22

Las cosas no fueron tan sencillas como Rodrigo había creído en un principio. Ana no se lo puso fácil, y a pesar de que a partir de aquella noche, llegaron otras llenas de pasión, morbo y sexo del bueno, ella no daba su brazo a torcer. Pero tampoco lo echaba de su lado definitivamente. Nekane y Calvin, sin decir nada, observaban la situación y cuchicheaban entre ellos. Calvin propuso hacer algo para ayudar a su amigo, pero la navarra se negó. Si Ana quería proceder así y lo había olvidado, estaba en todo su derecho. Ya era hora de que fuera ella quien lo pasara bien. De pronto, las tornas se habían vuelto, y era Rodrigo el que sufría y Ana la que se divertía. Encarna observaba en silencio sin entender nada. ¿Qué le pasaba a la juventud?

Una tarde, cuando Ana salía de la ducha, sonó el teléfono. Tras comprobar que no se trataba de Rodrigo, lo cogió y sonrió al oír la voz de su hermana.

—¡Patoooooooooooooooooo!, ¿cómo estás, cielo?

—Bien.

—¿Y mi gordo?

Con cariño, Ana miró hacia la cunita donde Dani dormía.

—Tu gordo está precioso y dormidito.

—¡Aisss, mi niño, qué ganitas de verlo que tengo! Y a ti más. Ni te cuento la necesidad que tengo de verte. ¿Cuándo vas a venir? Necesito que vengas cuanto antes.

De inmediato, Ana supo que algo iba mal. Su hermana, de por sí, era bastante despegada, y aunque se querían mucho, Lucy sólo la necesitaba cuando le ocurría algo. Por ello, sin dudarlo, le preguntó mientras se sentaba en la cama:

—Desembucha. ¿Qué ocurre?

Instantes después, su hermana, entre hipos, lloros e histerismos cada vez más parecidos a los de su madre, le contó que no soportaba que su marido tonteara con todas las mujeres que se cruzaban en su camino. Mientras la escuchaba, Ana se llevó las manos a la cabeza. Aquello sería un nuevo disgusto para su madre.

—Vamos a ver, Nana, ¿acaso no viste cómo era él antes de la boda?

—Sí.

—¿Entonces?

—Pero pensé que cambiaría y se daría cuenta de que yo valgo más que cualquiera de las mujeres a las que mira. ¡Aisss, Pato…, tendrías que ver cómo mira a Sybila Thomson! Es tal el descaro con el que la mira que hasta mis amigas comienzan a murmurar y…, y creo que están liados. Y eso yo no lo voy a consentir. No, no, no. Yo soy una mujer que puede conseguir al hombre que quiera. Soy guapa, estilosa y…, y…

Durante varios minutos, Ana escuchó todas y cada una de las virtudes de su hermana, y cuando no pudo más, la cortó:

—¡Basta ya, Nana, por favor! ¡Por Dios, qué superficial eres!

—¿Yo, superficial?

—Sí.

—Pero ¿cómo me puedes decir eso en un momento así? —gimoteó.

—Sencillamente porque me enferma oírte decir que eres preciosa, divina y todas las tonterías que dices. ¿No te das cuenta de que estás jorobando tu vida? ¿No te das cuenta de que diciendo esas tonterías tu problema pierde credibilidad? ¡Joder, Nana!, ¿por qué te casaste? ¿Acaso no es mejor tener todos los romances que quieras sin necesidad de organizar un bodorrio y luego a los pocos meses comprender que ni le querías ni te quería y, sobre todo, darle un nuevo disgusto a mamá? Con razón te llama Lady Escándalo. ¿Cómo quieres que no te llame eso?

Su hermana se derrumbó de nuevo y comenzó a llorar. Finalmente, cuando Ana consiguió calmarla, oyó que decía:

—Me quiero divorciar.

—¡¿Cómo?!

—Lo tengo claro. ¡Quiero el divorcio! Y me da igual lo que pienses tú, mamá, papá y el resto del mundo. ¡Quiero el divorcio!

—La madre que te parió, Nana, el disgusto que le vas a dar a mamá.

—Lo sé, pero ¿qué quieres que haga?

—Lo que quiero que hagas es que pienses más las cosas antes de hacerlas y dejarte de impulsos y sensaciones, porque así luego te pasa lo que te pasa.

—¿Vendrás a la casa de los papis y me ayudarás a decírselo?

—No, esto se lo vas a decir tu solita. Ya me he cansado de apoyarte en tus locuras.

—¡Patooooooooo!

—Ni Pato ni leches. —Después de decirlo, se dio cuenta de que había sonado como si lo hubiese dicho Nekane—. Y en cuanto a mamá, procura que esté sentada cuando se lo comuniques para que no se caiga redonda al suelo.

Diez minutos más tarde y con la cabeza como un bombo, Ana se despidió de su hermana y colgó convencida de que Lucy nunca cambiaría.

Se vistió y, sumida en sus pensamientos, cogió a su bebé y salió con él al salón. Durante la cena, le contó a Nekane la llamada de su hermana, y la navarra sólo pudo reír ante lo que oía. Cuando por fin aquella noche Ana durmió al pequeño, salió de nuevo al salón. Estaba más callada de lo normal, y Nekane sabía por qué. La conocía muy bien, y a pesar de la aparente frialdad que quería demostrar, algo no la dejaba sonreír. Así que se sentó junto a ella en el sofá.

—¿Doroteamos?

—Tú dirás.

—No, bonita. ¡Dirás tú! Vamos a ver, ¿a qué estás jugando?

—¿A qué te refieres?

Nekane se sorprendió por la cara de pasmo de Ana y cogió el bote de crema de manos que ésta tenía.

—A tu primo el de Cuenca, ¡joder! ¡A qué me voy a referir! Pues a Rodrigo.

—Venga ya, Nekane, no comiences tú también ahora con lo mismo, que bastante tengo ya con pensar en los problemas de mi hermana.

Ana Elizabeth —se mofó Nekane—, que a mí no me la das. Que aunque quieras ser Cruella de Vil con el bombero, yo te conozco y sé que bajo esa fachada de frialdad que demuestras tener, late un corazoncito tierno y tontorrón que se muere por abrirle los bracitos y arrechucharse contra él. Por lo tanto…, quítate la máscara para andar por casa y dime qué ocurre antes de que tenga que amordazarte y tirarte por encima un cubo de hormigas rojas.

La escena que había imaginado Nekane resultaba, sin duda, divertida, y Ana la miró carialegre. Por otra parte, sabía que aquella conversación iba a llegar un día u otro.

—Simplemente, he decidido disfrutar de la vida y dejarme de almendramientos tontos con un hombre que nunca me dará nada más a excepción de buen sexo. ¿Qué hay de malo?

—¿No estás almendrada por Rodrigo?

—No digas tonterías, por favor, Neka —mintió con convicción—. Sabes perfectamente que, hoy por hoy, lo único que siento por él es lujuria y desenfreno. Es tremendo en la cama, y punto.

—Sí, vale…, y ahora me vendrás con lo de la marmita de lujuria y la madre que lo parió —se mofó la navarra.

—Neka…

—Ni Neka ni leches —gruñó—. Soy una chicarrona del Norte y sabes que a mí me gusta llamar a las cosas por su nombre. Y creo que tu santa madre, porque al final la van a canonizar en Roma, no ha podido tener dos hijas más diferentes. Tu hermana le da oportunidades a to quisqui y se casa con to Dios, y tú eres todo lo opuesto. Pero vamos a ver, ¿qué te han hecho en el pasado que no me has contado, para que tengas el corazón tan blindado?

—Por favor…, ahora no.

La navarra, al ver que esa táctica no era la apropiada para aquel momento, se calló. Necesitaba saber si Ana sentía algo por Rodrigo y aclarar sus ideas. Durante diez minutos, estuvieron en silencio, viendo la televisión.

—¿Vas a ver algo en la tele? —preguntó al final Nekane.

—No, hoy no echan nada interesante.

Nekane asintió y, levantándose, rebuscó entre los CD de películas y sacó una.

—¿Te importa si pongo una película?

—No, claro que no.

Pero a los cinco minutos Ana maldijo al ver que se trataba de la película Noviembre dulce. Pensó en levantarse y no verla. Aquella película le provocaba muchos recuerdos y lo peor era que la ablandaba en demasía. Pero en cuanto empezó fue incapaz de dejar de verla y se arrepanchigó en el sofá. Media hora después, las dos amigas, sabedoras de lo que ocurriría, comenzaron a lagrimear, y cuando ya salían los créditos, una hora y media más tarde, las dos lloraban a moco tendido sobre el sofá. En ese momento, Nekane se levantó y se fue a la cocina. Al regresar le enseñó una tarrina de helado.

—¿Terapia de azúcar?

Ana asintió y cogió la cuchara que su amiga le ofrecía para sacar de la tarrina una porción de helado que se metió en la boca.

—¿Por qué Rodrigo ahora me persigue día y noche? ¿Por qué quiere martirizarme otra vez? ¿Por qué me dice que le hago falta y que está almendrado por mí? —Nekane fue a contestar, pero ella prosiguió—: He luchado contra viento y marea para no deprimirme: primero, porque estaba embarazada y mi bebé lo podía sentir, y ahora, que estoy mejor, que parece que comienzo a ver luz al final del túnel, no sé qué mosca le ha picado para que me diga las cosas más bonitas y maravillosas que nunca pensé escuchar de su boca. Pero ¡noooooo! —sollozó—. Eso no puede ser. Él me dijo que yo no era su tipo de mujer. Y lo que no quiero es darle una oportunidad, almendrarme locamente por él y hacer que Dani lo quiera, para que luego se cruce una tetona con menos neuronas que un macarrón en nuestro camino y nos deje a Dani y a mí con cara de bobos. No, me niego. Por muchas cosas bonitas que me diga, me niego a tropezar otra vez con la misma piedra. Tengo pánico a hacer daño a Dani y…

—Lo sabía. Te gusta. Te pone —dijo riendo Nekane.

—Neka, claro que Rodrigo me gusta. Pero ¿tú has visto cómo está? Sin embargo, otra cosa es sentir lo que hace tiempo sentía por él —mintió; esa vez no iba a desnudar sus sentimientos—. Me encantan mis encuentros con él, pero me agobia que me hable de amor y todas esas cosas que yo sé que él no siente. Pero sí…, lo admito: Rodrigo me sigue pareciendo un tordo impresionante.

Viendo que la táctica de su amiga había funcionado, hizo una pausa y, al final, concluyó:

—Eres lo peor de lo peor, ¿lo sabías?

Tras meterse una cucharada de helado en la boca, la navarra sonrió. ¿Así que su amiga había dejado de estar enamorada de Rodrigo?

—Sí, reconozco que soy una perraca del Norte que conoce tus puntos débiles tan bien como tú conoces los míos. Y en relación con Rodrigo, ¿qué te voy a decir que tú ya no sepas? Tienes razón, en parte. Es un picaflor, pero en ti ha encontrado a su dulce florecilla asilvestrada o, como dice él, su melocotón loco. ¿Quién dice que lo vuestro no podría funcionar?

—Lo digo yo, y con eso me basta.

—Vale, pero creo que sin proponérselo se ha enamorado de ti como un idiota, con la diferencia de que él parece Don Juan DeMarco diciéndote cientos de cosas bonitas, y tú, la Bruja Lola poniéndole velas negras. Pero Ana, ¿has visto cómo cuida de Dani y cómo el niño le sonríe? A mí es que me deja sin palabras cuando lo coge y comienza a hablar con él. De verdad que nunca podría haber imaginado a Rodrigo en ese plan. Pero si incluso me ha comentado Calvin que en el parque de bomberos, cada vez que tienen tiempo, se pasa el día con Julio hablando de pañales, biberones y tetinas. ¿Te lo puedes creer?

—¿En serio? —preguntó, boquiabierta.

—Y tan en serio. Por lo visto, el otro día Julio y Rodrigo, con sus portátiles, estaban como idiotas enseñándose fotos el uno al otro de Rocío y Dani. Si uno decía mi niña dije «¡ajo!», el otro decía mi niño hace los Cinco lobitos. Vamos, ¡patético!

Aquello a Ana le hizo gracia. Ella era la primera que veía cómo su hijo de casi cuatro meses sonreía a Rodrigo y éste la volvía loco. Pero eso era lo que le daba miedo, que algún día aquellas sonrisas acabaran y que quien sufriera fuera el pequeño.

Rodrigo intentó quedar de nuevo con Ana, pero le fue imposible. Hacía malabarismos con su horario en el parque de bomberos para librar y estar con ella, pero ni así conseguía verla. Cuando no estaba de viaje, tenía una sesión o no le apetecía ver a nadie. De pronto, Ana comenzó a salir con amigos que Rodrigo no conocía, y a él se lo llevaban los demonios. Pero nada podía hacer, salvo ver cómo se alejaba cada día más de su vida.

Una tarde, al llegar de Toledo de hacer una sesión de fotos para el catálogo de Amichi, las jóvenes se sorprendieron al encontrarse al padre de Ana sentado en el sofá con el pequeño Dani en los brazos y Encarna al lado.

—Papá, ¿qué haces aquí? ¿Ocurre algo? —preguntó, asustada, al verlo.

Al escuchar la voz de su hija, Frank volvió la cabeza y sonrió. Levantándose con el pequeño en los brazos, saludó a las muchachas, y luego, escrutando a su hija, respondió:

—No ocurre nada, tesoro. Sólo he venido para verte a ti y a mi nieto.

Se quedó atónita. Cuando fue a decir algo, Nekane agarró a Encarna del brazo.

—Nosotras nos vamos. Acabo de recordar que necesitamos azúcar y leche.

Encarna asintió al entender que se tenían que quitar de en medio. El pequeño Dani, al oír la voz de su madre, sonrió y, echándole los bracitos, se hizo notar. Ana, enternecida, lo cogió y, tras besuquearlo con amor, miró a su padre.

—Vamos a ver, papá, no me digas que no pasa nada porque no me lo creo. ¿Qué haces aquí?

Frank se sentó y le indicó a su hija que tomara asiento.

—Tengo que hablar contigo muy seriamente.

—¡Uis, papá! Me estás asustando.

—Ana, ¿tienes algo que contarme? —le preguntó, clavando su mirada en ella.

La joven no atinaba a saber por dónde iba la cosa, así que se encogió de hombros.

—Papá…, yo creo que no. Pero…

—Piensa, Ana…, piensa en algo que tú sepas y no nos hayas contado a mamá o a mí.

—La verdad, papá, no caigo.

—Piensa, hija, piensa.

Ana puso los ojos en blanco cuando, de pronto, se imaginó de qué podía tratarse.

—Vale, papá, lo confieso. Sé lo de Nana. Ella me llamó para decirme que se quería divorciar, y yo le dije que era una locura, pero…

—¡¿Que tu hermana se quiere divorciar?! —gritó Frank.

En ese instante, Ana supo que había metido la pata, y su padre, descolocado por lo que acababa de descubrir, se mesó el pelo.

—Por el amor de Dios, ¿qué le ocurre a tu hermana con los hombres? Pero esa muchacha ¡¿nunca va a parar?! No quiero ni pensar lo que sucederá cuando tu madre se entere. —Y mirándola, murmuró—: Espero que la loca de tu hermana sea juiciosa y no se le pase por la cabeza decirle nada a tu madre hasta que yo llegue.

Conmovida por la preocupación que vio en los ojos de su padre, fue a hablar cuando éste continuó:

—Cuando nacisteis, primero tú y luego tu hermana, recuerdo que mi padre me dijo: «Franky, hijo, prepárate porque con tres mujeres en tu vida, y en tu casa, nunca descansarás». ¡Y qué razón tenía…! Entre las tres me vais a volver loco. Tú madre con sus dramatismos, tu hermana con sus escándalos y tú con tu cabezonería de no darle una oportunidad a un buen muchacho como es Rodrigo.

Ahora la sorprendida era ella. ¿Qué sabía su padre de Rodrigo? Furiosa e incapaz de callar, soltó a Dani, que se había quedado dormido, y se plantó ante su padre.

—Papá, ¿qué tienes tú que decir de Rodrigo?

—He hablado con él y…

—¿Que has hablado con él?

—Sí.

—Pero ¡papáaaaaaaa!

—Escucha, Ana, desde que me telefoneó para pedirme que le trajera a Dani a España para darte la sorpresa a tu regreso de Alemania, lo he llamado en varias ocasiones. El muchacho es prudente y nunca me comenta nada de sus sentimientos, pero por su forma de hablar de ti y de Dani, yo sé que…

—Pero, bueno, ¿tú qué tienes que hablar con Rodrigo? Aquí tu hija soy yo, no él.

—Lo sé, tesoro, lo sé. Pero…

—¡Dios!, esto se está convirtiendo en una pesadilla —murmuró Ana, tapándose la cara con las manos—. Todos me presionáis y…

—Quizá se deba a que todos queremos que seas feliz, y yo más que nadie. Eres mi niña y necesito que un hombre de los pies a la cabeza como es Rodrigo te cuide, te trate como a una reina y te proteja. Estaré chapado a la antigua, pero sé diferenciar un hombre de verdad de un dandi problemático como los que le gustan a tu hermana.

—Papá…

—Pero no quiero agobiarte; sólo quiero que sepas que deberías abrir tu corazón y darle una oportunidad a un hombre que te quiere por ti misma y que, sin contarme nada, me ha transmitido que está loco por ti y por mi nieto.

Ana quería huir. Escuchar aquello era bonito, pero difícil de asumir. Cuando intentó levantarse, su padre la agarró del brazo.

—Ana, no huyas. Tenemos que hablar.

Tras la visita de su padre y su larga conversación con él, algo en el corazón de Ana revoloteaba sin que pudiera evitarlo. Saber que lo que Rodrigo sentía por ella era auténtico la mareaba. Era lo que siempre había querido, pero en esos momentos un extraño miedo la paralizaba y no la dejaba disfrutar.

En esos días, Rodrigo llamó para saber de ella y el niño, pero Ana no le mencionó la visita de su padre y menos aún quedó con él. Nunca le había gustado que la gente se inmiscuyera en su vida, y en esa época, todos los que la rodeaban lo estaban haciendo.

Un día Rocío la llamó al móvil para invitarla a una cena que daba en su casa con bebé incluido. Encantada, aceptó.

El impacto que sintió Rodrigo al encontrarse con ella fue brutal. Ana estaba más guapa que nunca y verla con Dani en sus brazos le provocaba un amor, una ternura y una ansiedad hasta entonces desconocidos. Pero al saludarla, sintió su frialdad, y eso le devoró las entrañas. ¿Qué ocurría? ¿Por qué era incapaz de enamorarla otra vez?

La cena fue perfecta y los comensales lo pasaron de maravilla. Rodrigo, sin agobiarla, disfrutó de Ana y se rió mucho al ver cómo los había engañado a todos al decir que no sabía jugar al póquer. Cuando más confiados estaban les dio una paliza que los dejó temblando. Así era su melocotón loco. Genial y sorprendente.

Sobre la una de la madrugada, las mujeres fueron a la cocina para preparar algunas bebidas.

—¡Qué alegría que hayáis venido! —dijo Rocío mientras guardaba la carne que había sobrado en papel Albal—. Estaba deseando organizar algo así. Desde que nació la pitufa vivo incomunicada del mundo exterior, sumergida en pañales y tetinas, y necesitaba un poco de jaleo.

—Pues aquí nos tienes —repuso riendo Nekane—, yo dispuesta a pasarlo muy bien y Ana dispuesta a desplumarnos a todos con el póquer.

Rocío guardó lo que tenía en las manos en la nevera, se sacó un pañuelo del bolsillo de los vaqueros y, mirándolas, murmuró con los ojos encharcados en lágrimas:

—No sé qué me pasa…, pero ahora lloro más que cuando estaba embarazada y yo…, yo…

Ana sonrió. Al verla tan agobiada con la pequeña, recordó cómo se había sentido ella al nacer Dani, y la abrazó.

—Llora todo lo que te venga en gana. Y tranquila, se pasará. Te lo digo por experiencia. Las hormonas se tranquilizarán y tú volverás a ser la que siempre fuiste.

En ese momento, se abrió la puerta de la cocina y apareció Rodrigo con Dani en brazos. A Ana se le encogió el corazón al querer disimular lo que él le hacía sentir. Rodrigo estaba impresionante con aquel jersey blanco de ochos y los vaqueros.

—El campeón se ha hecho cacotas. ¿Te importa si le cambio yo el pañal? —se ofreció él.

—¡Noooooo!, por supuesto que no —respondió Ana con seguridad—. Todo tuyo.

—Ve a la habitación de mi niña —dijo Rocío—. Allí está el cambiador y estaréis más cómodos.

—La bolsa con los pañales —informó Nekane— la he dejado en la entrada. Es la…

—Azul con el oso fotógrafo —cortó Rodrigo. Y mirando al niño que le agarraba de la carita sin prestar atención a nadie más, murmuró—: Vamos a cambiarte, campeón, o nos intoxicarás a todos.

Sin decir más, el hombre se marchó de la cocina, dejando a Ana descolocada. No quería pensar en él ni en lo que había ocurrido días antes en su cama, pero era inevitable.

—No lo entiendoooooo —confesó Rocío, gimiendo.

—¿El qué? —preguntó Ana.

Nekane sí que comprendió a qué se refería Rocío y se acercó a la llorosa mamá.

—¿Guardo la salsa en el frigorífico también? —intervino, intentando cambiar de tema.

Pero Rocío, haciendo caso omiso a la pregunta, miró a Ana.

—No entiendo por qué Rodrigo y tú no estáis juntos. Julio me ha dicho que…

—¡Uisss, uisss, uisss! —cuchicheó Nekane al ver el gesto de su amiga, y cogiendo a Rocío del brazo, atrajo su mirada—. Por tu bien y por el de todos, deja ese tema antes de que salgas escaldada.

—Pero…

—No, Rocío —siseó Ana, molesta—. No hay peros que valgan. ¡Basta ya! ¿Por qué todos tenéis que opinar sobre mi no relación?

—¿Quizá porque vemos que estás haciendo el canelo? —preguntó Nekane.

La furia de Ana creció y creció, y cuando Rocío fue a hablar, indignada bufó:

—¡Estoy harta de todas vuestras malditas opiniones! ¿Queréis hacer el favor de dejarme en paz para que yo continúe con mi vida?

Enfadada, Ana salió de la cocina para ir directamente a la habitación donde sabía que Rodrigo estaría cambiando a su hijo. Al llegar tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta cuando descubrió al chico con dos calcetines metidos en la mano haciéndole monerías a Dani, y éste, divertido, riendo a carcajada limpia.

Durante unos instantes disfrutó contemplando aquel íntimo momento entre los dos. Rodrigo miraba embelesado al pequeño y éste, con sus manitas, le agarraba la cara y sonreía. Todo era perfecto. Estupendo. Pero su furia era colosal.

—Se acabó, Rodrigo. A partir de este instante toda esta absurda tontería ¡se acabó!

Él se quedó sorprendido al verla tan airada.

—Pero ¿qué bicho te ha picado ahora?

Empujándolo para echarle a un lado, guardó los pañales y el talco en la bolsa del bebé.

—No sé cómo decir que entre tú y yo no va a haber nada. ¡Joder, pero si hasta mi padre ha venido desde Londres para decirme que me deje querer por ti!

—¿Tu padre?

—Sí.

—¿Frank te ha dicho eso?

—Sí. No sé qué narices haces hablando con él a mis espaldas.

—¿Que yo hablo a tus espaldas? —repitió, atónito.

—Sí.

—No, de eso nada. Todo lo que tengo que…

—¿Sabes? —cortó ella—, la jugada no te ha salido bien. Por lo tanto, asúmelo. Puedo vivir sin ti. No tengo tetazas que paren el tráfico ni soy un modelote de ésos que te gustan niquelados, pero tengo algo que ellas no tienen y se llama sentido común y cabeza para pensar que tú no nos convienes ni a mi hijo ni a mí, porque tarde o temprano te aburriríamos y nos dejarías para seguir viviendo tu vida de picaflor.

—Pero ¿de qué estás hablando? —Estaba realmente sorprendido y no conseguía entender nada.

—Lo sabes muy bien. Todo el mundo habla de nosotros a mis espaldas. Y ya lo último era que tú y mi padre lo hicierais también. Y no…, no quiero que lo hagas, porque eso me parece rastrero y denigrante, y…

Poniéndole la mano en la boca, Rodrigo la hizo callar y siseó, molesto:

—Yo no llamo a tu padre. Es él quien me llama y te aseguro que solamente intento ser agradable con él porque me parece una buena persona. Vamos a ver, Ana, ¿qué te pasa? ¿Acaso haberte dicho que estoy loco por ti, que te quiero y que quiero a Dani es el desencadenante para que te estés comportando así? ¿Acaso eres incapaz de darte cuenta de que las personas por amor somos capaces de cambiar? ¿Por qué crees que eso puede pasar en las películas y a ti no? Acepto que he sido, como tú dices, un picaflor, porque nunca ninguna mujer me ha llenado la vida como lo haces tú. —Ella no contestó, y él prosiguió—: Ahora sé que en el pasado te hice sufrir, pero yo no lo sabía. Nunca imaginé que tú estuvieras enamorada de mí. Y quiero que sepas que lo que más me amarga la vida es saber que me quieres, que piensas en mí, pero que tu jodido miedo y tu cabezonería se niegan a darme una maldita oportunidad. No entiendo qué te pasa. Lloras como una loca viendo películas de amores frustrados por miles de cosas, y ahora, cuando yo te ofrezco mi amor, cuando quiero hacerte feliz, te estás comportando como la persona más fría e insensible del mundo. —Al ver cómo ella lo miraba, continuó—: No sé qué es lo que tengo que hacer para que confíes en mí y me des de una maldita vez una jodida oportunidad para poder demostrarte que es verdad todo lo que siento por ti. No sé, Ana, comportándote como te comportas, haces que tenga la sensación de que necesitas que sea una mala persona contigo, que pase de ti y te maltrate para que me quieras.

—Eres un idiota —siseó Ana y, asiendo en sus brazos a su hijo y la bolsa, se marchó.

En ese momento, Rodrigo supo que había metido la pata.