—La travesía desde Berilo demuestra mi hipótesis —gruñó Un ojo por encima de la jarra de peltre—. La Compañía Negra nunca ha estado adaptada al agua. ¡Moza! ¡Más cerveza! —Hizo un gesto con su jarra. La muchacha no podía entenderle de ningún otro modo. Un Ojo se negaba a aprender las lenguas del norte.

—Estás borracho —observé.

—Qué perceptivo. ¿Tomaréis nota, caballeros? El Matasanos, nuestro estimado maestro en las artes clericales y médicas, ha tenido la perspicacia de descubrir que estoy borracho. —Puntuó su discurso con eructos y errores de pronunciación. Examinó a su Audiencia con esa expresión de sublime solemnidad que sólo un borracho puede dominar.

La muchacha trajo otra jarra y una botella para Silencioso. Él también estaba preparado para absorber más de su veneno particular. Estaba bebiendo un ácido vino de Berilo perfectamente adecuado a su personalidad. El dinero cambió de manos.

Éramos siete los que estábamos reunidos allí. Manteníamos bajas las cabezas. El lugar estaba lleno de marineros. Éramos forasteros, extranjeros, el tipo de hombre elegido siempre para darle de puñetazos cuando empiezan las peleas. Con excepción de Un Ojo, preferíamos reservarnos para cuando nos pagaran por ello.

Prestamista asomó su fea cabeza por la puerta que daba a la Calle. Sus ojos como cuentas se estrecharon hasta unas meras ranuras. Nos vio.

Prestamista. Se ganó su nombre porque presta a toda la Compañía, con intereses abusivos, por supuesto. No le gusta el nombre, pero dice que cualquier cosa es mejor que el que le colgaron sus padres campesinos: Remolacha.

—¡Hey! ¡Es la Remolacha! —rugió Un Ojo—. Ven con nosotros, Remolachita. Bebe un poco con Un Ojo. Está demasiado borracho para elegir otra compañía mejor. —Era cierto. Sobrio, Un Ojo es más tieso que un collar de cuero sin curtir al cabo de un día.

Prestamista hizo una mueca y miró furtivamente a su alrededor. Era así.

—El capitán desea veros, chicos.

Intercambiamos miradas. Un Ojo se echó hacia atrás en su silla. No habíamos visto mucho al capitán últimamente. Estaba todo el tiempo con los altos mandos del ejército imperial.

Elmo y el teniente se pusieron en pie. Yo también, y eché a andar hacia Prestamista.

El tabernero aulló. Una sirvienta se apresuró hacia la puerta y la bloqueó. Un hombre enorme con aspecto de toro estúpido apareció de una habitación de atrás. Llevaba un prodigioso garrote lleno de nudos en cada una de sus manazas. Parecía confuso.

Un Ojo exhibió los dientes. El resto de nosotros se puso en pie, preparados para cualquier cosa.

Los marineros, oliéndose la pelea, empezaron a elegir bando. La mayoría contra nosotros.

—¿Que demonios ocurre? —grité.

—Por favor, señor —dijo la muchacha en la puerta—. Tus amigos no han pagado su última ronda. —Lanzó al tabernero una maligna mirada.

—Y un infierno no han hecho. —La política de la casa era pago a la entrega. Miré al teniente. Asintió. Miré al tabernero, capté su codicia. Pensaba que estábamos lo bastante borrachos como para pagar dos veces.

Elmo dijo:

—Un Ojo, tú escogiste esta cueva de ladrones. Arréglalo.

Dicho y hecho. Un Ojo chilló como un cerdo arrastrado al matadero…

Un amasijo de fealdad con cuatro brazos y el tamaño de un chimpancé estalló de debajo de nuestra mesa. Cargó contra la muchacha en la puerta, le dejó marcas de colmillos en el muslo. Luego trepó encima de la montaña de músculos que esgrimía los garrotes. El hombre sangraba por una docena de sitios antes de que llegara a saber lo que estaba ocurriendo.

Un cuenco de fruta en una mesa en el centro de la estancia se desvaneció en medio de una bruma negra. Reapareció un segundo más tarde…, con serpientes venenosas enroscándose por encima de su borde.

La mandíbula del tabernero colgó. Y una catarata de escarabajos brotó de su boca.

Salimos en medio de la excitación. Un Ojo aulló y rió desaforadamente a lo largo de varias manzanas.

El capitán nos miró. Estábamos reclinados unos contra otros al otro lado de su mesa. Un Ojo aún sufría algún ocasional ataque de risitas. Ni siquiera el teniente podía mantener un rostro serio.

—Están borrachos —dijo el capitán.

—Estamos borrachos —admitió Un Ojo—. Estamos palpablemente, plausiblemente, asquerosamente borrachos.

El teniente le dio un codazo en los riñones.

—Sentaos. Intentad comportaos mientras estéis aquí.

Aquí era un elegante establecimiento ajardinado socialmente a kilómetros por encima de nuestra última escala. Aquí incluso las putas tenían título. Plantas y trucos paisajísticos descomponían los jardines en zonas semiprivadas. Había estanques, miradores, senderos de piedra, y un abrumador perfume de flores en el aire.

—Un poco rico para nosotros —observé.

—¿Qué se celebra? —preguntó el teniente. El resto de nosotros buscamos sillas.

El capitán ocupaba una enorme mesa de piedra. A su alrededor podrían haberse sentado veinte personas.

—Somos invitados. Actuad como tales. —Jugueteó con la insignia sobre su corazón que lo identificaba como bajo la protección de Atrapaalmas. Todos teníamos una pero raras veces la llevábamos, el gesto del capitán sugirió que corrigiéramos aquella deficiencia.

—¿Somos invitados de los Tomados? —pregunté. Luché contra los efectos de la cerveza. Aquello debía figurar en los Anales.

—No. Las insignias son en beneficio de la casa. —Hizo un gesto. Todo el mundo visible llevaba una insignia declarando una alineación con uno u otro de los Tomados. Reconocí unos cuantos. El Aullador. Nocherniego. Tormentosa. El Renco.

—Nuestro anfitrión desea alistarse en la Compañía.

—¿Quiere unirse a la Compañía Negra? —preguntó Un Ojo—. ¿Qué le pasa al estúpido? —Hacía años desde la última vez que habíamos tomado un nuevo recluta.

El capitán se encogió de hombros, sonrió.

—Hubo una vez en la que un hechicero lo hizo.

Un Ojo gruñó.

—Y lo ha lamentado desde entonces.

—¿Por qué entonces está todavía aquí? —pregunté.

Un Ojo no respondió. Nadie abandona la Compañía, excepto con los pies por delante. La Compañía es el hogar.

—¿Cómo es? —preguntó el teniente.

El capitán cerró los ojos.

—Inusual. Podría ser un buen elemento. Me gusta. Pero juzgad por vosotros mismos. Está aquí. —Hizo un gesto con un dedo a un hombre que estaba examinando los jardines.

Sus ropas eran grises, deshilachadas y remendadas. Era de altura modesta, delgado, moreno. Oscuramente apuesto. Calculé que estaba a punto de cumplir la treintena. Poco llamativo…

No exactamente. Una segunda mirada te hacía notar algo sorprendente. Una intensidad, una falta de expresión, algo en su actitud. No estaba intimidado por los jardines.

La gente miraba y fruncía la nariz. No veían al hombre, veían harapos. Podías captar su revulsión. Ya era suficiente que hubiéramos sido admitidos ahí dentro. Había que remediar aquello.

Un sirviente elegantemente vestido acudió a mostrarle una puerta por la que evidentemente había entrado por error.

El hombre se dirigió hacia nosotros, pasando junto al sirviente como si éste no existiera. Había una brusquedad, una rigidez, en sus movimientos que sugería que se estaba recuperando de recientes heridas.

—¿Capitán?

—Buenas tardes. Siéntate.

Un emperifollado general de estado mayor se apartó de un grupo de altos oficiales y esbeltas mujeres jóvenes. Dio unos pocos pasos en nuestra dirección, se detuvo. Parecía tentado a expresar sus prejuicios.

Lo reconocí. Lord Jalena. Había llegado tan alto como podías llegar sin ser uno de los Diez que Fueron Tomados. Su rostro estaba hinchado y rojo. Si el capitán se dio cuenta, fingió lo contrario.

—Caballeros, éste es… Cuervo. Desea unirse a nosotros. Cuervo no es su nombre de nacimiento. No importa. El resto de vosotros también mentisteis. Presentaos y formulad vuestras preguntas.

Había algo extraño acerca de aquel Cuervo. Al parecer éramos sus invitados. Sus modales no eran los de un mendigo callejero, pero parecía haber recorrido muchos y muy malos caminos.

Lord Jalena llegó. Respiraba jadeante. Me encantaría hacer pasar a los cerdos como él la mitad de lo que infligen a sus tropas.

Miró al capitán con el ceño fruncido.

—Señor —dijo entre jadeos—, vuestras conexiones son tales que no podemos negaros a vos, pero… Los Jardines son para personas refinadas. Lo han sido desde hace doscientos años. No admitimos…

El capitán exhibió una sonrisa interrogante. Respondió con voz grave:

—Soy un invitado, señor. Si no os gusta mi compañía, quejaos a mi anfitrión. —Señaló a Cuervo.

Jalena dio media vuelta hacia la derecha.

—Señor… —Sus ojos y su boca se volvieron redondos—. ¡Vos!

Cuervo miró a Jalena. Ni uno de sus músculos se crispó. Ni una pestaña tembló. El color huyó de las mejillas del hombre gordo. Miró a su propio grupo como suplicando, volvió de nuevo la vista a Cuervo, se volvió hacia el capitán. Su boca se agitó pero ninguna palabra brotó de ella.

El capitán tendió una mano hacia Cuervo. Cuervo aceptó la Insignia de Atrapaalmas. Se la puso sobre el corazón.

Jalena se puso más pálido todavía. Retrocedió unos pasos.

—Parece que te conoce —observó el capitán.

—Creía que yo estaba muerto.

Jalena regresó a su grupo. Se puso a hablar excitadamente y señaló. Unos rostros pálidos miraron hacia nosotros. Discutieron brevemente, luego todo el grupo abandonó el jardín.

Cuervo no se explicó. En vez de ello dijo:

—¿Podemos ir al asunto?

—¿Te importaría iluminar exactamente lo que ha ocurrido? —La voz del capitán era peligrosamente suave.

—No.

—Mejor reconsidéralo. Tu presencia puede poner en peligro a toda la Compañía.

—No lo hará. Es un asunto personal. No lo traeré conmigo.

El capitán pensó en ello. No es su estilo meterse en el pasado de un hombre. No sin una causa justificada. Decidió que tenía una causa justificada.

—¿Cómo podrás evitarlo? Evidentemente significas algo para lord Jalena.

—No para Jalena. Para algunos amigos suyos. Es una vieja historia. La arreglaré antes de unirme a vosotros. Cinco personas han de morir para poder cerrar el libro.

Aquello sonaba interesante. Ah, el aroma del misterio y de los hechos oscuros, de las artimañas y las venganzas. La sustancia de un buen relato.

—Me llaman Matasanos. ¿Hay alguna razón especial para no compartir la historia?

Cuervo me miró, evidentemente bajo un rígido autocontrol.

—Es algo privado, es algo viejo y es algo vergonzoso. No quiero hablar de ello.

—En ese caso no puedo votar por la aceptación —dijo Un Ojo.

Dos hombres y una mujer se acercaron siguiendo un camino enlosado, se detuvieron examinando el lugar donde había estado el grupo de lord Jalena. ¿Rezagados? Mostraron su sorpresa. Les observé hablar entre sí.

Elmo votó con Un Ojo. Lo mismo hizo el teniente.

—¿Matasanos? —preguntó el capitán.

Voté sí. Olía a misterio y no deseaba perdérmelo.

—Conozco parte del asunto —le dijo el capitán a Cuervo—. Por eso voto con Un Ojo. En bien de la Compañía. Me gustaría tenerte con nosotros, pero… Arregla las cosas antes de que nos marchemos.

—¿Cuándo os marcháis? —preguntó Cuervo—. ¿De cuánto tiempo dispongo?

—Mañana. Al amanecer.

—¿Qué? —exclamé.

—Esperad un momento —dijo Un Ojo—. ¿Cómo, tan pronto?

Incluso el teniente, que nunca cuestiona nada, dijo:

—Se suponía que dispondríamos de un par de semanas. —Había encontrado una amiga, la primera desde que le conocía.

El capitán se encogió de hombros.

—Nos necesitan en el norte. El Renco perdió la fortaleza en Pacto ante un Rebelde llamado Rastrillador.

Los rezagados se acercaron. Uno de ellos preguntó:

—¿Qué le ha ocurrido al grupo en la Gruta de las Camelias? —Su voz tenía una cualidad sibilante, nasal. Se me erizaron las plumas. Hedía a arrogancia y desdén. No había oído nada parecido a aquello desde que me había unido a la Compañía Negra. La gente en Berilo nunca usaba ese tono.

No conocen a la Compañía Negra en Ópalo, me dije. Todavía no, no la conocen.

La voz golpeó a Cuervo como una almádena en la nuca. Se envaró. Por un momento sus ojos fueron puro hielo. Luego una sonrisa curvó las comisuras de su boca…, una sonrisa más perversa de lo que nunca he visto en mi vida.

El capitán susurró:

—Sé por qué Jalena sufrió su ataque de indigestión.

Permanecimos sentados inmóviles, helados por la mortífera Inminencia. Cuervo se volvió lentamente y se levantó. Los tres vieron su rostro.

Voz Plañidera se atragantó. Su compañero masculino se puso a temblar. La mujer abrió la boca. Nada brotó de ella.

De dónde sacó Cuervo el cuchillo no lo sé. Fue algo casi demasiado rápido para seguirlo. Voz Plañidera sangró por su cortada garganta. Su amigo recibió el acero en el corazón. Y Cuervo tenía la garganta de la mujer asida en su mano izquierda.

—No. Por favor —susurró ella sin fuerza. No esperaba piedad.

Cuervo hizo presión, la obligó a ponerse de rodillas. El rostro de la mujer se hinchó, se puso púrpura. Su lengua asomó por entre mis labios. Intentó sujetar la muñeca que la aprisionaba, se estremeció. Él la alzó, miró fijamente sus ojos hasta que rodaron hacia arriba y su cuerpo quedó fláccido. Se estremeció de nuevo, murió.

Cuervo retiró su mano en un movimiento brusco. Se quedó contemplando su rígida y temblorosa garra. Su rostro estaba demacrado. Se rindió a los temblores que sacudían todo su cuerpo.

—¡Matasanos! —restalló el capitán—. ¿No dices que eres médico?

—Sí. —La gente estaba reaccionando. Todo el jardín miraba. Comprobé a Voz Plañidera. Completamente muerto. Igual que su compañero. Me volví hacia la mujer.

Cuervo se arrodilló. Sujetó su mano izquierda. Había lágrimas en sus ojos. Retiró un anillo de boda de oro, se lo guardó en un bolsillo. Eso fue todo lo que tomó, aunque ella llevaba encima una fortuna en joyas.

Nuestras miradas se cruzaron por encima del cuerpo. El hielo estaba de nuevo en sus ojos. No me atreví a expresar mis suposiciones.

—No pretendo sonar histérico —gruñó Un Ojo—, pero ¿por qué no nos marchamos de aquí como si nos persiguiera el diablo?

—Bien pensado —dijo Elmo, y empezó a ponerlo en práctica.

—¡Muévete! —restalló el capitán dirigiéndose a mí. Tomó el brazo de Cuervo. Yo me demoré un instante.

—Tendré mis asuntos zanjados al amanecer —dijo Cuervo. El capitán miró hacia atrás.

—Bien —fue todo lo que dijo.

Pensé que realmente los tendría.

Pero nos marchamos de Ópalo sin él.

El capitán recibió varios mensajes desagradables aquella noche. Su único comentario fue:

—Esos tres debían de formar parte de la historia.

—Llevaban las insignias del Renco —dije—. De todos modos, ¿cuál es la historia de Cuervo? ¿Quién es?

—Alguien que no se llevaba bien con el Renco. Al que le hicieron una mala pasada y fue dejado por muerto.

—¿Era la mujer algo que no te dijo?

El capitán se encogió de hombros. Consideré aquello como una afirmación.

—Apuesto a que era su esposa. Quizá le traicionó. Ese tipo de cosas son comunes aquí. Conspiraciones y asesinatos y tomas de poder. Toda la diversión de la decadencia. La Dama no desalienta nada. Quizás esos juegos la diviertan.

A medida que íbamos hacia el norte nos acercábamos cada vez más al corazón del imperio. Cada día nos llevaba a una región emocionalmente más desolada. La gente del lugar era cada vez más hosca, triste y melancólica. No era una tierra feliz, pese a la estación.

Llegó el día en el que tuvimos que bordear el alma mismo del imperio, la Torre en Hechizo, construida por la Dama después de su resurrección. Caballeros de ojos duros nos escoltaron. No nos acercamos más allá de cinco kilómetros. Aún así, la silueta de la Torre gravitó sobre el horizonte. Es un enorme cubo de piedra oscura. Tiene al menos ciento cincuenta metros de alto.

La estudié durante todo el día. ¿Cómo sería nuestra empleadora? ¿Llegaría a conocerla alguna vez? Me intrigaba.

Aquella noche escribí un ejercicio en el que intenté representármela. Degenero en una fantasía romántica.

A la tarde siguiente nos encontramos con un jinete de rostro pálido que galopaba hacia el sur en busca de nuestra Compañía. Sus insignias lo proclamaban como un seguidor del Renco. Nuestra avanzada lo trajo al teniente.

—Os estáis tomando un tiempo malditamente largo, ¿no? Se os requiere en Forsberg. Dejad de hacer el idiota.

El teniente es un hombre tranquilo acostumbrado al respeto debido a su rango. Se mostró tan sorprendido que no dijo nada. El correo se volvió más ofensivo. Entonces el teniente preguntó:

—¿Cuál es tu rango?

—Cabo correo del Renco. Compañero, será mejor que apresures a tus hombres. Al Renco no le gusta que le hagan esperar.

El teniente es el disciplinario de la Compañía. Es una tarea de la que alivia al capitán. Es un tipo razonable y ecuánime.

—¡Sargento! —restalló a Elmo—. Te necesito. —Estaba furioso. Normalmente sólo el capitán llama a Elmo sargento.

Elmo cabalgaba con el capitán en aquellos momentos. Trotó columna adelante. El capitán le siguió.

—¿Señor? —dijo Elmo.

El teniente ordenó un alto a la compañía.

—Azota algo de respeto a este destripaterrones.

—Sí, señor. Otto. Crispín. Echad una mano aquí.

—Veinte fustazos serán suficientes.

—Veinte fustazos, sí, señor.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? Ninguna hedionda espada de alquiler va a…

—Teniente —dijo el capitán—, creo que eso pide otros diez fustazos.

—Sí, señor. ¿Elmo?

—Treinta serán, señor. —Hizo un gesto. El correo fue arrastrado fuera de su silla. Otto y Crispín lo sujetaron y lo llevaron hasta una verja, lo ataron a ella. Crispín desgarró la espalda de su camisa. Elmo aplicó los golpes con la fusta del teniente. Éste no participó en el castigo. No había rencor en ello, sólo un mensaje a aquéllos que creían que la Compañía Negra era una fuerza de segunda clase. Me acerqué con mi maletín cuando Elmo hubo terminado.

—Intenta relajarte, muchacho. Soy médico. Te limpiaré la herida y te vendaré. —Le di una palmada en la mejilla—. Te lo has tomado muy bien para ser un norteño.

Elmo le dio una nueva camisa cuando terminé con él. Le ofrecí algún que otro consejo no solicitado sobre su tratamiento, luego sugerí:

—Informa a tu capitán como si esto no hubiera sucedido. —Señalé hacia el capitán—. Bien…

El amigo Cuervo nos había alcanzado. Había observado toda la escena a lomos de un sudoroso y polvoriento ruano.

El mensajero aceptó mi consejo. El capitán dijo:

—Dile al Renco que estoy viajando tan rápido como me es posible. No pienso forzar tanto la marcha que no esté en forma, para luchar cuando llegue allí.

—Sí, señor. Se lo diré, señor. —El correo montó torpemente en su caballo. Sabía ocultar bien sus sentimientos.

Cuervo miró al capitán. Observó:

—El Renco te arrancará el corazón por eso.

—El desagrado del Renco no me preocupa. Creí que te unirías a nosotros antes de que abandonáramos Ópalo.

—Tardé más tiempo del previsto en arreglar mis asuntos. Uno no estaba en la ciudad. Lord Jalena advirtió al otro. Me tomó tres días encontrarlo.

—¿El que estaba fuera de la ciudad?

—Decidí en cambio reunirme con vosotros.

Aquello no era una respuesta satisfactoria, pero el capitán lo dejó pasar.

—No puedo dejar que te unas a nosotros mientras tengas intereses fuera.

—Lo dejé correr. Ya hice pagar la deuda más importante. —Se refería a la mujer. Pude captarlo.

El capitán le miró hoscamente.

—De acuerdo. Cabalga con el pelotón de Elmo.

—Gracias, señor. —Aquello sonaba extraño. No era un hombre acostumbrado a decir señor a nadie.

Nuestro viaje hacia el norte prosiguió, más allá de Olm hacia el Saliente, pasando Rosas, y más al norte aún, hasta Forsberg. Ése en sus tiempos reino se había convertido en una sangrienta carnicería.

La ciudad de Galeote se halla en la parte más al norte de Forsberg, y en los bosques de su parte superior se extiende el Túmulo, donde la Dama y su amante, el Dominador, fueron enterrados hace cuatro siglos. Las tercas investigaciones nicrománticas de los hechiceros de Galeote habían resucitado a la Dama y a los Diez Que Fueron Tomados de sus oscuros y duraderos sueños. Ahora sus descendientes, dominados por la culpabilidad, luchaban contra la Dama.

La parte sur de Forsberg permanecía engañosamente pacífica. Los campesinos nos recibieron con entusiasmo, pero no dudaron en tomar nuestro dinero.

—Eso es porque ver pagar a los soldados de la Dama es toda una novedad —afirmó Cuervo—. Los Tomados se limitan a coger lo que quieren.

El capitán gruñó. Nosotros hubiéramos hecho lo mismo de no haber recibido instrucciones de lo contrario. Atrapaalmas nos había ordenado que fuéramos caballerosos. Había entregado al Capitán un bien provisto cofre de guerra. El capitán se mostró encantado. No había por qué crearse innecesariamente enemigos.

Llevábamos dos meses viajando. Mil quinientos kilómetros se extendían a nuestras espaldas. Estábamos exhaustos. El capitán decidió que descansáramos al borde de la zona de guerra. Quizás estaba reconsiderando la idea de servir a la Dama.

De todos modos, no sirve de nada buscarse problemas. No cuando el no luchar paga lo mismo.

El capitán nos dirigió al interior del bosque. Mientras montábamos el campamento habló con Cuervo. Observé.

Curioso. Se estaba desarrollando un vínculo allí. No podía comprenderlo porque no sabía lo suficiente de ninguno de los dos hombres. Cuervo era un nuevo enigma, el capitán uno viejo.

En todos los años que conozco al capitán no he averiguado casi nada acerca de él. Sólo alguna alusión aquí y allá, casi todo especulaciones.

Nació en una de las Ciudades Joya. Era un soldado profesional. Algo había desbaratado su vida personal. Posiblemente una mujer. Abandonó su puesto y sus títulos y se convirtió en un nómada, finalmente se unió a nuestra banda de exiliados espirituales. Todos tenemos nuestros pasados. Sospecho que los mantenemos nebulosos no porque nos ocultemos de nuestros ayeres sino porque creemos que nos convertiremos en figuras más románticas si hacemos girar nuestros ojos y dispensamos delicadas insinuaciones acerca de hermosas mujeres más allá para siempre de nuestro alcance. Los pocos hombres cuyas historias he desenterrado están huyendo de la ley, no de una trágica aventura amorosa.

El capitán y Cuervo, sin embargo, descubrían evidentemente que eran almas gemelas.

El campamento quedó instalado. Se montaron las guardias. Nos preparamos a descansar. Aunque aquélla era una región concurrida, ninguna fuerza contendiente reparó de inmediato en nosotros.

Silencioso estaba usando sus habilidades para aumentar la alerta de nuestros centinelas. Detectó espías ocultos dentro de nuestra línea exterior de piquetes y advirtió a Un Ojo. Un Ojo informó al capitán.

El capitán extendió un mapa sobre un tocón que habíamos convertido en una mesa para jugar a las cartas, tras echarnos a mí, a Un Ojo, a Goblin y a varios otros.

—¿Dónde están?

—Dos aquí. Otros dos aquí. Uno aquí.

—Que alguien vaya a decirles a los piquetes que desaparezcan Nos deslizaremos fuera. Goblin. ¿Dónde está Goblin? Decidle a Goblin que vaya con las ilusiones. —El capitán había decidido no empezar nada. Una laudable decisión, pensé.

Unos pocos minutos más tarde preguntó:

—¿Dónde está Cuervo?

—Creo que fue tras los espías —dije.

—¿Qué? ¿Es idiota? —Su rostro se ensombreció—. ¿Qué demonios quieres?

Goblin chilló como una rata pisada. Chilla en la mejor de las ocasiones. El estallido del capitán lo había hecho sonar como un polluelo.

—Me llamaste.

El capitán empezó a caminar en círculo, gruñendo con el ceño fruncido. Tenía el talento de un Goblin o de un Un Ojo, hubiera podido echar humo por sus orejas.

Hice un guiño a Goblin, que sonrió como un gran sapo. Aquella pequeña danza de la guerra arrastrando los pies era sólo una advertencia de que no nos metiéramos con él. Revolvió unos mapas. Lanzó hoscas miradas. Se volvió hacia mí.

—No me gusta eso. ¿Lo enviaste tú?

—Demonios, no. —Nunca intento crear la historia de la Compañía. Sólo la registro.

El Cuervo apareció. Dejó caer un cuerpo a los pies del capitán, exhibió una tira de horribles trofeos.

—¿Qué demonios es eso?

—Pulgares. Así cuentan las presas en estas partes.

El capitán reprimió las náuseas.

—¿Para qué es el cuerpo?

—Metió los pies en el fuego. Dejadlo. No perderán tiempo preguntando cómo sabíamos que estaban ahí fuera.

Un Ojo, Goblin y Silencioso lanzaron un hechizo sobre la Compañía. Nos alejamos, tan escurridizos como un pez por entre los dedos de un pescador torpe. Un batallón enemigo, que había estado infiltrándose, nunca llegó a saber nada de nosotros. Nos encaminamos directamente al norte. El capitán tenía intención de encontrarse con el Renco.

A última hora de aquella misma tarde Un Ojo inició una canción de marcha. Goblin chilló su protesta. Un Ojo sonrió y se puso a cantar más fuerte.

—¡Está cambiando las palabras! —chilló Goblin.

Los hombres sonrieron en anticipación. Un Ojo y Goblin llevan eras peleándose. Siempre empieza Un Ojo. Goblin puede ser tan quisquilloso como una llama recién encendida. Sus andanadas son divertidas.

Esta vez sin embargo Goblin no picó el anzuelo. Ignoró a Un Ojo. El pequeño negro se sintió herido en sus sentimientos. Cantó más fuerte. Esperaba fuegos de artificio. Lo que obtuvo fue aburrimiento. Un Ojo no consiguió suscitar una discusión. Empezó a enfurruñarse.

Un poco más tarde, Goblin me dijo:

—Manten los ojos bien abiertos, Matasanos. Estamos en una extraña región. Puede ocurrir cualquier cosa. —Dejó escapar una risita.

Un tábano se posó en el anca de la montura de Un Ojo. El animal gritó, se encabritó. El adormilado Un Ojo cayó por encima de su cola. Todo el mundo estalló en carcajadas. El pequeño y enjuto hechicero se puso en pie maldiciendo y sacudiéndose el polvo con su viejo sombrero. Lanzó un puñetazo a su caballo con su mano libre, conectando con la frente del animal. Luego danzó de un lado para otro gimiendo y soplándose los nudillos.

Su recompensa fue una lluvia de rechiflas. Goblin sonrió.

Pronto Un Ojo estaba dormitando de nuevo. Es un truco que aprendes tras los suficientes kilómetros a lomos de un caballo. Un pájaro se posó en su hombro. Bufó, se sacudió… El pájaro dejó un enorme y fétido depósito púrpura. Un Ojo aulló. Arrojó cosas. Desgarró su chaqueta al quitársela.

Reímos de nuevo. Y Goblin siguió con su aspecto tan inocente como el de una virgen. Un Ojo frunció el ceño y gruñó pero no captó nada.

Obtuvo un atisbo cuando crestamos una colina y contempló a una pandilla de pigmeos del tamaño de monos besando entusiasticamente un ídolo que recordaba las ancas de un caballo. Cada pigmeo era un Un Ojo en miniatura.

El pequeño hechicero lanzó una mirada asesina a Goblin. Goblin respondió con un inocente encogimiento de hombros de a mí no me mires.

—Un punto para Goblin —juzgué.

—Mejor ocúpate de ti mismo. Matasanos —gruñó Un Ojo— vas a ser tú quien esté besando esto —y palmeó sus retaguardias

—Cuando los cerdos vuelen. —Es un hechicero más hábil que Goblin o Silencioso, pero ni la mitad de lo que nos quiere hace creer. Si pudiera ejecutar la mitad de sus amenazas, sería peligro para los Tomados. Silencioso es más consistente, Goblin más inventivo.

Un Ojo permanecía despierto noches enteras pensando en formas de devolverle a Goblin todas sus trastadas. Formaban una extraña pareja. Todavía no sé por qué no se han matado el uno al otro.

Encontrar al Renco fue más fácil de decir que de hacer. Los seguimos al interior de un bosque, donde hallamos una serie de obras de defensa abandonadas y un montón de cuerpos de Rebeldes. Nuestro camino empezó a descender hacia el interior del valle de amplios prados partidos por un relumbrante riachuelo.

—¿Qué demonios? —le pregunté a Goblin—. Eso es extraño. Amplios, bajos y negros montículos salpicaban los prados. Habían cadáveres por todas partes.

—Ésa es una de las razones por las que son temidos los Tomados. Conjuros asesinos. Su calor sorbió el terreno hacia arriba.

Me detuve para estudiar un montículo.

La negrura podría haber sido trazada con un compás. Sus límites eran tan nítidos como si hubieran sido dibujados a lápiz. Dentro de la zona negra había esqueletos carbonizados. Las hojas de las espadas y las puntas de las lanzas parecían como imitaciones de cera dejadas demasiado tiempo al sol. Capté la mirada de Un Ojo.

—Cuando puedas hacer este truco me asustarás.

—Si pudiera hacerlo me asustaría a mí mismo.

Comprobé otro círculo. Era gemelo del primero.

Cuervo tiró de las riendas a mi lado.

—Es obra del Renco. Lo he visto antes.

Olí el viento. Quizás estaba de un humor receptivo.

—¿Cuándo fue eso?

Me ignoró.

Nunca salía de su concha. No decía hola la mitad de las veces, y mucho menos hablaba de quién o qué era.

Es un hombre frío. Los horrores de ese valle no le impresionaron.

—El Renco perdió esta batalla —decidió el capitán—. Está huyendo.

—¿Debemos ir tras él? —preguntó el teniente.

—Ésta es una extraña región. Estamos en mayor peligro operando solos.

Seguimos un rastro de violencia, una guadaña de destrucción. Los campos arruinados quedaron detrás de nosotros. Poblados incendiados. Gente masacrada y ganado sacrificado. Pozos envenenados, el Renco no dejaba nada tras él excepto muerte y desolación.

Nuestra misión era ayudar a conservar Forsberg. Unirnos al Renco no era obligatorio. Yo no deseaba tener nada que ver con él. No deseaba estar en la misma provincia.

A medida que la devastación se iba haciendo más reciente, Cuervo mostró excitación, desánimo, introspección transformándose en determinación, y un cada vez más rígido autocontrol.

Cuando reflexiono en la naturaleza interior de mis compañeros normalmente desearía poder controlar un pequeño talento. Desearía poder ver dentro de ellos y desenmascarar las cosas oscuras y las cosas brillantes que los mueven. Entonces echo una rápida mirada a la jungla de mi propia alma y doy gracias al cielo de no poder hacerlo.

Cualquier hombre que a duras penas puede mantener un armisticio consigo mismo no tiene nada que hacer sondeando el alma de otro.

Decidí mantener vigilado de cerca a nuestro más reciente hermano.

No necesitamos que Barrigafofa acudiera desde la avanzada a decirnos que estábamos cerca. Todo el horizonte allá delante estaba lleno de altos y ondulantes árboles de humo. Esta parte de Forsberg era llana y abierta y maravillosamente verde, y aquellas oleosas columnas contra el cielo turquesa eran una abominación.

No había mucha brisa. La tarde prometía ser abrasadora.

Barrigafofa se situó al lado del teniente. Elmo y yo dejamos de intercambiar viejas y gastadas mentiras y escuchamos. Barrigafofa señaló hacia una espiral de humo.

—Todavía hay algunos de los hombres del Renco en ese poblado, señor.

—¿Has hablado con ellos?

—No, señor. Cabezalarga no creyó que quisieras que lo hiciéramos. Aguarda fuera de la ciudad.

—¿Cuántos son?

—Veinte, veinticinco. Borrachos y despreciables. El oficial es peor que los hombres.

El teniente miró por encima del hombro.

—Ah. Elmo. Hoy es tu día de suerte. Toma diez hombres y ve con Barrigafofa. Echa un vistazo.

—Mierda —murmuró Elmo. Es un buen hombre, pero los días bochornosos de primavera lo vuelven perezoso—. Esta bien. Otto, Silencioso, Gorgojo, Albo, Cuervo…

Tosí discretamente.

—Deliras, Matasanos. De acuerdo. —Contó rápidamente con los dedos, llamó cuatro nombres más. Formamos fuera de la columna. Elmo nos echó una ojeada para asegurarse de que no nos habíamos olvidado la cabeza—. Vamos.

Nos apresuramos. Barrigafofa nos dirigió hacia un bosque que dominaba la ciudad atacada. Cabezalarga y un hombre al que, llamaban Burlón aguardaban allí. Elmo preguntó:

—¿Algo nuevo?

Burlón, que es profesionalmente sarcástico, respondió:

—Los incendios se están apagando.

Miramos hacia el poblado. No vi nada que no me revolviera el estómago. Ganado sacrificado. Gatos y perros muertos. Las pequeñas y rotas formas de cadáveres de niños.

—Los niños también no —dije, sin darme cuenta de que estaba hablando en voz alta—. No los bebés de nuevo.

Elmo me miró de una forma extraña, no porque él no se sintiera conmocionado, sino porque aquella actitud mía era tan poco característica. He visto un montón de hombres muertos. No me expliqué. Pero para mí hay una gran diferencia entre adultos y niños.

—Elmo, tengo que ir ahí.

—No seas estúpido, Matasanos. ¿Qué puedes hacer?

—Si puedo salvar algún niño…

—Yo iré con él —dijo Cuervo. En su mano apareció un cuchillo. Debía de haber aprendido el truco de algún conjurador. Lo hace cuando está nervioso o furioso.

—¿Creéis que podéis dominar a veinticinco hombres?

Cuervo se encogió de hombros.

—Matasanos tiene razón, Elmo. Tiene que hacerse. No se pueden tolerar algunas cosas.

Elmo se rindió.

—Iremos todos. Rezad para que no estén tan borrachos que no puedan distinguir amigos de enemigos.

Cuervo abrió la marcha.

El poblado era de respetable tamaño, más de doscientas casas antes de la llegada del Renco. La mitad habían sido incendiadas o estaban ardiendo. Los cadáveres sembraban las calles. Las moscas se arracimaban alrededor de sus ojos sin vida.

—Nadie en edad militar —observé.

Desmonté y me arrodillé al lado de un niño de cuatro o cinco años. Tenía el cráneo aplastado, pero todavía respiraba. Cuervo se dejó caer a mi lado.

—No hay nada que pueda hacer por él —dije.

—Puedes terminar con su sufrimiento. —Había lágrimas en los ojos de Cuervo. Lágrimas y furia—. No hay excusa para ello. —Se dirigió a un cadáver tendido en las sombras.

Tendría unos diecisiete años. Llevaba la chaqueta de las fuerzas Rebeldes. Había muerto luchando. Cuervo dijo:

—Debía de estar de permiso. Un muchacho para protegerles. —Tomó un arco de los dedos sin vida, lo dobló—. Buena madera. Unos pocos miles de ésos podrían derrotar al Renco. —Se apropió de las flechas del muchacho.

Examiné a otros dos niños. Estaban más allá de toda posible ayuda. Dentro de una choza incendiada hallé a una abuela que había intentado escudar a un niño. En vano.

Cuervo exudaba repugnancia.

—Las criaturas como el Renco crean dos enemigos por cada uno que destruyen.

Me di cuenta de unos sollozos apagados, y de maldiciones y risas en alguna parte allá delante.

—Vayamos a ver de qué se trata.

Al lado de la choza hallamos a cuatro soldados muertos. El muchacho había dejado su marca.

—Buena puntería —observó Cuervo—. El pobre imbécil.

—¿Imbécil?

—Hubiera debido tener el buen sentido de echar a correr. Hubiera tenido más posibilidades. —Su intensidad me sobresaltó. ¿Qué le importaba un muchacho del otro bando?—. Los héroes muertos no tienen una segunda oportunidad.

¡Ajá! Estaba trazando un paralelismo con algún acontecimiento de su misterioso pasado.

Las maldiciones y el llanto se resolvieron en una escena capaz de repugnar a alguien teñido con algo de humanidad.

Había una docena de soldados en el círculo, riendo de sus propios y burdos chistes. Recordé a una perra rodeada de perros que, al contrario de la costumbre, no luchaban por sus derechos de monta sino que se turnaban. La hubieran matado si yo no hubiera intervenido.

Cuervo y yo nos alzamos para ver mejor.

La víctima era una niña de unos nueve años. Estaba cubierta de cardenales. Estaba aterrada, pero no emitía ningún sonido. Comprendí al instante. Era muda.

La guerra es un negocio cruel practicado por hombres crueles. Los dioses saben que la Compañía Negra no somos unos querubines. Pero hay límites.

Estaban haciendo que un viejo contemplara toda la escena. Él era la fuente del llanto y las maldiciones.

Cuervo clavó una flecha en el hombre que estaba a punto de agredir a la niña.

—¡Maldita sea! —aulló Elmo—. ¡Cuervo…!

Los soldados se volvieron hacia nosotros. Aparecieron armas. Cuervo soltó otra flecha. Derribó al soldado que sujetaba al Viejo. Los hombres del Renco perdieron toda inclinación a luchar. Elmo susurró:

—Albo, ve a decirle al capitán que venga aquí perdiendo el culo.

Uno de los hombres del Renco captó algo de lo que ocurría. Dio media vuelta y echó a correr. Cuervo le dejó irse.

El capitán iba a servir su culo en una bandeja.

No pareció preocupado por ello.

—Viejo. Ven aquí. Trae a la niña. Y ponle algo de ropa encima.

Parte de mí no podía hacer otra cosa más que aplaudir, pero otra parte llamó a Cuervo estúpido.

Elmo no tuvo que decirnos que vigiláramos nuestras espaldas. Eramos dolorosamente conscientes de que estábamos en medio de un gran problema. Apresúrate, Albo, pensé.

Su mensajero alcanzó a su comandante primero. Llegó trotando calle arriba. Barrigafofa tenía razón. Era peor que sus hombres.

El viejo y la niña se sujetaron al estribo de Cuervo. El viejo frunció el ceño ante nuestras insignias. Elmo hizo avanzar unos pasos a su montura, señaló a Cuervo. Asentí.

El borracho oficial se detuvo delante de Elmo. Unos ojos apagados nos evaluaron. Parecía impresionado. Nos habíamos endurecido en el oficio, y lo demostrábamos.

—¡Tú! —chilló de pronto, exactamente igual que había hecho Voz Quejumbrosa en Ópalo. Miró a Cuervo. Luego dio media vuelta, echó a correr.

—¡Quédate quieto, Lane! ¡Compórtate como un hombre, miserable ladrón! —Tomó una flecha de su carcaj.

Elmo cortó la cuerda de su arco.

Lane se detuvo. Su respuesta no fue gratitud. Maldijo. Enumeró los horrores que podíamos esperar de manos de su patrón.

Observé a Cuervo.

Miraba a Elmo con una fría furia. Elmo le devolvió la mirada sin alterarse. Él también era un tipo duro.

Cuervo hizo su truco del cuchillo. Golpeé su hoja con la punta de mi espada. Moduló una maldición para sí mismo, me miró furioso, se relajó. Elmo dijo:

—Dejaste atrás tu antigua vida, ¿recuerdas?

Cuervo asintió una sola vez, secamente.

—Es más duro de lo que creí. —Sus hombros se hundieron—. Lárgate, Lane. No eres lo bastante importante como para matarte.

Se oyó ruido a nuestras espaldas. Llegaba el capitán.

Aquel pequeño grano en el culo del Renco se hinchó y se agitó como un gato a punto de saltar. Elmo le miró furioso a lo largo de la hoja de su espada. Captó la alusión.

—Hubiera debido darme cuenta antes —murmuró Cuervo—. No es más que un lameculos.

Hice una pregunta intencionada. Me devolvió una mirada inexpresiva.

—¿Qué demonios está ocurriendo aquí? —tronó el capitán.

Elmo empezó uno de sus tensos informes. Cuervo interrumpió:

—Ese borracho es uno de los chacales de Zouad. Quise matarle. Elmo y Matasanos me lo impidieron.

¿Zouad? ¿Dónde había oído yo ese nombre? Conectado con el Renco. El coronel Zouad. El villano número uno del Renco. Su enlace político, entre otros eufemismos. Su nombre había surgido en algunas conversaciones que había oído entre Cuervo y el capitán. ¿Zouad era la pretendida quinta víctima de Cuervo? Entonces el propio Renco tenía que estar detrás de las desventuras de Cuervo.

Curioso y curioso. También alarmante y alarmante. El Renco no es alguien con quien mezclarse a la ligera.

El hombre del Renco gritó:

—¡Quiero a ese hombre arrestado! —El capitán le lanzó una mirada inexpresiva—. Ha asesinado a dos de mis hombre.

Los cuerpos estaban allí a plena vista. Cuervo no dijo hada. Elmo se salió de lo que era habitual en él y ofreció:

—Estaban violando a la niña. Su idea de la pacificación.

El capitán miró al otro hombre. Éste enrojeció. Incluso el más ennegrecido villano sentirá vergüenza si es atrapado incapaz de justificarse. El capitán restalló:

—¿Matasanos?

—Hallamos un Rebelde muerto, capitán. Las indicaciones eran que este tipo de cosa empezó antes de que él se convirtiera en un factor.

—¿Esa gente son súbditos de la Dama? —preguntó el capitán al otro—. ¿Bajo su protección? —El punto podía ser discutible en otros lugares, pero por el momento sirvió. Con su falta de defensa el hombre confesaba su culpabilidad moral.

—Me repugnas. —El capitán usó su voz suave, peligrosa—. Lárgate de aquí. No te cruces de nuevo en mi camino. Te dejaré en manos de mis amigos si lo haces. —El hombre se alejó tambaleante.

El capitán se volvió a Cuervo.

—Estúpido cabezota. ¿Tienes alguna idea de lo que has hecho?

—Probablemente mejor que tú, capitán —respondió débilmente Cuervo—. Pero volvería a hacerlo.

—¿Y te preguntas por qué arrastramos nuestros pies hasta que te uniste a nosotros? —Cambió de tema—. ¿Qué piensas hacer con esta gente, noble rescatador?

Esa cuestión no se le había ocurrido a Cuervo. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido en su vida, lo había dejado viviendo enteramente en el presente. Estaba impulsado por el pasado y prescindía del futuro.

—Son mi responsabilidad, ¿no?

El capitán renunció a intentar alcanzar al Renco. Operar independientemente parecía ser ahora lo menos malo.

Las repercusiones empezaron cuatro días más tarde.

Acabábamos de librar nuestra primera batalla significativa, aplastando a una fuerza Rebelde de dos veces nuestro tamaño. No había sido difícil. Estaban verdes, y nuestros hechiceros ayudaron. No escaparon muchos.

El campo de batalla era nuestro. Los hombres estaban despojando a los muertos. Elmo, yo mismo, el capitán y unos cuantos otros íbamos de un lado para otro sintiéndonos satisfechos. Un Ojo y Goblin lo celebraban a su manera única, burlándose el uno del otro a través de las bocas de los cadáveres.

De pronto Goblin se envaró. Sus ojos giraron. Un gemido escapó de sus labios, ascendió hasta un tono agudo. Se derrumbó.

Un Ojo llegó hasta él un paso por delante de mí, empezó a abofetear sus mejillas. Su hostilidad habitual había desaparecido.

—¡Dejadme algo de sitio! —gruñí.

Goblin despertó antes de que yo hubiera podido hacer otra cosa más que tomarle el pulso.

—Atrapaalmas —murmuró—. Ha establecido contacto.

En aquel momento me alegré de no poseer los talentos de Goblin. Tener a uno de los Tomados dentro de tu mente parecía ser algo peor que una violación.

—Capitán —llamé—. Atrapaalmas. —Me mantuve cerca.

El capitán llegó corriendo. Nunca corre a menos que estemos en acción.

—¿Qué ocurre?

Goblin suspiró. Sus ojos se abrieron.

—Ya se ha ido. —Su piel y su pelo estaban empapados de sudor. Se le veía terriblemente pálido. Empezó a temblar.

—¿Ido? —murmuró el capitán—. ¿Qué demonios?

Ayudamos a Goblin a ponerse cómodo.

—El Renco fue a la Dama en vez de venir directamente nosotros. Hay mala sangre entre él y Atrapaalmas. Él cree que hemos venido a minar su autoridad. Intentó cambiar las tornas. Pero Atrapaalmas goza del favor de la Dama desde Berilo, mientras que el Renco no debido a sus fracasos. La Dama le dijo que nos dejara tranquilos. Atrapaalmas no consiguió que el Renco fuera reemplazado, pero piensa que ganó el round.

Goblin hizo una pausa. Un Ojo le tendió algo de beber. Lo apuro en un instante.

—Dice que permanezcamos fuera del camino del Renco. Puede que intente desacreditarnos de alguna forma, o incluso lanzar a los Rebeldes contra nosotros. Dice que debemos recapturar la fortaleza Pacto. Esto pondrá en dificultades tanto a los Rebeldes como al Renco.

—Si quiere algo llamativo, ¿por qué no nos hace rodear Círculo de los Dieciocho? —murmuró Elmo. El Círculo es el Alto Mando Rebelde, dieciocho hechiceros que creen que entre ellos tienen todo lo que se necesita para desafiar a la Dama y a los Tomados. Rastrillador, la némesis del Renco en Forsberg, pertenecía al Círculo.

El capitán pareció pensativo. Preguntó a Cuervo:

—¿Crees que está implicada la política?

—La Compañía es el instrumento de Atrapaalmas. Eso es de dominio común. El enigma es lo que planea hacer con ella.

—Tuve esa sensación en Ópalo.

Política. El imperio de la Dama pretende ser monolítico. Lo Diez Que Fueron Tomados gastaron terribles energías manteniéndolo de ese modo. Y pasan todo el tiempo discutiendo entre ellos como niños pequeños peleándose por sus juguetes o compitiendo por el afecto de mamá.

—¿Eso es todo? —gruñó el capitán.

—Eso es todo. Dice que se mantendrá en contacto.

Así que fuimos y lo hicimos. Capturamos la fortaleza en Pacto, en plena noche, a la distancia de un aullido de Galeote. Dijeron que tanto Rastrillador como el Renco se volvieron locos de furia, imagino que Atrapaalmas exultó.

Un Ojo arrojó una carta al montón del descarte. Murmuró:

—Alguien está faroleando.

Goblin giró la carta, extendió cuatro espadas y descartó una reina, rió. Sabía que iba a bajar la próxima vez, sin nada más consistente que un dos. Un Ojo dio una palmada sobre la mesa, siseó. No había ganado una mano desde que nos habíamos sentado.

—Tranquilos, chicos —advirtió Elmo, ignorando el descarte. Sacó, estrujó sus cartas a unos pocos centímetros de su nariz, tendió tres cuatros y descartó un dos. Dio unas palmaditas al par que le quedaban, sonrió a Goblin, dijo:

—Será mejor que eso sea un as, Gordinflón.

Salmuera agarró el dos de Elmo, descubrió cuatro iguales, descartó un tres. Clavó en Goblin una mirada de búho que le desafiaba a bajar. Dijo que un as no impediría que se quemara.

Deseé que Cuervo estuviera allí. Su presencia hacía que Un Ojo se pusiera demasiado nervioso para hacer trampas. Pero Cuervo estaba de patrulla de los nabos, que era como llamábamos a la misión semanal a Galeote para adquirir provisiones. Salmuera ocupaba su silla.

Salmuera es el encargado de la intendencia de la Compañía, normalmente era él quien iba de patrulla de los nabos. Esta vez había suplicado ser sustituido a causa de sus problemas estomacales.

—Parece como si todo el mundo estuviera faroleando —dije, y tiré mi inútil mano. Un par de sietes, un par de ochos, y un nueve para ir con uno de los ochos, pero sin ligar. Casi todo lo que podía usar estaba en el montón de descartes. Saqué. Hey. Otro nueve, y me hacía ligar. Extendí, descarté el siete desparejado y recé. Rezar era todo lo que podía ayudarme ahora.

Un Ojo ignoró mi siete. Sacó.

—¡Maldita sea! —Dejó caer un seis en el fondo de mi escalera y descartó un seis.

—El momento de la verdad, Chuleta de Cerdo —le dijo a Goblin—. ¿Vas a probar con Salmuera? —Y—: Esos forsberganos están locos. Nunca he visto nada como ellos.

Llevábamos un mes en la fortaleza. Era un poco demasiado para nosotros, pero me gustaba.

—Podría llegar a quererles —dije—, si ellos simplemente pudieran llegar a quererme a mí. —Habíamos derrotado ya cuatro contraataques—. Mierda, decídete, Goblin. Sabes que nos tienes en calzoncillos.

Salmuera golpeteó la esquina de su carta con el pulgar, miró a Goblin. Dijo:

—Tienen todo un montón de mitos Rebeldes aquí arriba. Profetas y falsos profetas. Sueños proféticos. Enviados de los dioses. Incluso una profecía de que un niño en alguna parte por aquí es la reencarnación de la Rosa Blanca.

—Si el niño ya está aquí, ¿cómo es que todavía no nos está aporreando? —preguntó Elmo.

—Todavía no lo han encontrado. Ni siquiera saben si es niño o niña. Tienen toda una tribu ahí fuera, buscando.

Goblin se acobardó. Extrajo, barbotó, descartó un rey. Elmo extrajo y descartó otro rey. Salmuera miró a Goblin. Exhibió una pequeña sonrisa, tomó una carta, no se molestó en mirarla. Echó un cinco encima del seis que había dejado Un Ojo sobre mi siete y arrojó la que había sacado a la pila de descartes.

—¿Un cinco? —chilló Goblin—. ¿Estabas reteniendo un cinco? No puedo creerlo. Tenía un cinco. —Echó su as sobre la mesa—. Tenía un maldito cinco.

—Tranquilo, tranquilo —advirtió Elmo—. Tú eres el tipo que siempre le está diciendo a Un Ojo que se tranquilice, ¿recuerdas?

—¿Me ha faroleado con un maldito cinco?

Salmuera no dejó de exhibir aquella pequeña sonrisa suya mientras recogía sus ganancias. Estaba complacido consigo mismo. Se había marcado un buen farol. Yo mismo hubiera apostado que estaba reteniendo un as.

Un Ojo empujó las cartas hacia Goblin.

—Eres mano.

—Oh, vamos. ¿Estaba reteniendo un cinco, y además soy mano?

—Es tu turno. Cállate y baraja.

—¿Dónde oíste eso de la reencarnación? —pregunté a Salmuera.

—Zurriago —Zurriago era el viejo al que Cuervo había salvado. Salmuera había vencido las defensas del viejo. Se estaban haciendo amigos.

La niña había recibido el nombre de Linda. Se había encariñado mucho con Cuervo. Lo seguía por todas partes, y a veces nos volvía locos a los demás. Me alegraba que Cuervo hubiera ido a la ciudad. No veríamos demasiado a Linda hasta que él volviera.

Goblin repartió. Comprobé mis cartas. La proverbial mano tan mala que no podías hacer nada con ella. O te venía de golpe un buen juego a la primera, o no podías emparejar dos cartas del mismo palo.

Goblin miró las suyas. Abrió mucho los ojos. Las depositó sobre la mesa, boca arriba.

—¡Tonk! Un maldito tonk. ¡Cincuenta! —Se había dado cinco cartas reales, un triunfo automático que exigía el doble de la apuesta.

—La única forma en que puede ganar es dándose él mismo las Cartas —gruñó Un Ojo.

Goblin rió.

—Tú no ganas ni siquiera cuando repartes, Labios de Gusano.

Elmo empezó a barajar.

La siguiente mano marcó las distancias. Salmuera nos ilustró un poco más sobre la historia de la reencarnación entre jugadas.

Entró Linda, con su redondo y pequeño rostro inexpresivo, sus ojos vacíos. Intenté imaginarla en el papel de la Rosa Blanca. No pude. No encajaba.

Salmuera repartió. Elmo intentó hacer algo con dieciocho. Un Ojo lo hundió. Consiguió diecisiete tras su tirada. Recogí las cartas, empecé a barajar.

—Vamos, Matasanos —pinchó Un Ojo—. No te hagas el tonto. Estoy en vena. Dame una buena tirada. Dame ases y dioses. —Quince y por debajo es un ganador automático, lo mismo que Cuarenta y nueve y cincuenta.

—Oh. Lo siento. Estaba pensando en serio en esta superstición de los Rebeldes.

—Es una estupidez bastante persuasiva —observó Salmuera—. Crea una cierta ilusión elegante de esperanza. —Fruncí el ceño hacia él. Su sonrisa era casi tímida—. Resulta difícil perder cuando sabes que el destino está de tu lado. Los Rebeldes lo saben. Al menos, eso es lo que dice Cuervo. —Nuestro viejo gran hombre se estaba aproximando a Cuervo.

—Entonces tendremos que hacerles cambiar de modo de pensar.

—No podemos. Azótales un centenar de veces y seguirán viniendo. Y debido a ello cumplirán con su propia profecía.

Elmo gruñó.

—Entonces tendremos que hacer algo más que azotarles. Tendremos que humillarles. —Nos referíamos a todo el mundo del lado de la Dama.

Eché un ocho en otra de las incontables pilas de descarte que se habían convertido en los mojones de mi vida.

—Esto se está volviendo aburrido. —Estaba inquieto. Experimentaba una vaga sensación de que tenía que hacer algo. Cualquier cosa.

Elmo se encogió de hombros.

—El juego hace pasar el tiempo.

—Así es la vida —admitió Goblin—. Siéntate y espera. ¿Cuánto de esto habremos hecho a lo largo de los años?

—No he llevado la cuenta —gruñí—. Más de eso que de ninguna otra cosa.

—¡Escuchad! —dijo Elmo—. He oído una vocecilla. Dice que mi rebaño está aburrido. Salmuera. Saca los blancos de tiro al arco y… —Su sugerencia murió bajo una avalancha de gruñidos.

El entrenamiento físico riguroso es la prescripción de Elmo para el aburrimiento. Una sesión de su diabólica carrera de obstáculos mata o cura.

Salmuera extendió su protesta más allá de los gruñidos obligatorios.

—Voy a tener que descargar un montón de carros, Elmo. Esa gente va a volver en cualquier momento. Si quieres que esos payasos hagan un poco de ejercicio, déjamelos a mí.

Elmo y yo intercambiamos miradas. Goblin y Un Ojo pusieron alerta. ¿Todavía no habían vuelto? Hubieran debido de estar de nuevo aquí antes del mediodía. Había supuesto que estaban durmiendo. La patrulla de los nabos siempre volvía hecha polvo.

—Supuse que ya habían regresado —dijo Elmo.

Goblin arrojó su mano a la pila de descartes. Sus cartas danzaron por un momento, suspendidas por su truco de hechicería. Quería que supiéramos que dejaba la partida.

—Será mejor que vaya a comprobarlo.

Las cartas de Un Ojo se deslizaron por encima de la mesa, arrastrándose como gusanos.

—Yo iré a mirarlo, Gordinflón.

—Yo lo dije primero, Aliento de Sapo.

—Mi grado es superior al tuyo.

—Iréis los dos —sugirió Elmo. Se volvió hacia mí—. Organizaré una patrulla. Tú comunícaselo al teniente. —Echó las cartas sobre la mesa, empezó a pronunciar nombres. Se encaminó a los establos.

Los cascos golpeaban el polvo en un continuo tamborileo gruñente. Cabalgábamos rápidos pero atentos. Un Ojo buscaba posibles problemas, pero realizar hechicería a lomos de un caballo es difícil.

Sin embargo, captamos algo a tiempo, Elmo hizo señas con la mano. Nos dividimos en dos grupos, nos sumergimos en las altas hierbas al lado del camino. Los Rebeldes aparecieron y nos encontraron agarrados de pronto a sus gargantas. No tuvieron ninguna oportunidad. Estábamos de nuevo en camino a los pocos minutos.

—Espero que nadie aquí empiece a preguntarse por qué siempre sabemos lo que van a intentar —me dijo Un Ojo.

—Dejemos que piensen que es porque tenemos espías pegados a sus culos.

—¿Cómo puede un espía enviar las noticias a Pacto tan aprisa? Nuestra suerte parece demasiado buena para ser cierta. El capitán debería conseguir que Atrapaalmas nos sacara de aquí cuando todavía somos de algún valor.

En aquello tenía razón. Una vez se supiera el secreto, los Rebeldes neutralizarían a nuestros hechiceros con los suyos. Nuestra suerte se iría al infierno.

Las murallas de Galeote flotaron ante nuestra vista. Empecé a sentir remordimientos. El teniente no había aprobado realmente aquella aventura. El propio capitán iba a darme una buena repasada. Sus imprecaciones harían arder el pelo de mi barbilla. Sería viejo antes de que acabaran las restricciones. Adiós madonnas de la calle.

Se suponía que yo era más listo que ello. Era medio oficial.

La perspectiva de una carrera limpiando los establos de la Compañía no intimidaba a Elmo o a sus hombres. ¡Adelante!, parece estar pensando. Adelante, por la gloria de la banda. ¡Sin pausa!

No eran estúpidos, simplemente estaban dispuestos a pagar el precio de la desobediencia.

Ese idiota de Un Ojo se puso realmente a cantar cuando entramos en Galeote. La canción era una loca y extravagante composición suya cantada por una voz absolutamente incapaz de afinar ni una sola nota.

—Cállate, Un Ojo —bufó Elmo—. Estás atrayendo la atención.

Su orden era inútil. Éramos demasiado obviamente lo éramos, e igual de obviamente estábamos de mal humor. Esto no era una patrulla de los nabos. Íbamos en busca de problemas.

Un Ojo se lanzó de cabeza a una nueva canción.

—¡Ya basta de alboroto! —tronó Elmo—. Dedícate a tu maldito trabajo.

Doblamos una esquina. Una niebla negra se formó alrededor de los espolones de nuestros caballos al hacerlo. Humedos hocicos negros asomaron de ella y olisquearon el fétido aire del atardecer. Se fruncieron. Quizá se habían vuelto tan campestres como yo. Brotaron unos ojos almendrados que resplandecían como las lámparas del Infierno. Un susurro de miedo barrió a los peatones que observaban desde los lados de la calle.

Brotaron, una docena, una veintena, cinco veintenas de fantasmas nacidos en ese pozo de serpientes que Un Ojo llama mente. Se deslizaron hacia adelante, como comadrejas dentudas, sinuosas cosas negras que se lanzaban como dardos contra la gente de Galeote. El terror los superó. A los pocos minutos compartíamos la calle con fantasmas.

Aquélla era mi primera visita a Galeote. La examiné como si acabara de llegar montado en la tradicional calabaza.

—Hey, mira —dijo Elmo cuando entramos en la calle donde normalmente instalaba su cuartel general la patrulla de los nabos—. Aquí tenemos al viejo Calloso.

Conocía el nombre, pero no al hombre. Calloso se ocupaba del establo donde permanecía siempre la patrulla.

Un viejo se levantó de su asiento al lado de un abrevadero.

—Oí que veníais —dijo—. Hice todo lo que pude, Elmo. Pero no pude traerles ningún doctor.

—Nosotros hemos traído el nuestro. —Aunque Calloso era viejo y no tenía el vigor necesario para mantener el paso, Elmo no disminuyó el suyo.

Olí el aire. Tenía un asomo de humo viejo. Calloso echó a andar, giró una esquina de la calle. Cosas como Comadrejas destellaron alrededor de sus piernas como la espuma de la resaca alrededor de una roca en la costa. Le seguimos, y hallamos la fuente del olor a humo.

Alguien había incendiado el establo de Calloso, luego saltado sobre nuestros chicos mientras salían corriendo. Los villanos. Todavía se alzaban al cielo volutas de humo. La calle frente al establo estaba llena con las bajas. Los menos heridos montaban guardia, desviando el tráfico.

Arrope, que mandaba la patrulla, cojeó hacia nosotros.

—¿Por dónde empiezo? —pregunté. Señaló.

—Ésos son los que están peor. Los que están mejor empiezan a partir de Cuervo, si todavía está vivo.

Me dio un vuelco el corazón. ¿Cuervo? Parecía tan invulnerable.

Un Ojo esparció a su alrededor sus animalitos de compañía, ningún Rebelde se deslizaría hasta nosotros ahora. Seguí a Arrope hasta el lugar donde estaba tendido Cuervo. El hombre estaba inconsciente. Tenía el rostro blanco como el papel.

—¿Él es el que está peor?

—El único que pensé que no iba a salir de ésta.

—Veo que hiciste lo correcto. Aplicaste los torniquetes de la forma que te enseñé, ¿no? —Miré a Arrope de pies a cabeza—. Tú deberías echarte también. —De vuelta a Cuervo. Tenía cerca de treinta tajos en su costado, algunos de ellos profundos. Preparé mi forja.

Elmo se nos unió tras una rápida ojeada al perímetro.

—¿Está mal? —preguntó.

—No puedo decirlo seguro. Está lleno de agujeros. Perdió un montón de sangre. Será mejor que digas a Un Ojo que prepare su poción. —Un Ojo hace una sopa de hierbas y pollo que trae nuevas esperanzas a los muertos. Es mi único ayudante.

—¿Cómo ocurrió, Arrope? —preguntó Elmo.

—Incendiaron el establo y saltaron sobre nosotros cuando salimos corriendo.

—Puedo ver eso.

—Los asquerosos asesinos —murmuró Calloso. Tuve sin embargo la sensación de que lamentaba más lo ocurrido a su establo, que a la patrulla.

Elmo hizo una mueca como un hombre masticando un caqui verde.

—¿Y ningún muerto? ¿Cuervo es el que está peor? Eso resulta difícil de creer.

—Un muerto —corrigió Arrope—. El viejo. El compinche de Cuervo. El de ese poblado.

—Zurriago —gruñó Elmo. Se suponía que Zurriago no tenía que haber abandonado la fortaleza en Pacto. El capitán no confiaba en él. Pero Elmo pasó por alto ese quebrantamiento de las reglas—. Vamos a hacer que alguien lamente el haber empezado esto —dijo. No había ni un ápice de emoción en su voz. Muy bien hubiera podido estar recitando el precio del ñame al por mayor.

Me pregunté cómo tomaría la noticia Salmuera. Apreciaba a Zurriago. Linda se sentiría destrozada. Zurriago era su abuelo.

—Sólo iban detrás de Cuervo —dijo Calloso—. Por eso está tan malherido.

Y Arrope:

—Zurriago se interpuso en su camino. —Hizo un gesto—. Todo lo demás es porque no quisimos retroceder.

Elmo hizo la pregunta que me desconcertaba.

—¿Por qué querrían tanto los Rebeldes abatir a Cuervo?

Barrigafofa estaba merodeando por ahí, aguardando a que yo me ocupara de la herida que tenía en su antebrazo izquierdo. Dijo:

—No eran Rebeldes, Elmo. Era ese tonto del culo de capitán al que le arrebatamos a Zurriago y Linda.

Maldije.

—Tú sigue con tu hilo y tu aguja, Matasanos —dijo Elmo—. ¿Estás seguro, Barrigafofa?

—Seguro que estoy seguro. Pregúntale a Burlón. Él también lo vio. El resto eran simplemente matones callejeros. Les zurramos bien una vez nos pusimos a ello. —Señaló. Cerca del lado no incendiado del establo había una docena de cuerpos amontonados como troncos. Zurriago era el único al que reconocí. Los otros llevaban deshilachadas ropas locales.

—Yo también lo vi, Elmo —dijo Arrope—. Y él no era el que mandaba. Había otro tipo rondado por ahí, atrás en las sombras. Desapareció cuando empezamos a ganar.

Calloso se había quedado junto a nosotros, mirando atenta y discretamente. Apuntó:

—Sé de dónde vinieron. De un lugar encima de la calle Bleek.

Intercambié una mirada con Un Ojo, que estaba preparando su caldo usando esto y aquello de una bolsa negra que llevaba consigo.

—Parece como si Calloso conociera a nuestros facinerosos —dije.

—Os conozco lo suficientemente bien como para saber que no deseáis que nadie se salga con bien de algo como esto.

Miré a Elmo. Elmo miró a Calloso. Siempre había habido algunas dudas acerca del encargado del establo. Calloso se inquietó. Elmo, como cualquier sargento veterano, tenía una mirado ominosa. Finalmente dijo:

—Un Ojo, llévate a este tipo a dar un paseo. Sácale su historia.

Un Ojo tenía a Calloso bajo hipnosis en cuestión de segundos. Los dos echaron a andar charlando como viejos compinches.

Volví mi atención a Arrope.

—Ese hombre en las sombras. ¿Cojeaba?

—No era el Renco. Demasiado alto.

—Aún así, el ataque tuvo que tener su bendición. ¿Correcto, Elmo?

Elmo asintió.

—Atrapaalmas se sentiría tremendamente irritado si imaginara algo así. El visto bueno para correr un riesgo de ese tipo tuvo que venir de la cúspide.

Algo parecido a un suspiro brotó de Cuervo. Bajé la vista. Sus ojos estaban entreabiertos una rendija. Repitió el sonido. Apliqué mi oído a sus labios.

—Zouad… —murmuró.

Zouad. El infame coronel Zouad. El enemigo al que había renunciado. El villano especial del Renco. El caballerismo errante de Cuervo había generado perversas repercusiones.

Se lo dije a Elmo. No pareció sorprendido. Quizás el capitán había transmitido la historia de Cuervo a los líderes de su pelotón.

Un Ojo volvió. Dijo:

—El amigo Calloso trabaja para el otro equipo. —Sonrió con una sonrisa maléfica, la que practica para asustar a niños y perros—. Pensé que tal vez quisieras tomar eso en consideración, Elmo.

—Oh, sí. —Elmo pareció encantado.

Empecé a trabajar con el siguiente hombre en peor estado. Más labor de costura. Me pregunté si tendría sutura suficiente. La patrulla estaba en malas condiciones.

—¿Cuánto tiempo tardarás en tener ese caldo, Un Ojo?

—Todavía he de conseguir un pollo.

Elmo gruñó.

—Haz que alguien vaya a robar uno.

—La gente que buscamos está escondida en una madriguera de la calle Bleek. Tienen algunos amigos un tanto rudos allí.

—¿Qué piensas hacer, Elmo? —pregunté. Estaba seguro de que haría algo. Cuervo nos había puesto bajo la obligación al nombrar a Zouad. Pensaba que se estaba muriendo. De otro modo no hubiera pronunciado ese nombre. Lo conocía lo bastante como para eso, aunque no conociera nada de su pasado.

—Vamos a tener que hacer algo con el coronel.

—Si buscas meterte en problemas, vas a encontrarlos. Recuerda para quién trabaja.

—Es un mal asunto, dejar que alguien se salga con bien tras golpear a la Compañía, Matasanos. Incluso el Renco.

—Eso es cargar la alta política sobre tus hombros, ¿no? —Pero no podía mostrarme en desacuerdo. Una derrota en el campo de batalla es algo aceptable. Esto no era lo mismo. Esto era política del imperio. Había que advertir a la gente que podía ser peliagudo meterse con nosotros. Había que decírselo al Renco y a Atrapaalmas. Pregunté a Elmo:

—¿Qué tipo de repercusiones supones?

—Un montón de quejas y refunfuños. Pero no veo que haya mucha más cosa que podamos hacer. Demonios, Matasanos, de todos modos esto no es asunto tuyo. Te pagan para que remiendes a los chicos. —Miró pensativo a Calloso—. Supongo que cuantos menos testigos dejemos, mejor. El Renco no puede echarse a gritar si no puede probar nada. Un Ojo. Ve a hablar un poco con tu chico Rebelde de ahí. Se me está ocurriendo una pequeña idea desagradable en un rincón de mi cabeza. Quizás él tenga la clave.

Un Ojo terminó de servir su sopa. Los que primero la habían recibido tenían ya mejor color en sus mejillas. Elmo dejó de cortarse las uñas. Espetó al encargado del establo con una mirada filada como un bisturí.

—Calloso, ¿has oído hablar alguna vez del coronel Zouad?

Calloso se envaró. Dudó sólo un segundo de más.

—No puedo decir que lo haya oído.

—Eso es extraño. Imaginé que sí. Dicen que es la mano izquierda del Renco. De todos modos, imagino que el Círculo haría casi cualquier cosa por echarle la mano encima. ¿Qué piensas de ello?

—No sé nada acerca del Círculo, Elmo. —Alzó la vista por encima de los tejados—. ¿Quieres decirme que este tipo allá en Bleek es ese Zouad?

Elmo dejó escapar una risita.

—Yo no dije en absoluto eso, Calloso. ¿Di esa impresión, Matasanos?

—Demonios, no. ¿Qué haría Zouad perdiendo el tiempo en una miserable casa de putas en Galeote? El Renco está metido hasta el culo en problemas en el este. Querrá a su lado toda la ayuda que pueda conseguir.

—¿Lo ves, Calloso? Pero mira una cosa. Quizá yo sepa dónde el Círculo puede hallar al coronel. Bien, él y la Compañía no son amigos. Por otra parte, tampoco somos amigos del Círculo. Pero eso son negocios. No hay que albergar malos sentimientos. Así que he estado pensando. Quizá pudiéramos intercambiar favor por favor. Tal vez algún Rebelde influyente pudiera dejarse caer por ese lugar en la calle Bleek y decir a sus propietarios que no cree que deban albergar a esos tipos. ¿Entiendes lo que quiero decir? Si las cosas se resolvieran de este modo, el coronel Zouad caería simplemente en el regazo del Círculo.

Calloso tenía la expresión de un hombre que sabe que está atrapado.

Había sido un buen espía cuando no habíamos tenido ninguna razón para preocuparnos por él. Había sido simplemente el buen viejo Calloso, un amigable encargado de los establos, al que le habíamos dado un poco más de propina y con el que habíamos hablado ni más ni menos que cualquier otra persona fuera de la Compañía. No había estado bajo presión. No había tenido que ser más que él mismo.

—No me has entendido bien, Elmo. De veras. Nunca me he mezclado en política. La Dama o los Blancos, todos son iguales para mí. Los caballos necesitan ser alimentados y alojados no importa quiénes los monten.

—Apuesto a que tienes razón en esto, Calloso. Discúlpame por mostrarme suspicaz. —Elmo le hizo un guiño a Un Ojo.

—El lugar donde se alojan esos tipos es el Amador, Elmo. Será mejor que vayáis allí antes de que alguien les diga que estáis en la ciudad. Yo será mejor que empiece a limpiar un poco este lugar.

—No tenemos prisa, Calloso. Pero tú sigue con lo que tengas que hacer.

Calloso se nos quedó mirando unos instantes. Dio unos cuantos pasos hacia lo que quedaba de su establo. Volvió a mirarnos. Elmo lo estudiaba benévolamente. Un Ojo alzó la pata delantera izquierda de su caballo para comprobar su casco. Calloso se metió entre las ruinas.

—¿Un Ojo? —preguntó Elmo.

—Directamente en el trasero. Con la punta y el talón.

Elmo sonrió.

—Manten un ojo fijo en él. Matasanos, toma notas. Quiero sabe, con quién habla. Y quién habla con él. Le hemos dado algo que debería esparcirse como la gonorrea.

—Zouad fue un hombre muerto desde el minuto mismo en que Cuervo pronunció su nombre —le dije a Un Ojo—. Quizá desde el minuto mismo en que hizo lo que fuera que hizo en un principio.

Un Ojo gruñó, se descartó. Arrope tomó y abrió su juego. Un Ojo maldijo.

—No puedo jugar con esa gente, Matasanos. No juegan como corresponde.

Elmo galopó calle arriba, desmontó.

—Están entrando en esa casa de putas. ¿Conseguiste algo par mí, Un Ojo?

La lista era decepcionante. Se la di a Elmo. Maldijo, escupió, maldijo de nuevo. Pateó las tablas que usábamos como mesa de juego.

—Prestad atención a vuestros malditos trabajos.

Un Ojo controló su temperamento.

—No cometen errores, Elmo. Se están cubriendo el culo. Calloso ha estado demasiado tiempo entre nosotros para que confíen en él.

Elmo se puso a caminar arriba y abajo, escupiendo fuego.

—Está bien. Plan alternativo número uno. Vigilamos a Zouad. Vemos dónde se lo llevan después de que lo hayan agarrado. Lo rescatamos cuando esté listo para croar, eliminamos a todos los Rebeldes de los alrededores, luego cazamos a cualquiera que se asome por aquí.

—Estás decidido a sacar un beneficio, ¿eh? —observé.

—Malditamente correcto. ¿Cómo está Cuervo?

—Parece que se saldrá. La infección está controlada, y Un Ojo dice que ha empezado a sanar.

—Hum. Un Ojo, quiero nombres de Rebeldes. Montones de nombres.

—Sí señor, jefe, amo. —Un Ojo hizo un exagerado saludo. Se convirtió en un gesto obsceno cuando Elmo se dio la vuelta.

—Vuelve a poner bien esas tablas, Barrigafofa —sugerí—. Es tu turno, Un Ojo.

No respondió. No se quejó ni desbarró ni amenazó con convertirme en una salamandra. Simplemente se quedó allí, inmóvil como la muerte, su ojo apenas una rendija.

—¡Elmo!

Elmo regresó frente a él y lo miró fijamente desde quince centímetros de distancia. Hizo restallar los dedos bajo su nariz. Un Ojo no respondió.

—¿Qué piensas tú, Matasanos?

—Esta ocurriendo algo en esa casa de putas.

Un Ojo no movió ni un músculo durante diez minutos. Luego Abrió el ojo, ya no velado, y se relajó como un trapo mojado.

—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó Elmo.

—Dale un minuto, ¿quieres? —restallé.

Un Ojo pareció recuperarse.

—Los Rebeldes han cogido a Zouad, pero no antes de que éste contactara con el Renco.

—¿Hum?

—El duende acude en su ayuda.

Elmo se puso gris pálido.

—¿Aquí? ¿A Galeote?

—Sí.

—Oh, mierda.

Realmente. El Renco era el peor de los Tomados.

—Piensa rápido, Elmo. Rastreará nuestra participación en ello… Calloso es el eslabón.

—Un Ojo, tú descubriste toda esa vieja mierda. Albo, Quieto, Desgarbado. Tengo un trabajo para vosotros. —Dio instrucciones. Desgarbado sonrió y acarició su daga. El muy bastardo sediento de sangre.

No puedo reflejar adecuadamente la inquietud que generó la noticia de Un Ojo. Conocíamos al Renco sólo a través de las historias, pero esas historias eran siempre siniestras. Estábamos asustados. El patronazgo de Atrapaalmas no era una auténtica protección contra otro de los Tomados.

Elmo me dio un codazo.

—Lo está haciendo de nuevo.

Era evidente. Un Ojo se había vuelto a quedar rígido. Pero está vez fue más allá de la rigidez. Se tambaleó, empezó a estremecerse y a echar espuma por la boca.

—¡Sujetadlo! —ordené—. Elmo, dame esa vara tuya. —Media docena de hombres se apilaron encima de Un Ojo. Pese a lo pequeño que era, les dio trabajo.

—¿Para qué? —preguntó Elmo.

—Se la pondré en la boca para que no se muerda la lengua. —Un Ojo emitía los más extraños sonidos que jamás haya oído, y he oído montones en los campos de batalla. Los hombres heridos producen ruidos que uno juraría que no pueden surgir de una garganta humana.

El ataque sólo duró unos segundos. Tras un último y violento acceso, Un Ojo se derrumbó a una pacífica inconsciencia.

—Muy bien, Matasanos. ¿Qué demonios ha ocurrido?

—No lo sé. ¿Epilepsia?

—Dadle un poco de su propia sopa —sugirió alguien—. Quizá le vaya bien. —Pareció una pequeña taza. Forzamos su contenido garganta abajo.

Su ojo se abrió bruscamente.

—¿Qué intentáis hacer? ¿Envenenarme? ¡Augh! ¿Qué era eso? ¿Aguas fecales hervidas?

—Tu sopa —le dije.

Elmo interrumpió.

—¿Qué ocurrió?

Un Ojo escupió. Agarró un pellejo de vino cercano, se llenó la boca, hizo gárgaras, escupió de nuevo.

—Atrapaalmas ocurrió, eso es todo. ¡Huau! Ahora capto a Goblin.

Mi corazón empezó a saltarse uno de cada tres latidos. Un nido de abejas zumbó en mis entrañas. Primero el Renco, ahora Atrapaalmas.

—¿Qué es lo que quería el duende? —preguntó Elmo. Él también estaba nervioso. Normalmente no se muestra tan impaciente.

—Quería saber qué demonios está ocurriendo. Oyó que el Renco estaba muy excitado. Comprobó con Goblin. Todo lo que Goblin sabía era que nos encaminábamos hacia aquí. Así que se subió a mi cabeza.

—Y quedó sorprendido ante todo el enorme espacio vacío. Así que ahora sabe todo lo que tú sabes, ¿no?

—Sí. —Evidentemente a Un Ojo no le gustaba la idea.

Elmo aguardó varios segundos.

—¿Y bien?

—¿Y bien qué? —Un Ojo cubrió su sonrisa alzando el pellejo de vino.

—Maldita sea, ¿qué es lo que dijo?

Un Ojo rió quedamente.

—Aprueba lo que estamos haciendo. Pero cree que estamos mostrando la misma delicadeza que un toro en celo. Así que vamos a recibir un poco de ayuda.

—¿Qué clase de ayuda? —Elmo sonaba como si supiera que las cosas estaban fuera de control, pero no pudiera ver dónde.

—Envía a alguien.

Elmo se relajó. Yo también. Mientras el duende en sí permaneciera lejos.

—¿Cuándo? —me pregunté en voz alta.

—Quizá antes de lo que nos gustaría —murmuró Elmo—. Deja el vino, Un Ojo. Tienes que seguir vigilando a Zouad.

Un Ojo gruñó. Se sumió en aquel semitrance que significa que esta mirando hacia algún otro lado. Estuvo fuera largo rato.

—¡Y! —gruñó Elmo cuando Un Ojo salió de su trance. Seguía mirando a su alrededor como si esperara que Atrapaalmas brotara de la nada en mitad del aire.

—Tómatelo con calma. Lo tienen encerrado en un subsótano secreto a kilómetro y medio al sur de aquí.

Elmo estaba tan inquieto como un niño pequeño con una desesperada necesidad de orinar.

—¿Qué ocurre contigo? —pregunté.

—Una mala sensación. Sólo una mala, mala sensación, Matasanos. —Su mirada errante se detuvo de pronto. Sus ojos se hicieron muy grandes. Yo tenía razón. Oh, maldita sea, yo tenía razón.

Parecía tan alto como una casa y la mitad de ancho. Iba vestido de escarlata descolorido por el tiempo, apolillado y andrajoso. Subía por la calle con una especie de andar arrastrante, ahora rápido, ahora lento. Un cerdoso y enredado pelo gris se enmarañaba alrededor de su cabeza. El zarzal de su barba era tan denso y lleno de suciedad que su rostro era completamente invisible. Una mano pálida y amarillenta aferraba una vara que era una cosa de infinita belleza mancillada por el contacto de su portador. Tenía un inmensamente esbelto cuerpo femenino, perfecto en todos sus detalles.

Alguien susurró:

—Dicen que fue una auténtica mujer durante la Dominación. Dicen que le engañó.

No podías culpar a la mujer. No si le echabas a Cambiaformas una buena mirada.

Cambiaformas es el más cercano aliado de Atrapaalmas entre los Diez Que Fueron Tomados. Su enemistad hacia el Renco es más virulenta que la de nuestro patrón. El Renco era el tercer ángulo del triángulo que explicaba la vara de Cambiaformas.

Se detuvo a unos pocos metros. Sus ojos ardían con un fuego de locura que hacía imposible mirarlos fijamente. No puedo recordar de qué color eran. Cronológicamente, era el primer gran rey-hechicero seducido, sobornado y esclavizado por el Dominador y su Dama.

Temblando, Un Ojo dio un paso adelante.

—Yo soy el hechicero —dijo.

—Atrapaalmas me lo dijo. —La voz de Cambiaformas era profunda y resonante, fuerte incluso para un hombre de su tamaño—. ¿Algún desarrollo?

—Hemos rastreado a Zouad. Nada más.

Cambiaformas nos escrutó de nuevo. Algunos estábamos palideciendo. Sonrió tras su bosque facial.

Abajo en la esquina de la calle se estaban reuniendo algunos civiles boquiabiertos. Galeote todavía no había visto a ninguno de los campeones de la Dama. Éste era un día de suerte para la ciudad. Dos de los más locos estaban en ella.

La mirada de Cambiaformas me rozó. Por un instante sentí su frío desdén. Yo no era más que un acre hedor en sus fosas nasales.

Halló lo que estaba buscando. Cuervo. Avanzó unos pasos. Nos apartamos de la misma forma que lo hacen los machos pequeños ante el babuino dominante en el zoo. Miró a Cuervo durante varios minutos, luego sus enormes hombros hicieron un ligero encogimiento. Aplicó los dedos de su vara sobre el pecho de Cuervo.

Jadeé. El color de Cuervo mejoró espectacularmente. Dejó de sudar. Sus rasgos se relajaron al tiempo que el dolor se desvanecía. Sus heridas formaron tejido cicatricial furiosamente rojo que se decoloró al blanco de las cicatrices viejas en cuestión de minutos. Nos reunimos en un círculo cada vez más denso, maravillados ante el espectáculo.

Desgarbado ascendió al trote la calle.

—Hey, Elmo. Lo hicimos. ¿Qué ocurre? —Echó una mirada a Cambiaformas, chilló como un ratón atrapado.

Elmo había recuperado la sangre fría.

—¿Dónde están Albo y Quieto?

—Librándose del cuerpo.

—¿El cuerpo? —preguntó Cambiaformas. Elmo le explicó. Cambiaformas gruñó—. Ese Calloso será la base de nuestro plan. Tú —alanceó a Un Ojo con un dedo del tamaño de una salchicha—. ¿Dónde están esos hombres?

Predeciblemente, Un Ojo los localizó en una taberna.

—Tú. —Cambiaformas señaló a Desgarbado—. Diles que traigan el cuerpo de vuelta aquí.

Desgarbado se puso gris por todos los poros. Podían verse las protestas acumularse en su interior. Pero asintió, tragó algo de aire y se alejó trotando. Nadie discute con los Tomados.

Comprobé el pulso de Cuervo. Era fuerte. Parecía perfectamente sano. Tan tímidamente como pude, pregunté:

—¿Puedes hacer eso mismo por los demás? ¿Mientras esperamos? —Me dirigió una mirada que pensé iba a coagularme la sangre. Pero lo hizo.

—¿Qué ocurrió? ¿Qué haces tú aquí? —Cuervo me miró con ceño fruncido. Luego los recuerdos volvieron a él. Se sentó— Zouad… —Miró a su alrededor.

—Has estado dos días fuera de circulación. Te ensartaron como si fueras un ganso. No creímos que salieras de ésta.

Palpó sus heridas.

—¿Qué es lo que ocurre, Matasanos? Tendría que estar muerto.

—Atrapaalmas envió a un amigo, Cambiaformas. Él te remendó. —Había remendado a todos. Resultaba difícil seguir aterrado ante un tipo que había hecho eso por los tuyos.

Cuervo se puso en pie, se tambaleó mareado.

—Ese maldito Calloso. Él lo montó todo. —Un cuchillo apareció en su mano—. Maldita sea. Estoy tan débil como un gatito.

Me había preguntado cómo Calloso podía saber tanto acerca de los atacantes.

—Calloso no está aquí, Cuervo. Calloso está muerto. Ése es el Cambiaformas practicando a ser Calloso. —No necesitaba practicar. Era lo suficientemente Calloso como para engañar a la madre de Calloso.

Cuervo se reclinó a mi lado.

—¿Qué es lo que ocurre?

Le puse al corriente.

—Cambiaformas desea ir usando a Calloso como credencial. Probablemente ahora confiarán en él.

—Yo estaré inmediatamente detrás suyo.

—Puede que a él no le guste.

—No me importa lo que le guste. Zouad no va a salirse con bien esta vez. La deuda es demasiado grande. —Su rostro se ablandó y se entristeció—. ¿Cómo está Linda? ¿Ha sabido ya lo de Zurriag?

—No lo creo. Nadie ha vuelto aún a Pacto. Elmo supone que puede hacer lo que quiera aquí en tanto que no tenga que enfrentarse al capitán hasta que todo haya acabado.

—Bien. No tendré que discutir con él.

—Cambiaformas no es el único Tomado en la ciudad —le recordé. Cambiaformas había dicho que captaba al Renco. Cuervo se encogió de hombros. El Renco no le importaba.

El simulacro de Calloso se nos acercó. Nos levantamos. Yo temblé ligeramente, pero observé que Cuervo se ponía más pálido. Bien. No era todo el tiempo una fría piedra.

—Me acompañarás —le dijo a Cuervo. Me miró—. Y tú también. Y el sargento.

—Conocen a Elmo —protesté. Sonrió.

—Pareceréis ser Rebeldes. Sólo uno del Círculo podría detectar el engaño. Ninguno de ellos está en Galeote. El Rebelde de aquí es una mente independiente. Aprovecharemos su fallo en pedir ayuda. —El rebelde estaba tan atormentado por la política personalista que era como si estuviera de nuestro lado.

Cambiaformas hizo un gesto hacia Un Ojo.

—¿Cuál es el estado del coronel Zouad?

—Todavía no se ha derrumbado.

—Es duro —dijo Cuervo, masticando el cumplido.

—¿Tenéis nombres? —preguntó Elmo.

Habia una hermosa lista. Se mostró complacido.

—Será mejor que vayamos —dijo Cambiaformas—. Antes de que ataque el Renco.

Un Ojo nos dio los santos y seña. Asustado, convencido de que estaba preparado para aquello, más convencido aún de que más me atrevería a enfrentarme a la selección de Cambiaformas, eché a andar tras la estela del Tomado.

No sé cuándo ocurrió. Simplemente alcé la vista y me encontré caminando entre desconocidos. Me apresuré tras Cambiaformas. Cuervo se echó a reír. Entonces comprendí. Cambiaformas había lanzado su hechizo sobre nosotros. Ahora parecíamos capitanes del bando Rebelde.

—¿Quiénes somos? —pregunté. Cambiaformas señaló a Cuervo.

—Empedernido, del Círculo. Cuñado de Rastrillador. Se odian el uno al otro de la misma forma que se odian Atrapaalmas y el Renco. —El siguiente, Elmo—. Mayor de campo Escollo, jefe de estado mayor de Empedernido. Tú, el sobrino de Escollo, Motrihanin, el asesino más perverso que jamás haya existido.

No había oído hablar de ninguno de ellos, pero Cambiaformas nos aseguró que su presencia no sería cuestionada. Empedernido entraba y salía de Forsberg constantemente, haciendo la vida difícil a la esposa de su hermano.

Correcto, pensé. Fino y espléndido. ¿Y qué hay acerca de Renco? ¿Qué íbamos a hacer si se presentaba?

La gente en el lugar donde retenían a Zouad se sintió más azarada que curiosa cuando Calloso anunció a Empedernido. Nos habían delegado en el Círculo. Pero no hicieron preguntas, al parecer el auténtico Empedernido poseía un temperamento de agradable, volátil, impredecible.

—Mostradles el prisionero —dijo Cambiaformas.

Un Rebelde lanzó a Cambiaformas una mirada que decia «Simplemente espera, Calloso».

El lugar estaba repleto de Rebeldes. Casi pude oír a Elmo pensar en su plan de ataque.

Nos llevaron a un sótano a través de una puerta hábilmente camuflada, y luego a otro lugar más profundo, una estancia con paredes de tierra y techo sostenido por vigas y puntales, la decoración parecía extraída directamente de la imaginación de tu peor enemigo.

Existen las cámaras de tortura, por supuesto, pero la mayor de hombres nunca las ven, así que realmente nunca creen ellas. Yo nunca había visto ninguna antes.

Examiné los instrumentos, miré a Zouad atado a una enorme y extraña silla, y me pregunté por qué la Dama lo considerada un villano tan grande. Aquella gente decía que eran los tipos buenos, que luchaban por el derecho, la libertad y la dignidad del espíritu humano, pero en métodos no eran mejores que el Renco.

Cambiaformas susurró algo a Cuervo. Cuervo asintió, pregunté cómo sabríamos los demás lo que teníamos que hacer, Cambiaformas no nos había explicado mucho. Esa gente esperaría que actuáramos como Empedernido y sus degolladores.

Nos sentamos y observamos el interrogatorio. Nuestra presencia inspiró a los interrogadores. Cerré los ojos. Cuervo y Elmo se mostraron menos alterados.

Al cabo de unos pocos minutos «Empedernido» ordenó a «mayor Escollo» que fuera a buscarle alguna pieza de equipo.

No recuerdo la excusa. Estaba distraído. Su finalidad era poner a Elmo de vuelta en la calle para que pudiera empezar la redada. Cambiaformas estaba dejando pasar el tiempo. Se suponía que nosotros debíamos permanecer sentados inmóviles hasta que él nos lo indicara. Supuse que efectuaríamos nuestro movimiento cuando Elmo entrara de nuevo y el pánico empezara a rezumar desde arriba. Mientras tanto, seguiríamos observando la demolición del coronel Zouad.

El coronel no era tan impresionante como parecía, pero sus torturadores le habían bajado un poco los humos. Supuse que cualquiera parecería hundido y hueco después de soportar sus atenciones. Permanecimos sentados como tres ídolos. Envié apresuramientos mentales a Elmo. Mi entrenamiento me condicionaba a extraer placer de la curación, no del quebrantamiento de la carne humana. Incluso Cuervo parecía disgustado. Evidentemente había fantaseado torturas para Zouad, pero cuando se había enfrentado a la realidad su decencia básica había triunfado. Su estilo era clavar un cuchillo en el cuerpo de un hombre y terminar rápidamente.

El suelo se agitó como con las reverberaciones del pisar de una enorme bota. Se desprendió algo de tierra de las paredes y del techo. El aire se llenó de polvo. «¡Terremoto!», gritó alguien, y todos los Rebeldes se apresuraron hacia la escalera. Cambiaformas permaneció sentado inmóvil y sonrió.

El suelo se estremeció de nuevo. Luché contra el instinto de la huida y permanecí sentado. Cambiaformas no estaba preocupado. ¿Por qué debería estarlo yo?

Señaló a Zouad. Cuervo asintió, se levantó, fue hacia él. El coronel estaba consciente y lúcido y asustado por el temblor. Miró agradecido cuando Cuervo empezó a desatarle. El gran pie pisó de nuevo. Cayó tierra. En una esquina uno de los puntales cayó. Un chorro de tierra suelta empezó a deslizarse al interior de la estancia. Las otras vigas gimieron y se sacudieron, apenas fui capaz de controlarme. En algún momento durante el temblor Cuervo dejó de ser Empedernido. Cambiaformas dejó de ser Calloso. Zouad les miró y comprendió. Su rostro se endureció, se puso pálido. Como si tuviera más que temer de Cuervo y Cambiaformas que de los Rebeldes.

—Sí —dijo Cuervo—. Es la hora de pagar.

La tierra se combó. Sobre nuestras cabezas hubo un remoto retumbar de mampostería cayendo. Las lámparas oscilaron y se apagaron. El polvo hizo el aire casi irrespirable. Y los Rebeldes volvieron tambaleantes bajando la escalera, mirando por encima del hombro.

—El Renco está aquí —dijo Cambiaformas. No pareció disgustado. Se levantó y se enfrentó a la escalera. Era de nuevo Calloso y Cuervo era otra vez Empedernido.

Los Rebeldes se amontonaban en la habitación. Perdí el contacto con Cuervo en medio del tumulto y la escasa luz. Alguien sello la puerta que conducía hacia arriba. Los Rebeldes se quedaron quietos como ratones. Casi podías oír martillear sus corazones mientras miraban hacia la escalera y se preguntaban si la entrada secreta todavía estaba bien camuflada.

Pese a los varios metros de tierra intermedia, oí algo moverse por el sótano de arriba. Arrastrar-golpe. Arrastrar-golpe. El ritmo de un hombre cojo andando. Mi mirada se dirigió también hacia la puerta secreta.

La tierra se agitó más violenta que nunca. La puerta estalló hacia dentro. El extremo del fondo del subsótano se hundió. Los hombres gritaron cuando la tierra se los tragó. La horda humana se lanzó en todas direcciones en busca de una vía de escape que no existía. Sólo Cambiaformas y yo no nos vimos atrapados enmedio de ella. Miramos desde una isla de calma.

Todas las lámparas se habían apagado. La única luz procedía de un hueco en el arranque de la escalera, y se filtraba alrededor de la silueta que, en aquel momento, parecía odiosa sólo en su actitud. Tenía una piel fría y pegajosa y se estremecía violentamente. No era sólo porque había oído muchas cosas sobre el Renco. Exudaba algo que me hizo sentir como sentiría un aracnófobo si dejaras caer una enorme araña peluda sobre su regazo.

Miré a Cambiaformas. Era Calloso, simplemente otro miembro de los Rebeldes. ¿Tenía alguna razón especial para no desear ser reconocido por el Renco?

Hizo algo con las manos.

Una luz cegadora llenó el pozo. No pude ver. Oí que las vigas crujían y cedían. Esta vez no vacilé. Me uní a la corriente general hacia la escalera.

Supongo que el Renco se sobresaltó más que nadie. No había esperado ninguna oposición seria. El truco de Cambiaformas lo había sorprendido con la guardia baja. La oleada lo barrió antes de que pudiera protegerse.

Cambiaformas y yo fuimos los últimos escaleras arriba. Salté por encima del Renco, un hombre pequeño vestido de color pardo que no parecía en absoluto terrible mientras se agitaba en el suelo. Busqué la escalera que conducía al nivel de la calle. Cambiaformas sujetó mi brazo. Su presa era inconfundible: «Ayúdame». Plantó una bota contra las costillas del Renco, empezó a hacerle rodar a través de la entrada hasta el subsótano.

Allá abajo, los hombres gemían y gritaban pidiendo ayuda. En nuestro nivel, secciones del suelo se estaban agitando y colapsando. Más por el temor de verme atrapado si no nos apresurábamos que por ningún deseo de ponerle las cosas difíciles al Renco, ayudé a Cambiaformas a arrojar al Tomado al pozo.

Cambiaformas sonrió, me hizo un signo con los pulgares hacia Arriba. Hizo algo con los dedos. El derrumbe se aceleró. Aferró mi brazo y nos encaminamos hacia las escaleras. Salimos a la calle en medio del más grande rugir en la historia reciente de Galeote.

Las zorras estaban en el gallinero. Los hombres corrían de un lado para otro gritando incoherentemente. Elmo y la Compañía estaban a todo su alrededor, empujándolos hacia dentro, cortándoles la retirada. Los Rebeldes estaban demasiado confusos para defenderse.

De no ser por Cambiaformas, supongo, yo no hubiera sobrevivido a aquello. Hizo algo que desvió las puntas de las flechas y las espadas. Como la bestia astuta que soy, permanecí a su sombra hasta que estuvimos seguros bien detrás de las líneas de la Compañía.

Fue una gran victoria para la Dama. Excedió las más locas esperanzas de Elmo. Antes de que se posara el polvo, la purga había dado cuenta de todo Rebelde comprometido en Galeote. Cambiaformas se mantuvo en medio de todo ello. Nos proporcionó una ayuda valiosísima y se lo pasó en grande aplastando cosas. Se mostró tan feliz como un niño provocando fuegos.

Luego desapareció tan por completo como si nunca hubiera existido. Y nosotros, arrastrándonos exhaustos como lagartos, nos reunimos fuera del establo de Calloso. Elmo pasó lista.

Todos respondimos excepto uno.

—¿Dónde está Cuervo? —preguntó Elmo.

Se lo dije.

—Creo que quedó sepultado cuando esa casa se derrumbó. Él y Zouad.

—No deja de ser adecuado —observó Un Ojo—. Irónico pero adecuado. Sin embargo, lamento verlo desaparecer. Jugaba de una manera realmente curiosa al tonk.

—¿El Renco está ahí abajo también? —preguntó Elmo.

Sonreí.

—Yo mismo ayudé a enterrarlo.

—Y Cambiaformas se ha ido.

Yo había empezado a captar un inquietante esquema en todo aquello. Deseaba saber si era tan sólo mi imaginación. Lo suscite mientras los hombres se estaban preparando para regresar a Pacto.

—¿Sabéis?, las únicas personas que vieron a Cambiaformas como tal fueron los de nuestro lado. Los Rebeldes y el Renco nos vieron mucho a nosotros. Especialmente a ti, Elmo. Y a mí y Cuervo. Calloso resultó muerto. Tengo la sensación de que la sutileza de Cambiaformas no tiene mucho que ver con atrapar Zouad o eliminar la jerarquía local Rebelde. Creo que fuimos colocados en el lugar exclusivamente en honor al Renco. Y muy hábilmente.

A Elmo le gusta presentarse como un gran y estúpido muchacho campesino convertido en soldado, pero es agudo. No solo vio lo que yo quería decir, sino que inmediatamente lo conectó con el cuadro más amplio del politiqueo entre los Tomados.

—Tenemos que salir de aquí como si nos persiguiera el infierno antes de que el Renco cave su camino de salida. Y no quiero decir simplemente irnos de Galeote. Quiero decir de Forsberg. Atrapaalmas nos ha puesto en el tablero como sus peones de primera línea. Tenemos muchas posibilidades de ser atrapados entre una roca y una superficie dura. —Se mordió el labio por un segundo, luego empezó a actuar como un sargento, gritándole a todo el mundo que no se movía lo bastante rápido para él.

Estaba casi presa del pánico, pero era un soldado hasta los huesos. Nuestra partida no fue una huida. Salimos escoltando los carros de provisiones que la patrulla de Arrope había acudido a buscar. Me dijo:

—Me volveré loco cuando hayamos vuelto. Saldré y morderé un árbol o algo así. —Y al cabo de unos pocos kilómetros, pensativamente—: He estado intentando decidir quién debe darle la noticia a Linda. Matasanos, acabas de nombrarte voluntario. Tienes el toque necesario.

Así que tuve algo en que ocupar mi mente durante el viaje. ¡Maldito Elmo!

El gran alboroto en Galeote no fue el final del asunto. Las olas se extendieron en círculos. Las consecuencias se acumularon. El destino clavó su mal dedo.

Rastrillador lanzó una importante ofensiva mientras el Renco cavaba su camino fuera de los cascotes. Lo hizo totalmente inconsciente de que su enemigo se había ausentado del campo, pero el efecto fue el mismo. El ejército del Renco se desmoronó. Nuestra victoria no sirvió para nada. Las bandas Rebeldes se lanzaron por todo Galeote, cazando a los agentes de la Dama.

Nosotros, gracias a la previsión de Atrapaalmas, nos dirigíamos al sur cuando se produjo el colapso, así que evitamos el vernos implicados. Llegamos a la guarnición de Olmo con el crédito de varias victorias espectaculares, y el Renco huyó al Saliente con los restos de sus fuerzas, etiquetado como un incompetente. Sabía quién le había hecho aquello, pero no había nada que pudiera hacer. Su relación con la Dama era demasiado precaria. No se atrevía a hacer nada excepto seguir siendo su fiel perro faldero. Tendría que conseguir algunas victorias sobresalientes antes de que pudiera pensar en arreglar cuentas con nosotros o con Atrapaalmas.

Yo no me sentía tan confortable como eso. El gusano tenía formas de revolverse, si se le daba tiempo.

Rastrillador se sentía tan entusiasmado con su éxito que no se detuvo después de conquistar Forsberg. Se dirigió al sur. Atrapaalmas nos ordenó que saliéramos de Olmo sólo una semana después de que nos hubiéramos aposentado en ella.

¿Estaba preocupado el capitán por lo que había ocurrido? ¿Estaba irritado porque tantos de sus hombres habían actuado por iniciativa propia, excediéndose o prescindiendo de sus instrucciones? Digamos solamente que las asignaciones de trabajos extra fueron suficientes como para deslomar un buey. Digamos que las madonnas de la noche en Olmo se vieron severamente decepcionadas con la Compañía Negra. No quiero pensar en ello. El hombre es un genio diabólico.

Los pelotones pasaron revista. Los carros fueron cargados y preparados para partir. El capitán y el teniente conferenciaron con sus sargentos. Un Ojo y Goblin estaban jugando a algún tipo de juego con pequeñas figuras oscuras que guerreaban en la esquinas del complejo. La mayoría de nosotros observábamos y apostábamos por éste o ese lado según los vaivenes de la fortuna.

El guardia de la puerta gritó:

—¡Se acerca un jinete!

Nadie prestó la menor atención. Los mensajeros iban y venían durante todo el día.

La puerta se abrió hacia dentro. Y Linda empezó a aplaudir. Corrió hacia la puerta.

Por ella, con el aspecto tan desastrado como el día que lo conocimos, entró nuestro Cuervo. Agarró a Linda y le dio un enorme abrazo, la perchó a horcajadas en su montura delante de él y se presentó al capitán. Le oí decir que todas sus deudas estaban saldadas, y que ya no tenía ningún interés fuera de la Compañía.

El capitán se le quedó mirando largo rato, luego asintió y le dijo que ocupara su lugar en los rangos.

Nos había utilizado, y mientras lo hacía había hallado un nuevo hogar. Fue bienvenido a la familia.

Salimos, hacia una nueva guarnición en el Saliente.