26

Los meses pasaron y llegó la Navidad. Aquel año todo era mágico y especial por Dani, y aunque se mostraba como una mujer fuerte ante los demás, Ana lloraba en silencio la ausencia de Rodrigo. Estar con Calvin y Nekane, Rocío y Julio o Popov y Esmeralda le partía el corazón. Ver la complicidad en aquellas parejas, en sus miradas o en sus sonrisas, le hizo darse cuenta de lo sola que estaba y, sobre todo, de lo mucho que añoraba la presencia y las atenciones de Rodrigo. Él era un especialista en hacerla sentir bien y en facilitarle la vida, y ahora, por su tonto orgullo, no lo volvería a ver.

Como había hecho el año anterior, Nekane se marchó a Navarra para pasar las fiestas con su familia, aunque esa vez fue acompañada por un encantado Calvin. Ana, junto con el pequeño Dani, decidió viajar a Londres. Pero el día que estaba en el aeropuerto sentada con su pequeño en la sala de embarque, el corazón se le encogió cuando de pronto oyó gritar:

—¡Anaaaaaaaaaaaaaaaa!

Al volverse para mirar, el corazón le saltó cuando se encontró de frente con Álex, Carolina y Úrsula. Rápidamente se levantó para recibir los cariñosos abrazos de los chicos, quienes al verla se tiraron a sus brazos. Úrsula, a diferencia de otras veces, le dio dos besos, y al mirar al pequeño, murmuró:

—¡Qué niño más bonito tienes! ¡Es guapísimo!

—Muchas gracias.

—¿Adónde vas? —preguntó Carolina, observándola con curiosidad. No sabía qué había ocurrido entre su hermano y ella, pero lo que tenía claro era que ya no se veían.

—Voy a Londres a pasar las Navidades con mi familia.

—¿Tu familia vive en Londres? —preguntó Úrsula, sorprendida.

—Sí.

—Me…, me dejas coger a Da…, Dani —pidió Álex.

—Por supuesto que sí, cariño —dijo Ana sonriendo.

—Álex, siéntate —le ordenó Úrsula—. Sentadito lo cogerás mejor.

Cuando Ana soltó al bebé en los brazos de Álex, el pequeño sonrió, y éste dijo:

—Ti…, tiene los ojos… como Rodrigo y mamá. Azulitos…, azulitos.

—Mamá, voy a comprar unas revistas —murmuró Carolina al oír el comentario, dispuesta a quitarse de en medio.

Úrsula, al ver la incomodidad de la joven ante lo que había dicho su hijo, afirmó:

—Es verdad, tiene unos ojos azules preciosos.

Ana no pudo contestar. En cuanto oía el nombre de Rodrigo se bloqueaba y era incapaz de decir nada. Pero sacando fuerzas de donde no sabía ni que existían, se tragó el nudo de emociones y preguntó:

—Y vosotros, ¿adónde vais?

—¡A Disneyland París! —gritó, emocionado, Álex.

—Pero ¿qué me dices? —aplaudió, encantada—. ¿En serio?

—Sí. Mamá, Carol, Rodrigo y yo… va…, vamos a celebrar allí las Navidades.

Al oír de nuevo el nombre de Rodrigo, se encogió. ¿Estaría allí? Sin poder evitarlo miró a su alrededor, y fue cuando Úrsula, acercándose a ella, le aclaró:

—No lo busques, no está aquí. Él se reunirá con nosotros allí.

Intentando reponerse de la impresión, respiró, aliviada. Lo último que habría querido habría sido encontrarse allí con él y toda su familia. Úrsula, al notar que la joven estaba algo confundida, la agarró del brazo y, separándola un metro de Álex y el bebé, preguntó:

—¿Te encuentras bien?

—Sí, sí, por supuesto que sí —asintió, e intentó desviar el tema—. ¿Y Ernesto?

—Seguí tu consejo y… me he separado de él.

Aquel bombazo informativo la hizo volver en sí.

—Pero eso es fantástico, señora… Me alegra tanto saberlo que…

—Por favor, Ana, llámame Úrsula. —Y cogiéndola de las manos, murmuró, emocionada—: Nunca viviré lo suficiente para agradecerte todo lo que has hecho por mis hijos y por mí sin decírselo a nadie. —Al tener toda la atención de la joven, Úrsula susurró—: Carolina me ha contado varias cosas y ante eso sólo te puedo decir gracias. Me siento como una auténtica bruja por haberte tratado como te traté. Pero gracias a ti y a tus acertadas palabras abrí los ojos y…

—Tranquila, Úrsula. No tienes que decir nada más. Lo importante es que tú supiste tomar la decisión y que tus hijos están bien. Eso es lo importante.

—Estoy asistiendo a una terapia para solucionar todos mis problemas, que no son pocos, pero estoy segura de que lo voy a conseguir. Mi vida, por fin, vuelve a ser mía y he vuelto a tomar las riendas como tú me dijiste. Me siento fatal al darme cuenta de todo el daño que les hice a mis hijos y avergonzada por todas las burradas que te dije a ti…

—Escucha, Úrsula, dar el paso que has dado es muy importante para todos, especialmente para tus hijos. Ellos sufrían mucho y esta inyección de adrenalina positiva seguro que les habrá ido de perlas. Ellos han vuelto a recuperar a su madre y ahora sólo les tienes que demostrar que estás con ellos al ciento por ciento, y ellos te devolverán el mil por mil. Y en cuanto a mí, no te preocupes. Está todo olvidado.

—Ana, Rodrigo me preocupa. Desde hace varios meses, siempre está enfadado, y aunque está feliz porque mi situación personal ha cambiado, siento que a él le pasa algo, pero no me deja acceder a su corazón. ¿Tú sabes qué le ocurre?

¿Qué podía responder ante aquella pregunta? Sólo podía decirle que ella, Ana, era la culpable. Sin embargo, con la mejor de sus sonrisas, murmuró:

—No lo sé, Úrsula. Hace tiempo que no hablo con él. Pero no te preocupes, ya verás como pronto estará bien.

—¡Ya estoy aquí! —dijo Carolina, acercándose a ellas.

En ese momento, la puerta de embarque del vuelo de Ana se abrió y, dispuesta a escapar de atormentadas preguntas, anunció:

—Tengo que embarcar.

Tras recoger a Dani de los brazos de Álex, y el muchacho despedirse con cariñosos besos, besó a Carolina y a Úrsula, y con su pequeño en brazos y sin mirar atrás, embarcó.

Teresa era la abuela más feliz del mundo. Poder pasear guiando el cochecito de su nieto por las calles de aquella fantástica ciudad era algo que a ella la emocionaba. Durante los días en que Ana estuvo en Londres, ésta descansó y alguna noche salió con su hermana y sus amigos a divertirse. Algo que a duras penas consiguió.

Todos aparentaban ser felices, pero a pesar de aquella supuesta normalidad, Frank y Teresa, sin decir nada, observaban a su hija, y la tristeza que destilaba su mirada los preocupaba. Ana procuraba estar alegre, pero sus ojos hablaban por sí solos. Lucy intentó conversar con ella, pero Ana se negó. La avergonzaba contar lo ocurrido y recordar lo mal que se había portado con Rodrigo. Por ello, decidió que trataría de olvidarse de todo mientras estuviera en Londres. Pero era imposible. Cada vez que Dani hacía una nueva monería, se acordaba de él y se emocionaba al pensar lo que Rodrigo disfrutaría viéndolo.

La noche de Reyes, mientras Ana, sentada ante la chimenea, observaba en la oscuridad del salón la infinidad de regalitos que había para su hijo, su padre entró sin hacer ruido.

—¡Hola, pequeña! —Y sentándose junto a ella, murmuró—: ¿Tú no sabes que si no te duermes tus mágicos regalos nunca llegarán?

Ana sonrió, pero tenía los ojos llenos de lágrimas. No podía hablar. Acababa de recibir en su móvil una foto de Nekane junto a los amigos de Madrid celebrando aquella noche, y entre ellos había distinguido a Rodrigo. Y sin poder evitarlo, recordó lo que había ocurrido durante esa misma celebración el año anterior. Su mundo se le había venido abajo en aquellos meses y ahora que nada tenía remedio se había dado cuenta de lo idiota que había sido. No querer aceptar el cariño y el amor que Rodrigo le había ofrecido había sido su mayor error y cargaría con aquella pena el resto de su vida.

Frank se levantó; no quería preguntarle directamente qué le ocurría, pero intuía el motivo.

—¿Te apetece beber algo?

—No.

—¿Quieres que hablemos?

—No, papá.

El hombre fue hasta el mueble bar, se sirvió un whisky corto y se sentó de nuevo junto a su pequeña. Quiso hablar con ella, aclararle muchas cosas, pero sabía que aquél no era el momento. Estuvieron durante más de media hora en silencio mientras escuchaban el crepitar del hogar. Y cuando Frank se levantó para irse a dormir y se despidió con un beso, Ana le dijo, mirándolo:

—Gracias, papá.

—¿Por qué, hija?

—Por respetar mi silencio.

Conmovido, Frank sonrió, y a pesar de que quería preguntarle muchas cosas, simplemente cabeceó y se marchó.

A la mañana siguiente, el salón silencioso de la noche anterior era ruidoso y feliz. El pequeño Dani recibía sus regalos rodeado de sus abuelos, su tía y su madre. Emocionada, Ana abría los paquetes y aplaudía al ver los juguetes.

—Ana Elizabeth, ¿a qué hora le toca el jarabito?

—Dentro de horas, mamá —contestó sonriendo Ana, con su hijo en brazos.

Dani llevaba un par de días con moquetes y décimas de fiebre, pero el médico les había indicado que era un simple resfriado.

—¡Aisss!, no me gusta nada ver a mi niño así.

—Mamá —se quejó Lucy—, pero ¿no ves que el gordo está estupendo? Además, no es el primer niño en el mundo que se pone malo.

—Lo sé, hija, pero yo me preocupo.

—¿Una moto eléctrica? —preguntó Ana animadamente al abrir un enorme paquete.

—Locuras de tu madre —se mofó Frank.

—¡Aisss, hija!, la vi y no me pude resistir —asintió Teresa, encantada—. Sé que es muy pequeñito todavía, pero mi niño se merece esta moto y todo lo que yo vea. Que sepas que papá y yo hemos estado viendo unos castillos hinchables por Internet maravillosísimos. He pensado comprar uno para ponerlo en la casa de fin de semana. El verano que viene nuestro Dani cumple un añito y tendrá su propio castillo.

—¡Hummm!, ¿hinchable? ¿Qué estaríais mirando vosotros? —se mofó Nana al escucharla.

—Eso…, eso… —asintió Ana, divertida.

Frank comenzó a reír, pero Teresa, más conservadora, puso cara de horror.

—Sois unas sinvergüenzas, ¿lo sabíais? ¿Cómo se os ocurre pensar semejante tontería? —Y señalando a Lucy, que reía a mandíbula batiente, indicó—: Y que sepas que sigo enojada contigo. Me he enterado de que te vieron cenando la otra noche con el actor Ricardo Bestroniani.

—Mamá, ¡sólo es un amigo! Y yo soy una mujer en trámites de divorcio.

Teresa torció el gesto y se sacó un pañuelo del bolsillo, y cuando todos pensaron que se pondría a llorar, incluso que la daría un desmayo, muerta de risa, dijo, dejándolos a todos alucinados:

—Bestroniani es un bombón. ¡Quién lo pillara!

—¡Teresa!

—¡Mamá! —gritaron al unísono Ana y Lucy mientras Frank, patitieso, la observaba.

—Hijas mías —explicó la mujer, riendo—, el otro día, tras mucho pensar en vosotras y en vuestras vidas, decidí que había llegado el momento de modernizarme o morir. Y opté por lo primero. ¡Modernizarme! Por lo tanto, Lucy, disfruta del momento con Bestroniani o con el que sea, y déjate de bodas. Tu padre y yo te lo agradeceremos.

Aquello provocó una carcajada general y más cuando Frank la besó. Teresa, encantada con esa demostración por parte de su marido, lo miró fijamente.

—Por cierto, Frank, ¿se puede saber adónde llevaste a Dani ayer por la tarde?

Al ver cómo las tres mujeres de su vida lo miraban esperando una respuesta, el hombre carraspeó y contestó:

—Le llevé a ver los caballos.

Ana sonrió, y dirigiéndose a su bebé de grandes ojazos azules, le preguntó:

—¿Conociste a Caramelo de Chocolate?

El pequeño, que era el deleite de su madre, sonrió, y ésta lo achuchó, encantada. Segundos después, Ana abrió un nuevo paquete y al ver un jersey diminuto de Dolce & Gabbana a juego con unos pantalones vaqueros y una gorra con strass, miró a su hermana y exclamó:

—¡Dios mío, Nana, esto es puro glamour!

Su hermana, con el pequeño entre sus brazos, le puso la gorra y, riendo, añadió:

—Mi gordo está guapísimo y su tita se va a encargar de que nunca le falte un ropero a rebosar de glamour. Este niño va a ser un icono en moda infantil.

Aquellas risas y aquel alboroto eran una terapia maravillosa para Ana.