20

Habían pasado dos días desde el encuentro en el aeropuerto cuando Rodrigo llamó a casa de Ana una mañana para dar la noticia de que Julio y Rocío habían sido padres. Emocionada, le hizo cientos de preguntas que él contestó como pudo, y quedó en pasar a buscarla por la tarde para ir con ella y el pequeño Dani al hospital.

Por la tarde, cuando llegaron provistos de globos y flores al hospital, el recién estrenado padre se emocionó. Eso hizo reír a Rodrigo que, abrazándolo, se lo llevó a la cafetería a tomar algo. Había algo bonito que celebrar. Una vez que se quedaron solas, Rocío y Ana, con sus respectivos hijos, se miraron, encantadas.

—¡Qué maravilla! ¡Son preciosos! —exclamó Rocío.

—Sí, somos afortunadas. Tenemos unos niños sanos y muy guapos.

—¿Te puedes creer que Julio no para de llorar? —dijo riendo Rocío—. Se supone que la llorona debo ser yo y no él, por mi revolución de hormonas. Pero nada… Es mirarme a mí o a la pequeña, y el bomberazo se vuelve un magdaleno.

—Te creo. Tendrías que ver a Rodrigo con Dani… Es que al tío se le cae la baba con él, y si ves a Calvin, ¡ya ni te cuento!

—Y bueno…, al final, entre vosotros ¿hay algo o no?

—¿Entre quiénes? —preguntó Ana, a pesar de haber entendido la pregunta.

—¡Ay, Ana…!, entre Rodrigo y tú.

—No…, no. Entre nosotros sólo hay una buena amistad. Sólo eso.

—Pues qué pena, chica. Hacéis tan buena pareja y Rodrigo está tan ilusionado con Dani que da penita pensar que entre vosotros no haya amor.

—Eres una romanticona —se mofó Ana.

Ambas rieron, y Ana, con rapidez, miró a su hijo en busca de fuerza. La necesitaba cuando se trataba de Rodrigo. La visita duró hasta que llegaron otros familiares de Rocío, y Ana y Rodrigo decidieron marcharse. Durante horas, caminaron por las calles de Madrid con el pequeño sentado en su cochecito. Cualquiera que los mirase pensaría que eran una parejita bien avenida. Todo el rato reían, y la complicidad entre ellos era evidente. Sobre las nueve, llegaron a la casa de Ana, y ésta bañó al pequeño mientras Rodrigo preparaba una tortilla de patatas con cebolla. Una vez que terminó, le dio el biberón y, tras darle mil millones de besos, lo metió en la cuna, donde el pequeño se durmió.

—¿Por qué no comes más tortilla?

—Tengo que bajar dos kilos todavía y…

—Pero si estás fantástica —opinó Rodrigo, riendo.

Ana asintió y se acercó a él.

—Tú que me ves con buenos ojos. Pero, venga, ponme un último cachito que mañana comienzo de nuevo a ir al gimnasio, y seguro que Arturo me lo va a hacer pagar.

Al oír las palabras «gimnasio» y «Arturo», a Rodrigo se le revolvió el estómago, pero sin querer jorobar el bonito día que llevaban juntos, le sirvió otro trozo de tortilla y se recostó en el sofá para observar cómo Ana se lo comía. De pronto, el móvil de ella sonó, y al ver de quién se trataba, guiñó un ojo a Rodrigo y, con una voz melosa que a él no le gustó, dijo:

—¡Hola, Mario! ¿Qué tal?

«¿Mario? ¿Quién es Mario?», pensó Rodrigo, pero siguió sentado, sin moverse un ápice de su posición.

—¡¿En serio?! —saltó Ana del sofá—. ¿Cuándo dices que vienes? —Y al escuchar la respuesta, concretó—: Vaya…, ese día Neka me ha dicho que tiene un compromiso, pero no te preocupes, encontraré un canguro para Dani y saldremos a cenar. Lo prometido es deuda.

Durante quince minutos, oyó a Ana reír y hablar con el tal Mario mientras ella se movía de un lado a otro del salón. Parecía encantada con aquella llamada, justo lo contrario de cómo se sentía Rodrigo. Cuando finalmente se despidió y colgó, se sentó de nuevo en el sofá y, con gesto divertido, aclaró:

—Era Mario. —Él levantó las cejas—. Un amigo fotógrafo con el que he coincidido estos días en Alemania y con el que me llevo muy bien.

Rodrigo, aunque deseaba interrogarla en relación con ese tema, no quiso parecer desesperado, así que dijo:

—He oído que vas a cenar con él.

—Sí.

—Si quieres, yo me quedo con Dani —añadió, ocultando su furia.

Ana lo miró.

—¿En serio? —preguntó, feliz—. ¿Lo harías?

—Por supuesto.

Encantada por aquella propuesta, se lanzó sobre él y lo abrazó.

—¡Genial! ¡Genial! Te lo agradezco un montón. Si Dani está contigo, me quedo más tranquila que si se lo dejo a otra persona.

Como tenerla entre sus brazos le causaba confusión, se deshizo de su abrazo.

—Ese Mario, ¿es alguien especial? —le preguntó una vez que se sentaron en el sofá.

—Puede.

—¡¿Puede?!

Ana asintió y, tras coger un plátano de la mesa, subió los pies al sofá. Se sentó como un indio y comenzó a pelar la fruta mientras decía:

—Mario es un fotógrafo del National Geographic. Nos conocemos desde hace cuatro años y siempre que coincidimos en algún lugar nos divertimos un montón. Nos vimos en Alemania y, ¡oh, Dios!, cada día está más bueno. —Dejó la piel sobre la mesa y le dio un mordisco al plátano—. Es alto, moreno, tiene un tatuaje en el costado y, ¡uf!, ¡me pone cantidad!

Incómodo por lo que estaba escuchando pero hechizado por cómo ella se comía el plátano, apenas si podía respirar.

—Y vosotros…, ese Mario y tú, ¿habéis tenido algo? —preguntó sin que pudiera evitarlo.

Con el plátano en la boca, Ana asintió.

—¡Hummm, sí! Y sólo puedo decir ¡colosal!

Aquellos ruiditos que hacía y verla con aquella fruta en la boca le tensaron la entrepierna. Ana era sexy, directa y encantadora. ¿Cómo no se había dado cuenta de eso antes?

—Ya te lo presentaré la noche que salga con él. Por cierto, es el jueves; ¿podrás?

Rodrigo asintió mientras ella se paseaba el plátano por la boca. Daba la sensación de que lo estaba provocando, pero Ana no era así, o al menos nunca lo había sido. Finalmente, y al sentir que sus respiraciones se volvían más profundas, se levantó.

—Voy al baño.

Ella asintió y continuó comiendo el plátano. Una vez en el baño, Rodrigo se echó agua en el pelo. Debía enfriar su cabeza y su entrepierna, o se abalanzaría sobre ella y le haría apasionadamente el amor. Cuando salió del baño, se encontró a Ana quitando la mesa y, sintiéndose incapaz de continuar un segundo más junto a ella sin besarla, dijo:

—Me voy. Mañana entro temprano.

—Muy bien —asintió ella, guardando las cosas en el lavavajillas.

Él se acercó para despedirse, y la joven, dándose la vuelta, se puso de puntillas y le dio un beso en la punta de la nariz.

—Gracias por la tortilla. ¡Estaba de escándalo!

Asintió atontado y, tras sonreír, cogió las llaves de su coche de la encimera y salió. Aquello no era bueno para la salud.

El jueves, tal y como había dicho, Rodrigo se presentó en casa de Ana a las siete para hacer de canguro. Estaba incómodo con la situación, pero, intentando aparentar normalidad, sonrió cuando ella le dio al niño porque se iba arreglar. Una hora después, mientras él veía la televisión y el pequeño dormía entre sus brazos, Ana salió de su habitación.

—Sé sincero. ¿Qué tal estoy para mi cita?

Al mirarla a Rodrigo le temblaron las piernas y se le secó la boca. Ana estaba preciosa. Sexy y tentadora. Aquel ajustado vestido negro que dejaba al descubierto sus preciosos hombros y aquellos zapatos de tacón le quedaban muy bien. Demasiado bien. Boquiabierto, permaneció sentado.

—Estas preciosa —murmuró.

Ella sonrió, y mirándose en un espejito que había en el comedor, preguntó, más nerviosa de lo normal:

—¿Qué hago con el pelo? ¿Me dejo el flequillo en la cara, a lo mujer fatal, o me pongo una horquilla?

Atónito, observó cómo ella se recogía el pelo y se lo soltaba, y finalmente sólo pudo balbucear como un imbécil:

—Da igual cómo lo lleves. Estás muy guapa.

—¡Graciassssssssssssss!

En ese momento, sonó el portero automático de la casa, y Ana rápidamente contestó.

—Es Mario —anunció entrando en el comedor.

Dos minutos después, un tipo tan alto como Rodrigo y, para su gusto, demasiado atractivo, entró en el salón. Ana sonrió al verlo y le dio dos besos en la mejilla.

—Mario, te presento a Rodrigo, un buen amigo. Él hará de canguro de Dani.

Se saludaron con cordialidad, y Ana, quitándole el bebé de los brazos a Rodrigo, dijo:

—Y esta cosita tan bonita es mi hijo Dani. ¿A que es precioso?

Mario observó al pequeño y sonrió, y tocándole la regordeta mejilla, contestó para desagrado de Rodrigo:

—Es tan bonito como su mamá.

La manera como se miraron a Rodrigo le repateó. ¿Qué hacía aquel gilipollas tocando la mejilla de Dani y sonriendo a Ana de esa forma? E incapaz de permanecer impasible, dijo:

—Ana…, ven un momento a la habitación. Tengo que preguntarte algo antes de que te vayas.

La joven miró a Mario y, tras pedirle un segundo mediante señas, lo siguió. Una vez que llegaron a la habitación, Rodrigo cerró la puerta.

—¿Te has vuelto loca?

—¿Por qué?

—Ese gilipollas lleva escrito en la cara ¡qué guapo soy!

—Es que es muy guapo —sonrió, encantada.

—Ana…, ese tipo no me gusta nada. Absolutamente nada.

—Normal. A ti te gustan las tipas. Lo raro sería que te gustara él —aclaró, molesta. ¿Quién era él para decirle todo aquello?

—Pero ¿no te das cuenta de qué clase de hombre es y de lo único que quiere?

Al entender lo que decía, Ana cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y, con rotundidad, respondió:

—Simplemente es la misma clase de hombre que tú. Y en cuanto a lo que él quiere, me parece muy bien. ¿Y sabes por qué? Porque es justo lo que quiero yo.

Y sin ganas de decir ni escuchar nada más, Ana abrió la puerta y salió de la habitación. Rodrigo la siguió. Una vez en el comedor, sin mirarlo a los ojos, le entregó al pequeño, a quien besó en el moflete. Entonces, asió el bolso y una pashmina, y mirando a Rodrigo con una seriedad que no conocía en ella, dijo antes de salir por la puerta:

—Ante cualquier cosa sobre Dani, ¡llámame!

Cuando la puerta se cerró, la furia de Rodrigo era atronadora, y tras dejar al bebé dormido en su cunita, maldijo desesperado. Pero mirándose en el espejo donde minutos antes se había mirado ella, siseó:

—Te jodes, por capullo.

A partir de ese día, la vida de Rodrigo se volvió un infierno. Durante una semana, soportó la presencia de Mario en su entorno y apenas si pudo protestar. Fuera a la hora que fuese a la casa de ella, allí estaba aquel imbécil. Y lo peor no era aquello. Lo peor eran las sonrisas que Ana le dedicaba y ver cómo el tipo jugaba con Dani. ¡No lo soportaba! ¿Por qué tenía que tocar al niño? Y, sobre todo, ¿por qué tenía que estar en casa de Ana constantemente? Por ello, el día en que llegó a casa de la joven y Encarna le dijo que Ana estaba en el aeropuerto despidiendo a su amigo, suspiró aliviado. Y tras coger a Dani y sentarse en el sofá para besuquearlo, tuvo claro que aquello se tenía que solucionar.

Encarna, que había sido testigo mudo durante aquellos días de cómo Rodrigo miraba al fotógrafo, sentándose a su lado le ofreció rosquillas. Rápidamente, él atacó el plato.

—Están buenísimas, Encarna. Me encantan.

—¿Crees que son las mejores rosquillas que has comido nunca?

Sorprendido por aquella pregunta, Rodrigo respondió:

—Creo que sí.

La gallega se levantó moviendo las manos y cuchicheó mientras se alejaba:

—Creo…, creo…, creo… Ese creer tuyo no me vale.

Aturdido y sin entender nada de lo que la mujer decía, y menos, de lo que le pasaba, dejó a Dani en la sillita y se acercó a ella.

—¿Qué te ocurre, Encarna?

Tras secarse las manos con un pañito, la vecina de Ana lo miró.

—¿Sabes que estás perdiendo el tiempo?

—¡¿Cómo?!

—Sí, estás perdiendo el tiempo en esta casa. Sé que Ana te gusta. Lo sé por cómo la miras y por lo mal que lo has pasado estos días en que Mario ha estado aquí. Soy vieja pero no tonta. Pero, créeme, tú ya no tienes nada que hacer. Por lo tanto, como tú dices, creo que deberías dar un beso a Dani y marcharte para que Aniña sea feliz. Porque, muchacho, como a todo lo que te encante le hagas el mismo aprecio, ¡mal vamos! —masculló ella.

Sorprendido por aquella contestación, Rodrigo miró a la mujer y preguntó:

—¿Por qué dices eso?

—Por nada…, por nada. —Pero incapaz de callar, añadió, enfadada—: ¿Cómo puedes ser tan tonto? ¿Acaso no ves que como no espabiles llegará otro más listiño que tú y te quedarás sin este pequeño y su madre? —Y dándole un pescozón, la mujer apostilló—: Tonto…, lo has tenido todo para conquistarla, pero tu torpeza te está dejando sin nada.

Estupefacto por aquellas palabras, sólo pudo farfullar:

—Voy a hablar con ella y…

—Pues espabila, carallo, espabila. Porque esto es como las rosquillas, si sigues probando y catando, nunca sabrás si realmente alguna te gusta de verdad. Porque, hijo, aunque soy mocita y no he probado hombre, sé que para que algo te guste tienes que poner empeño en degustarlo, observarlo, cuidarlo, conocerlo, disfrutarlo, y mil cosas más. Y eso, justo eso, es lo que tú no haces. Y el día en que pienses «aquella rosquilla que probé me gustó», puede que otro ya se la haya comido y te quedes con cara de tonto rematado.

—¿Me estás comparando una relación con una rosquilla? —se mofó, divertido.

La gallega, retirándose un rizo de la sien, miró a aquel hombretón que tanto le gustaba para su Aniña y siseó:

—Sí. Y a buen entendedor, pocas palabras bastan.

Y ya no pudieron hablar más. La puerta se abrió, y Ana, con una de sus espectaculares sonrisas, apareció con uno de sus tantos amigos. Y como era de esperar, la tortura de Rodrigo continuó.