16

A finales de mayo, Ana se sentía como un volcán a punto de entrar en erupción, pero su vitalidad apenas si la dejaba parar. El gusarapo se movía como un auténtico jugador de fútbol y las patadas que recibía a veces la dejaban sin respiración. En aquel mes trabajaba incansablemente en los proyectos que debía terminar y, sintiéndose agotada, dormía siempre que podía.

Una tarde, mientras estaba comprando unas camisetitas para el bebé, le sonó el móvil.

—Sí, dígame.

—Ana… Soy Carol.

En seguida reconoció a la hermana de Rodrigo y se sorprendió por la voz entrecortada de la chica.

—Cielo, ¿qué ocurre?

La joven comenzó a hablar tan atropelladamente que Ana, incapaz de entender nada, la paró:

—No te entiendo. Para…, para. ¿Dónde estás?

—En casa. Estoy en casa. Necesito tu ayuda. Pero, por favor, no se lo digas a Rodrigo.

—En veinte minutos estaré allí; no te muevas.

Angustiada y sin entender qué le ocurría y por qué no quería que su hermano lo supiera, pagó las camisetitas y salió en busca del coche. Cuando llegó a la puerta de la casa llamó, y Carolina abrió de inmediato y se tiró a sus brazos. Una vez dentro de la casa, separándose de ella, Ana le preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Es mamá.

—No me asustes. ¿Qué pasa? —dijo, histérica.

Asiéndola por la mano, Carolina la llevó al salón. Al entrar, Ana se alteró aún más al ver el estropicio que allí había: vasos rotos por el suelo, cortinas descolgadas, cuadros caídos, y Úrsula tumbada en el sofá con el cuerpo desmadejado.

—Cuando he llegado de la universidad mamá estaba como loca. Ha discutido con Ernesto, y cuando discuten, ella…, ella bebe, y yo al final he conseguido tranquilizarla…

Ana no la dejó terminar y la abrazó. El berrinche y la angustia que llevaba sufriendo aquella muchacha a solas no se los deseaba ni a su peor enemigo.

—¿Dónde está Álex? —preguntó al pensar de pronto en el otro hermano.

—Ayer se fue con papá para pasar unos días con él. Menos mal que el pobre no estaba aquí. La última vez en que mamá hizo algo así Álex se asustó mucho y estuvo llorando durante un mes. —Gimió y, mirándola a los ojos, le imploró—: Por favor, no se lo digas a Rodrigo. Yo no sabía a quién llamar y…, y… si él se entera de que mamá ha hecho esto otra vez se va a enfadar mucho, y yo no quiero que se enfaden más de lo que ya lo están.

—Esas manchitas de sangre que hay en la alfombra, ¿de qué son?

—De Guau —contestó la joven—. Con los cristales se ha hecho unos cortes en una patita, pero no te preocupes, lo he encerrado en la cocina. Luego, lo curaremos.

Conmovida por la pena de la muchacha y sin que pudiera quitar la vista de la mujer de facciones duras que dormía en el sofá, Ana se dispuso a ayudar a Carolina. Se quitó el abrigo y, dejando las bolsas de lo que había comprado en una silla, dijo:

—No te preocupes, cielo. Yo te ayudaré. Lo primero que vamos a hacer es subir a tu madre a su habitación. Pero tendrás que ayudarme; con esta tripa, yo sola no podré.

—¡Ay, Ana!, si te pasa algo a ti, yo…

—A mí no me va a pasar nada. Eso sí, como tu madre se despierte y me vea aquí, no sé yo qué tal se lo va a tomar. Ya sabes que no soy objeto de su devoción.

Úrsula, borracha perdida, era un peso muerto. Como pudieron, entre las dos la levantaron y la subieron a la habitación de la primera planta. Una vez que la tumbaron sobre la cama, Carolina sacó de debajo de la almohada un camisón de puntillas y, sin dudarlo, Ana la comenzó a desnudar. Ver que la joven lloraba y lloraba la agobió.

—Yo puedo sola, Carol. Baja y mira cómo está Guau. Por cierto, ¿le puedes ir curando tú la pata con un poco de Betadine? —La joven asintió, y Ana le dedicó una sonrisa—. Ve curándolo; en cuanto le ponga el camisón a tu madre, bajo y recogemos el salón.

La joven asintió nuevamente y, tras darle un beso a su madre, que ni se enteró, se marchó. Al verse sola en aquella recargada habitación con Úrsula, Ana suspiró. No quería pensar en quién era la mujer, así que le quitó los pendientes de perlas y el collar, y los dejó sobre la mesilla, y después, la falda, las medias y la camisa. Con cuidado le pasó el camisón por la cabeza, y cuando iba a meter uno de los brazos en una manga se fijó en los cardenales que Úrsula tenía en la parte superior del brazo y en el antebrazo. Al verlos se quedó paralizada; con la boca reseca, le miró el otro brazo, donde encontró las mismas marcas. De pronto, los ojos se le llenaron de lágrimas. Aquellas señales en los brazos le recordaron algo, y eso le puso la carne de gallina.

—¿Qué es esto, Úrsula? —se preguntó, horrorizada.

Una vez que se repuso, terminó de ponerle el camisón y la tapó con el edredón. Cuando cerró la puerta tras de sí, suspiró, aliviada, aunque sólo por un breve instante porque la congoja que le producía aquella horrorosa idea que rondaba por su mente la atenazó. ¿Estaría siendo maltratada? Un pequeño ladrido la hizo regresar a la realidad y, agarrándose con fuerza a la barandilla, bajó hasta la cocina, donde Carolina se afanaba por curar al perrillo. Cuando comprobaron que el animal estaba bien, lo dejaron encerrado en la cocina mientras ellas recogían el salón. Provistas de cepillo, recogedor y aspirador, comenzaron a poner orden en todo aquel desaguisado y a recolocar todo lo que se había descolgado. Así estuvieron hasta las diez de la noche, cuando ambas se sentaron agotadas en el sillón.

—Gracias, Ana… Muchas gracias por ayudarme. No sabía a quién llamar y…

—Has hecho bien en llamarme a mí —dijo, sintiéndose exhausta a la par que incapaz de no preguntar lo que le rondaba por la cabeza—. Carol, ¿cómo es la relación entre tu madre y Ernesto?

La muchacha suspiró y se retiró el pelo de los ojos.

—A veces parece que se adoran y otras que se detestan. Ya no hablan, discuten. Incluso mamá ha dejado de invitar a sus amigas a casa; a Ernesto no le gusta y, si él llega y están ellas, ridiculiza a mamá continuamente —le explicó, gimiendo—. No sé, no sé qué pasa, pero mamá desde hace un par de años es como si no fuera ella. Se ha vuelto agresiva, poco permisiva con nosotros y sumisa con él. Da igual lo que Ernesto haga, todo se lo perdona. Es como si dependiera de él hasta para respirar. Rodrigo ha intentado hablar con ella, pero todo ha sido inútil. Mamá no entra en razón. Y ahora, tras lo ocurrido con Candela, él y ella no se hablan, y yo…, yo no sé qué hacer.

Mientras Carol decía aquello a Ana se le ponía el vello de punta. Lo que describía le daba a entender que Úrsula, la mujer que ante ella se mostraba como una auténtica bruja, estaba siendo maltratada psicológicamente por su marido. Y al pensar en los cardenales de los brazos se horrorizó.

Diez minutos más tarde, mientras las jóvenes tomaban un vaso de leche con galletas en la cocina, la puerta de la calle se abrió, y las dos se miraron. Instantes después, Ernesto, tan impoluto como siempre, aparecía en la cocina.

—¿Ocurre algo? —preguntó al ver a Ana allí.

Carol cambió su gesto y, dándole la mano a Ana, explicó:

—Ana me está ayudando a preparar un trabajo para la universidad.

Sin duda, sorprendido porque la joven estuviera allí, Ernesto miró a su alrededor.

—¿Dónde está Úrsula?

—Durmiendo —contestó Ana.

—Disculpadme un momento —murmuró Carol, asustada por cómo los otros se miraban—. Voy a verla.

Al salir la joven de la cocina, Ernesto sonrió, y eso a Ana le requemó las venas. Esa sonrisa y la superioridad que vio en su mirada la incitaron a decir sin miedo:

—Sabes muy bien cómo estaba Úrsula esta tarde y no has hecho nada para impedirlo. ¿A qué estás jugando?

Ernesto miró a la joven embarazada, atónito.

—¿De qué estás hablando?

—Lo sabes perfectamente —siseó sin poder contener la furia.

—No, explícamelo tú —soltó él con chulería, quitándose el abrigo de lana azul—. ¿A qué te refieres?

Deseosa de borrarle aquella superioridad del rostro, se acercó sin ningún miedo a Ernesto, y antes de que regresara Carolina, le espetó:

—Úrsula hoy no ha tenido un buen día, lo sabes, ¿verdad? Incluso podría haber hecho una locura, y eso sólo te lo debe a ti. —Al ver que aquél no contestaba, que se limitaba a mirarla, prosiguió—: He visto las marcas que tiene en la parte superior de los brazos. Esas señales únicamente se pueden tener si…

—Demuéstralo.

Aquel desafío y la malvada sonrisa le confirmaron a Ana la verdad, y deseó patearle el culo. Pero en ese momento regresó Carolina.

—Carol, sube a tu habitación, coge el trabajo que tenemos que hacer y un pijama. Te vienes a dormir a mi casa. Allí lo terminaremos.

Ernesto miró entonces a la joven y se dirigió a ella con un gesto que a Ana no le gustó nada.

—Carolina, ¿le has pedido permiso a tu madre? —Viendo que ella no respondía, añadió—: No puedo dejar que te marches sin su consentimiento.

—Es mayor de edad y puede decidir por sí misma —replicó Ana, molesta.

Carolina se retorció las manos, nerviosa. Finalmente, le dijo a Ana:

—Él tiene razón. Es mejor que me quede en casa por si mamá necesita algo. Ya terminaremos el trabajo en otro momento.

—Sabia elección —musitó Ernesto. Y antes de darse la vuelta para subir a su habitación, le indicó—: Carolina, cuando se marche esa joven, cierra con llave la puerta. No queremos que ningún indeseable entre.

«Será gilipollas», pensó Ana, pero por Carolina se calló.

—¿Estás segura? —le preguntó Ana una vez que se quedaron solas las dos en la cocina—. Ese tío no me gusta nada. No me fío de él. Y mira lo que te digo, Carol, no me extraña que Rodrigo no le hable. ¿Cómo podéis aguantar a un hombre así?

—Mamá lo quiere y…

—Pero ¿no ves que ese ser absurdo y egoísta está destruyendo a tu madre?

—Yo lo veo, Ana, pero la que lo tiene que ver es ella —contestó Carolina, con todo el dolor del mundo. Y ante el gesto de la otra, murmuró—: Tranquila, estaremos bien. Y, por favor, prométeme que no le dirás nada a Rodrigo.

—Pero, Carol, yo no pued…

—Prométemelo, por favor —insistió la joven.

—Te lo prometo.

Con el corazón encogido, Ana se puso el abrigo, cogió las bolsas con la ropita de su bebé y tras dar un beso a la joven y recordarle que la llamara para todo lo que necesitara se marchó. No obstante, le había quedado un extraño sabor amargo en la boca después de prometer que no diría nada.

Dos días más tarde, Nekane se encontró con una sorpresa. Calvin le regaló un viaje a México. Era el cumpleaños de su madre, y aquél era un buen momento para presentar a su princesa.

—Le he dicho a Calvin que es una locura —protestó Nekane—. No puedo irme. Queda menos de un mes para que el gusarapo venga al mundo, y yo…

—Neka —la cortó Ana, mirándola—, quiero que te vayas y que disfrutes de ese viaje. Te lo mereces. Ya me has cuidado bastante, y como se te ocurra decir que no vas, te juro que me enfadaré contigo y…

—¡Oh, Dios! Pero ¿cómo me voy a ir? ¿No ves cómo estás?

Alegre, Ana se tocó su prominente barriga.

—Sí —afirmó—, estoy gorda y embarazadísima, pero eso no tiene por qué jorobar tu viaje. Además, por el gusarapo no te preocupes. Con lo bien que lo cuido en mi barriga, me da a mí que éste se va a pasar de tueste.

—Pero te quedarías sola. Tus padres están en Londres. —Y señalándola con el dedo, dijo—: Si quieres que me vaya, llamaré a tu madre para que se venga aquí contigo.

—Como hagas eso —la amenazó Ana—, te juro que no te vuelvo a hablar en mi vida. ¿Tú quieres que me vuelva loca, o qué?

Nekane sonrió y se sentó junto a su amiga.

—Es bromita, tonta, pero vamos a ver, ¡piensa!, si estás sola y te ocurre algo, ¿quién te va a ayudar?

—Neka, ¡por Dios! Tengo a Encarna, Popov, Esmeralda, incluso a Rodrigo. Estoy segura de que cualquiera de ellos acudiría rápidamente a una llamada mía. Por favor, no me hagas sentir mal por jorobarte el viaje. Vete.

No muy convencida, Nekane miró Ana y asintió. No le hacía gracia, pero ella tenía razón.

—De acuerdo, iré, pero antes me aseguraré de que estén todos pendientes las veinticuatro horas de ti, o cuando regrese, juro que me los cargo uno a uno.

—¡Por Dios, qué pesada!

—¡Ni pesada ni leches! Si quieres que me vaya será bajo esa condición, ¿de acuerdo?

—Vale, princesita, ¡de acuerdo!

Dos días después, ambas amigas se despedían entre besos y abrazos en el aeropuerto de Barajas ante la cara de felicidad de un repuesto Calvin. Cuando Ana llegó a su casa, atendió varias llamadas de trabajo antes de que sonara el timbre de la puerta.

—¡Hola, bonita mía! —la saludó su vecina—. ¿Estás solita?

—Sí, pero no te preocupes, que estamos bien —dijo, tocándose la barriga.

—Voy a bajar al súper a comprar el pan. ¿Quieres que te lo suba?

Ana lo pensó, pero al final dijo:

—Tengo pan congelado, Encarna. Para hoy es suficiente.

—Vale —convino la vecina—, pero si necesitas algo, llámame.

La joven asintió animadamente y cerró la puerta. Justo entonces sonó el teléfono. Eran Popov y Esmeralda.

—¿Todo bien por ahí, Plum Cake?

—Sí, todo maravillosamente bien.

—¿Estás sola?

—Pues claro —respondió—. Neka ya se ha marchado.

—¿Necesitas algo?

—Nooooooooooo.

—Vale —respondió Popov, riendo—. Esta tarde te llamamos de nuevo.

—De acuerdo —asintió Ana—, pero tranquilos, no es preciso que me llaméis veinte veces. Si os necesito, os llamaré yo.

Tras colgar, sonrió. Nekane les había hecho aprender bien la lección e intuía lo que le esperaba aquellas semanas. Sobre las tres de la tarde, tras haber revisado unas fotos, Ana iba a prepararse algo de comer cuando sonó de nuevo el timbre. «Encarna», pensó, pero se quedó boquiabierta al abrir la puerta.

—Pero ¡¿tú qué haces aquí?!

Rodrigo le dio un beso en la mejilla y entró con varias bolsas en las manos.

—He prometido a Nekane y a Calvin que estaría pendiente de ti, y la mejor manera de estarlo es vivir contigo en tu casa mientras Nekane no está. —Al ver su gesto de sorpresa, dijo—: He comprado un pollo asado para comer y ahora sólo me falta que me digas que me puedo instalar en la habitación de invitados.

—Pero ¿te has vuelto loco? —preguntó, atónita.

—No. Sólo pretendo estar cerca de ti por si necesitas ayuda. Ya sabes, aura dorada, ¡protector! —se mofó él. Viendo cómo lo miraba, le aclaró—: Vamos a ver, nuestro día a día seguirá igual. Tú con tu trabajo, y yo con el mío. La única diferencia será que estaré aquí contigo cuando no trabaje y…

—Pero tú tienes tu vida. Tienes tus citas y tus cosas, y si estás aquí conmigo te cortaré el rollo y…

—Tranquila —la interrumpió, acercándose a ella—, no tener citas durante unos días es superable. Ya las retomaré cuando regresen los enamorados.

Ana no sabía si estar enfadada o agradecida. Por un lado, tener a Rodrigo tan cerca era un gustazo, pero, por otro, también era una tortura. Al final, sonrió y decidió disfrutar del momento, aunque cuando regresara Neka le diría cuatro cositas. Una vez que Rodrigo dejó sus cosas en la habitación de invitados fue hasta la cocina y cogió el paquete que había llevado.

—¿Qué prefieres, muslo o pechuga?

—Pechuga. ¿Hay patatas?

—Sí. Doble ración, que te conozco —asintió, divertido.

—Pues quiero pechuga, patatas y una alita, pero sólo si está churruscadita.

—Te puedes comer las dos. A mí no me van mucho.

—¡Genial!

Ana, moviéndose por la minúscula cocina, cogió dos vasos limpios.

—¿Qué quieres beber?

—Agua.

—¿Sólo agua?

—Sí. Pero siéntate y déjame que yo me ocupe de ti —dijo, guiándola hasta el sofá.

Cuando ya estuvo sentada, Rodrigo se acercó hasta la encimera, y tras coger dos manteles individuales, una botella de agua y dos vasos fue a dejarlos sobre la mesita.

—¡Para! —gritó Ana.

—¿Qué pasa? —preguntó mirándola, sorprendido.

Ella se levantó del sofá, cogió de un mueblecito unos posavasos y los puso sobre la mesa.

—Soy una maniática. Odio que en la mesa queden los cercos de los vasos. Por lo tanto…, ahí están los posavasos, y siempre que quieras tomarte algo, utilízalos.

—Valeeeeeeeeeeeeeeeee.

De buen humor, Rodrigo regresó a la cocina y llenó dos platos con la comida. Luego, se acercó hasta ella y los dejó en la mesita.

—¡Que aproveche! —dijo.

Al mirar el plato de Rodrigo y ver la otra pechuga, los dos muslos y las patatas, Ana preguntó:

—¿Te vas a comer todo eso?

—¡Ajá!

—Pues sí que comes.

—Me gusta comer —sonrió él, dando buena cuenta de la comida.

—Entonces, si comes mucho —se le ocurrió tras masticar un trozo de pollo—, tendrás que trabajar bastante en el gimnasio para mantener el cuerpazo que tienes, ¿no?

—¿Crees que tengo cuerpazo? —la interrogó él, sonriendo.

Roja como un tomate, no sabía adónde mirar, pero él esperaba una contestación, así que asintió.

—Sí…, creo que tienes un buen físico.

—Los bomberos solemos hacer bastante deporte para mantenernos en forma, ¿no lo sabías?

—Sí.

Como ella se calló, Rodrigo no volvió a preguntar más acerca de aquello, pero se fijó en unos CD que había sobre la mesita.

—¿Qué es eso?

—Algunas de mis películas preferidas.

—¿Cuáles son? —inquirió con curiosidad antes de meterse un buena porción de pollo en la boca.

Otoño en Nueva York y Noviembre dulce. —Y al ver cómo la miraba, añadió—: Y antes de que digas nada me encantan esas películas y me gusta verlas, aunque…, bueno…, los finales son fuertecitos.

—¿Fuertecitos? ¿A qué te refieres?

Al verlo tan interesado, lo miró y añadió tras meterse una patata en la boca:

—¡Ah!, no te lo cuento. Si quieres saberlo tendrás que verlas.

Aquella noche, juntos en el sofá, vieron Noviembre dulce, y Rodrigo, con el corazón encogido por la temática de la película, vio llorar desconsoladamente a Ana, mientras él en ocasiones hizo esfuerzos por controlar las lágrimas. Él no lloraba. Intentó consolarla, pero ella rechazó sus palabras con gruñidos y aspavientos. Le preguntó mil veces si paraba la película o la quitaba, pero ella, con un hilo de voz, negaba con la cabeza, y lloraba y lloraba. Una vez que acabó, le preguntó al verla hipando a su lado:

—Pero ¿cómo puedes ver esto? ¡Es deprimente!

Sonándose la nariz, tragó el nudo de emociones que aquella película le causaba siempre que la veía y murmuró congestionada:

—No es deprimente.

—Pero, melocotón loco, ¡si no has parado de llorar!

—Esa película es una preciosa historia de amor en la que dos personas se conocen, se enamoran y una…, una malnacida enfermedad las separa, ¿no lo has visto? —le planteó gimiendo ante el gesto de desconcierto de él—. ¿No has visto lo guarra que es a veces la vida? Cuando por fin ellos son felices, cuando por fin encuentran a esa persona que les complementa y les hace sonreír en cualquier momento, ¡zas!, una desgracia lo joroba todooooooooooo, y…, y… ante eso nada se puede hacer, excepto asumir que tienes que continuar viviendo sin esa persona que te ilumina y que con su candor te ama y…, y… ¡Oh, Diossssssssssssssss!

—Venga, venga, no te pongas así; es sólo una película.

—Sí…, es sólo una película —repitió entre hipidos—. Pero esa película es una historia, y estoy segura de que, por desgracia, habrá en el mundo casos como ésos, y yo…, yo…

Alarmado por los lloros de Ana, fue a contestar cuando ella se levantó del sofá con el pelo enmarañado y la nariz roja como un tomate y dijo sin dejar que hablara:

—Lo verdaderamente deprimente es escucharte y sentir que no tienes corazón. Tendrás unos oblicuos de infarto. Tendrás todos los ligues que quieras. Tendrás cientos de cosas banales y absurdas, pero nunca, ¡nunca!, llegarás a querer, ni te querrán, como lo hacen en esa bonita, conmovedora y alucinante película porque ¡nunca! sabrás lo que es vivir y alimentarse del amor.

Y entonces, dándose la vuelta y dejando a Rodrigo totalmente descolocado, se marchó a dormir.

Durante aquellos días que pasaron juntos, compartieron risas, confidencias y momentos de tranquilidad. Ana descubrió que a Rodrigo le gustaba leer sobre motociclismo, odiaba la mermelada de frambuesa y se volvía loco por el puré de patata. Él descubrió que a Ana le gustaba tomarse un chupito de Cola Cao antes de irse a dormir, que se despertaba todos los días de excelente humor y que le encantaba llorar viendo películas.

Una tarde en que Rodrigo había llegado de trabajar y se había ido directamente a la ducha mientras Ana terminaba un trabajo en el portátil, sonó la puerta de la calle y ésta se levantó a abrir.

—¡Hola, bonitiña! —saludó Encarna—. ¿Estás bien?

—Perfecta.

—Te traigo unas poquitas lentejas —cuchicheó, enseñándole un enorme tupper azulón—. Tienen mucho hierro.

—¿Unas poquitas? —se mofó Ana al ver el volumen del recipiente.

—Bueno, vale, hice un buen puchero y aproveché para echar unos puñadiños más para ti y el guapo bombero. Por cierto, ¿algo que contar?

—Encarna…, pero qué mente más calenturienta tienes.

—¡Uisss, hija, como para no tenerla con semejante tordo al lado!

Ambas rieron.

—Él sólo está aquí por si lo necesito. Nada más —aclaró Ana—. Pero pasa. No te quedes en la puerta.

La joven dejó el enorme tupper sobre la encimera de la cocina.

—¿Quieres un cafelín?

—No, nena, que son más de las siete, y si me lo tomo, no pego ojo en toda la santita noche y me pongo a pensar tonterías. ¿Qué haces?

—Terminaba un trabajo.

—¡Ah!, entonces me voy, que estás liada.

En ese momento, se abrió la puerta del baño y salió un guapísimo Rodrigo vestido únicamente con una toalla alrededor de la cintura y el pelo mojado.

—¡Coñeeeeeeee! —murmuró la mujer, mirándolo.

Ana sonrió, y Rodrigo, al ver allí a la vecina que tan bien le caía, sin importarle su pinta, fue hasta ella para saludarla.

—Encarna, ¡qué bueno verte por aquí!

La mujer, colorada por la presencia y la desnudez de Rodrigo, alargó la mano y, cogiendo el tupper, dijo con un hilo de voz:

—He traído lentejas.

—¡Hummm, qué ricas! —asintió Rodrigo, que se percató del azoramiento de Encarna y del rostro burlón de Ana—. Mejor voy a vestirme, no vaya a coger frío.

Dicho eso, se dio la vuelta y desapareció por el pasillo. Cuando Ana oyó que la puerta de la habitación se cerraba, cogió el tupper de lentejas de las manos de Encarna y lo dejó de nuevo en la encimera.

—Tierra llamando a Encarna… Tierra llamando a Encarna.

Volviendo en sí, la mujer, aún conmocionada por lo que había visto, miró a la joven.

—¡Qué carallo! —murmuró, abanicándose con la mano—. Nunca había visto yo a un hombre en paños ¡tan menores! —Ana rió, y la otra dijo—: Anda, dame un vasito de agua, que se me ha resecado hasta la lengua.

Ana llenó un vaso y se lo dio. La reacción de Encarna le parecía muy divertida.

—¿A que es impresionante? —le preguntó.

—Sí, sí, sí. Y aunque está mal que yo con la edad que tengo lo diga, si a mí me pilla con treinta años menos, hoy por hoy no soy mocita. —Boquiabierta por aquella revelación, Ana fue a decir algo cuando la gallega añadió—: Sí, hija, sí…, que me voy a morir sin catar hombre.

Ambas rieron.

—Pero ¿has visto qué brazacos que tiene ese muchacho? —cuchicheó Encarna, más repuesta.

—¡Oh, sí!, claro que los he visto.

—Y esas piernas largasssssssss y musculosas —prosiguió la mujer, totalmente alucinada—. No me extraña que te quitara el sentido común. Me lo ha quitado a mí y puedo ser su abuela. Y me preguntó yo, te sigue gustando, ¿verdad?

—No… —mintió—. Hoy por hoy lo veo como un simple amigo.

—Hija…, ¿estás bien de la vista?

—Perfectamente —se guaseó Ana.

—¡Por el amor de Dios! Tienes a ese pedazo de tiarrón en casa todas las noches, ¿y no piensas en cosas lujuriosas y pecaminosas?

—¡Encarna!

—¿Y anda siempre así por la casa? ¿Desnudiño?

—No —negó Ana riendo y mirando a su descolocada vecina—. Se estaba duchando y salía de la ducha.

—Pues dime a qué hora se ducha todos los días para bajar a traeros un tupper —comentó.

En ese momento, se oyó que se abría una puerta y, dos segundos después, Rodrigo apareció en el salón con unas bermudas color caqui y una camiseta granate. Consciente de que la mujer estaba más tranquila, se acercó a ella.

—¿Cuándo nos vas a hacer rosquillas? Te aseguro, Encarna, que son las mejores rosquillas que he comido en mi vida. Y ya no te cuento las filloas, ¡qué ricas!

Con una coquetería que hasta el momento la mujer nunca había mostrado, se tocó el cabello y, dándose la vuelta para marcharse, dijo:

—Cuando quieras. Mañana mismo. Tú sólo tienes que pedírmelas.

Dicho eso, la vecina se marchó, y Ana, con una sonrisa guasona, murmuró, haciéndolo reír:

—Que sepas que a partir de hoy tendremos suministro de rosquillas y filloas para toda la vida.

Los días pasaron y la conexión entre ellos se fue afianzando. Encarna, como bien presupuso Ana, se encargó de que nunca les faltara comida, y él, encantado, la devoraba. De pronto, aquella mujer y Rodrigo comenzaron a llevarse de lujo y no era extraño verlos a los dos llegar del supermercado hablando y riendo.

Una tarde que estaba Ana sola en casa, de repente, algo empezó a zumbar. Sorprendida por aquel pitido, miró a su alrededor, hasta que encontró el móvil de Rodrigo caído en el sofá. Sonó durante unos segundos más, pero no lo cogió. Cuando se cortó el tono de aviso, sonrió y volvió a su trabajo, pero segundos después comenzó a sonar de nuevo. Esa vez lo cogió y en la pantalla leyó «Colegio Álex». En ese instante, y sin dudarlo, atendió la llamada.

—¡Hola!, buenas tardes —dijo la voz de un hombre—. Preguntaba por Rodrigo Samaro.

Confundida y sin saber realmente qué decir, contestó:

—Sí, éste es su móvil, pero no se puede poner en este momento.

—Nos urge hablar con él —insistió el hombre—. Soy el conserje del colegio de su hermano, Alejandro Samaro.

—¿Le ocurre algo a Álex? —preguntó, preocupada.

El hombre que estaba al otro lado, al escuchar aquella pregunta, contestó con otra.

—¿Con quién hablo? Disculpe esta pregunta, pero o es usted un familiar directo, o no le puedo dar información.

—Soy Carolina Samaro, hermana de Rodrigo y Álex —mintió.

—¡Oh, un placer señorita! Mire, tenemos un problema. Estamos llamando a su casa y nadie nos coge el teléfono. Su hermano Álex lleva esperando a que su madre venga a buscarlo cerca de dos horas, y el muchacho está bastante angustiado. El colegio cerró ya hace una hora y como su hermano Rodrigo nos dejó nota de que para cualquier cosa lo llamáramos, pues he aquí el motivo de la llamada.

Con rapidez, Ana pensó en una solución.

—No se preocupe, o mi hermano o yo pasaremos a buscarlo por el colegio. Seguro que a mamá le ha surgido un imprevisto. Por cierto, ¿me recuerda la dirección?

Apuntó en un papel los datos que el hombre le dio y colgó. Rápidamente, llamó al parque de bomberos para comunicárselo a Rodrigo, pero le dijeron que había salido para atender un aviso. Entonces, llamó al teléfono de Carolina, pero decía que estaba apagado o fuera de cobertura. Le dejó un mensaje en el buzón de voz. Pensó en localizar al padre de Rodrigo, pero no tenía su teléfono y no quería cotillear en el móvil de Rodrigo. Finalmente, cogió el coche y se dirigió a la dirección que había anotado.

Al llegar, como bien le había dicho el conserje, el colegio estaba cerrado. Siguiendo los cartelitos que vio, dio con una pequeña recepción, y al entrar, se encontró allí a un señor leyendo un periódico.

—¡Hola!, buenas tardes —saludó Ana—. Vengo a recoger a Álex.

El conserje, que no la conocía, asintió, y abriendo una puerta, dijo:

—Álex…, ya vienen a buscarte.

Cuando Ana vio el rostro asustado del joven, una ternura irrefrenable hizo que corriera hasta él y lo abrazara. Se le veía asustado, y Ana, con mimo, le susurró tras besarle:

—Tranquilo, cielo. Yo te llevaré a casa.

Álex no habló, sólo asintió. Una vez que salieron del colegio, subieron al coche de Ana, y ésta intentó bromear para sacarle una sonrisa y condujo hasta su casa. Cuando llegaron, Álex saltó del coche y corrió por la escalerita hasta llegar a la puerta. Llamó, pero nadie abrió.

—Mamá… a…, a lo mejor está dormida.

—Seguro que sí, cariño —murmuró Ana, mirando alrededor—. Seguro que se ha echado la siesta y no se ha dado cuenta de la hora que es.

En ese momento, el móvil de Ana sonó. Era Carolina. Tras contarle lo ocurrido, la joven, apurada, le indicó que se ponía en camino. En diez minutos estaría allí. Cuando colgó el teléfono, Álex estaba mirándola y le enseñaba una llave.

—¿De dónde has sacado eso?

—De aquí —dijo, metiendo la mano entre unas ramas secas.

—Po…, podemos entrar. Ésta es la llave de e…, emergencias.

Quitándole la llave de las manos, Ana abrió y, al entrar, dijo con rapidez:

—Álex, ¿me traes un vasito de agua?

Cuando el muchacho se marchó a la cocina, Ana entró rauda en el salón y respiró aliviada al ver que la estancia estaba intacta. Al darse la vuelta, se encontró con el joven y se bebió de un tirón el vasito que él le ofrecía.

—Siéntate en el salón. Voy a ver si tu madre está echándose la siesta.

Álex obedeció, y ella subió la escalera. Una vez que estuvo frente a la puerta de la habitación de Úrsula, llamó con los nudillos, pero nadie respondió. Por ello, abrió la puerta y, al asomar la cabeza para mirar, no se sorprendió al descubrir a la mujer tumbada en la cama. Rápidamente, se acercó a ella y, tras tomarle el pulso, respiró. Viva estaba, pero borracha como una cuba. Dos segundos después, se abrió la puerta de la habitación y entró Carolina, que al ver a su madre de aquella manera se puso a llorar.

—No…, no…, no —dijo rápidamente Ana, abrazándola—. Ahora no puedes llorar. Álex está abajo y como vea a tu madre así se asustará mucho. Ven. Vamos a meterla bajo la ducha. Eso y litros de café la despejarán.

Entre las dos la llevaron al baño y sin desnudarla la metieron con cuidado en la bañera para después abrir la ducha. Minutos después, Úrsula reaccionó. Durante dos horas intentaron que dejara de ser una piltrafa para que fuera de nuevo una mujer. En ese intervalo de tiempo sonó más de una vez el móvil de Ana. Era el número del trabajo de Rodrigo. Pero no lo cogió. No habría sabido qué decirle. Finalmente, sobre las nueve y media de la noche, consiguieron bajar con Úrsula al salón. Álex, al ver a su madre, sonrió y la abrazó.

—¡Mamá!, menuda si…, siesta te has metido.

La mujer, avergonzada, asintió y lo abrazó. Después se sentó en el sofá. Carolina, al ver la mirada de su madre, cogió la mano de su hermano y le dijo:

—Ven, vamos a hacer algo de cena.

Cuando Úrsula y Ana se quedaron solas en el salón, la mujer clavó sus impactantes ojos azules en la joven.

—Te agradezco lo que has hecho —murmuró—. Estoy tan avergonzada que…

Conmovida por lo que aquella mujer que había encontrado en estado ebrio decía, se acercó a ella y, sin pensarlo, se sentó a su lado.

—Quizá me meta donde no debo, pero sólo le puedo decir que o hace algo por cambiar su situación, o esto los destrozará a usted y a su familia.

—No sé a qué te refieres —balbuceó la mujer.

—Mire, señora, soy la última persona que tiene que hablar de esto con usted, pero intuyo por lo que está pasando, y antes de que me suelte un borderío de los suyos, quiero que sepa que sé en la espiral en la que se mueve; sólo usted puede salir de esa espiral, porque si continúa la llevará a la destrucción. Esto no es beneficioso ni para usted ni para sus hijos. Ellos no son tontos, y tarde o temprano se darán cuenta de lo que pasa. Hoy ha tenido suerte al no llevar ninguna marca en el cuerpo, pero puede que la próxima vez Carol lo vea y…

Sintiéndose completamente descolocada, la mujer se tapó la cara y comenzó a sollozar. No quería preguntarle a la joven lo evidente, pero al sentir la mano de ella en el brazo, se secó las lágrimas y susurró:

—Por favor…, no quiero que Rodrigo se entere de esto.

—Tranquila, le guardaré el secreto, pero si no lo soluciona al final se lo tendré que contar a él. Entienda mi inquietud al saber lo que sé; no quiero que algún día ocurra algo y me sienta culpable el resto de mi vida por no haber dicho nada. Piense en sus hijos. En especial, en Carol y Álex. Ellos viven con usted. Y no olvide a Rodrigo. Él, sin saber la verdad de lo que está pasando, cada día está más cerca de descubrirla, y si él supiera lo que yo sé, le aseguro, señora, que…

—Lo sé…, lo sé…

El móvil de Ana volvió a sonar. Era el número de su casa y con seguridad Rodrigo. Esa vez lo cogió.

—¡Joder, Ana! Te he llamado mil veces. Me tienes preocupado. ¿Dónde te metes? ¿Estás bien?

Separándose unos metros de Úrsula, que la observaba, se retiró el pelo de la cara y se tocó la oreja.

—¡Aisss, lo siento! Acabo de ver tus llamadas perdidas. Estaba con una amiga tomando algo en un local y no debía de haber cobertura. Por cierto, tengo tu móvil. Te lo has dejado olvidado en el sillón.

—¡Genial! Pensaba que lo había perdido. —Y entonces, recordó algo—. Me han dicho que has llamado al parque preguntando por mí. ¿Pasa algo?

La joven rápidamente miró a Úrsula y, convencida de que no debía decir nada, respondió:

—Era para decirte que…, que había quedado con esta amiga y que no te asustaras cuando llegaras a casa. Pero, vamos, que estoy bien y que dentro de un ratito llegaré.

—¿Quieres que vaya a recogerte?

—No…, Rodrigo…, no vengas; tengo mi coche. Prepara algo de cena que voy a llegar con una hambre atroz.

—¡Qué raro! —exclamó él riendo. Y antes de colgar, dijo—: Ten cuidado con el coche.

Sonriendo, Ana apagó el móvil.

—¿Era mi hijo? —preguntó Úrsula.

No estaba dispuesta a mentirle, así que la miró y asintió. Mientras, sacó el móvil de Rodrigo de su bolso y borró las llamadas entrantes y salientes. Debía borrar todas las pruebas de lo ocurrido si no quería que se enterase.

—Es un buen chico…, muy bueno.

Ana sonrió.

—Sí, señora, es estupendo. —Una vez borradas las llamadas volvió a guardar el móvil en el bolso—. Estos días que mi compañera de piso no está él se preocupa porque yo esté bien. Pero tranquila, no se alarme, entre su hijo y yo no hay nada más que amistad.

Úrsula asintió.

—Rodrigo siempre ha sido especial, atento y maravilloso con todos nosotros, y yo…, yo le he decepcionado como madre.

Ana no quiso entrar en ese asunto porque sabía que lo que decía Úrsula era cierto; él se lo había contado.

—Debería sentirse orgullosa de él por quién es. ¿Sabe lo que dijo mi padre cuando Rodrigo me defendió ante un problema? —Úrsula negó con la cabeza, y Ana prosiguió—: Que le agradecía que me tratara como a una princesa porque eso significaba que había sido criado por una reina. Y yo creo que fue así, sólo que esa reina ha perdido el timón de su vida y lo tiene que volver a recuperar. ¿Y sabe por qué lo tiene que recuperar? Porque en la vida tropezarse está permitido y levantarse es obligatorio.

Aquellas palabras emocionaron a Úrsula, y más viniendo de la chica a la que había tratado con tanto desprecio. Fue a contestar, pero en ese momento entró Carol y, mirando a su madre, preguntó, dudosa:

—¿Te importa si invito a Ana a cenar?

La joven no esperó a la respuesta; se le adelantó y cogió el bolso.

—Gracias, pero no. Es tarde y estoy deseando llegar a casa.

Entonces, dijo adiós con la mano a Úrsula, y Carol la acompañó hasta la puerta. Cuando la mujer se quedó a solas en el salón, conmovida por las palabras que Ana le había dicho, lloró. La coherencia de aquella joven, que la había comparado con una reina cuando se sentía una mierda, era un soplo de aire fresco que pensaba aprovechar.