El viento rodaba, zumbaba y aullaba alrededor de Meystrikt. Trasgos árticos se reían y soplaban su helado aliento a través de las grietas en las paredes de mis aposentos. Mi lámpara parpadeaba y danzaba, sobreviviendo apenas. Cuando mis dedos se pusieron rígidos, los doblé alrededor de la llama y dejé que se tostaran.
El viento era un duro golpe procedente del norte, que arrastraba consigo nieve en polvo. Un palmo de ella había caído durante la noche. Venía más. Traería más miseria consigo. Compadecí a Elmo y a su pandilla. Estaban fuera persiguiendo Rebeldes.
La fortaleza de Meystrikt. Perla de las defensas del Saliente. Helada en invierno. Pantanosa en primavera. Un horno en verano. Los Profetas de la Rosa Blanca y los seguidores Rebeldes eran el más pequeño de nuestros problemas.
El Saliente es una larga punta de flecha de tierra llana orientada al sur, entre cadenas montañosas. Meystrikt se halla en su punta. Canaliza tiempo y enemigos hacia la fortaleza. Nuestra misión es mantener esta ancla de las defensas septentrionales de la Dama.
¿Por qué la Compañía Negra?
Somos los mejores. La infección Rebelde empezó a infiltrarse a través del Saliente poco después de la caída de Forsberg. El Renco intentó detenerla y fracasó. La Dama nos envió para limpiar la confusión dejada por el Renco. Su única opción alternativa era abandonar otra provincia.
La guardia de la puerta hizo sonar una trompeta. Elmo volvía.
Nadie se apresuró a recibirle. Las reglas piden indiferencia, fingir que tus entrañas no hierven de temor. En vez de ello, los hombres miraron desde sus escondites, preguntándose acerca de cuáles hermanos habrían caído en la caza. ¿Alguna baja? ¿Algún herido grave? Los conoces mejor que si fueran de tu misma familia. Has luchado con ellos lado a lado durante años. No todos eran amigos, pero todos eran familia. La única familia que tenías.
El guardia de la puerta martilleó el hielo del torno. Chillando su protesta, el rastrillo se alzó. Como historiador de la Compañía podía salir a recibir a Elmo sin violar las reglas no escritas. Estúpido que soy, salí al viento y al frío.
Un lamentable conjunto de sombras avanzaba por la torbellineante nieve. Los caballos arrastraban las patas. Sus jinetes estaban medio derrumbados sobre sus heladas crines. Hombres y animales avanzaban a paso cansino, intentando escapar al viento que arañaba sus talones. Las volutas de sus alientos brotaban de las bocas de monturas y hombres y eran arrastradas rápidamente. Aquel jadear hubiera hecho estremecer a un hombre de las nieves.
De toda la Compañía, sólo Cuervo había visto la nieve antes de aquel invierno. Una bienvenida al servicio de la Dama.
Los jinetes se acercaron. Parecían más refugiados que hermanos de la Compañía Negra. Diamantes de hielo se enredaban en el bigote de Elmo. La tela ocultaba el resto de su rostro. Los demás estaban tan embozados que no podía decirse quién era quién. Sólo Silencioso cabalgaba resueltamente erguido. Miraba directamente al frente, desdeñando el despiadado viento.
Elmo hizo una inclinación de cabeza cuando cruzó la puerta.
—Empezábamos a preguntarnos —dije. Preguntarnos significaba preocuparnos. Las reglas exhibían mostrar indiferencia.
—El viaje ha sido duro.
—¿Cómo ha ido?
—Compañía Negra veintitrés, Rebeldes cero. No hay trabajo para ti, Matasanos, excepto Jo-Jo, que sufre algo de congelación.
—¿Cogisteis a Rastrillador?
Las lúgubres profecías, la hábil hechicería y la astucia en el campo de batalla de Rastrillador habían convertido al Renco en un estúpido. El Saliente había estado a punto de colapsarse antes de que la Dama nos ordenara tomarlo. El movimiento había enviado ondas de choque por todo el imperio. ¡A un capitán mercenario se le habían asignado fuerzas y poderes normalmente reservados a uno de los Diez!
Siendo como era invierno en Saliente, sólo un ataque directo al Rastrillador podía hacer que el capitán enviara su patrulla.
Elmo descubrió su rostro y sonrió. No dijo nada. No deseaba tener que repetirlo luego de nuevo para el capitán.
Estudié a Silencioso. Ninguna sonrisa en su largo y melancólico rostro. Respondió con un ligero movimiento de cabeza. Bien. Otra victoria que se resolvía en un fracaso. Rastrillador había escapado de nuevo. Quizá nos enviara correteando tras el Renco, chillantes ratones que se habían vuelto demasiado atrevidos y habían desafiado al gato.
De todos modos, acabar con veintitrés hombres de la jerarquía regional Rebelde contaba para algo. De hecho, no había sido un mal día. Mejor que cualquiera que hubiera tenido el Renco.
Acudieron hombres a hacerse cargo de las monturas de la patrulla. Otros trajeron vino tibio y comida caliente a la sala principal. Entré con Elmo y Silencioso. Iban a contar su historia dentro de poco.
La sala principal de Meystrikt es sólo ligeramente menos ventosa que sus aposentos. Todos atacaron su comida. Un festín completo. Elmo, Silencioso, Un Ojo y Nudillos se reunieron alrededor de una mesa pequeña. Las cartas se materializaron de la nada. Un Ojo frunció el ceño hacia mí.
—¿Vas a quedarte aquí con el pulgar en el culo, Matasanos? Necesitamos un primo.
Un Ojo tiene al menos cien años. Los Anales mencionan el volcánico temperamento del curtido hombrecillo negro a todo lo largo del último siglo. No hay forma de decir cuándo se unió a la Compañía. Setenta años de Anales se perdieron cuando las posiciones de la Compañía fueron tomadas en la Batalla de Urbana. Un Ojo se niega a iluminar los años que faltan. Dice que no cree en la historia.
Elmo repartió. Cinco cartas a cada jugador y una mano a una silla vacía.
—¡Matasanos! —restalló Un Ojo—. ¿Vas a jugar?
—No. Más pronto o más tarde Elmo va a hablar. —Golpeteé mi pluma contra mis dientes.
Un Ojo estaba en rara forma. Salía humo de sus orejas. Un chillante murciélago brotó de su boca.
—Parece irritado —observé. Los demás sonrieron. Incordiar a Un Ojo es un pasatiempo favorito.
Un Ojo odia el trabajo de campo. Y odia aún más perdérselo. Las sonrisas de Elmo y las benevolentes miradas de Silencioso le convencieron de que se había perdido algo bueno.
Elmo redistribuyó sus cartas, las miró desde unos pocos centímetros de distancia. Los ojos de Silencioso brillaron. No había dudas al respecto. Tenían una sorpresa especial.
Cuervo ocupó la silla que me habían ofrecido. Nadie objetó. Ni siquiera Un Ojo pone nunca objeciones a nada que Cuervo decida hacer.
Cuervo. Más frío que el tiempo desde Galeote. Un alma ahora muerta, quizá. Puede hacer que un hombre se estremezca con una simple mirada. Exuda el hedor de la tumba. Y sin embargo, Linda, lo adora. Pálida, frágil, etérea, apoyó una mano en el hombro de él mientras él ordenaba sus cartas. Le sonrió.
Cuervo es una ventaja en cualquier partida que incluya a Un Ojo. Un Ojo hace trampas. Pero nunca cuando Cuervo juega.
—Está en la Torre, mirando hacia el norte. Tiene sus delicadas manos cruzadas ante ella. Una brisa penetra suave por su ventana. Agita la seda color medianoche de su pelo. Lágrimas como diamantes destellan en la suave curva de su mejilla.
—¡Huuu-huuu!
—¡Oh, huau!
—¡El autor! ¡El autor!
—Que una cerda dé a luz en tu saco de dormir, Willie. —Aquellos aullidos me arrancaron de mis fantasías acerca de la Dama.
Estas escenas son un juego que juego conmigo mismo. Infiernos, por todo lo que ellos saben, mis invenciones pueden ser reales. Sólo los Diez Que Fueron Tomados ven jamás a la Dama. ¿Quién sabe si es fea, hermosa o qué?
—Lágrimas como diamantes destellando, ¿eh? —dijo Un Ojo—, me gusta eso. ¿Significa que suspira por ti, Matasanos?
—Que te jodan. Yo no me burlo de tus juegos.
Entró el teniente, se sentó, nos miró ceñudo. Últimamente su misión en la vida ha sido desaprobar.
Su llegada significaba que el capitán estaba de camino. Elmo cerró sus cartas, se compuso.
El lugar quedó en silencio. Aparecieron hombres como por arte de magia.
—¡Cerrad la maldita puerta! —exclamó Un Ojo—. Si siguen entrando así se me va a congelar el culo. Juega tu mano, Elmo.
Entró el capitán, ocupó su silla habitual.
—Oigámoslo, sargento.
El capitán no es uno de nuestros personajes más coloristas. Demasiado tranquilo. Demasiado serio.
Elmo depositó sus cartas boca abajo, alineó sus esquinas, ordenó sus pensamientos. Puede obsesionarse con la brevedad y la precisión.
—¿Sargento?
—Silencioso divisó una línea de piquetes al sur de la granja, en pitan. Rodeamos hacia el norte. Atacamos después de anochecer. Intentaron dispersarse. Silencioso distrajo a Rastrillador mientras nosotros nos ocupábamos de los demás. Treinta hombres. Abatimos veintitrés. Aullamos mucho acerca de no herir a nuestro espía. Rastrillador se nos escapó.
La furtividad hace que nuestro truco funcione. Queremos que los Rebeldes crean que sus rangos están plagados de Informadores. Eso entorpece sus comunicaciones y sus tomas de decisiones, y hace la vida menos azarosa para Silencioso, Un Ojo y Goblin.
Plantar rumores. Crear desconfianza. Un toque de soborno o chantaje. Ésas son las mejores armas. Optamos por la lucha solamente cuando tenemos atrapados a nuestros oponentes. Al menos idealmente.
—¿Volvisteis directamente a la fortaleza?
—Sí, señor. Después de incendiar la granja y los edificios anexos. Rastrillador ocultó bien su rastro.
El capitán estudió las vigas oscurecidas por el humo encima de mi cabeza. Sólo Un Ojo haciendo restallar sus cartas rompió el silencio. El capitán bajó su mirada.
—Entonces, pregunto, ¿por qué no estáis tú y Silencioso sonriendo como un par de estúpidos que acaban de ganar el primer premio?
—Orgullosos, volvieron a casa con las manos vacías —murmuró Un Ojo.
Elmo sonrió un poco más.
—Pero no lo hicimos.
Silencioso rebuscó dentro de su sucia camisa, extrajo la pequeña bolsa de cuero que siempre cuelga de una cuerda alrededor de su cuello. Su bolsa de trucos. Está llena con extrañas cosas nocivas como pútridas orejas de murciélago o elixir de pesadilla. Esta vez extrajo un trozo doblado de papel. Lanzó dramáticas miradas a Un Ojo y Goblin, desdobló el papel pliegue a pliegue. Incluso el capitán abandonó su silla, se inclinó sobre la mesa.
—¡Mirad! —dijo Elmo.
—Eso no es más que pelo. —Las cabezas se sacudieron. Las gargantas gruñeron. Alguien cuestionó el contacto de Elmo con la realidad. Pero Un Ojo y Goblin mostraron tres grandes ojos muy abiertos entre los dos. Un Ojo dejó escapar un chirrido inarticulado. Goblin chilló unas cuantas veces, pero Goblin siempre chilla.
—¿Es realmente suyo? —consiguió decir al fin—. ¿Realmente suyo?
Elmo y Silencioso irradiaron la vanidosa presunción de lo conquistadores coronados por un gran éxito.
—Total y absolutamente —dijo Elmo—. De la cúspide misma de su coco. Teníamos cogido al viejo por las pelotas y él lo sabía. Salió corriendo de allí tan rápido que se dio con la cabeza contra el dintel de la puerta. Lo vi yo mismo, y también Silencioso. Dejo éstos pegados a la madera. ¡Huau, tenemos al viejo!
Y Goblin, una octava por encima de su habitual chirriar bisagra oxidada, danzando de excitación, dijo:
—Gente, lo tenemos. Es como si en este momento ya estuviera colgando de un gancho del matadero. De uno de los grandes. —Maulló a Un Ojo—: ¿Qué piensas de esto, pequeño y lastimoso duende?
Una horda de minúsculos y brillantes bichos brotó de las fosas nasales de Un Ojo. Buenos soldados todos, cayeron en formación, deletreando las palabras Goblin es un marica. Sus pequeñas alas zumbaron las palabras en beneficio de los analfabetos.
Aquello no era cierto. Goblin es absolutamente heterosexual. Un Ojo estaba intentando empezar algo.
Goblin hizo un gesto. Una gran figura sombría, como Atrapaalmas pero lo bastante alta como para rozar las vigas techo, se inclinó y clavó un dedo acusador en Un Ojo. Una voz sin fuente aparente susurró:
—Fuiste tú quien corrompiste al muchacho, sodomita.
Un Ojo bufó, sacudió la cabeza, sacudió la cabeza, bufó. Sus ojos brillaron. Goblin rió, se envaró, rió de nuevo. Se alejó, giró sobre sí mismo, bailó una alocada giga victoriosa delante de la chimenea. Nuestros hermanos menos intuitivos gruñeron. Un par de pelos. Con eso y dos monedas de plata podías conseguir una de las putas del pueblo.
—¡Caballeros! —El capitán comprendió. El espectáculo de bichos y sombra cesó. El capitán estudió a sus hechiceros. Pensó. Caminó arriba y abajo. Asintió para sí mismo. Finalmente preguntó:
—Un Ojo. ¿Son suficientes?
Un Ojo dejó escapar una risita, un sonido sorprendentemente profundo para un hombre tan pequeño.
—Un pelo, señor, o el recorte de una uña, es suficiente. Señor, lo tenemos.
Goblin siguió con su extraña danza. Silencioso seguía sonriendo. Todos no eran más que unos lunáticos. El capitán pensó un poco más.
—No podemos manejar esto nosotros mismos. —Rodeó la sala, dando largas zancadas—. Tendremos que traer a uno de los Tomados.
Uno de los Tomados. Naturalmente. Nuestros tres hechiceros son nuestro más precioso recurso. Tienen que ser protegidos. Pero… El frio nos heló y nos dejó como estatuas. Uno de los discípulos sombra de la Dama… ¿Uno de aquellos oscuros señores aquí? No…
—No el Renco. Tiene algo contra nosotros.
—Cambiaformas me produce escalofríos.
—Nocherniego es peor.
—¿Cómo demonios lo sabes? Nunca lo has visto.
—Podemos manejarlo, capitán —dijo Un Ojo.
—Y los primos de Rastrillador caerán sobre vosotros como moscas sobre una boñiga.
—Atrapaalmas —sugirió el teniente—. Él es nuestro patrón, o menos.
La sugerencia fue aceptada. El capitán dijo:
—Contacta con él, Un Ojo. Estad preparados para movernos cuando llegue.
Un Ojo asintió, sonrió. Estaba encantado. Retorcidas y desagradables ideas estaban empezando a formarse ya en su retorcida mente.
En realidad aquello hubiera debido ser misión de Silencioso. El capitán se la dio a Un Ojo porque no podía soportar la negativa de Silencioso a hablar. Eso lo asusta por alguna razón.
Silencioso no protestó.
Algunos de nuestros sirvientes nativos son espías. Sabemos quiénes son, gracias a Un Ojo y Goblin. Uno, que no sabía nada acerca de pelo, fue dejado huir con la noticia de que estábamos instalando el cuartel general de espionaje en la ciudad libre de Rosas.
Cuando tus batallones son más pequeños aprendes astucia.
Cada gobernante se crea sus enemigos. La Dama no es una excepción. Los Hijos de la Rosa Blanca están por todas partes… Si uno elige bando guiándose por las emociones, entonces el Rebelde es el bando con el que alinearse. Está luchando por todo lo que los hombres afirman honrar: libertad, independencia, verdad, derecho… Todas las ilusiones subjetivas, todas las eternas palabras desencadenantes. Nosotros somos esbirros del villano de obra. Confesamos la ilusión y negamos la sustancia.
No hay villanos autoproclamados, sólo regimientos de santos autoproclamados. Historiadores victoriosos gobiernan alli donde residen el bien y el mal.
Abjuramos de las etiquetas. Luchamos por dinero y por un orgullo indefinible. La política, la ética, la moralidad, son irrelevantes.
Un Ojo había contactado con Atrapaalmas. Estaba viniendo y Goblin dijo que el viejo duende aullaba de alegría. Olía la oportunidad de elevar sus bases y minar las del Renco. Los Diez peleaban entre sí y se mordían peor que niños malcriados.
El invierno relajó brevemente su asedio. Los hombres y personal nativo empezaron a limpiar los patios de Meystrikt. Uno de los nativos desapareció. En la sala principal, Un Ojo y Silencioso parecían relamidamente satisfechos sobre sus cartas. Los Rebeldes estaban oyendo exactamente lo que deseaban.
—¿Qué ocurre en la muralla? —pregunté. Elmo había disputado un aparejo de poleas y estaba soltando una de las piedras de almenas—. ¿Qué pensáis hacer con ese bloque?
—Una pequeña escultura, Matasanos. Me estoy dedicando a un nuevo pasatiempo.
—No me digas. Veré si me gusta.
—Toma esa actitud si quieres. Iba a pedirte si querías venir tras de Rastrillador con nosotros. Para que pudieras ponerlo todo correctamente en los Anales.
—¿Con alguna que otra palabra acerca del genio de Un Ojo?
—Hay que darle crédito a quien se lo merece, Matasanos.
—Entonces Silencioso necesitará todo un capítulo, ¿no?
Espumeó. Barbotó. Maldijo.
—¿Quieres jugar una mano? —Tenían sólo tres jugadores, uno de los cuales era Cuervo. El tonk es más interesante con cuatro o cinco.
Gané tres manos consecutivas.
—¿No tienes ninguna otra cosa que hacer? ¿Una verruga que extirpar o algo parecido?
—Tú le pediste que jugara —observó uno de los soldados que miraban la partida.
—¿Te gustan las moscas, Otto?
—¿Las moscas?
—Voy a convertirte en un sapo si no cierras la boca.
Otto no pareció impresionado.
—No puedes convertir ni un renacuajo en un sapo.
Me eché a reír.
—Tú lo pediste, Un Ojo. ¿Cuándo va a presentarse Atrapaalmas?
—Cuando llegue aquí.
Asentí. No hay ningún orden o razón aparentes a la forma en que los Tomados hacen las cosas.
—Hoy estamos inspirados, ¿eh? ¿Cuánto lleva perdido Un Ojo, Otto?
Otto se limitó a hacer una mueca. Un Cuervo ganó las siguientes dos manos.
Un Ojo juró que abandonaba la partida. Adiós a la oportunidad de descubrir la naturaleza de su proyecto. Probablemente sería lo mejor. Una explicación nunca hecha no podría llegar a ser oída por los espías Rebeldes.
Seis pelos y un bloque de piedra caliza. ¿Qué demonios?
Durante varios días Silencioso, Goblin y Un Ojo se turnaron trabajando en aquella piedra. Visité ocasionalmente el establo.
Me dejaron mirar, y se limitaron a gruñir cuando no quisieron responder preguntas.
El capitán asomaba también ocasionalmente la cabeza, se encogía de hombros y regresaba a sus aposentos. Estaba manejando estrategias para una campaña de primavera que arrojaría todo el poder imperial disponible contra los Rebeldes. Sus habitaciones eran impenetrables, tan llenas estaban de mapas e informes.
Teníamos intención de golpear a los Rebeldes una vez cambiara el tiempo.
Puede parecer cruel, pero la mayoría de nosotros disfrutábamos con lo que hacíamos…, y el capitán más que nadie. Éste es su juego favorito, enfrentar ingenios con Rastrillador. Está ciego a los muertos, a los poblados incendiados, a los niños que se mueren de hambre. Igual que el Rebelde. Dos ejércitos ciegos, incapaces de ver nada excepto el uno al otro.
Atrapaalmas llegó de madrugada, en medio de una ventisca que volvía pequeña la que Elmo había soportado. El viento gemía y aullaba. La nieve derivaba contra la esquina nordeste de la fortaleza y se derramaba por encima del almenaje. La madera y las reservas de heno se estaban convirtiendo en una preocupación. Los locales decían que era la peor ventisca de la historia.
En su punto más álgido llegó Atrapaalmas. El bum-bum-bu de su llamada despertó todo Meystrikt. Sonaron los cuernos. Retumbaron los tambores. Las cadenas chirriaron contra el viento. No consiguieron abrir la puerta.
Atrapaalmas pasó por encima de la muralla con la ventisca. Cayó, casi desapareció en la nieve suelta del patio delantero. Una llegada muy poco digna para uno de los Diez.
Me apresuré a la sala principal. Un Ojo, Silencioso y Goblin estaban ya allí, con el fuego ardiendo alegremente. Apareció el teniente, seguido por el capitán. Elmo y Cuervo iban con el capitán.
—Enviad a los demás de vuelta a la cama —restalló el teniente.
Entró Atrapaalmas, se quitó su gran y pesada capa negra y se acuclilló delante del fuego. ¿Un gesto calculadamente humano? Lo dudé.
El delgado cuerpo de Atrapaalmas va siempre enfundado en piel negra. Lleva ese morrión negro que oculta su cabeza, guantes negros y botas negras. Sólo un par de insignias de plata rompen la monotonía. El único color en él es un rubí sin tallar que forma la empuñadura de su daga. Una garra de cinco curvados dedos aferra la gema al mango del arma.
Suaves y pequeñas curvas interrumpen el lisor de su pecho. Hay como algo femenino en sus caderas y piernas. Tres de los Tomados son mujeres, pero cuáles son es algo que sólo sabe la Dama. Los llamamos a todos con apelativos masculinos. Su sexo nunca ha significado nada para nosotros.
Atrapaalmas afirma ser nuestro amigo, nuestro campeón. Aún así, su presencia proporcionaba un helor diferente a la sala. Su frío no tenía nada que ver con la temperatura del aire. Incluso Un Ojo se estremece cuando él está por ahí.
¿Y Cuervo? No lo sé. Cuervo parece incapaz de sentir ya nada, excepto en lo que a Linda se refiere. Algún día ese gran rostro de piedra se hará pedazos. Espero estar ahí para verlo.
Atrapaalmas volvió su rostro hacia el fuego.
—Sí —dijo con una voz aguda—. Un tiempo espléndido para una aventura. —Barítono. Siguieron unos extraños sonidos. Risa, el Tomado había hecho un chiste.
Nadie rió.
No se suponía que debiéramos reír. Atrapaalmas se volvió hacia Un Ojo.
—Dime. —Ahora tenor, lento y suave, con una cualidad ahogada, como si su voz llegara a través de una delgada pared. O, como dice Elmo, de más allá de la tumba.
No hubo bravata ni exhibición en Un Ojo ahora.
—¿Empezamos desde el principio, capitán?
El capitán dijo:
—Uno de nuestros informantes captó la noticia de una reunión de los capitanes Rebeldes. Un Ojo, Goblin y Silencioso siguieron los movimientos de Rebeldes conocidos…
—¿Los dejasteis ir por ahí libremente?
—Nos condujeron a sus amigos.
—Por supuesto. Uno de los fallos del Renco. No tiene imaginación. Los mata cuando los encuentra…, junto con todos los demás a la vista. —De nuevo aquella extraña risa—. Menos efectivo, ¿no? —Hubo otra frase, pero no en ninguna lengua que yo conociera.
El capitán asintió.
—¿Elmo?
Elmo contó su parte tal como había hecho antes, palabra por palabra. Pasó el relato a Un Ojo, que esbozó el plan para coger a Rastrillador. No lo entendí, pero Atrapaalmas lo captó al instante. Se echó a reír por tercera vez.
Capté que íbamos a desatar el lado oscuro de la naturaleza humana.
Un Ojo llevó a Atrapaalmas a ver su piedra misteriosa. Nos acercamos más al fuego. Silencioso sacó una baraja. Nadie se apuntó.
A veces me pregunto cómo los regulares se mantienen cuerdos. Están alrededor de los Tomados todo el tiempo. Atrapaalmas es un pedazo de pan comparado con los demás.
Un Ojo y Atrapaalmas regresaron, riendo.
—Dos de la misma especie —murmuró Elmo, en una rara afirmación de una opinión.
Atrapaalmas recapturó el fuego.
—Bien hecho, caballeros. Muy bien hecho. Imaginativo. Esto puede quebrantarles en el Saliente. Partiremos para Rosas cuando cambie el tiempo. Un grupo de ocho, capitán, incluidos dos de tus hechiceros. —Cada frase era seguida por una pausa. Cada una era pronunciada con una voz distinta. Extraño.
He oído decir que ésas son las voces de todas las personas de cuyas almas se ha apoderado Atrapaalmas.
Más osado de lo que debería, me presenté voluntario para la expedición. Deseaba ver cómo podía ser cogido Rastrillador con un pelo y un bloque de piedra caliza. El Renco había fracasado con todo su furioso poder.
El capitán se lo pensó.
—De acuerdo, Matasanos. Un Ojo y Goblin, tú, Elmo. Y elige dos más.
—Eso sólo hace siete, capitán.
—Cuervo es el que hace ocho.
—Oh. Cuervo. Por supuesto.
Por supuesto. El silencioso, mortífero Cuervo sería el alterno del capitán. El vínculo entre esos dos hombres sobrepasa toda comprensión. Supongo que me preocupa porque últimamente Cuervo me asusta a morir.
Cuervo captó la mirada del capitán. Su ceja derecha se alzó, el capitán respondió con el fantasma de un asentimiento de cabeza. Cuervo agitó un hombro. ¿Cuál era el mensaje? No pude adivinarlo.
Había algo inusual en el aire. Aquéllos en el ajo lo encontraban delicioso. Aunque no podía imaginar de qué se trataba, sabía que tenía que ser algo elusivo y desagradable.
La tormenta cesó. Pronto la carretera a Rosas quedó abierta. Atrapaalmas tenía prisa. Rastrillador llevaba dos semanas de ventaja. Nos llevaría una semana alcanzar Rosas. Las historias plantadas por Un Ojo podían perder su eficacia antes de que llegáramos.
Nos marchamos antes del amanecer, con el bloque de piedra caliza en un carro. Los hechiceros habían hecho poco más que vaciar en ella una modesta depresión del tamaño de un melón grande. No podía imaginar su utilidad. Un Ojo y Goblin se agitaban sobre ella como el novio ante la recién casada. Un Ojo respondió a mis preguntas con una amplia sonrisa. El muy bastardo.
El tiempo se mantuvo bueno. Cálidos vientos soplaron del sur. Encontramos largos tramos de lodosa carretera. Y fui testigo de un fenómeno ridículo. Atrapaalmas saltó al barro y arrastró ese carro con el resto de nosotros. Ese gran señor del imperio.
Rosas es la ciudad reina del Saliente, un floreciente feudo, una ciudad libre, una república. La Dama no ha considerado conveniente revocar su autonomía tradicional. El mundo necesita lugares donde hombres de toda clase y condición puedan salirse de las limitaciones usuales.
Rosas. Una ciudad sin amo. Llena de agentes y espías y aquéllos que viven en el lado oscuro de la ley. En ese entorno, afirmaba Un Ojo, su plan tenía que prosperar.
Las rojas murallas de Rosas se alzaron ante nosotros, oscuras como sangre vieja a la luz del sol poniente, cuando llegamos.
Goblin entró en la habitación que habíamos tomado.
—He encontrado el lugar —chirrió a Un Ojo.
—Bien.
Curioso. No habían intercambiado una palabra en semanas. Normalmente una hora sin una discusión era un milagro.
Atrapaalmas se agitó en la penumbrosa esquina donde permanecía plantado como un cenceño arbusto negro, debatiendo consigo mismo.
—Adelante.
—Es una vieja plaza pública. Una docena de calles y callejones entran y salen de ella. Poco iluminada por la noche. No hay ninguna razón para que haya gente después de oscurecer.
—Suena perfecto —dijo Un Ojo.
—Lo es. He alquilado una habitación que la domina.
—Iremos a echar una ojeada —dijo Elmo. Todos sufríamos fiebre de cabina. Se inició un éxodo. Sólo Atrapaalmas no se movió. Quizá comprendía nuestra necesidad de alejarnos de él.
Al parecer Goblin tenía razón acerca de la plaza.
—¿Y ahora qué? —pregunté. Un Ojo sonrió. Restallé—: ¡Malditos labios sellados! Dilo de una vez.
—¿Esta noche? —preguntó Goblin.
Un Ojo asintió.
—Si el viejo duende dice adelante.
—Me siento frustrado —anuncié—. ¿Qué es lo que ocurre? Todo lo que hacéis, malditos payasos, es jugar a las cartas y observar a Cuervo afilar sus cuchillos. —Era algo que hacía durante horas consecutivas, y el movimiento de la piedra de afilar a través del acero enviaba estremecimientos a todo lo largo de mi espina dorsal. Era un presagio. Cuervo nunca hace eso a menos que espere que la situación se pondrá desagradable.
Un Ojo hizo un sonido como el graznido de un cuervo.
Sacamos el carro a medianoche. El encargado del establo nos llamó locos. Un Ojo le obsequió con una de sus famosas sonrisas. Él condujo. El resto de nosotros caminamos, rodeando el carro.
Había habido cambios. Se había añadido algo. Alguien habia tallado la piedra con un mensaje. Un Ojo, probablemente, duran una de sus inexplicadas excursiones fuera de nuestro cuartel general.
Abultados sacos de cuero y una recia tabla de planchas se habían unido a la piedra. La mesa parecía capaz de soportar el bloque. Sus patas eran de una madera oscura y pulida. En ellas había taraceados símbolos en plata y marfil, muy complejos, jeroglíficos, místicos.
—¿Dónde habéis conseguido la mesa? —pregunté. Goblin chirrió, rió. Gruñí—: ¿Por qué demonios no me lo decís?
—Está bien —dijo Un Ojo, riendo desagradablemente—. La hicimos.
—¿Para qué?
—Para apoyar nuestra piedra en ella.
—No me lo estáis diciendo todo.
—Paciencia, Matasanos. Todo a su debido tiempo. —El muy bastardo.
Había algo extraño acerca de nuestra plaza. Estaba llena de bruma. No había habido bruma en ninguna otra parte.
Un Ojo detuvo el carro en el centro de la plaza.
—Sacad esa mesa, muchachos.
—Sácala tú —graznó Goblin—. ¿Crees que vas a salirte de ésta fingiéndote enfermo? —Se volvió hacia Elmo—. El maldito viejo tullido siempre encuentra una excusa.
—Tiene razón, Un Ojo. —Un Ojo protestó. Elmo restalló—: Saca tu culo de aquí.
Un Ojo miró furioso a Goblin.
—Algún día te pillaré, gordinflón. Un buen hechizo de impotencia. ¿Qué tal te suena eso?
Goblin no se mostró impresionado.
—Pondría un hechizo de estupidez sobre ti si con ello no mejorara lo que te ha dado la naturaleza.
—Bajad la maldita mesa —restalló Elmo.
—¿Estás nervioso? —pregunté. Nunca se deja atrapar por sus discusiones. Las considera una parte de la diversión.
—Sí. Tú y Cuervo subid ahí arriba y empujad.
La mesa era más pesada de lo que parecía. Nos costó bajarla del carro. Los fingidos gruñidos y maldiciones de Un Ojo no ayudaron. Le pregunté cómo la había subido.
—La construí aquí, tonto —dijo, luego despotricó contra nosotros, pidiendo que la moviéramos un centímetro hacia este lado, luego un centímetro hacia ese otro.
—Ya basta —dijo Atrapaalmas—. No tenemos tiempo para esto. —Su irritación tuvo un efecto saludable. Ni Goblin ni Un Ojo dijeron otra palabra.
Deslizamos la piedra sobre la mesa. Retrocedí, me sequé el sudor del rostro. Estaba empapado. En mitad del invierno. Esa roca irradiaba calor.
—Las bolsas —dijo Atrapaalmas. Su voz sonó como la de una mujer a la que no me hubiera importado conocer.
Agarré una, gruñí. Era pesada.
—Hey. Esto es dinero.
Un Ojo rió burlonamente. Deposité la bolsa en el montón debajo de la mesa. Había una maldita fortuna allí. De hecho, nunca había visto tanta en un solo lugar.
—Cortad las bolsas —ordenó Atrapaalmas—. ¡Apresuraos!
Cuervo rasgó las bolsas. El tesoro se derramó sobre los adoquines. Miramos, con la codicia en nuestros corazones.
Atrapaalmas aferró a Un Ojo por el hombro, sujetó el brazo de Goblin. Ambos hechiceros parecieron encogerse. Miraron la mesa y la piedra. Atrapaalmas dijo:
—Moved el carro.
Yo todavía no había leído el inmortal mensaje que habían grabado en la piedra. Me apresuré a echar una mirada.
QUE EL QUE QUIERA RECLAMAR ESTA RIQUEZA
DEPOSITE LA CABEZA DE LA CRIATURA
RASTRILLADOR
DENTRO DE ESTE TRONO DE PIEDRA
Ah. Ajá. Bien dicho. Directo. Simple. Nuestro estilo. Ja.
Retrocedí, intenté evaluar la magnitud de la inversión de Atrapaalmas. Divisé oro por entre la colina de plata. Una bolsa rezumaba piedras sin tallar.
—El pelo —pidió Atrapaalmas. Un Ojo extrajo las hebra. Atrapaalmas las pegó con el dedo a las paredes de la cavidad de tamaño de una cabeza. Retrocedió unos pasos, unió sus manos a las de Un Ojo y Goblin.
Hicieron magia.
Tesoro, mesa y piedra empezaron a emitir un resplandor dorado.
Nuestro archienemigo era hombre muerto. La mitad del mundo intentaría conseguir aquel botín. Era demasiado grande para resistirse. Su propia gente se volvería contra él.
Vi una pequeña posibilidad para él. Podía robar el tesoro. Pero era un trabajo arduo. Ningún Profeta rebelde podía superar magia de uno de los Tomados.
Completaron el lanzamiento del conjuro.
—Que alguien lo compruebe —dijo Un Ojo.
Hubo un perverso crujir cuando la punta de la daga de Cuervo entró en contacto con las tablas de la mesa. Maldijo, frunció el ceño a su arma. Elmo golpeó con su espada. ¡Crackle! La punta de su hoja brilló blanca.
—Excelente —dijo Atrapaalmas—. Llevaos el carro.
Elmo dejó destacado a un hombre. El resto nos dirigimos a la habitación que había alquilado Goblin.
Al principio nos apiñamos en la ventana, deseosos de que ocurriera algo. Eso palideció muy pronto. Rosas no descubrió la condenación que habíamos arrojado sobre Rastrillador hasta el amanecer.
Cautelosos emprendedores hallaron un centenar de formas de ir tras aquel dinero. Las multitudes acudieron sólo para ver. Una banda imaginativa empezó a cavar debajo de la calle. La policía los echó.
Atrapaalmas se sentó junto a la ventana y no se movió. En una ocasión dijo:
—Habrá que modificar los conjuros. No anticipé tanta ingeniosidad.
Sorprendido por mi propia audacia, pregunté:
—¿Cómo es la Dama? —Acababa de terminar una de mis escenas de fantasía.
Se volvió lentamente, me dirigió una breve mirada.
—Algo que puede morder el acero. —Su voz era femenina y gatuna. Una extraña respuesta. Luego—: Tengo que impedir que usen herramientas.
Demasiado para el informe de un testigo ocular. Hubiera debido imaginarlo. Nosotros los mortales somos meros objetos para los Tomados. Nuestras curiosidades son de una suprema indiferencia para ellos. Me retiré a mi secreto reino y su espectro de Damas imaginarias.
Atrapaalmas modificó aquella noche la hechicería. A la mañana siguiente había cadáveres en la plaza.
Un Ojo le despertó la tercera noche.
—Tenemos un cliente.
—¿Eh?
—Un tipo con una cabeza. —Parecía complacido.
Me tambaleé a la ventana. Goblin y Cuervo estaban ya allí. Nos apiñamos a un lado. Nadie deseaba estar demasiado cerca de Atrapaalmas.
Había un hombre en la plaza allá abajo. Una cabeza colgaba de su mano izquierda. La llevaba sujeta por el pelo. Dije:
—Me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que empezara esto.
—Silencio —siseó Atrapaalmas—. Él está ahí fuera.
—¿Quién?
Era paciente. Notablemente paciente. Otro de los Tomados me hubiera derribado de un golpe.
—Rastrillador. ¿Quién creías?
No pude imaginar cómo lo sabía. Quizá no deseaba imaginarlo. Esas cosas me asustan.
—Una visita discreta era algo que estaba en el escenario —susurró Goblin, chillando. ¿Cómo puede uno chillar cuando susurra?— Rastrillador tiene que descubrir a lo que se enfrenta. Nadie puede hacerlo desde ningún otro sitio. —El regordete hombre parecía orgulloso de sí mismo.
El capitán llama a la naturaleza humana nuestra hoja más afilada. La curiosidad y la voluntad de sobrevivir habían atraído a Rastrillador a nuestro caldero. Quizá lo volvería contra nosotros. Tenemos un montón de asas a las que estamos agarrados.
Pasaron semanas. Rastrillador vino una y otra vez, al parecer contento con observar. Atrapaalmas nos dijo que lo dejáramos tranquilo, no importaba el blanco fácil en que se convirtiera.
Nuestro mentor podía ser considerado como nosotros, pero tenía su rasgo cruel. Parecía que deseaba atormentar a Rastrillador con la incertidumbre de su destino.
—Este lugar se está volviendo loco con la recompensa —chilló Goblin. Danzó una de sus gigas—. Deberías salir más, Matasanos. Están convirtiendo a Rastrillador en una industria. —Me hizo seña de que fuera a la esquina más alejada de Atrapaalmas, abríó una bolsa—. Mira aquí —susurró.
Tenía un doble puñado de monedas. Algunas eran de oro. Observé:
—Vas a caminar ladeado.
Sonrió. Goblin sonriendo es un espectáculo digno de ver.
—Las conseguí vendiendo información sobre dónde encontrar a Rastrillador —susurró. Con una mirada de soslayo hacia Atrapaalmas—. Se paga a buen precio. —Apoyó una mano en mi hombro. Tuvo que empinarse para hacerlo—. Puedes hacerte rico ahí fuera.
—No sabía que estuvieras en esto para hacerte rico.
Frunció el ceño, y su redondo y pálido rostro se volvió todo arrugas.
—¿Qué demonios eres? ¿Algún tipo de…?
Atrapaalmas se volvió. Goblin croó:
—Sólo una discusión sobre una apuesta, señor. Sólo una apuesta.
Reí fuertemente.
—Muy convincente, amigo. ¿Por qué simplemente no te cuelgas del cuello?
Se enfurruñó, pero no durante mucho tiempo. Goblin es irreprimible. Su humor estalla fuera en las situaciones más depresivas. Susurró:
—Mierda, Matasanos, deberías ver lo que está haciendo Un Ojo. Vende amuletos. Garantizados que señalan si hay algún Rebelde por las inmediaciones. —Una mirada furtiva hacia Atrapaalmas—. Y realmente funcionan. Bueno, más o menos.
Sacudí la cabeza.
—Al menos podrá pagar sus deudas de juego. —Así era Un Ojo siempre. Tenía que hacer algo en Meystrikt, donde no había espacio para sus habituales incursiones en el mercado negro.
—Se supone que vosotros plantáis rumores. Mantenéis hirviendo el caldero, no…
—¡Chisss! —Miró de nuevo a Atrapaalmas—. Eso es lo que hacemos. Cada vez que vamos a la ciudad. Demonios, el molino de rumores se ha vuelto loco ahí fuera. Ven. Te lo mostraré.
—No. —Atrapaalmas estaba hablando cada vez más. Tenía esperanzas de enzarzarme en una auténtica conversación.
—Tú te lo pierdes. Sé de un librero que acepta apuestas sobre cuándo perderá Rastrillador la cabeza. Tú tienes información privilegiada, ¿sabes?
—Salte de aquí antes de que pierdas la tuya.
Fui a la ventana. Un minuto más tarde Goblin cruzó la plaza de abajo. Pasó nuestra trampa sin mirarla.
—Dejemos que juegue a sus juegos —dijo Atrapaalmas.
—¿Señor? —Mi nuevo enfoque. Adulación.
—Mis oídos son más finos de lo que tu amigo cree.
Escruté el rostro de aquel morrión negro, intentando captar algún atisbo de los pensamientos detrás del metal.
—No tiene importancia. —Se agitó ligeramente, miró más allá de mí—. El submundo está paralizado por el desánimo.
—¿Señor?
—El mortero de esa casa se está pudriendo. Pronto se desmoronará. Eso no hubiera ocurrido si hubiéramos cogido a Rastrillador inmediatamente. Lo hubieran convertido en un mártir. La pérdida los hubiera entristecido, pero hubieran seguido adelante. El Círculo hubiera reemplazado a Rastrillador a tiempo para las campañas de primavera.
Miré a la plaza. ¿Por qué me estaba contando aquello Atrapaalmas? Y todo en una misma voz. ¿Era la voz del autentico Atrapaalmas?
—¿Porque pensaste que yo estaba siendo cruel por pura crueldad?
Di un salto.
—¿Cómo has podido…?
Atrapaalmas dejó escapar un sonido que podría pasar por una risa.
—No, no he leído tu mente. Sé como funcionan las mentes. Soy el que Atrapa las Almas, ¿recuerdas?
¿Llegaban a sentirse solitarios los Tomados? ¿Anhelaban la simple compañía? ¿La amistad?
—A veces. —Esto en una de las voces femeninas. Una voz seductora.
Medio me volví, luego me enfrenté rápidamente a la plaza, asustado.
Atrapaalmas leyó eso también. Volvió a Rastrillador.
—La simple eliminación no fue nunca mi plan. Quiero que el héroe de Forsberg se desacredite a sí mismo.
Atrapaalmas conocía a nuestro enemigo mejor de lo que sospechábamos. Rastrillador estaba jugando a su juego. Ya había efectuado dos espectaculares y vanos intentos sobre nuestra trampa. Esos fracasos habían arruinado su prestigio con sus compañeros de viaje. Según todos los rumores, Rosas hervía con sentimientos proimperio.
—Se pondrá en ridículo, y entonces lo aplastaremos. Como un molesto escarabajo.
—No lo subestimes. —Qué audacia. Dar consejos a uno de los Tomados—. El Renco…
—No lo subestimo. No soy el Renco. Él y Rastrillador son dos de la misma clase. En los viejos tiempos… El Dominador lo hubiera convertido en uno de nosotros.
—¿Cómo era? —Hazle seguir hablando, Matasanos. Desde el Dominador sólo hay un paso hasta la Dama.
La mano de Atrapaalmas giró con la palma hacia arriba, se abrió, se convirtió lentamente en una garra. El gesto me sobresaltó. Imaginé aquella garra rasgando mi alma. Fin de la conversación.
Más tarde le dije a Elmo:
—¿Sabes?, esa cosa de ahí fuera no necesitaba ser real. Cualquier cosa hubiera podido hacer el trabajo si la gente no podía llegar hasta ella.
—Falso —dijo Atrapaalmas—. Rastrillador tenía que saber que era real.
A la mañana siguiente supimos del capitán. Noticias, principalmente. Unos pocos partisanos Rebeldes estaban rindiendo sus armas en respuesta a una oferta de amnistía. Algunas fuerzas que habían venido al sur con Rastrillador estaban desertando. La confusión había alcanzado el Círculo. El fracaso de Rastrillador en Rosas les preocupaba.
—¿Cómo es posible eso? —pregunté—. En realidad no ha ocurrido nada.
—Está ocurriendo en el otro lado —respondió Atrapaalmas—. En las mentes de la gente. —¿Había un asomo de presunción alli?—. Rastrillador, y por extensión el Círculo, parecen impotentes. Hubiera debido ceder el Saliente a otro comandante.
—Si yo fuera un gran general, probablemente tampoco admitiría haberla cagado —dije.
—Matasanos —jadeó Elmo, asombrado. Normalmente no digo lo que pienso.
—Es cierto, Elmo. ¿Puedes imaginar a algún general, nuestro o de ellos, pidiéndole a alguien que ocupe su puesto?
El negro morrión me miró directamente.
—Su fe está muriendo. Un ejército sin fe en sí mismo es derrotado con más seguridad que un ejército derrotado en batalla. —Cuando Atrapaalmas aborda un tema, nada lo desvía.
Tuve la extraña sensación de que él podía ser el tipo que cediera el mando a alguien más capaz de ejercerlo.
—Ahora hay que apretar más los tornillos. Todos vosotros. Decidlo en las tabernas. Susurradlo por las calles. Hacedlo arder. Volvedlo loco. Empujadlo tan duro que no tenga tiempo de pensar. Lo quiero tan desesperado que intente algo estúpido.
Pensé que Atrapaalmas había tenido la idea correcta. Este fragmento de la guerra de la Dama no sería ganado en ningún campo de batalla. La primavera estaba a mano, pero la lucha todavía no había empezado. Los ojos del Saliente estaban fijos en la ciudad libre, aguardando el resultado de este duelo entre Rastrillador y el campeón de la Dama.
Atrapaalmas observó:
—Ya no es necesario matar a Rastrillador. Su credibilidad está muerta. Ahora estamos destruyendo la confianza en su movimiento. —Reanudó su vigilia en la ventana.
—El capitán dice que el Círculo ordenó expulsar a Rastrillador —dijo Elmo—. Él no quiso irse.
—¿Se revolvió contra su propia revolución? —Desea ganarle a esta trampa. Otra faceta de la naturaleza humana trabajando a nuestro lado. El orgullo arrogante.
—Pongamos algunas cartas sobre la mesa. Goblin y Un Ojo han estado robando de nuevo a viudas y huérfanos. Es hora de sacarlos de aquí.
Rastrillador estaba a sus propios medios, perseguido, cazado, un perro azotado que corría de noche por los callejones. No podía confiar en nadie. Sentí pena por él. Casi.
Era un estúpido. Sólo un estúpido sigue apostando con todas las posibilidades en contra. Las posibilidades en contra de Rastrillador se estaban haciendo más grandes a cada hora que pasaba.
Señalé con el pulgar la oscuridad junto a la ventana.
—Suena como una convención de la Hermandad de los Susurros.
Cuervo miró por encima de mi hombro, no dijo nada. Estábamos jugando al tonk, sólo nosotros dos, una aburrida forma de matar el tiempo.
Una docena de voces murmuraban ahí fuera. «Lo huelo»; «Estás equivocado». «Viene del sur». «Ahora ya ha acabado».
«Todavía no». «Es la hora». «Se necesita un poco más de tiempo». «Estamos tensando nuestra suerte. El juego puede cambiar». «Cuidado con el orgullo.». «Está aquí. Su hedor le precede como el aliento de un chacal».
—Me pregunto si alguna vez pierde alguna discusión consigo mismo.
Cuervo siguió sin decir nada. En mis estados de ánimo más atrevidos he estado intentando sonsacarle. Sin suerte. Me las arreglaba mejor con Atrapaalmas.
Atrapaalmas se levantó de pronto, con un sonido furioso brotando de lo más profundo de él.
—¿Qué ocurre? —pregunté. Estaba harto de Rosas. Estaba hastiado de Rosas. Rosas me aburría y me asustaba. No valía la vida de un hombre ir por aquellas calles solo.
Una de aquellas voces fantasma tenía razón. Nos estábamos acercando a un punto de cada vez menor retorno. Yo mismo estaba desarrollando una reacia admiración por Rastrillador. El hombre se negaba a rendirse o a huir.
—¿Qué ocurre? —pregunté de nuevo.
—El Renco. Está en Rosas.
—¿Aquí? ¿Por qué?
—Huele una gran presa. Desea atribuirse el mérito.
—¿Quieres decir entrometerse en nuestra acción?
—Ése es su estilo.
—Pero la Dama…
—Esto es Rosas. Ella está a mucha distancia. Y no le importa quién se ocupe de él.
La política entre los virreyes de la Dama. Es un mundo extraño. No comprendo a la gente fuera de la Compañía.
Llevamos una vida simple. No se requiere pensar. El capitán se ocupa de eso. Nosotros simplemente seguimos órdenes. Para la mayoría de nosotros la Compañía Negra es un escondite, un refugio del ayer, un lugar donde convertirse en un nuevo hombre.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté.
—Yo me ocuparé del Renco. —Empezó a reunir sus cosas.
Goblin y Un Ojo entraron tambaleantes. Estaban tan borrachos que tenían que sostenerse el uno al otro.
—Mierda —chilló Goblin—. Nieva de nuevo. Maldita nieve. Creía que el invierno había acabado.
Un Ojo se puso a cantar. Algo acerca de las bellezas de invierno. No pude seguirle. Su voz era confusa y había olvida la mitad de las palabras.
Goblin se dejó caer en una silla, olvidando a Un Ojo. Un Ojo se derrumbó a sus pies. Vomitó sobre las botas de Goblin, intentó continuar su canción. Goblin murmuró:
—¿Dónde demonios está todo el mundo?
—Dando vueltas por ahí. —Intercambié una mirada con Cuervo—. ¿Puedes creer esto? ¿Esos dos emborrachándose juntos?
—¿Adónde ibas, viejo duende? —chilló Goblin a Atrapaalmas. Atrapaalmas salió sin responder—. Bastardo. Hey, Un Ojo, viejo compinche. ¿No es cierto? ¿No es el viejo duende un bastardo?
Un Ojo intentó levantarse trabajosamente del suelo, miró a su alrededor. No creo que estuviera mirando con el ojo que tenía.
—Es c’rto. —Me miró con el ceño fruncido—. Bs’tardos. Tod bs’tardos. —Algo de aquello le pareció divertido. Dejó escapar una risita.
Goblin se le unió. Cuando Cuervo y yo no captamos el chiste puso una cara muy digna y dijo:
—No son de los nuestros ahí dentro, viejo compinche. Vamos a calentarnos fuera en la nieve. —Ayudó a Un Ojo a acabar de ponerse en pie. Se tambalearon hacia la puerta.
—Espero que no hagan nada estúpido. Más estúpido que de costumbre. Como ponerse en evidencia. Se suicidarán.
—Tonk —dijo Cuervo. Enseñó sus cartas. Para él aquellos dos parecían no haber entrado siquiera.
Diez o quince manos más tarde uno de los soldados que habíamos traído con nosotros entró en tromba.
—¿Habéis visto a Elmo? —preguntó.
Le eché una ojeada. La nieve se estaba fundiendo en su pelo. Estaba pálido, asustado.
—No. ¿Qué ha ocurrido, Hagop?
—Alguien apuñaló a Otto. Creo que fue Rastrillador. Le hice huir.
—¿Apuñalado? ¿Está muerto? —Fui en busca de mi maleta. Otto me necesitaría a mí más de lo que necesitaría a Elmo.
—No. Sólo está malherido. Ha perdido mucha sangre.
—¿Por qué no lo has traído aquí?
—No podía cargar con él.
También estaba borracho. El ataque a su amigo lo había serenado un poco, pero eso no iba a durar mucho.
—¿Estás seguro de que era Rastrillador? —¿Estaba el viejo estúpido intentando devolver el golpe?
—Seguro. Hey, Matasanos. Ven conmigo. Se va a morir.
—Ya vengo. Ya vengo.
—Esperad. —Cuervo estaba reuniendo sus cosas—. Voy con Vosotros. —Sopesó un par de espléndidos cuchillos, dudando en la elección. Se encogió de hombros, se metió ambos en el cinturón—. Ponte una capa, Matasanos. Hace frío ahí fuera.
Mientras buscaba una asaetó a Hagop acerca de Otto, le dijo que se quedara allí hasta que apareciera Elmo. Luego:
—Vamos, Matasanos.
Escaleras abajo. A la calle. La forma de andar de Cuervo es engañosa. Nunca parece tener prisa, pero has de echar el bofe para seguirle.
La nevada no era ni la mitad del problema. Incluso donde las calles estaban iluminadas no podías ver a seis metros. La niebla era densa y húmeda. ¿Otra ventisca? ¡Maldita sea! ¿No habíamos tenido suficiente?
Encontramos a Otto a media manzana de donde se suponía que estaba. Se había arrastrado hasta debajo de unas escaleras. Cuervo fue directamente hacia él. Cómo sabía dónde buscar es algo que nunca comprenderé. Arrastramos a Otto hasta la luz más cercana. Él no pudo ayudar: había perdido el conocimiento.
Bufé.
—Completamente borracho. El único peligro que corre es el de morir congelado. —Tenía sangre por todas partes, pero su herida no era grave. Necesitaba algunos puntos, eso era todo. Lo llevamos de vuelta a la habitación. Lo desnudé, y empecé a coser mientras todavía no estaba en forma para protestar.
El compañero de Otto estaba dormido. Cuervo lo pateó hasta que despertó.
—Quiero la verdad —dijo Cuervo—. ¿Cómo ocurrió?
Hagop se lo dijo. Insistió:
—Fue Rastrillador, hombre. Fue Rastrillador.
Lo dudé. Lo mismo hizo Cuervo. Pero cuando terminé mi labor de aguja, Cuervo dijo:
—Toma tu espada, Matasanos. —Tenía la expresión del cazador. Yo no deseaba volver a salir, pero menos todavía deseaba discutir con Cuervo cuando estaba de ese humor. Tomé el cinto con la espada.
El aire era más frío. El viento más fuerte. Los copos de nieve eran más pequeños y mordían más fuerte cuando golpeaban tus mejillas. Caminé detrás de Cuervo, preguntándome qué demonios estábamos haciendo.
Halló el lugar donde Otto había sido acuchillado. La nueva nieve todavía no había borrado las marcas en la antigua. Cuervo se acuclilló, miró. Me pregunté qué veía. No había luz suficiente para decir nada, por lo que podía ver.
—Quizá no estaba mintiendo —dijo al fin. Miró a la oscuridad del callejón de donde había surgido el atacante.
—¿Cómo lo sabes?
No me lo dijo.
—Ven. —Echó a andar hacia el callejón.
No me gustan los callejones. En especial no me gustan ciudades como Rosas, donde albergan todos los males conocidos por el hombre y probablemente unos cuantos aún por descubrir. Pero Cuervo estaba entrando en uno… Cuervo deseaba mi ayuda… Cuervo era mi hermano en la Compañía Negra… Pero maldita sea, un fuego caliente y un poco de vino tibio hubieran sido mucho mejores.
No creo que haya pasado más de tres o cuatro horas explorando la ciudad. Cuervo todavía menos que yo. Sin embargo parecía saber hacia dónde iba. Me condujo por calles laterales, callejones estrechos, a través de intersecciones y cruzando puentes. Rosas está atravesada por tres ríos, y toda una red de canales los conectan. Los puentes son uno de los motivos de la orgullosa fama de la ciudad.
Los puentes no me intrigaban por el momento. Estaba más preocupado en seguir el paso e intentar mantenerme caliente. Mis pies eran pedazos de hielo. La nieve seguía metiéndose en mis botas, y Cuervo no estaba de humor para detenerse cada vez que ocurría eso.
Seguimos y seguimos. Kilómetros y horas. Nunca había visto tantos barrios bajos y lupanares…
—¡Alto! —Cuervo me cortó el paso con un brazo.
—¿Qué?
—Quieto. —Escuchó. Escuché. No oí nada. No había visto mucho durante nuestro camino tampoco. ¿Cómo podía Cuervo estar rastreando al asaltante de Otto? No dudaba de que lo estaba haciendo, simplemente no podía imaginarlo.
A decir verdad, nada en Cuervo me sorprendía. Nada lo había hecho desde el día en que le vi estrangular a su esposa.
—Ya casi lo tenemos. —Escrutó la torbellineante nieve—. Sigue adelante, al mismo paso que hemos llevado hasta ahora. Lo atraparás dentro de un par de manzanas.
—¿Qué? ¿Adónde vas tú? —Le estaba hablando a una sombra que se desvanecía—. Maldito seas. —Inspiré profundamente, maldije de nuevo, extraje mi espada y eché a andar. En todo lo que podía pensar era: ¿Cómo voy a explicarme si nos topamos con el hombre equivocado?
Entonces lo vi a la luz de la puerta de una taberna. Un hombre alto y delgado que arrastraba cansadamente los pies, ajeno a todo lo que le rodeaba. ¿Rastrillador? ¿Cómo podía saberlo? Elmo y Otto eran los únicos que habían estado en la incursión de la granja. Algo se iluminó dentro de mí. Sólo ellos podían identificar a Rastrillador para el resto de nosotros. Otto estaba herido y no sabíamos nada de Elmo desde… ¿Dónde estaba? ¿Bajo un manto de nieve en algún callejón, frío como aquella horrible noche? Mi miedo se retiró ante la furia.
Enfundé mi espada y extraje una daga. La mantuve oculta bajo de mi capa. La figura allá delante no miró hacia atrás cuando me acerqué.
—Mala noche, ¿eh, amigo?
Gruñó sin comprometerse a nada. Luego me miró, los ojos entrecerrados, cuando ajusté mi paso al suyo. Se apartó un poco, me miró atentamente. No había miedo en sus ojos. Estaba seguro de sí mismo. No era el tipo de viejo que encuentras vagando por las calles de los barrios bajos. Se asustan de sus propias sombras.
—¿Qué es lo que quieres? —Era una pregunta tranquila, directa. No tenía por qué estar asustado. Yo lo estaba lo suficiente por los dos.
—Apuñalaste a un amigo mío, Rastrillador. —Se detuvo. El destello de algo extraño brilló en sus ojos.
—¿La Compañía Negra? —Asentí. Se me quedó mirando, los ojos pensativamente entrecerrados—. El médico. Tú eres el médico. El que llaman Matasanos.
—Encantado de conocerte. —Estoy seguro de que mi voz sonó más fuerte de cómo me sentía.
Pensé: ¿Qué demonios hago ahora?
Rastrillador abrió su capa. Una corta espada de punta afilada partió en mi dirección. Me eché a un lado, abrí mi propia capa, lo eludí de nuevo e intenté desenvainar mi espada.
Rastrillador se inmovilizó. Sus ojos se clavaron en los míos. Parecieron hacerse más grandes, más grandes…, tuve la impresión de estar cayendo al interior de dos pozos grises gemelos… Una sonrisa tiro de las comisuras de su boca. Avanzó hacia mí, su hoja alzada…
Y de pronto gruñó. Una expresión de sorpresa total se apoderó su rostro. Me desprendí de su hechizo, retrocedí, me puse en guardia.
Rastrillador se volvió lentamente, miró la oscuridad. El cuchillo de Cuervo asomaba de su espalda. Rastrillador llevó la mano hasta él y lo arrancó. Un maullido de dolor brotó de sus labios. Miró fijamente el cuchillo, luego, con la misma lentitud, empezó a canturrear.
—¡Muévete, Matasanos!
¡Un conjuro! ¡Estúpido! Había olvidado lo que era Rastrillador. Cargué.
Cuervo llegó en el mismo instante.
Contemplé el cuerpo.
—¿Y ahora qué?
Cuervo se arrodilló, extrajo otro cuchillo. Tenía un filo aserrado.
—Alguien reclama el premio de Atrapaalmas.
—Le dará un ataque.
—¿Vas a decírselo?
—No. Pero ¿qué vamos a hacer con él? —Había habido tiempos en los que la Compañía Negra había sido próspera, pero nunca había sido rica. La acumulación de riqueza no es nuestra finalidad.
—Yo podría usar parte de él. Viejas deudas. El resto… Dividirlo entre todos. Enviarlo de vuelta a Berilo. Cualquier cosa. Está ¿Por qué dejar que los Tomados lo conserven?
Me encogí de hombros.
—Eso es cosa tuya. Simplemente espero que Atrapaalmas no piense que le hemos engañado.
—Sólo tú y yo los sabemos. Yo no se lo diré. —Apartó la mirada del rostro del viejo. Rastrillador se estaba enfriando rápidamente.
Cuervo usó su cuchillo.
Soy médico. He extirpado miembros. Soy soldado. He visto algunos sangrientos campos de batalla. Sin embargo, me sentí mareado. Decapitar a un hombre muerto no parece correcto.
Cuervo aseguró nuestro horrible trofeo en el interior de su capa. No le preocupó en lo más mínimo. En un momento determinado, en nuestro camino de vuelta a nuestra parte de la ciudad, pregunté:
—¿Por qué hemos ido exactamente tras él?
No respondió de inmediato. Luego:
—La última carta del capitán dijo que acabara con él si tenía la oportunidad.
Cuando nos acercamos a la plaza, Cuervo dijo:
—Sube arriba. Ve si el duende está ahí. Si no, envía al hombre más sobrio a buscar nuestro carro. Luego vuelve aquí.
—De acuerdo. —Suspiré, me apresuré a nuestros aposentos. Cualquier cosa por un poco de calor.
La nieve tenía ahora más de un palmo de profundidad. Temía que mis pies resultaran permanentemente dañados.
—¿Dónde demonios habéis estado? —preguntó Elmo cuando crucé tambaleante la puerta—. ¿Dónde está Cuervo?
Miré a mi alrededor. Ningún signo de Atrapaalmas. Goblin y Un Ojo estaban de vuelta, muertos para el mundo. Otto y Hagop roncaban como gigantes.
—¿Cómo está Otto?
—Se saldrá con bien. ¿Qué habéis estado haciendo?
Me dirigí al lado del fuego, me quité las botas. Mis pies estaban azulados y ateridos pero no helados. Pronto empezaron a hormiguear dolorosamente. Las piernas me dolían también tras todo aquel caminar sobre la nieve. Le conté a Elmo toda la historia.
—¿Lo matasteis?
—Cuervo dijo que el capitán deseaba terminar con el proyecto.
—Sí. Imaginé que Cuervo terminaría cortándole la garganta.
—¿Dónde está Atrapaalmas?
—No ha vuelto. —Sonrió—. Iré a traer el carro. No le digas nada a nadie. Hay demasiadas bocazas. —Se pasó la capa por los hombros, salió.
Mis manos y mis pies empezaban a ser de nuevo medio humanos. Rebusqué por el lugar y tomé las botas de Otto. Eran más o menos de mi tamaño, y él no las necesitaba.
De nuevo fuera a la noche. Casi por la mañana. Pronto amanecerá. Si esperaba alguna reconvención por parte de Cuervo me sentí decepcionado. Se limitó a mirarme. Creo que incluso se estremeció. Recuerdo haber pensado: Quizá sea humano despues de todo.
—Tuve que cambiarme las botas. Elmo trae el carro. Con los demás no puede contarse.
—¿Atrapaalmas?
—Todavía no ha vuelto.
—Plantemos su semilla. —Avanzó por entre los girantes copos. Me apresuré tras él.
La nieve no se había acumulado en nuestra trampa. Estaba delante de nosotros, resplandeciendo oro. El agua se encharcaba debajo y se alejaba en pequeños riachuelos para convertirse en hielo.
—¿Crees que Atrapaalmas lo sabrá cuando esa cosa se descargue? —pregunté.
—Es muy probable. Y Goblin y Un Ojo también.
—El lugar podría arder alrededor de esos dos y ni siquiera se darían cuenta.
—Sin embargo… ¡Chisss! Hay alguien ahí fuera. Ve hacia allí. —Se dirigió en la otra dirección, trazando un círculo.
¿Por qué estoy haciendo esto?, me pregunté mientras avanzaba por la nieve, arma en mano. Llegué de nuevo junto a Cuervo
—¿Ves algo?
Miró fijamente a la oscuridad.
—Había alguien ahí. —Olisqueó el aire, volvió lentamente la cabeza a derecha e izquierda. Dio una docena de rápidos pasos y señaló hacia abajo.
Tenía razón. El rastro era fresco. La mitad que volvía sobre sus pasos parecía apresurada. Contemplé aquellas huellas.
—No me gusta, Cuervo. —El rastro de nuestro visitante indicaba que arrastraba el pie derecho—. El Renco.
—No lo sabemos seguro.
—¿Quién más? ¿Dónde está Elmo?
Regresamos a la trampa de Rastrillador, aguardamos impacientes. Cuervo caminó arriba y abajo. Murmuró algo para sí mismo. No podía recordar haberle visto nunca tan inquieto. En un momento determinado dijo:
—El Renco no es Atrapaalmas.
Realmente. Atrapaalmas es casi humano. Renco es del tipo que disfruta atormentando bebés.
Un resonar de arreos y el chirriar de ruedas mal engrasadas entró en la plaza. Aparecieron Elmo y el carro. Elmo tiró de las riendas y saltó al suelo.
—¿Dónde demonios estabas? —El miedo y el cansancio me hacían decir estupideces.
—Toma su tiempo despertar al chico del establo y preparar los caballos. ¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo?
—El Renco ha estado aquí.
—Oh, mierda. ¿Qué ha hecho?
—Nada. Simplemente…
—Movámonos —restalló Cuervo—. Antes de que vuelva. —Llevó la cabeza a la piedra. Era como si los conjuros guardianes nunca hubieran existido. Encajó nuestro trofeo en el hueco, que parecía estar aguardando. El resplandor dorado parpadeó y se apagó. Los copos de nieve empezaron a acumularse sobre la cabeza y piedra.
—Vamos —jadeó Elmo—. No tenemos mucho tiempo.
Agarré una bolsa y la llevé hasta el carro. El previsor Elmo había extendido una lona embreada para impedir que las monedas sueltas se escurrieran entre las planchas del piso.
Cuervo me dijo que recogiera todo lo suelto debajo de la mesa.
—Elmo, vacía algunas de esas bolsas y dáselas a Matasanos.
Fueron trasladando bolsas. Yo fui recogiendo las monedas sueltas.
—Un minuto —dijo Cuervo. La mitad de las bolsas estaban ya en el carro.
—Demasiadas monedas sueltas —me quejé.
—Las dejaremos si no queda más remedio.
—¿Qué vamos a hacer con todo esto? ¿Cómo lo ocultaremos?
—En el heno del establo —dijo Cuervo—. Por ahora. Más tarde pondremos un falso fondo en el carro. Dos minutos.
—¿Qué hay con las huellas del carro? —preguntó Elmo—. Podrían seguirlas hasta el establo.
—¿Por qué debería preocuparse por ello? —pregunté en voz alta.
Cuervo me ignoró. Preguntó a Elmo:
—¿No te ocultaste para venir aquí?
—No pensé en eso.
—¡Maldita sea!
Todas las bolsas estaban en el carro. Elmo y Cuervo ayudaron con lo suelto.
—Tres minutos —dijo Cuervo, y luego—: ¡Quietos! —Escuchó—. Atrapaalmas no puede estar ya de vuelta, ¿verdad? No. El Renco de nuevo. Vamos. Tú conduces, Elmo. Ve hacia una arteria principal. Perdámonos en el tráfico. Yo te seguiré. Matasanos intenta cubrir el rastro de Elmo.
—¿Dónde está? —preguntó Elmo, mirando a la nieve que caía.
Cuervo señaló.
—Tendremos que despistarlo o se lo llevará. Adelante, Matasanos. Muévete, Elmo.
—¡En marcha! —Elmo hizo restallar las riendas. El carro crujió y se alejó.
Me agaché debajo de la mesa y me llené los bolsillos, luego mi alejé corriendo de donde Cuervo había dicho que estaba el Renco.
No sé si tuve mucha suerte oscureciendo el rastro de Elmo. Creo que nos ayudó más el tráfico matutino que cualquier cosa que yo hiciera. Me desembaracé del chico del establo. Le di un saquito lleno de oro y plata, más de lo que ganaría en años trabajando en el establo, y le pregunté si podía perderse. Lejos de Rosas, preferiblemente. Me dijo:
—No voy a pararme ni siquiera a recoger mis cosas. —Dejó caer su horca y salió, y nunca más volvió a vérsele.
Regresé a nuestra habitación.
Todo el mundo dormía menos Otto.
—Oh, Matasanos —dijo—. Lo estoy pasando mal.
—¿Dolor?
—Sí.
—¿Resaca?
—Eso también.
—Veamos lo que podemos hacer. ¿Cuánto tiempo llevas despierto?
—Una hora, calculo.
—¿Atrapaalmas ha estado aquí?
—No. ¿Qué le ocurrió, de todos modos?
—No lo sé.
—Hey. Ésas son mis botas. ¿Qué demonios crees que estás haciendo, llevando mis botas?
—Tranquilo. Bebe esto.
Bebió.
—Vamos. ¿Qué haces llevando mis botas?
Me quité las botas y las coloqué cerca del fuego, que estaba ya bajo. Otto me siguió mientras añadía unos troncos.
—Si no te calmas se te van a abrir los puntos.
Diré esto de nuestra gente. Me escuchan cuando mi consejo es médico. Por furioso que estuviera, volvió a echarse, se forzó a permanecer quieto. No dejó de imprecarme.
Me quité mi ropa mojada y me puse una camisa de noche que encontré por allí. No sé de dónde había salido. Era demasiado corta. Me serví un pote de té, luego me volví hacia Otto.
—Echemos una mirada más de cerca. —Traje mi maletín.
Estaba limpiando alrededor de la herida y Otto estaba maldiciendo suavemente cuando oí el sonido. Raspar-golpe, raspar-golpe. Se detuvo al otro lado de la puerta.
Otto captó mi miedo.
—¿Qué ocurre?
—Es… —La puerta se abrió detrás de mí. Volví la mirada. Mis sospechas eran correctas.
El Renco fue hasta la mesa, se dejó caer en una silla, examinó la habitación. Su mirada se clavó en mí como un espetón. Me pregunté si recordaba lo que le había hecho en Galeote.
Dije estúpidamente:
—Estaba preparando té.
Miró sus mojadas botas y capa, luego a cada hombre en la habitación. Luego de nuevo a mí.
El Renco no es un hombre grande. Si me cruzara con él en la calle, sin saber quién era, no me sentiría impresionado. Como Atrapaalmas, va vestido de un solo color, un pardo deslustrado. Sus ropas estaban ajadas. Su rostro quedaba oculto por una maltratada máscara de cuero que colgaba. Enmarañados mechones de pelo asomaban de debajo de su capucha y alrededor de la máscara. Eran grises, salpicados de negro.
No dijo una palabra. Simplemente se quedó sentado allí y miró. Sin saber qué otra cosa hacer, terminé de atender a Otto, luego hice el té. Serví tres tazas pequeñas, le di una a Otto, coloqué otra delante del Renco, tomé la tercera para mí.
¿Y ahora qué? No servía de nada fingir estar atareado en algo. No había ningún lugar donde sentarse excepto junto a aquella mesa… ¡Oh, mierda!
El Renco retiró su máscara. Alzó la taza…
No pude apartar mi vista de él.
Era el rostro de un hombre muerto, de una momia inadecuadamente conservada. Sus ojos estaban vivos y eran maléficos, pero directamente debajo de uno había un trozo de carne que se había podrido. Debajo de su nariz, en la comisura derecha de su boca, faltaban seis centímetros cuadrados de labio, revelando la encía y unos dientes amarillentos.
El Renco sorbió su té, cruzó su mirada con la mía y sonrió.
Casi derramé el té encima de mi pierna.
Fui a la ventana. Había ya algo de luz ahí fuera, y la nevada estaba menguando, pero no podía ver la piedra.
Sonaron botas en la escalera. Elmo y Cuervo entraron en la habitación. Elmo gruñó:
—Hey, Matasanos, ¿cómo demonios te libraste de ese…? —Sus palabras se hicieron pequeñas cuando reconoció al Renco.
Cuervo me lanzó una mirada interrogadora. El Renco se volvió. Me encogí de hombros cuando lo tuve de espaldas. Cuervo se dirigió hacia un lado, empezó a quitarse su ropa mojada.
Elmo captó la idea. Fue hacia el otro lado, se despojó de su ropa junto al fuego.
—Maldita sea, es bueno salirse de eso. ¿Cómo está el chico, Otto?
—Aquí hay té recién hecho —dije.
—Duele por todas partes, Elmo —respondió Otto.
El Renco nos miró uno a uno, y a Un Ojo y a Goblin, que seguían sin moverse.
—Bien. Atrapaalmas trae lo mejor de la Compañía Negra. —Su voz era un susurro, pero llenó la habitación—. ¿Dónde está?
Cuervo lo ignoró. Se puso unos pantalones secos, se sentó al lado de Otto, comprobó mi trabajo.
—Un buen zurcido, Matasanos.
—He adquirido mucha práctica con la aguja.
Elmo se encogió de hombros en respuesta al Renco. Vació su taza, derramó té por todas partes, luego llenó el pote de una de las jarras. Clavó una bota en las costillas de Un Ojo mientras el Renco miraba fijamente a Cuervo.
—¡Tú! —restalló el Renco—. No he olvidado lo que hiciste en Ópalo. Ni durante la campaña en Forsberg.
Cuervo apoyó la espalda contra la pared. Extrajo uno de sus más perversos cuchillos y empezó a limpiarse las uñas con él. Sonrió. Le sonrió al Renco, y había burla en sus ojos.
¿Nada asustaba a ese hombre?
—¿Qué hiciste con el dinero? No era de Atrapaalmas. La Dama me lo dio a mí.
Reuní valor del desafío de Cuervo.
—¿No se supone que debías estar en Olmo? La Dama te ordenó que te alejaras del Saliente.
La ira distorsionó aquel deformado rostro. Una cicatriz descendía por su frente y su mejilla izquierda. Muy visible. Supuestamente continuaba descendiendo por su pecho izquierdo. El golpe había sido dado por la propia Rosa Blanca.
El Renco se puso en pie. Y aquel maldito Cuervo dijo:
—¿Tienes las cartas, Elmo? La mesa está libre.
El Renco frunció el ceño. El nivel de tensión ascendió rápido. Restalló:
—Quiero ese dinero. Es mío. Vuestra elección es cooperar o no. No creo que os guste si no lo hacéis.
—Si lo quieres, consíguelo —dijo Cuervo—. Atrapa a Rastrillador. Rebánale la cabeza. Llévala a la piedra. Eso debería de ser fácil para el Renco. Rastrillador es sólo un bandido. ¿Qué posibilidades tiene contra el Renco?
Pensé que el Tomado iba a estallar. No lo hizo. Por un instante se mostró desconcertado.
No lo estuvo durante mucho tiempo.
—De acuerdo. Si lo deseas de la manera difícil. —Su sonrisa era amplia y cruel.
La tensión se acercaba al punto de ruptura.
Una sombra se movió en la abierta puerta. Apareció una figura delgada y oscura, miró la espalda del Renco. Suspiré aliviado.
El Renco se dio la vuelta. Por un momento el aire pareció chasquear entre los dos Tomados.
Por el rabillo del ojo observé que Goblin se estaba sentando. Sus dedos danzaban en complejos ritmos. Un Ojo, de cara a la pared, estaba susurrando en su saco de dormir. Cuervo invirtió su cuchillo para un lanzamiento. Elmo aferró el pote de té, dispuesto a arrojar agua hirviendo.
No había ningún proyectil a mi alcance. ¿Cómo demonios podía contribuir? ¿Una crónica del golpe luego, si sobrevivía?
Atrapaalmas hizo un diminuto gesto, avanzó rodeando al Renco, se dejó caer en su silla habitual. Alzó un pie, agarró con él una de las sillas y la separó de la mesa, puso los pies encima. Miró al Renco, con los dedos formando pirámide delante de su boca.
—La Dama envió un mensaje. En caso de que me topara contigo. Quiere verte. —Atrapaalmas usó una sola voz durante todo el tiempo. Una dura voz femenina—. Desea preguntarte acerca del levantamiento en Olmo.
El Renco se sobresaltó. Una de sus manos, extendida sobre la mesa, se retorció nerviosamente.
—¿Levantamiento? ¿En Olmo?
—Los Rebeldes atacaron el palacio y los acuartelamientos.
El correoso rostro del Renco perdió color. El retorcer de su mano se hizo más pronunciado.
—Quiere saber por qué no estabas allí para evitarlo —dijo Atrapaalmas.
El Renco permaneció inmóvil tres segundos más. En aquel tiempo su rostro se volvió grotesco. Raras veces he visto un miedo tan desnudo. Luego se dio la vuelta y huyó.
Cuervo lanzó su cuchillo. Golpeó el marco de la puerta. El Renco ni se dio cuenta.
Atrapaalmas se echó a reír. No era la risa de los anteriores días, sino una risa profunda, dura, sólida, vengativa. Se levantó, se dirigió a la ventana.
—Ah. ¿Alguien la reclamado nuestro premio? ¿Cuándo ocurrió?
Elmo enmascaró su respuesta yendo a cerrar la puerta. Cuervo dijo:
—Lánzame el cuchillo, Elmo. —Se acercó al lado de Atrapaalmas, miró fuera. La nevada había cesado. La piedra era visible. Fría, sin ningún brillo, con un par de centímetros de blancura encima.
—No lo sé. —Esperé sonar sincero—. La nieve fue densa toda la noche. La última vez que miré, antes de que él apareciera, no pude ver nada. Quizá sería mejor bajar.
—No te preocupes. —Ajustó su silla para poder observar la plaza. Más tarde, después de aceptar el té de manos de Elmo y apurarlo, ocultando su rostro volviéndose hacia un lado, murmuró—: Rastrillador eliminado. Esas sabandijas presas del pánico. Y, lo más dulce, el Renco de nuevo en una situación embarazosa. No ha sido un mal trabajo.
—¿Era eso cierto? —pregunté—. ¿Lo de Olmo?
—Hasta la última palabra —en una voz cantarina y alegre—. Cabe preguntarse cómo sabían los Rebeldes que el Renco estaba fuera de la ciudad. Y cómo Cambiaformas supo del problema lo bastante rápido como para presentarse y aplastar el levantamiento antes de que consiguiera nada. —Otra pausa—. Sin duda el Renco meditará en esto mientras se recupera. —Rió de nuevo, más suavemente, más sombríamente.
Elmo y yo nos atareamos preparando el desayuno. Normalmente Otto se ocupaba de la cocina, así que teníamos una excusa para romper la rutina. Al cabo de un rato, Atrapaalmas observó:
—No tiene ningún sentido que sigáis aquí. Las plegarias de vuestro capitán han sido respondidas.
—¿Podemos irnos? —preguntó Elmo.
—No hay ninguna razón para quedarse, ¿no?
Un Ojo sí tenía razones. Las ignoramos.
—Empezad a recoger las cosas después del desayuno —nos dijo Elmo.
—¿Vais a viajar con este tiempo? —preguntó Un Ojo.
—El capitán desea que volvamos.
Llevé a Atrapaalmas una bandeja de huevos revueltos. No sé por qué. No comía a menudo, y prácticamente nunca desayunaba. Pero lo aceptó, se volvió de espaldas.
Miré fuera por la ventana. La gente había descubierto el cambio. Alguien había retirado la nieve del rostro de Rastrillador. Sus ojos estaban abiertos, parecía estar vigilando. Extraño.
Los hombres se estaban metiendo debajo de la mesa, peleándose por las monedas que habían quedado atrás. El montón se agitaba como gusanos sobre un pútrido cadáver.
—Alguien tendría que hacerle los honores —murmuré—. Fue un maldito oponente.
—Tienes tus Anales —me dijo Atrapaalmas. Y—: Sólo un conquistador se molesta en honrar a un enemigo caído.
Por aquel entonces yo estaba dedicado a mi plato. Me pregunté lo que querría decir, pero en aquel momento una comida caliente era más importante.
Todos estaban en el establo excepto Otto y yo. Iban a traer el carro fuera para el soldado herido. Yo le había administrado algo para el rudo transporte que le aguardaba.
Se estaban tomando su tiempo. Elmo deseaba instalar una especie de dosel para resguardar a Otto de las inclemencias del tiempo. Jugué un solitario mientras aguardaba.
Surgido de la nada, Atrapaalmas dijo:
—Es muy hermosa, Matasanos. De aspecto joven. Fresca. Deslumbrante. Con un corazón de pedernal. El Renco es un cariñoso cachorrillo en comparación. Reza para que nunca te ponga el ojo encima.
Miraba a través de la ventana. Sentí deseos de hacerle preguntas, pero no me vino ninguna en aquel momento. Maldita sea. Realmente eché a perder una oportunidad.
¿De qué color era su pelo? ¿Sus ojos? ¿Cómo sonreía? Todo significaba mucho para mí cuando no podía saberlo.
Atrapaalmas se levantó, se echó la capa por encima.
—Aunque sólo haya sido por el Renco, ha valido la pena —dijo. Hizo una pausa en la puerta, me atravesó con la mirada—. Tú y Elmo y Cuervo. Haced un brindis por mí. ¿De acuerdo?
Luego desapareció.
Elmo llegó un minuto más tarde. Alzamos a Otto y emprendimos el camino de vuelta a Meystrikt. Mis nervios no valieron una mierda durante largo tiempo.