Para Ana fue poner un pie en España y el trabajo absorberla totalmente. Tenía que cumplir con los plazos de varios contratos ya firmados y, en ocasiones, esas sesiones le suponían tener que coger el coche para ir y volver de Valencia o Sevilla en el mismo día y dormir por la noche con su hijo en Madrid. Con el paso de los días, todo se volvió agotador. No descansaba lo suficiente y apenas si tenía tiempo para reunir fuerzas. A Dani le estaban saliendo los dientes y, a veces, pasaba con él la noche en vela. Y aunque Nekane la ayudaba, ella era su madre y quería ocuparse al ciento por ciento de él.
En esos días, intentó solucionar un problema que no la dejaba vivir. Y armándose de valor, llamó por teléfono a Rodrigo porque necesitaba hablar con él, pero él no se lo cogió. Le envió cientos de mails pidiéndole disculpas, pero él no respondió a ninguno, y finalmente, claudicó. Estaba claro que Rodrigo había pasado página, y le gustara o no lo debía respetar.
Una tarde que estaba inmersa en una sesión de fotos para la firma de móviles Marax, entró Encarna con el pequeño Dani en los brazos. Ana sonrió al verla aparecer, pero el gesto de la mujer la inquietó.
—¿Qué ocurre?
—¡Ay!, quizá sea una tontería, pero le he puesto el termómetro ése que tienes para la oreja y tiene unas decimillas de fiebre. Además, hoy le oigo unos ruidiños en el pecho que no tenía ayer y no me gustan nada.
—¿Qué le pasa a mi cuquillo? —preguntó Nekane, acercándose.
Alarmada, Ana dejó lo que estaba haciendo y cogió a su hijo. Le acercó los labios a la frente y lo notó más calentito de lo normal.
—¿Qué te pasa, gusarapo? —preguntó Ana con cariño, y el niño sonrió. Pero al ver que las modelos la miraban le entregó el niño a Encarna y dijo—: Tengo para un par de horas aquí todavía. Dale Apiretal, que está en la cocina. La cantidad está puesta en bolígrafo rojo en la caja.
—De acuerdo, lo haré.
Cuando Encarna salió del estudio con el bebé en brazos, Nekane miró a su amiga y la vio con el ceño fruncido.
—Vamos, mamita —murmuró—, no te preocupes, seguro que será un catarrillo sin importancia.
—Lo sé, Neka, pero es que últimamente cuando no es una cosa es otra, y estoy que ya no puedo ni con mi alma.
—Normal. Eres una cabezona y no duermes lo suficiente —se quejó—. Llevo días diciéndote que tienes que descansar. Pero no…, la señorita ¡puedo con todo! y se niega a escucharme. Y tus ojeras, quieras saberlo o no, ya comienzan a ser preocupantes. Pero ¡si te estás quedando como el espíritu de la golosina!
—Mira… —se mofó—, por una vez eso no me importa. Adelgazo sin privarme de nada.
—¿Quieres que esta noche me lleve al pequeño llorón a dormir a casa de Calvin y así descansas?
—Pues no, princesita.
—Pero te vendría genial. ¡Piénsalo! —insistió—. Una noche entera durmiendo a pata suela. Mañana es sábado, no trabajamos y…
—Que noooooooooooo.
—¡Dios!, y que luego digan que los navarros somos cabezones.
Ana sonrió y le dio un manotazo en el trasero.
—Como dice el refrán: «Cuando seas madre, comerás huevos». Anda, regresemos al trabajo. Cuanto antes terminemos antes podré volver con el pequeño llorón.
Nekane asintió, y sin decir nada más, se puso manos a la obra. Al igual que Ana, entendía que tenían que terminar aquella sesión con excelentes resultados o el trabajo se retrasaría. Pero la sesión duró más tiempo del que ella esperaba, y cuando ambas volvieron con Encarna, la mujer estaba sentada en el sofá.
—Dani está dormidito y las décimas con el potingue ése que le di le han bajado rapidito, pero Ana, deberías llevarlo al médico.
—Vale… —asintió, agotada—, mañana lo haré.
—Lo hará, Encarna. ¿No ves que ella es la señorita ¡todo lo puedo!? —se mofó Nekane, entrando en su habitación.
A las diez, ésta se marchó a pasar la noche con Calvin, y Ana se quedó sola. Sin muchas ganas, se preparó un sándwich de pavo, que se comió cuando Dani se lo permitió. Por fin, consiguió que el pequeño se durmiera y se tiró en el sofá con la intención de ver una película, pero estaba tan cansada que segundos después se durmió.
No supo cuánto tiempo estuvo durmiendo hasta que, de pronto, el llanto de Dani la despertó. En ese momento, se abrió la puerta de la calle y entró Encarna, con rulos y la batita de guatiné.
—Pero Aniña, ¿no oyes a Dani chorar?
Ana saltó por encima del sillón como si le hubieran metido un petardo en el culo y corrió hacia su habitación. Al entrar vio a Dani totalmente congestionado del tiempo que debía de llevar llorando. Con el corazón encogido, rápidamente lo tomó en brazos para calmarlo, pero al posar los labios en su frente casi gritó al notar la alta temperatura del niño. Sin pararse a pensar en Encarna, que la seguía, corrió hacia la mesita del comedor y, cogiendo el termómetro, se lo puso en la oreja hasta que el instrumento pitó.
—¡Treinta y nueve y medio! —gritó, asustada.
—¡Ay, mi niño! —voceó, angustiada, Encarna.
Sin dar pie con bola, pues los nervios la tenían totalmente bloqueada, consultó el reloj. Las cuatro y doce minutos de la madrugada. Luego, miró a la vecina y, corriendo hacia la puerta, dijo:
—Lo llevo a urgencias.
Encarna la sujetó cuando pasó por su lado.
—Sí, cariño, las dos nos vamos a urgencias. Pero primero vístete y al niño abrígalo, ¿o pensáis salir en pijama los dos?
—¡Ay, Encarna! —exclamó, atemorizada—. Que tiene más de treinta y nueve de fiebre.
La mujer, a pesar de lo pequeña que era, logró sentar a la joven en el sillón y cogió el botecito de Apiretal.
—Dale el apaño éste para que el pobre se relaje un poco. Luego, te vistes tú y, antes de que termines, ya estaré yo aquí vestida. Te acompañaré al hospital.
Sin rechistar, Ana hizo todo lo que su vecina le había dicho mientras Dani, a pesar de su tremenda fiebre, la miraba e incluso sonreía. Y Encarna, antes de que ella terminara de vestirse, ya estaba allí con su abrigo de punto y un pañuelo en la cabeza, disimulando sus rulos.
Una vez que Ana llegó hasta su coche, le dio el niño a Encarna, pero era tal el temblequeo de manos que tenía que la mujer, sin decir nada, paró un taxi.
—Si queremos llegar al hospital, mejor vamos en taxi. En tu estado, no llegamos ninguno de los tres.
El taxi, a esas horas, no encontró tráfico, y veinte minutos después, las dos, con el bebé, entraban en urgencias de La Milagrosa. Asustada, Ana vio cómo una doctora joven desnudaba a Dani mientras éste lloraba y, tras auscultarlo y mandar hacerle unas placas del pecho, dijo:
—Tal y como está ahora mismo el niño, lo voy a dejar ingresado.
—¿Ingresado? —murmuró Ana con un hilo de voz—. Pero ¿qué le pasa?
La doctora, al ver que aquella chica se podía derrumbar de un momento a otro, hizo que se sentara, y tras mirar a la mujer con rulos que la acompañaba, añadió:
—Tiene una bronquiolitis demasiado severa para lo pequeño que es.
—Con razón choraba y choraba mi Mambrucete —asintió Encarna.
—Pero ¿eso qué es? —Y sin dejar que la médica contestara, la nerviosa madre continuó—: Lo llevé al pediatra y me dijo que era un simple constipado.
—No dudo de que comenzara así, pero el constipado se ha complicado un poquito —añadió la doctora, que la vio conmocionada—. La bronquiolitis es una infección que afecta a los bronquíolos, que son los pequeños conductos que hay al final de los bronquios, en contacto con los pulmones. Dani tiene esos pequeños conductos inflamados y es lo que dificulta su respiración. Por eso respira tan rápido y por eso se le oyen esos pitidos o silbidos al respirar. Ahora lo que tenemos que vigilar es que esa bronquiolitis cure bien y que Dani no sea proclive a tener asma en un futuro.
A Ana todo lo que aquella doctora le decía le sonaba a chino. En la vida se había preocupado por las enfermedades, pero con los ojos abiertos como platos escuchó todo lo que ésta le decía.
—Por lo tanto, mami —añadió con una sonrisa—, tu pequeñín tiene que estar unos días ingresado en el hospital. Pero, tranquila, aunque esté en una sala especial, podrás pasar a verlo siempre que quieras, ¿de acuerdo?
Ana asintió, y animada por Encarna, se levantó, cogió a su pequeño, que reclamaba sus brazos, y lo abrazó.
Sobre las siete de la mañana Ana convenció a Encarna para que regresara a su casa. La mujer, al principio, se resistió, pero cuando vio llegar a Nekane y a Calvin, y éste se ofreció a llevarla, cedió. A las nueve de la mañana, cuando las jóvenes estaban solas en el pasillo del hospital, Ana miró a su amiga y, con los ojos llenos de lágrimas, le preguntó:
—Neka, ¿crees que cuido bien a Dani?
—Por supuesto que sí. Pero ¿qué tonterías dices?
Desesperada por lo que estaba pasando, se retiró el flequillo de la cara.
—¿Y cómo no me he dado cuenta antes de lo que tenía?
—Porque no eres médico; sólo una mamá primeriza —respondió Nekane, entendiendo el malestar de su amiga.
Moviéndose de un sitio a otro, la joven madre susurró:
—Tendría que haberlo traído ayer por la noche al médico cuando Encarna me dijo lo de los pitidos y…
—Vamos a ver —cortó la navarra—. Dos días antes tu pediatra te había dicho que Dani estaba congestionado pero bien. Por lo tanto, no te martirices, que nada de esto es culpa tuya. Que te conozco y sé por dónde vas. Estas cosas les pasan a muchos niños, y Dani no iba a ser menos. —Y con cariño, susurró, conteniendo sus lágrimas—: Venga, venga, déjate de lloros que a veces eres más blanda que un melón en marzo.
Entonces, Ana sonrió, y Nekane pudo aflojar su resistencia, y las lágrimas corrieron por sus mejillas.
—Ahora, ¿quién es el melón blando?
Durante unos segundos ambas permanecieron calladas, hasta que Ana, deseosa de contarle algo, soltó:
—He llamado varias veces a Rodrigo.
—¿Que lo has llamado? —preguntó Nekane, secándose las lágrimas.
—Sí. Incluso le he enviado mails, pero nada, no quiere saber nada de mí. Incluso me ha borrado como amiga de Facebook. Y sinceramente, no me extraña —suspiró—. He sido con él la persona más rencorosa del mundo.
—Sí…, lo has sido, no te lo voy a negar. —Y sorprendida, susurró—: ¡Aiss, Ana!, ¿cómo me lo has podido ocultar?
—Neka…
—Pero, vamos a ver, ¿por qué no me lo has dicho? Si lo hubiéramos doroteado, Calvin y yo podríamos haber intentado que os vierais. Calvin lo habló conmigo, me propuso haceros una encerrona, pero yo pensaba que…
—Neka, estaba tan avergonzada por lo que hice que… —Y retirándose el flequillo de la cara, continuó después de hacer una pausa—: Mi orgullo me cegó y no me dejó ver la realidad del momento, y creo que no volveré a encontrar a alguien que nos quiera a Dani y a mí como él lo hacía, ni a nadie que me entienda con una simple mirada como Rodrigo. —Encogiéndose de hombros, preguntó—: ¿Cómo he podido ser tan tonta?
—Los seres humanos somos así. Y como dice el refrán, ¡es de sabios rectificar!
—Eso si te dejan —suspiró, apesadumbrada—. Quisiera que me diera la oportunidad de hablar con él, pero me ha cerrado todas las puertas y…
—No te queda más que apechugar y aceptar —cortó Nekane.
—Lo echo tanto de menos que…
—Vale…, se acabó el martirio chino. Te conozco y ahora serán lamentos, y dentro de diez minutos terminarás chorando a moco tendido, como diría Encarna. Por lo tanto, ¡basta ya! —insistió la navarra.
—Neka, lo quiero y lo necesito. Sé que soy una mujer fuerte y que voy a ser capaz de continuar mi carrera y sacar adelante a mi hijo yo sola, pero también sé que necesito que me sonría y me diga que soy una hortera porque me guste la música de Luis Miguel. —Ambas sonrieron—. O que se enfade conmigo porque llore por enésima vez al ver una de nuestras películas. Y ya ni te cuento lo que daría porque me abrazara y me dijera que huelo a melocotón y…
—¡Lamadrequeteparió!, ¡Menudo almendramiento por todo lo alto que tienes! ¿Cómo no me has doroteado nada? Desde luego, Ana —protestó furiosa—, ¡es para matarte!
Tras suspirar, la joven, convencida de lo que decía, añadió:
—Creo que me enamoré de él el primer día que lo vi. El día que salvó a Encarna. Cuando vi acercarse a ese pedazo de tiarrón vestido de bombero y sonrió con esos hoyuelos que se le marcan en la cara, te juro que sentí algo extraño y especial. Mi problema ha sido que no he sabido aceptar que a él no le pasara lo mismo en ese mismo instante, y ahora, cuando veo las cosas con calma y desde la distancia, me doy cuenta de todo lo que he hecho mal.
—Olvídalo, Ana. Es lo mejor que puedes hacer.
Al escuchar aquella tajante sugerencia, Ana miró a su amiga y preguntó con curiosidad:
—Tú lo has visto últimamente, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y cómo lo has visto? ¿Está bien?
Molesta por aquella conversación, Nekane suspiró:
—Sólo lo he visto en dos ocasiones y en ambas me pareció normal. Como siempre. Callado y observador. Aunque Calvin me dice que se gasta un humor de mil demonios últimamente.
—¿Sale con alguien?
—Mira, Ana —contestó Nekane—, ya sabes que Rodrigo no es un monje de clausura y las dos veces que lo he visto estaba muy bien acompañado. ¿Quieres que te siga martirizando, o con lo que te he dicho ya tienes bastante?
Con el corazón destrozado, Ana resopló.
—Tengo bastante.
Habiendo sido avisados por Ana, aquella tarde Frank y Teresa llegaron, junto a Lucy, desde Londres, y sólo se tranquilizaron cuando pudieron pasar a ver a Dani. Teresa no pudo reprimir el llanto al contemplar a su pequeño dormidito, con el suero pinchado en el brazo entablillado y el aparato de la saturación de oxígeno en sangre cogido a su dedito. Ana la sacó afuera y, en su lugar, entró su hermana, mientras su padre se quedaba con la llorosa abuela.
—Teresa, por el amor de Dios —se quejó Frank—, estamos aquí para apoyar a Ana, no para que ella sufra por nosotros también.
—¡Ay, Frank! —asintió ella, secándose las lágrimas—. Lo sé, cariño. Pero al ver a mi niño, tan chiquitito, enchufado a esas máquinas, yo…, yo…
—Teresa —dijo Nekane, agarrándose a Calvin—, Dani es un niño fuerte y esto es sólo un contratiempo. Tranquila, que en dos días ya lo tenemos en casa dando guerra.
Frank, convencido de que su mujer nunca había sido fuerte para aquellas cosas, la abrazó y la besó en la cabeza.
—Escucha, Teresa. Ana nos necesita y debemos ser fuertes por ella.
Quince minutos después, Ana salió de la sala donde Dani estaba. Se la veía cansada y ojerosa, pero nadie la pudo convencer para que se fuera a casa a descansar. Tras ser abrazada y mimada por su padre, Calvin la agarró del brazo y le indicó:
—Vamos a la cafetería a cenar algo. Lo necesitas.
—No tengo hambre.
—Necesitas comer, Ana —insistió Nekane, preocupada.
Con un gesto aniñado que a todos les partió el corazón, ella murmuró:
—Prefiero quedarme con Dani. Nana está dentro con él y…
—Ana —insistió Calvin, agarrándola de la mano—. No has comido nada en todo el día y, si no te cuidas tú, no podrás cuidar a Dani. Por lo tanto, vamos a comer algo.
Teresa asintió y, cogiendo la cara de su hija, murmuró tras besarla:
—Tienen razón, Ana Elizabeth. Necesitas comer algo, tesoro, o enfermarás tú. Por lo tanto, ve con ellos y cena algo. Papá y yo nos quedaremos con el pequeñín.
—Ve tranquila, cariño —la animó Frank tras intercambiar una mirada con Calvin—. Baja a la cafetería y relájate un rato mientras cenas. Nosotros nos quedaremos con Dani.
Al ver que no podía luchar contra todos, finalmente asintió, y Nekane, Calvin y ella bajaron a la primera planta, donde se sentaron en la cafetería dispuestos a cenar algo. Media hora más tarde, Ana vio entrar a Elisa, la mamá del bebé que estaba junto a la cunita de Dani, acompañada por varios familiares. La mujer se acercó hasta ella y murmuró haciéndola sonreír:
—Aquí estoy. He bajado a comer algo para que me dejen tranquila.
—Es que tenéis que comer algo —asintió Nekane con cariño.
—¿Todo bien arriba? —preguntó Ana.
Elisa asintió y se marchó, aunque antes de llegar a la barra, donde estaban sus acompañantes, se volvió y dijo:
—Por cierto, tu padre, qué señor más educado y encantador. Y oye, no me extraña que Dani tenga esos ojazos; son igualitos a los de su padre.
Dicho eso, la joven se dio la vuelta y se fue. En ese momento, el corazón de Ana se paralizó y, mirando a Calvin, que cambió la expresión, preguntó con un hilo de voz:
—¿Rodrigo está aquí?
—¡Joder! —susurró el joven, tocándose la cabeza.
—Lamadrequeteparió. ¿Serás traidor? —siseó Nekane, patitiesa.
—Calvin, por favor, responde: ¿Rodrigo está aquí? —insistió Ana.
Al verse acorralado, finalmente asintió, y cuando vio que ella se levantaba de la silla, la agarró de la mano y le ordenó:
—No subas. Él sólo ha venido para ver a Dani.
Anonadada y confundida, Ana se volvió a sentar mientras Nekane siseaba:
—Desde luego, Calvin, ¿quién te ha dicho que lo llamaras?
—Nadie.
—¿Y por qué lo has hecho? —preguntó la navarra al ver los ojos vidriosos de su amiga.
—Princesa, lo siento. Ana, lo siento. Pero si no lo hubiera hecho no habría dormido tranquilo el resto de mi vida. Sé lo que quiere Rodrigo a Dani y no podía dejar de decirle que el niño estaba ingresado en el hospital.
La cabeza de Ana funcionaba a mil por hora. Rodrigo había ido. Estaba con su hijo arriba, y ella quería verlo. Necesitaba verlo. Por ello, ignorando lo que Calvin le había dicho, saltó por encima de su amiga y corrió hacia la escalera, con la suerte de que se pudo colar en el ascensor. Neka y Calvin salieron tras ella, pero no la alcanzaron.
—¡Joder! —protestó Calvin, abriendo su móvil—. Rodrigo me matará. Le he prometido que entretendría a Ana para que él pudiera ver al niño.
—Ten por seguro que, si no te mata él, lo haré yo. ¡Liante! —siseó Nekane. Aunque instantes después, con una sonrisa añadió—: Eres el mejor, cariño. El mejor.
Atónito, Calvin la miró y, complacido, la besó mientras decía:
—A ti no hay quién te entienda, pero reconozco que cada día me gustas más.
Cuando el ascensor se paró en la segunda planta, Ana, con las pulsaciones a mil, salió y corrió por el pasillo. Necesitaba ver a Rodrigo. Su madre y su hermana la miraron, pero sin decirles nada Ana entró con urgencia en la sala donde estaba su hijo. Desde lejos vio a su padre, pero cuando se acercó hasta él se quedó sin palabras al comprobar que sólo estaban él y Dani. Frank, al ver el gesto de su hija, y entender lo que buscaba, fue a decirle algo, pero ella, dándose la vuelta, salió de allí, y pasando de nuevo ante su madre y su hermana, que la miraron horrorizadas, corrió hacia la escalera. Rodrigo no podía estar lejos y tenía que encontrarlo. Bajó los escalones de cinco en cinco y corrió sin aliento por el pasillo hasta llegar a la salida del hospital. Cuando llegó a la calle, acalorada, miró hacia los lados con premura, buscándolo entre la gente. Pero minutos después, al no verlo, maldijo en silencio y desistió.
Agotada por la carrera, apoyó las manos en las rodillas, mientras lágrimas de frustración por no haberlo podido ver le corrían por las mejillas. Entonces, oyó la voz de su padre a su espalda.
—Ana…, cariño…
—Papá, ¿por qué no quiere verme? —explotó sin mirarlo—. Yo…, yo necesito decirle que fui una imbécil, una tonta y que él tenía razón cuando me decía que pasado el tiempo me daría cuenta de lo mal que lo había hecho. Lo he llamado. Le he escrito. Lo he buscado. Pero nada, papá, no quiere saber nada de mí. Y yo necesito decirle que lo quiero y que me perdone. Me muero porque él forme parte de mi vida y de la de Dani, pero me temo que eso ya no podrá ser. Rodrigo definitivamente no quiere saber nada de mí.
Frank, que estaba tras ella y se había conmovido por lo que Ana decía, miró al hombre emocionado que se encontraba a su derecha y le dio un apretón en el hombro. Apartándose de la espalda de su hija, sin decir más, se dio la vuelta y se marchó. Agotada y rabiosa por no haber podido encontrar a Rodrigo, Ana se limpiaba las lágrimas cuando de pronto oyó cerca de su oreja:
—Me enloquece tu olor a melocotón.
Al oír aquella voz, se dio la vuelta y se encontró ante ella al hombre que ansiaba ver. Sin pensarlo ni importarle que los observaran, se lanzó a su cuello y lo abrazó.
—Lo siento…, lo siento. Sé que soy un desastre y desde que me conociste te han pasado cosas que nunca te habrían ocurrido si yo no hubiera estado por en medio, pero perdóname. —Y sin dejarlo hablar, prosiguió—: Fui una imbécil por no querer dar mi brazo a torcer y entiendo que lo que pasó aquella noche con aquellos bestias del pub fue culpa mía. Yo no sabía lo que hacía y nunca pensé que se pudieran liar a golpes contigo. ¡Ay, Diossssssssss!, estaba tan rabiosa por todo que la lié de mala manera y dije cosas horribles sobre ti. Te juro, Rodrigo, que nunca imaginé que esos tipos te harían daño ni a ti ni a los demás, ni que te destrozaran el coche, ni…
—Ana… —cortó él.
Pero ella continuó:
—Y cuando Neka me dijo al día siguiente la que había liado con mis insultos me quise morir. ¡Te habían apaleado por mi culpa! Te llamé pero tú estabas tan enfadado que…
—Olvidemos todo eso.
—Me tienes que perdonar —rogó con los ojos muy abiertos—. Todos me han perdonado, excepto tú, y yo necesito que me perdones.
—Siempre has estado perdonada, cariño —murmuró, enloquecido de amor.
Ana frunció el ceño y, sin separarse de él, le preguntó:
—Entonces ¿por qué…?
Rodrigo, al entender la pregunta sin necesidad de que la acabara, le tapó la boca con las manos y susurró:
—Mi orgullo estaba herido, y aunque intenté odiarte y olvidarme de ti por todo lo que me había sucedido contigo desde el momento en que te conocí, me fue imposible porque estoy loco por ti. —Ana sonrió—. Te has convertido, como dice la canción de tu amado Luis Miguel, en parte de mi alma. Me gusta tu sonrisa, tu olor, tus ojitos cuando tramas algo y tu cara congestionada cuando lloras tras ver una de tus romanticonas películas. Me apasiona verte tocarte la oreja cuando mientes y cómo te sonrojas cuando me acerco a ti. Y yo ya no puedo ser feliz si no te veo hacer cualquiera de esas cosas.
—No olvidas nada…
—No, cuando se trata de ti.
Emocionada, Ana no sabía ni qué contestar. Rodrigo le estaba diciendo las cosas más maravillosas del mundo y, anonadada, murmuró mirando aquellos hoyuelos que le gustaban:
—Creí que me odiabas y no querías saber nada de mí.
—A ti nunca te podría odiar, preciosa. Y siempre he sabido de ti y de Dani. —Y guiñándole el ojo, murmuró—: Tengo mis informadores.
—¿En serio?
—Totalmente en serio. He tenido tres personas que siempre me han mantenido al tanto de todos tus movimientos.
—Una ya me la puedo imaginar —dijo Ana riendo al pensar en Calvin—. Pero ¿las otras dos?
El bombero, encantado por sentirla tan cerca y receptiva, enredó su enorme mano en aquel corto pelo oscuro que tanto le gustaba.
—Una gallega maravillosa que…
—¡¿Encarna?!
—¡Ajá! —exclamó sonriendo él, al recordar el ejemplo de la rosquilla—. Ella me ha llamado esta mañana al móvil, tras haberlo hecho Calvin, para decirme que Dani estaba en el hospital y que dejara de hacer el idiota, y que si realmente te quería que moviera el culo rapidiño porque tú me necesitabas.
—Manda carallo! —se mofó alegremente al pensar en su vecina.
—Si no he llegado antes es porque estaba en Cádiz con mi madre y mis hermanos. —Al ver que ella sonreía, añadió—: Encarna siempre ha sido mi gran aliada en la sombra. Gracias a ella me enteré de dónde cenabas aquella noche con el modelo iraní. Después, sólo tuve que llamar al restaurante y decirle a Esmeralda que pusiera unos cubiertos más.
Tocándole con mimo la cara al recordar aquella fatídica noche, la joven susurró:
—Lo siento, cielo; siento mucho lo que pasó esa noche.
Escuchar cómo ella utilizaba el apelativo cielo para referirse a él era lo que más deseaba en el mundo y le dio un dulce beso.
—Lo sé, no te preocupes. Pero a partir de ahora intentaré que sólo bebas chupitos de Cola Cao y, en especial, trataré de mantenerte lejos de los karaokes. —Al verla sonreír, preguntó—: ¿Te imaginas quién es mi tercer informador? —Ella negó con la cabeza, y él, sorprendiéndola, contestó—: Estuve en Londres una tarde en Navidad con tu padre y Dani.
—¿Mi padre?
—Sí, cariño.
—¿En Londres? —Y al recordar algo, le preguntó—: ¿Estuviste con ellos viendo los caballos?
Rodrigo asintió, feliz.
—Sí. Tu padre y yo tuvimos una charla muy interesante, y después, juntos llevamos a Dani para que conociera a Caramelo de Chocolate. Por cierto, ¡le encantó!
Bloqueada por lo que Rodrigo le contaba, pero complacida, fue a contestar cuando él, clavando sus impresionantes ojos azules en ella, dijo:
—Escucha, cariño. Ya sabes que no soy hombre de canciones romanticonas, pero necesito decirte que te quiero y que quiero a Dani. Y hoy cuando he sabido que mi pequeño estaba en el hospital y yo no me encontraba a tu lado me he querido morir. ¿Y sabes por qué? —Ella negó con la cabeza, y él sentenció—: Porque tú eres mi amor y él es mi niño. —Ana, emocionada, no sabía si reír o llorar. Optó por reír mientras él continuaba—: Y mi vida sin vosotros, de pronto, dejó de tener sentido y comenzó a ser irreal. Necesitaba teneros cerca para cuidaros y mimaros, y cada vez que te veía quedar con otro que no era yo me moría de celos, y…
—Según tengo entendido, has estado muy bien acompañado.
Sin apartar sus ojos de ella, le acarició el pelo y los labios. Su dulzura y aquellos ojos verdes le volvían loco. Ella era su mundo y necesitaba hacérselo saber. Por ello, tras besarla posesivamente, murmuró cerca de su boca:
—Ana, necesitaba reinventar mi vida tras tu paso por ella. Pero el día en que tu padre me dijo que estaba convencido de que tú seguías sintiendo algo por mí todo volvió a cambiar. Y aunque por mi orgullo me ha costado dar el paso, ¡aquí estoy! Dispuesto a quererte y a mimarte como te mereces con la esperanza de que me aceptes y me des una oportunidad. —Al ver cómo ella lo miraba, le cogió la cara y añadió—: Cielo, si tú quieres, esta vez vamos a hacer las cosas bien. Y en cuanto Dani salga del hospital, tú y yo vamos a tener nuestra primera cita. Y después la segunda, la tercera y todas las que quieras. Prometo ser un caballero para hacerte sentir como una reina y que en un futuro no muy lejano quieras trasladarte a vivir conmigo, porque si no lo haces —dijo con convicción—, seré yo el que me vaya a vivir contigo y mi niño, le guste o no a la loca de Nekane.
—¿Esto es una proposición? —preguntó Ana, gozosa.
—Sí, una proposición totalmente decente.
—Acepto todas tus proposiciones —afirmó ella, suspirando y acercándose de nuevo a él—, pero la decente estoy dispuesta a volverla totalmente indecente. Ya sabes cómo se revolucionan mis hormonas cuando estoy cerca de ti.
Rodrigo sonrió. Aquello era el principio de algo que deseaba mucho y, feliz por lo que suponía, la volvió a besar. Sentir de nuevo sus tibios labios y todo lo que en ellos encontraba era lo que necesitaba. Estuvieron un rato entre mimos, hasta que el sonido chirriante de una ambulancia que llegaba les hizo darse cuenta de que estaban en medio de la calle, y decidieron regresar junto a su pequeño abrazados.
Una vez que entraron en el hospital con la felicidad en sus rostros, mientras esperaban el ascensor, Rodrigo recordó algo y, mirándola, le preguntó:
—Por cierto, ¿es verdad que le dijiste a mi madre que era oscura y siniestra como la bruja de La Sirenita?
Ana contrajo la cara intentando encontrar una respuesta para aquello. Sabía lo importante que era Úrsula para Rodrigo, y lo último que quería era un nuevo malentendido. Ahora no. Pero cuando fue a responder, el feliz bombero, enloquecido por la ternura que aquella pequeña morena le hacía sentir, la levantó entre sus brazos y, posando los labios sobre los de ella, murmuró:
—Melocotón loco, te quiero tanto que nada lo puede estropear.