentía excitado ante la idea de volar de nuevo. Algunos momentos de mi anterior vuelo me perseguían con su excitación y su belleza. Hay una gloriosa sensación de libertad ahí arriba, con el frío viento y las águilas.
Atrapaalmas se ató también. Una mala señal.
—¿Preparados? —Sin aguardar respuesta, empezó a murmurar. La alfombra se bamboleó suavemente, flotó ligera hacia arriba como impulsada por una brisa.
Pasamos rozando las copas de los árboles. Unas ramas me golpearon la espalda. Mis entrañas se hundieron. El aire me azotaba por todos lados. Mi sombrero voló. Intenté agarrarlo y fallé. La alfombra se inclinó precariamente. Me descubrí mirando con la boca abierta un suelo que se alejaba rápidamente. Cuervo se sujetó. De no haber estado atados ambos hubiéramos saltado por el borde.
Derivamos sobre los cañones, que desde arriba parecían un loco laberinto. La masa de los Rebeldes parecía un ejército de hormigas en movimiento.
Miré al cielo a mi alrededor, que es en sí mismo una maravilla desde aquella perspectiva. No había águilas a la vista. Sólo buitres. Atrapaalmas hizo una pasada por en medio de una bandada, los dispersó.
Otra alfombra flotó hacia arriba, pasó cerca, derivó alejándose hasta convertirse sólo en un distante punto. Llevaba al Ahorcado y a dos imperiales fuertemente armados.
—¿Dónde está Tormentosa? —pregunté.
Atrapaalmas extendió un brazo. Fruncí los ojos y distinguí un punto en el azul sobre el desierto.
Seguimos derivando hasta que empecé a preguntarme si iba a ocurrir alguna vez algo. Estudiar los progresos de los Rebeldes palideció muy pronto. Estábamos demasiado por delante de ellos.
—Preparaos —indicó Atrapaalmas por encima del hombro.
Sujeté mis cuerdas, anticipando algo capaz de poner los nervios de punta.
—Ahora.
Caímos. Y seguimos cayendo. Abajo, abajo y más abajo. El aire chillaba a nuestro alrededor. El suelo giraba y se retorcía y avanzaba hacia arriba. Los distantes puntos que eran Tormentosa y el Ahorcado descendían también. Se hicieron más claros cuando nos acercamos desde tres direcciones.
Pasamos más allá del nivel donde nuestros hermanos estaban luchando por contener el flujo Rebelde. Seguimos bajando, en un deslizar menos inclinado, girando, retorciéndonos, culeando para evitar colisionar con las locamente erosionadas torres de piedra arenisca. Hubiera podido tocar algunas mientras pasábamos por su lado.
Delante apareció un pequeño prado. Nuestra velocidad descendió espectacularmente, hasta que flotamos.
—Aquí es —susurró Atrapaalmas. Nos deslizamos unos pocos metros hacia adelante, flotamos justo para echar un vistazo alrededor de un pilar de piedra arenisca.
El en su tiempo verde prado había sido agostado por el paso de caballos y hombres. Todavía había por allí una docena de carros y sus equipos. Atrapaalmas maldijo para sí mismo.
Una sombra voló desde un lugar entre espiras de roca a nuestra izquierda. ¡Flash! El trueno sacudió el cañón. Tierra y hierba saltaron por el aire. Unos hombres gritaron, se tambalearon de un lado para otro, fueron en busca de sus armas.
Otra sombra azotó desde otra dirección. No sé lo que hizo el Ahorcado, pero los Rebeldes empezaron a agarrarse sus gargantas y a jadear.
Un hombre recio se sacudió la magia y se tambaleó hacia un enorme caballo negro atado a un poste en el extremo más bajo del prado. Atrapaalmas aceleró nuestra alfombra. Golpeó con fuerza el suelo.
—¡Ufff! —gruñó mientras recibíamos el impacto de la sacudida. Agarró su espada.
Cuervo y yo saltamos de la alfombra y seguimos a Atrapaalmas sobre piernas vacilantes. El Tomado cayó en tromba sobre los hombres que se ahogaban, derramando chorros de sangre con su espada. Cuervo y yo contribuimos a la masacre, espero que con menos entusiasmo.
—¿Qué demonios estáis haciendo aquí? —vociferó Atrapaalmas a sus víctimas—. ¡Se suponía que estaba solo!
Las otras alfombras regresaron y se situaron cerca del hombre que huía. Los Tomados y sus ayudantes lo persiguieron sobre tambaleantes piernas. Saltó a lomos del caballo y partió la cuerda que lo unía al poste con un violento golpe de la espada. Miré. No había esperado que Empedernido fuera tan intimidante. Era absolutamente tan horrible como la aparición que había surgido durante la confrontación de Goblin con Un Ojo.
Atrapaalmas abatió al último Rebelde.
—¡Vamos! —restalló. Le seguimos mientras saltaba hacia Empedernido. Me pregunté por qué no tuve el suficiente sentido común como para quedarme atrás.
El general Rebelde dejó de huir. Cayó sobre uno de los imperiales, que se había distanciado de los demás, dejó escapar un gran rugido que era una risa, luego aulló algo ininteligible. El aire chasqueó con la inminencia de la hechicería.
Una luz violeta estalló alrededor de los tres Tomados, más intensa que cuando había golpeado a Atrapaalmas durante la noche. Los hizo detenerse en seco: era hechicería de lo más poderoso. Los ocupó totalmente. Empedernido volvió su atención hacia el resto de nosotros.
El segundo imperial lo alcanzó. Su gran espada cayó como si fuera un martillo, golpeando la guardia del soldado. El caballo dio unos pasos adelante, espoleado por Empedernido, pisando a los caídos. Empedernido miró a los Tomados y maldijo al animal, esgrimió su espada.
El caballo no se movió más aprisa. Empedernido golpeó salvajemente su cuello, luego aulló. Su mano no podía soltarse de su crin. Su grito de rabia se convirtió en uno de desesperación. Volvió su hoja contra el animal, no pudo dañarlo, e instantáneamente lanzó el arma contra los Tomados. La luz violeta que los rodeaba había empezado a debilitarse.
Cuervo estaba a dos pasos de Empedernido, yo a tres detrás de él. Los hombres de Tormentosa estaban igual de cerca, acercándose desde el otro lado.
Cuervo lanzó un tajo, un fuerte golpe hacia arriba. La punta de su espada golpeó contra el vientre de Empedernido…, y rebotó. ¿Cota de mallas? El gran puño de Empedernido partió hacia adelante y conectó con la sien de Cuervo. Retrocedió un paso y se tambaleó.
Sin pensar, cambié mi objetivo y lancé un tajo a la mano de Empedernido. Ambos gritamos cuando el hierro mordió el hueso y brotó el chorro escarlata.
Salté por encima de Cuervo, me detuve, giré. Los soldados de Tormentosa estaban atacando a Empedernido. Su boca estaba abierta. Su rostro lleno de cicatrices estaba contorsionado mientras se concentraba en ignorar el dolor mientras usaba sus poderes para salvarse. Los Tomados permanecían apartados por el momento. Se enfrentaba a tres hombres ordinarios. Pero todo eso no quedó registrado hasta más tarde.
No podía ver nada excepto el caballo de Empedernido. El animal se estaba fundiendo… No. No fundiendo. Cambiando.
Reí quedamente. El gran general Rebelde estaba montado a horcajadas a lomos de Cambiaformas.
Mi risita se convirtió en una loca carcajada.
Mi pequeño acceso de risa me costó mi oportunidad de participar en la muerte de un campeón. Los dos soldados de Tormentosa hicieron pedazos a Empedernido mientras Cambiaformas lo retenia. Era carne muerta antes de que yo recuperara mi autocontrol.
El Ahorcado se perdió también el desenlace. Estaba atareado muriendo, con la gran hoja arrojada por Empedernido enterrada en su cráneo. Atrapaalmas y Tormentosa avanzaron hacia él.
Cambiaformas completó su cambio a una gran, grasienta, hedionda, gruesa y desnuda criatura que, pese a permanecer alzada sobre sus patas traseras, no parecía más humana que el animal que era unos momentos antes. Pateó los restos de Empedernido y se estremeció de alegría, como si su mortífero truco hubiera sido la broma más divertida del siglo.
Luego vio al Ahorcado. Los estremecimientos recorrieron todas sus grasas. Se apresuró hacia los otros Tomados, con incoherencias brotando de sus labios.
Cuellotorcido extrajo la espada de su cráneo. Intentó decir algo, no tuvo suerte. Tormentosa y Atrapaalmas no hicieron nada por ayudar.
Miré a Tormentosa. Era algo tan diminuto. Me arrodillé para comprobar el pulso de Cuervo. No era más alta que una niña. ¿Cómo podía un envoltorio tan pequeño desencadenar una ira tan terrible?
Cambiaformas llegó a su lado, con la furia agarrotando los músculos bajo la grasa de sus colgantes hombros. Se detuvo, se enfrentó a Atrapaalmas y Tormentosa con una tensa mirada. Ninguno dijo nada, pero pareció como si el destino del Ahorcado fuera decidido. Cambiaformas deseaba ayudar. Los otros no.
Desconcertante. Cambiaformas es aliado de Atrapaalmas. ¿Por qué este repentino conflicto?
¿Por qué este enfrentarse a la ira de la Dama? No se sentiría complacida si el Ahorcado moría.
El pulso de Cuervo era irregular cuando toqué por primera vez su garganta, pero se estaba estabilizando. Respiraba un poco mejor.
Los soldados de Tormentosa avanzaron hacia los Tomados, mirando de reojo la enorme espalda de Cambiaformas.
Atrapaalmas intercambió una mirada con Tormentosa. La mujer asintió. Atrapaalmas se dio la vuelta. Las ranuras de su máscara llamearon roja lava.
De pronto ya no hubo más Atrapaalmas. Ahora había una nube de oscuridad de tres metros de alto y cuatro de ancho, negra como el interior de un saco de carbón, más densa que la más densa de las nieblas. La nube saltó más rápida que el ataque de una víbora. Hubo un chillido ratonil de sorpresa, luego un siniestro y largo silencio. Tras todo el rugir y resonar, la quietud era letalmente ominosa.
Sacudí con violencia a Cuervo. No respondió.
Cambiaformas y Tormentosa estaban junto al Ahorcado, mirándome. Sentí deseos de gritar, de correr, de arrastrarme debajo del suelo para ocultarme. Era un mago, capaz de leer sus pensamientos. Sabía demasiado.
El terror me inmovilizó.
La nube de polvo de carbón se desvaneció tan rápidamente como había aparecido. Atrapaalmas estaba de pie entre los soldados. Ambos se derrumbaron lentamente, con la majestad de enormes y viejos pinos.
Sacudí a Cuervo. Gruñó. Sus ojos parpadearon y se abrieron, y capté un destello de sus pupilas. Dilatadas. Concusión. ¡Maldita sea…!
Atrapaalmas miró a sus socios en el crimen. Luego, lentamente, se volvió hacia mí.
Los tres Tomados se acercaron. Al fondo, el Ahorcado seguía muriendo. Era muy ruidoso en ello. Yo sin embargo no lo oía. Me levanté, con las rodillas hechas agua, y me enfrenté a mi destino.
No se suponía que terminara de este modo, pensé. Esto no es justo…
Los tres se quedaron parados allí y miraron.
Les devolví la mirada. No podía hacer otra cosa.
Valiente Matasanos. Al menos tienes los redaños suficientes como para mirar a la Muerte a los ojos.
—No has visto nada, ¿verdad? —preguntó suavemente Atrapaalmas. Fríos lagartos se deslizaron hacia abajo por mi espina dorsal. Esa voz era la que había usado uno de los soldados muertos mientras hacía pedazos a Empedernido.
Negué con la cabeza.
—Estabas demasiado atareado luchando con Empedernido, luego estuviste ocupado con Cuervo.
Asentí débilmente. Las articulaciones de mis rodillas eran pura gelatina. De otro modo hubiera dado un salto. Por estúpido que hubiera sido. Atrapaalmas dijo:
—Sube a Cuervo a la alfombra de Tormentosa. —Señaló.
Sujetándole, susurrándole, animándole, ayudé a Cuervo a caminar. No tenía ni la menor idea de dónde estaba o lo que estaba haciendo. Pero me dejó guiarle.
Yo estaba preocupado. No podía hallar ningún daño evidente en él, pero no actuaba de forma correcta.
—Lo llevaré directamente a mi hospital —dije. No podía mirar a Tormentosa a los ojos, como tampoco conseguía dar a mis palabras la inflexión que deseaba: sonaron más bien como una súplica.
Atrapaalmas me llamó a su alfombra. Fui con todo el entusiasmo de un cerdo al matadero. Puede que estuvieran jugando a algún juego. Una caída desde aquella alfombra sería una cura permanente a cualquier duda que albergara acerca de mi habilidad de guardar silencio.
Me siguió, arrojó su ensangrentada espada a bordo, se acomodó. La alfombra flotó hacia arriba, se arrastró hacia la gran masa de la Escalera.
Miré hacia atrás a las formas inmóviles en el prado, remordido por confusos sentimientos de vergüenza. Aquello no había sido correcto… Y sin embargo, ¿qué hubiera podido hacer?
Algo dorado, algo como una pálida nebulosa en el círculo más lejano del cielo de medianoche, se movió en la sombra arrojada por una de las torres de piedra arenisca.
Mi corazón casi se detuvo.
El capitán atrajo al descabezado y cada vez más desmoralizado ejército Rebelde a una trampa. Siguió una gran carnicería. La falta de efectivos y el puro agotamiento impidieron que la Compañía arrojara definitivamente a los Rebeldes de la montaña. Como tampoco ayudó la complacencia de los Tomados. Un batallón de refresco, un asalto hechicero, nos hubiera dado el día.
Traté a Cuervo mientras nos retirábamos, tras colocarlo en el último carro en nuestro camino al sur. Permaneció raro y remoto durante días. El cuidado de Linda pasó automáticamente a mis manos. La niña fue una buena distracción para la depresión de otra retirada.
Quizás ésa era la forma en que Linda había recompensado a Cuervo por su generosidad.
—Éste es nuestro último repliegue —prometió el capitán. No quería llamarlo una retirada, pero no tenía el valor suficiente para llamarlo un avance por la retaguardia, una acción retrógrada o cualquiera de esos otros eufemismos. No mencionó el hecho de que cualquier otro repliegue se produciría después del final. La caída de Hechizo marcará la fecha de la muerte del imperio de la Dama. Con toda probabilidad terminará con estos Anales, y sellará el final de la historia de la Compañía.
Descanse en paz, la última de las hermandades de guerreros. Fuiste hogar y familia para mí…
Llegaron noticias que no se permitió llegar hasta nosotros en la Escalera Rota. Indicios de otros ejércitos Rebeldes avanzando desde el norte a lo largo de rutas más hacia el oeste que nuestra línea de retirada. La lista de ciudades perdidas era larga y descorazonadora, incluso aceptando la exageración de los transmisores de las noticias. Los soldados derrotados siempre sobreestiman la fuerza de su enemigo. Eso aplaca sus egos haciendo recaer la culpa en su inferioridad.
Bajando con Elmo por la larga y suave pendiente sur hacia las fértiles tierras de labor al norte de Hechizo, sugerí:
—Alguna vez, cuando no haya ningún Tomado por los alrededores, ¿cómo insinuarías al capitán que tal vez fuera prudente que empezara a disociar la Compañía de Atrapaalmas?
Me miró de una forma extraña. Mis antiguos camaradas han estado haciendo eso últimamente. Desde la caída de Empedernido he estado taciturno, hosco y poco comunicativo. No es que fuera un dicharachero en mis mejores momentos, entiendan. Pero la presión estaba aplastando mi espíritu. Me negaba mi válvula de escape habitual, los Anales, por miedo de que Atrapaalmas pudiera de alguna forma detectar lo que había escrito.
—Quizá fuera mejor que no nos identificaran tan íntimamente con él —añadí.
—¿Qué ocurrió ahí fuera? —Por aquel entonces todo el mundo conocía el relato básico. Empedernido había resultado muerto. El Ahorcado había caído. Cuervo y yo éramos los únicos soldados que habíamos sobrevivido. Todo el mundo tenía una insaciable sed de detalles.
—No puedo decírtelo. Pero comunícaselo. Cuando no haya ninguno de los Tomados por los alrededores.
Elmo hizo sumas y llegó a una conclusión no muy lejana a la realidad.
—Está bien, Matasanos. Lo haré. Ve con cuidado.
Por supuesto que iría con cuidado. Si el Destino me dejaba.
Ése fue el día en que recibimos la noticia de nuevas victorias en el este. Los reductos Rebeldes se estaban colapsando tan rápido como los ejércitos de la Dama podían avanzar.
También fue el día en que supimos que los cuatro ejércitos Rebeldes del norte y del este se habían detenido para descansar, reclutar y reaprovisionarse para el ataque a Hechizo. Nada se interponía entre ellos y la Torre. Nada, de hecho, excepto la Compañía Negra y su acumulación de vapuleados hombres.
El gran cometa está en el cielo, ese maligno heraldo de todos los grandes cambios de fortuna.
El final está cerca.
Seguimos retirándonos, hacia nuestra cita final con el Destino.
Debo registrar un incidente final en el relato del encuentro con Empedernido. Ocurrió a tres días al norte de la Torre, y consistió en otro sueño como el que sufrí en la cabecera de la Escalera. El mismo sueño dorado, que puede que no fuera ningún sueño en absoluto, me prometió: «Mis fieles no necesitan tener miedo». De nuevo me ofreció un atisbo de aquel rostro que hacía que a uno se le detuviera el corazón. Y luego desapareció, y el miedo volvió, en absoluto disminuido.
Pasaron los días. Los kilómetros quedaron a nuestras espaldas. El gran y feo bloque de la Torre flotó sobre el horizonte. Y el cometa creció más brillante que nunca en el cielo nocturno.