Epílogo

Londres, meses después

—Ana, si no paras de moverte no puedo abrocharte el último botón —le dijo Rocío riendo.

—¡Neka…, que se cae! —gritó Ana al ver a su hijo soltarse del butacón.

—Vamos, cuchitooo…, vamos —animó la navarra al pequeño, que comenzaba a dar sus primeros pasos.

El niño, feliz, caminó hacia Nekane, y Ana, emocionada, aplaudió. El pequeño Dani ese día cumplía un añito, y estaba pletórica y emocionada.

—¡Ay, qué bonito que eres, Mambrú! ¡Ven aquí, que te como todo enterito! —gritó Encarna como una posesa al ver al pequeño caminar con indecisión.

Carolina, la hermana de Rodrigo, estaba con la niña de Rocío y miraban por la ventana.

—Acaba de llegar un pedazo de coche impresionante a la puerta.

Ana se asomó y, al ver el Rolls-Royce de su padre, dijo, nerviosa:

—Eso quiere decir que tenemos que espabilar. —Y mirando a su amiga, añadió dándose aire con la mano—: Neka…, creo que me va a dar el telele.

—Y una leche, guapa —protestó la otra, acercándose a ella—. Haz el favor de no ser la reina del drama como tu madre y respirar, que rápidamente te pones azul.

Rocío, Encarna y Carolina se miraron, pero al ver que Ana comenzaba a reír a carcajadas se relajaron. Entonces, Nekane preguntó:

Lamadrequeteparió, Ana, ¿a qué viene esa risa? ¿No habrás bebido algo?

Divertida, Ana fue a contestar cuando la puerta se abrió y ante ella aparecieron dos elegantes y enjoyadas Teresa y Úrsula. Las dos consuegras, desde el minuto uno, se habían caído maravillosamente bien, y Ana disfrutaba con ello. Emocionada por ver la felicidad en el rostro de su hija, Teresa la abrazó.

—Ana Elizabeth, tesoro mío, ¡estás despampanante!

—Gracias, mamá. Tú también estás muy guapa.

Úrsula, satisfecha por la felicidad que veía en el rostro de su hijo y el maravilloso día que tenía por delante, se acercó a la joven y, cogiéndola de las manos, observó:

—Estás preciosa. Cuando Rodrigo te vea, se va a quedar sin palabras.

—Gracias, Úrsula. ¡Eso espero! Por cierto, tu también estás muy guapa —contestó para elogiarla.

Mientras Teresa se dirigía hacia su nieto con la intención de hacerle varias cucadas, Úrsula cogió de la mano a Ana y llamó su atención.

—Rodrigo está impaciente por verte. Yo sólo he venido un segundito para entregarte esto. —Y poniendo en su mano una fina pulsera de cristales blancos, añadió—: Esta pulsera me la regaló la madre de Ángel cuando me casé con su hijo y me hizo prometer que algún día se la entregaría a mi nuera como ella me la entregaba a mí. Ahora tú tienes que prometerme que el día que Dani se case harás lo mismo. Es una tradición familiar.

Emocionada por todo el cariño que aquella rígida mujer le estaba dando a ella y a su hijo, Ana asintió y la abrazó.

—Te lo prometo.

Úrsula sonrió y, aprovechando el momento, le dijo:

—Ana…, ¡qué lección de humildad me has dado! Aún recuerdo cuando me preguntaste si yo creía que la clase la daba el dinero, y yo como una tonta te dije que sí. Qué equivocada he estado, hija…, qué equivocada.

—Úrsula —contestó Ana, sonriendo con cariño—, siempre he pensado que a la gente se la tiene que querer por quien es, no por lo que tiene. —Y entregándole la pulsera, le pidió—: Pónmela. Si es una tradición familiar, no se puede perder el enlace.

La mujer asintió, conmovida, y mientras se la abrochaba murmuró:

—La boda y todo lo que ella conlleva está siendo una sorpresa maravillosa para mí.

—Pues prepárate, Úrsula —se mofó Ana al pensar en los invitados que asistirían al enlace—, que te espera un día lleno de novedades alucinantes.

La puerta de la habitación se volvió a abrir y entró Lucy con un despampanante vestido color champán. Al ver a su hermana, gritó:

—¡Patooooooo! Pero qué bien te sienta el vestido de Gucci. Ya sabía yo que ibas a estar preciosa. Cuando te vea ese bomberazo tan guapo que tienes por futuro marido se le va a caer la mandíbula al suelo.

—Gracias, Nana.

Ana, sonriente, se miró en el espejo y, alisándose la falda de tul de su bonito vestido de novia, suspiró. Allí estaba ella vestida con un caro y espectacular vestido de novia, dispuesta a casarse con el hombre que hacía feliz cada segundo de su vida.

De nuevo, la puerta se abrió y apareció Frank, quien, mirando a Úrsula, le hizo saber:

—El coche te espera para llevarte de vuelta al hotel.

—Sí, querida —la animó Teresa—, debes ir a recoger al flamante novio para llevarlo a la iglesia.

Úrsula sonrió.

—Te aseguro, Teresa, que Rodrigo, aunque yo no llegue, irá a la iglesia.

Entonces, la mujer dio un cariñoso beso en la mejilla a Ana y, tras cogerse del brazo de su hija Carolina, se marchó. Debían ir al hotel en busca de Rodrigo para dirigirse a la catedral de San Pablo. Una vez que se marcharon, Teresa miró a su hija y cuchicheó:

—Qué encanto de mujer, y la niña, Carolina, es una monada.

Nekane, Encarna y Ana se miraron, y callando todo lo que sabían, sonrieron y asintieron. Úrsula estaba cambiando y se merecía una oportunidad. Media hora después, tras hacerse cientos de fotografías en el salón, Frank miró el reloj y dijo:

—Chicas, ¡es la hora de salir!

Teresa, histérica, apremió al resto de las mujeres para que subieran a los coches y juntas se encaminaran hacia la catedral de San Pablo. Después miró a su marido y a su hija, y añadió:

—Vamos…, ¡nos espera una boda!

Cuando llegaron a la catedral, Ana salió del coche del brazo de su padre hecha un manojo de nervios mientras un extraño regocijo le recorría el cuerpo. En la vida se había imaginado tener un bodorrio como aquél, pero allí estaba, caminando cogida a su padre y dispuesta a casarse con el hombre al que quería.

—Eres la novia más bonita que he visto en mi vida, cariño mío, y sé que Rodrigo te va a hacer muy feliz —murmuró su padre al notar sus nervios.

Ana asintió y, como siempre que se ponía nerviosa, no daba pie con bola. Una vez que entraron en la catedral, se quedó sin habla al ver a Rodrigo junto a su madre, la madrina, más guapo que nunca con aquel chaqué oscuro, e hipnotizada por esos hoyuelos que se le marcaban en la mejilla, sonrió. Mientras caminaba por el pasillo del brazo de su padre, su mirada se encontró con cientos de personas en cierto modo desconocidas para ella, y cuando llegó a las primeras filas, su sonrisa se ensanchó. Allí estaba Calvin junto a unas emocionadas Nekane y Encarna, con el pequeño Dani. A su lado y felices como perdices, se encontraban Popov, Esmeralda, Julio, Rocío y su pequeña Rociito. En el banco de delante, junto a su madre, estaban el padre de Rodrigo, Ángel, y unos entusiasmados Álex y Carol. Y a continuación, vio a su hermana Nana con su nuevo y recién estrenado novio. Allí tenía a todas las personas que siempre habían estado a su lado, y eso la emocionó.

Cuando su padre la soltó del brazo y le entregó la mano a Rodrigo, éste la asió con fuerza y, tras darle un casto beso en la mejilla, le susurró:

—Estás más bonita que nunca.

Ana suspiró, y después de ofrecerle una esplendorosa sonrisa, comentó:

—Estoy tan nerviosa que no puedo ni hablar.

Rodrigo sonrió y, guiñándole el ojo, le infundió seguridad.

Cuando acabó la bonita ceremonia, la felicidad rondaba en el ambiente. Los novios estaban radiantes y posaron para cientos de fotos, hasta que por fin los invitados se encaminaron hacia la casa de verano que sus padres tenían en Wembley, la única condición que había puesto Ana. Una vez allí, todos disfrutaron de ricos manjares que Teresa se encargó de supervisar, y Úrsula apenas podía comer al verse rodeada de toda aquella gente tan importante.

Cuando tocó abrir el baile en el enorme y bien decorado jardín trasero de Wembley, los novios se miraron con resignación, pero salieron sonriendo y animados a la pista. Cuando comenzaron a sonar los primeros compases de Usted, un precioso bolero que solía cantar Luis Miguel, Ana, asombrada, miró a su marido, y éste con una sonrisa, preguntó:

—¿Te he sorprendido?

—Sí…

Encantado por ver el gesto de ella y sentir que la había hecho feliz con aquel tonto detalle, sonrió, y acercando la boca al oído de su preciosa mujer, murmuró, poniéndola a cien:

—Como dice la canción, me desesperas, me matas y enloqueces, pero daría la vida por besarte una y mil veces.

Sin importarle los cientos de ojos que los observaban, Ana, poniéndose de puntillas, llevo los labios hasta los de su flamante marido, y lo besó. Sentirlo tan entregado a hacerla feliz y percibir su sensualidad la volvían loca. Tras los aplausos que los invitados les dedicaron por aquella muestra de cariño tan pasional, sonrieron, y Rodrigo, después de intercambiar una mirada con su madre, susurró:

—Hoy está siendo uno de los días más felices en la vida de mi madre. ¿Has visto qué sonrisa tiene?

Ana observó a Úrsula y a su madre charlar con la mujer del primer ministro y, dejándose llevar por el momento, dijo:

—Y te aseguro que de la mía también. Menudo bodorrio que nos ha preparado.

Felices al ver a sus madres encantadas con todo aquello, soltaron una carcajada. Tres horas después, tras bailar con casi todos los invitados, Ana buscó a su marido, lo cogió de la mano y tiró de él.

—Ven…

Él la siguió sin entender adónde lo llevaba, y cuando ella lo metió en un pequeño ropero bajo la escalera de la entrada del enorme chalet y cerró desde dentro, preguntó:

—¿Qué hacemos aquí, señora Samaro?

Deseosa y excitada por el momento, Ana se tiró a sus brazos y lo besó como llevaba deseando desde hacía horas y, sorprendiéndolo, murmuró:

—Cumplir una de mis fantasías desde que llegué contigo a la casa.

Boquiabierto, pues oía cómo la gente subía y bajaba por la escalera, la miró y le preguntó:

—Ana…, pretendes que…

—¡Ajá!, lo pretendo —cortó, quitándole el chaqué con premura.

—Pero ¿ahora?

—Sí.

—¿Aquí?

Cada vez más divertida por el gesto de él, cuchicheó haciéndole reír:

—¡Uis, qué antiguooooooo!

Enloquecido por todo lo que aquella mujer le hacía sentir, Rodrigo asintió y, tirando el chaqué al suelo, agarró a su preciosa mujer para acercarla de nuevo a él, y subiendo con premura el abullonado vestido de novia, murmuró, dispuesto a aceptar el reto:

—Melocotón loco, ahora te voy a demostrar lo antiguo que soy.