El 26 de mayo llegó el tan temido día para Ana. La boda de su hermana. Volver a ver las caras de personas que llevaba años sin ver era lo que menos le apetecía, pero allí estaba, en el juzgado, sentada al lado de un guapísimo Rodrigo, con una barriga descomunal, mientras veía a su hermana y recién estrenado marido intercambiar anillos.
Fue una ceremonia breve, nada que ver con la celebración, que por supuesto tuvo lugar en el mejor hotel de Londres y a la que asistieron, nada más y nada menos, que la friolera de ochocientas sesenta y dos personas. Teresa, la madre de la novia, elegantísima con su vestido azul oscuro de Armani, del brazo de Rodrigo, que estaba guapísimo con su traje negro, saludaba a los invitados. Mientras Ana, con un traje corte imperio en verde agua que la favorecía una barbaridad y su corto pelo negro peinado hacia atrás, iba del brazo de su padre.
Rodrigo estaba abrumado. No paraba de sorprenderse cada vez que la madre de Ana le presentaba a alguien; el último, el primer ministro, David Cameron. A su lado, Ana hablaba con total tranquilidad con los actores Colin Firth y Hugh Grant, y luego se les unió Kate Winslet, que resultó ser una chica muy risueña. Durante horas, Rodrigo saludó con una grata sonrisa a todos, y cuando por fin se sentaron para cenar a la mesa que con cuidado la novia y su madre habían acondicionado, se quedó de piedra al ver a David Beckham frente a él.
—¿Qué te pasa? —preguntó Ana, acercándosele.
—Estoy tan sobrepasado por todo lo que veo a mi alrededor que no sé si voy a poder cenar.
Divertida por el comentario, Ana sonrió y aún se aproximó más.
—¿Cómo se sentiría tu madre aquí sentada?
—En su salsa.
Ambos se reían cuando oyeron a sus espaldas:
—Ana Elizabeth, ¿eres tú?
El sobresalto que aquella voz causó en Ana fue perceptible hasta para Rodrigo, quien, levantando la mirada, se encontró con un hombre engominado, más o menos de su edad y muy inglés. Con el corazón a mil, Ana se levantó y, clavando la mirada en el recién llegado, sonrió y exclamó:
—Warren, qué alegría verte.
El hombre la escaneó con la mirada y, al ver su prominente barriga, murmuró:
—Lo mismo digo. ¿Cuántos años han pasado? ¿Cinco? ¿Seis?
—Siete —aclaró Ana.
Rodrigo se levantó. No sabía por qué, pero había notado incomodidad en un gesto de Ana, y cogiéndola por la cintura, le dio un beso en la cabeza. Entonces, le tendió la mano a aquel extraño.
—Soy Rodrigo Samaro.
—¿Nos conocemos? —preguntó el hombre engominado mientras lo observaba y concluía que nunca había visto a aquel tipo ni había oído hablar de él.
—Es…, es mi novio —murmuró Ana, tocándose la oreja.
El intruso lo miró con un gesto que a Rodrigo no le gustó, pero estrechándole la mano dijo:
—Warren Follen. Soy un antiguo amigo.
Ana, al ver que Rodrigo se quedaba parado después de oír el nombre, sonrió. ¿Recordaría lo que le había contado? Pero dispuesta a que aquel encuentro terminara de prisa, añadió:
—Ha sido un placer verte, Warren. Ahora, si no te importa, van a servir el primer plato y creo que es mejor que nos sentemos antes de que a mamá le dé un patatús. Ya la conoces.
El hombre asintió, y tras darle dos besos en la mejilla, se alejó. Una vez que se sentaron, Rodrigo, con una sonrisa, murmuró para hacerla reír:
—Debes controlar lo de tocarte la oreja cada vez que mientes. Te delata. —Pero al ver el gesto confundido de ella, le cogió la mano para atraer su atención—. ¿Qué te ocurre?
—Nada… —balbuceó tras abanicarse con la servilleta—. No te preocupes, no pasa nada.
De pronto, Rodrigo, al ver cómo ella miraba de reojo al hombre, que se sentó dos mesas a su derecha, intuyó algo.
—¿Cómo ha dicho ese tipo que se llamaba?
—Warren… Warren Follen.
Y por fin, al escuchar de nuevo el apellido, lo entendió. Aquél debía de ser el ex novio de Ana, del que no guardaba buenos recuerdos.
—¿Ése es quien yo creo que es?
—Warren es un amigo. Sólo eso. —E intentando bromear, cuchicheó—: Ahora disfrutemos de la comida. Mamá ha contratado a los mejores para que todo esté exquisito, y yo estoy que me como el mantel.
Pero Rodrigo no estaba dispuesto a abandonar la conversación.
—Es él, ¿verdad?
Ella no respondió, por lo que acercándose a su cara, volvió a preguntar bajito para que nadie los oyera:
—¿Ese imbécil fue quien…?
Molesta por aquella pregunta, clavó sus bonitos ojos verdes en él y susurró:
—¡Chiss…! Calla.
—La madre que lo parió. Le voy a…
—No, por favor —suplicó Ana, sujetándolo con fuerza—. Es la boda de Nana.
Algo en el interior de Rodrigo lo quemó. Saber que aquel imbécil engominado con aires de galán había maltratado a Ana lo incomodó. Deseó levantarse y partirle la cara, pero al ver el gesto asustado de ella, le cogió la mano y le besó los nudillos.
—Lo siento. Perdóname…
—No pasa nada…, pero dejémoslo, por favor.
La comida fue exquisita. Canapés de salmón con remolacha, tartaletas de queso y espárragos, pastel de abadejo y ternera asada con finas láminas de champiñón, todo ello fue un deleite para el estómago de Ana. Y cuando en los postres vio las trufas de chocolate blanco, paté de naranjas sanguinas y los bizcochitos de frambuesa, se quiso morir, pero de gusto. Todo le sentaba bien. Rodrigo, al ver que ella volvía a sonreír, se relajó. Por nada del mundo quería restarle un segundo de felicidad. Y menos por culpa de aquel indeseable.
—Ahora traen la tarta. ¡Bien! —aplaudió Ana como una niña.
—Pero ¿todavía eres capaz de comer más?
—Ya te digo. El gusarapo pide y pide. Y yo, como soy una madre muy buena y entregada a la causa, le doy.
En ese momento, Lucy, la novia, se acercó a su hermana y la besó con cariño.
—Pato…, he hablado con la orquesta que amenizará el baile y les he dicho que luego cantarás con ellos la canción de los papis.
—Ni lo sueñes —negó—. ¿Cómo se te ocurre semejante tontería?
Su hermana, tras un pestañeo, arrugó el morrillo.
—¡Porfi, porfi, porfi!, hazlo por papá y mamá. Sabes que les encanta esa canción y más cuando tú la cantas. Por favorrrrrrrrrrrrrrrrrr.
—Que no. He dicho que no.
Rodrigo, al ver que la novia lo miraba en busca de ayuda, se acercó a Ana y murmuró:
—Venga, melocotón loco. Sabes que lo harás estupendamente, y si a tus padres les gusta, ¿por qué no?
Los miró boquiabierta. No podía creer que aquellos dos la estuvieran liando.
—Pero, vamos a ver, ¿qué clase de alucinógenos habéis tomado? Que no…, que aquí hay mucha gente y no me da la gana hacer el ridículo.
Pero su hermana le dio un beso en la mejilla y dijo antes de irse:
—Da igual lo que digas, ya está preparado, y cuando te llamen, subirás y la cantarás.
Enfadada, fue a levantarse para cantarle las cuarenta a su hermana cuando Teresa, su madre, se acercó a ellos y, después de besar a su hija, se apoyó con familiaridad en los hombros de Rodrigo para que todos la vieran.
—¿Todo bien por aquí?
—Sí, mamá.
—Perfecto —afirmó Rodrigo.
—¿Ha comido bien mi niña?
Aquella pregunta sorprendió a Rodrigo, que con una sonrisa que hizo a Ana carcajearse, respondió:
—Teresa, mejor pregúntame qué no ha comido tu niña.
Encantada con la familiaridad con que aquel muchacho la trataba, la mujer rió, y al ver salir la tarta por la enorme puerta, dijo en voz alta para que todos los comensales de la mesa la oyeran:
—Ahora, amigos, nos deleitaremos con la increíble tarta nupcial de siete pisos. Sólo os diré que ha sido encargada a la maravillosa Fiona Cairns. —Y antes de irse, susurró a su hija—: Ana Elizabeth, no dejes de comer la tarta. Es la misma que la de la boda de William y Kate.
Contenta, vio a su madre saludar a otros invitados. Sólo había que verla y conocerla para saber que estaba disfrutando como una loca.
—¿Quién es esa Fiona Noséqué?
—Es quien hizo la tarta de boda de Willian y Kate.
—¿Y quiénes son Willian y Kate? —volvió a preguntar Rodrigo.
Con comicidad, Ana se llevó la mano al corazón y, acercándose a Rodrigo, murmuró:
—¡Por el amor de Dios!, como mi madre se entere de que no sabes quiénes son Willian y Kate, ¡nos deshereda! —Y mientras él reía a carcajadas le informó de quiénes eran aquéllos.
Una vez acabada la cena, los invitados pasaron a un gran salón decorado con cientos de arañas de cristal en el techo. Al fondo, un nutrido grupo de músicos vestidos con pantalón negro y chaqueta blanca comenzaron a tocar el vals nupcial.
—Ana Elizabeth —dijo su madre, empujándola—, recuerda que tienes que bailar con Rodrigo cuando hayamos salido tu padre y yo a la pista.
—Sí, mamá —suspiró, agobiada. Tantas normas la volvían loca, pero no queriendo contrariarla, se acercó a Rodrigo y le preguntó—: ¿Sabes bailar el vals?
—¿Te has vuelto loca? —preguntó riendo, y los hoyuelos se le marcaron en la cara.
Descompuesta por lo que aquellos malditos hoyuelos la hacían sentir, musitó:
—Si no lo hacemos, mi madre nos matará, ¿no lo has oído?
Como a Rodrigo no le gustaba bailar, dijo con claridad:
—He dicho que no.
Pero tras salir los novios a la pista, y después los padres de los novios, Ana tiró de él y, finalmente, Rodrigo bailó.
—Si yo voy a tener que cantar delante de todo el mundo, tú bailas —le susurró ella.
—¿Sabes que eres una gran lianta? —le dijo, sonriendo.
—Lo sé. Es parte de mi encanto.
Estar junto a él disfrutando de su compañía hacía que a Ana se le iluminara el rostro, algo que a nadie se le pasó por alto, en especial a su padre. Que durante aquellos tres días Rodrigo sólo tuviera ojos para ella la tenía en una nube, aunque él no se hubiese dado cuenta. Como decía Encarna, a un hombre había que darle todo masticadito o no se enteraba.
Una hora después, tras ser avisada por uno de los músicos de la orquesta, Ana, con su vestido corte imperio verde, subió al estrado y cogió el micrófono. Ante la cara de felicidad de su hermana, la de guasa de Rodrigo y la de desconcierto de sus padres, dijo:
—¡Holaaa…! —Todos la miraron, y ella prosiguió—: Hoy es un día muy especial para mi familia y quiero daros las gracias a todos por haber venido. Pero el motivo de que yo esté aquí al lado de esta maravillosa orquesta es porque quiero dedicarles una canción a mis padres por ser para mi hermana y para mí los mejores. —Frank y Teresa sonrieron—. Por lo tanto, papá…, mamá…, os quiero en el centro de la pista porque os voy a cantar When a Man Loves a Woman, vuestra canción.
Todo el mundo aplaudió mientras Frank y Teresa, emocionados, salían a la pista, la música comenzaba, y Ana entonaba la canción. Mientras seguía el ritmo que los músicos le marcaban, se fue relajando. Cantar era algo que siempre le había gustado mucho, y aunque durante varios años casi no había practicado, sabía que era dueña de una excelente voz. Por ello, tras los primeros sones, simplemente se dedicó a disfrutar de lo que hacía y se olvidó de lo que la rodeaba, excepto de Rodrigo. Ignorarlo era imposible. Intentó no mirarlo, pero sus ojos lo buscaban continuamente mientras él sonreía. Aquella canción decía cosas que ella sentía en silencio por él, y eso la inquietó. Cuando finalizó la canción, todo el mundo aplaudió, mientras Teresa y Frank se acercaban a besar a su hija y Rodrigo los seguía.
—Mi vida…, cuánto tiempo sin oírte cantar. ¡Qué ilusión! Gracias, tesoro —dijo gimiendo Teresa, conmovida.
—Venga, mamá…, venga…, que al final me harás llorar a mí, y últimamente soy de lágrima fácil —repuso Ana en tanto sentía que la mano de Rodrigo se enredaba con la suya para darle apoyo.
Frank, igual de emocionado que su mujer, pero contenido, abrazó a su hija.
—Te quiero, cariño —le susurró.
El resto de la tarde-noche fue fantástico. Ana bailó y se divirtió junto a Rodrigo, hasta que Warren, ése al que ella no quería ni recordar, se acercó para invitarla a bailar. Rodrigo se mantuvo al margen. No debía interceder en su vida, y Ana se lo agradeció. En un principio, quiso declinar la oferta, pero Teresa, que había aparecido del brazo de Warren, la animó, y no pudo escapar.
—¿Cómo te va la vida, preciosa? —le preguntó él, una vez que estuvo en la pista entre sus brazos.
—Bien. Maravillosamente bien, ¿no me ves?
—Sigues cantando muy bien. Tienes una voz preciosa —la halagó con una embaucadora sonrisa.
—Gracias.
—Confieso que me has sorprendido —dijo Warren tras un tenso silencio.
—¡Ah, sí!, ¿por qué?
Y entonces, se aproximó a su oído con un talante sinuoso que a ella no le gustó.
—Eres la primera mujer embarazada que conozco a la que encuentro extremadamente sexy.
Ana sonrió con frialdad. Le habría gustado patearle el culo allí mismo, pero dispuesta a ser prudente y educada por sus padres, y al ver que Rodrigo hablaba con su madre pero no les quitaba ojo, respondió:
—Me alegra saberlo, aunque estoy segura de que a mi novio le puede molestar tu sinceridad.
—¿El bombero? —se burló—. Ya me ha contado tu madre el trabajo de tu novio, un oficio que, por cierto, os vuelve locas a las mujeres. ¿Así te conquistó?
Separándose de él sin ninguna contemplación, soltó en voz baja para que nadie la oyera:
—Cómo me conquistó a ti no te importa. Pero sólo te diré que nunca a golpes.
Dicho eso, dejó de bailar y, furiosa, se encaminó hacia uno de los laterales del salón. Necesitaba aire y alejarse de aquel hombre que tan malos recuerdos le provocaba. Rodrigo, que la había estado observando, fue tras ella y, cuando la alcanzó, la abrazó. Al notar que ella respiraba para contener el llanto, la acunó mientras un extraño sentimiento de protección lo ahogaba.
—¡Chiss, cariño!, estoy aquí. Y ese malnacido no te va a volver a tocar.
La fiesta acabó sobre las doce y media de la noche. Warren no volvió a acercarse a ella, y eso la relajó. Además, su humor cambió por la cercanía de Rodrigo, que la tranquilizaba. Él tenía el poder de conseguirlo sólo con mirarla y hacerla sonreír. En el coche, Ana se quitó los zapatos. ¡Ya no podía más! Y cuando al llegar a casa, Rodrigo la cogió en brazos para que no pisara el suelo de la calle y se quejó de lo mucho que pesaba, sus padres se rieron con ganas. Frank disfrutaba con la espontaneidad de su hija y su novio. Aquellos detalles cariñosos y cómo ambos reían por todo eran señal de lo compenetrados que estaban. Una vez que entraron en la casa, Rodrigo la dejó en el suelo.
—Cariño, si sigues comiendo a este ritmo, me matarás.
—¡Vete a paseo! —se mofó Ana, dándole con el bolso en la cabeza.
Teresa, a quien las ocurrencias de los jóvenes le habían parecido muy divertidas, tras tocarse el pelo, dijo:
—Me voy a dormir, muchachos. —Y mirando a su hija, añadió—: Y tú, Ana Elizabeth, deberías descansar también. Por cierto, le dije a Josef que cambiara tu antigua cama por una de matrimonio para que así podáis dormir Rodrigo y tú juntos. —Al ver el gesto de su hija, sonrió y le tocó el vientre—. Vamos a ver, hija, creo que ya no tiene sentido que durmáis en camas separadas.
Ana se quiso morir. ¿Por qué tenía que dormir con él? Rodrigo, al ver la confusión en el rostro de Ana, sonrió.
—Gracias, Teresa. Te agradezco que seas tan comprensiva.
—¡Ay, hijo!, yo lo que quiero es que estéis felices.
—Tú ya eres de la familia, Rodrigo —asintió Frank con rotundidad.
Consciente de que todo se liaba por momentos, Ana suspiró.
—Pues no se hable más —dijo al ver que Rodrigo y su padre charlaban—. Te espero arriba, cariño.
Rodrigo la asió del brazo para detenerla y la acercó a él. Confundida, Ana levantó la cabeza para mirarlo, y entonces él le dio un dulce beso en los labios y murmuró ante la atenta mirada de los padres de ella:
—Buenas noches, cielo. Ahora subiré.
Conmocionada por aquel acercamiento, Ana asintió y, como una autómata, comenzó a subir la escalera con su madre.
—¿Te apetece un whisky? —le preguntó Frank.
El joven asintió, y ambos se encaminaron hacia una salita de estar. Allí, el padre de Ana abrió un mueble bar, sacó dos vasos y sirvió el whisky.
—Gracias, Frank.
Los dos hombres se sentaron en el cómodo sofá de cuero marrón y comenzaron a charlar. Frank aprovechó el tiempo para conocer más a Rodrigo; apenas sabía nada de él, pero lo que se encontró le gustó. Saber que tenía la carrera de Derecho le agradó, pero sobre todo le emocionó comprobar el cariño que mostraba al hablar de su hija. El realismo del joven ante ciertas pautas en la vida le hizo ver a Frank que Rodrigo era un hombre con los pies en la tierra.
Para Rodrigo fue fácil hablar con él. En un principio se inquietó cuando vio cómo Frank le preguntaba por su vida y sus aficiones, pero luego lo entendió. Frank era un padre preocupado por su hija y quería saber todo lo posible del hombre que supuestamente era su pareja. Tras hablar sobre política, deportes y Ana, Rodrigo dijo:
—Frank, quisiera preguntarte por Warren Follen.
Sorprendido, Frank recostó la cabeza en el sofá.
—¿Qué quieres saber de él?
Rodrigo sonrió.
—La verdadera pregunta es qué me puedes tú decir de él.
Frank asintió y, antes de hablar, dio un trago a su bebida.
—Me imagino que querrás saber qué hubo entre Ana y él, ¿verdad? —Rodrigo asintió—. Teresa y yo somos amigos de los padres de Warren desde hace muchos años. Desde pequeños, Ana y Warren se llevaron muy bien. Lucy era la presumida, y Ana, el terremoto cantarín. —Ambos sonrieron—. Por ello, cuando supimos de la relación entre Warren y ella no nos sorprendió. Durante casi cuatro años estuvieron juntos, pero algo ocurrió el último año de su noviazgo y rompieron su relación días antes del primer enlace de Lucy.
—¿No le preguntasteis el porqué de la ruptura?
—Sí, pero ella simplemente nos dijo que había dejado de querer a Warren.
—Seguro que se tocó la oreja —dijo Rodrigo.
—¿La oreja? —preguntó, sorprendido, Frank.
—Para saber si tu hija miente simplemente hay que observar si se toca la oreja, ¿no lo sabías?
—No, no lo sabía —admitió Frank, divertido por aquella confidencia.
—Pues no le digas que yo te lo he dicho, o me cortará el pescuezo.
Ambos rieron, y Frank preguntó, curioso:
—¿A ti te ha contado por qué rompió con Warren?
—No —mintió Rodrigo.
Frank asintió y prosiguió:
—Cuando ella decidió marcharse a vivir a España y poner tierra de por medio, supe que algo había ocurrido, pero fui incapaz de saber qué. Ana es muy reservada cuando quiere, lo sabrás, ¿verdad? —Rodrigo asintió—. Pero ¿sabes?, esa decisión que tomó fue lo mejor que pudo haber hecho. Meses después volvió a ser la muchacha alegre, la de siempre, y de pronto mi niña se convirtió en una mujer independiente y segura de sí misma. —Y al ver el gesto de Rodrigo, añadió—: Por lo tanto, muchacho, tranquilo, no debes preocuparte por Warren. Él ya no es nadie para ella.
—Eso no me preocupa, Frank. Sólo quería saber algo de él.
—Es un buen muchacho; algo estirado en ocasiones, pero no es mala persona. De todas formas, mañana lo podrás conocer un poco más.
—¡¿Mañana?! —preguntó, sorprendido. Ana no le había dicho nada.
—Teresa ha organizado una comida en casa con los amigos más íntimos, y Warren vendrá con sus padres. Seguro que cuando lo conozcas te caerá mejor.
Rodrigo lo dudó; sabía lo suficiente sobre él para que no le cayera bien. Veinte minutos después, tras acabar sus bebidas, ambos se subieron a descansar.
Cuando Rodrigo entró en la habitación, una tenue luz iluminaba la estancia. Miró a Ana y la vio quieta, e imaginó que estaba dormida. Pero él no tenía sueño. Beber antes de dormir nunca le había relajado, pero no podía decir que no al padre de la joven. Se acercó a la ventana y, tras quitarse la chaqueta negra, se apoyó en ella. Durante más de diez minutos, estuvo mirando las luces nocturnas de aquel elegante barrio londinense. Con la cabeza embotada, decidió acostarse. Despacio, se desabrochó la camisa blanca y después de quitársela la colocó en una silla. Se sacó los zapatos y luego el pantalón. En ese momento se percató de que ella con los ojos cerrados parecía sonreír. Estaba despierta.
Ana, con los párpados semicerrados, no le había quitado ojo desde que había entrado en la habitación. Saber que iba a dormir con Rodrigo al lado era una tentación, y eso, a pesar de lo cansada que estaba, le había impedido conciliar el sueño. Con el corazón latiéndole a mil vio cómo aquél se quitaba la ropa y cuando quedó solo vestido con unos bóxers negros no pudo por menos que suspirar.
«¡Dios mío!, con gusarapo incluido, y gorda como un tonel, me pones a cien».
Sin decir nada, Rodrigo fue hacia el lado izquierdo de la cama y, con cuidado, se tumbó y se tapó con las mantas. Así estuvieron un buen rato, hasta que él, acercando la boca al oído de ella, preguntó:
—¿Sabías que mañana Warren viene a comer a casa de tus padres?
Como si le hubieran puesto un petardo en el culo, se sentó en la cama y, con cara de horror, encendió la lamparita de la mesilla.
—¡¿Cómo dices?!
—Me lo acaba de decir tu padre. Por lo visto, tu madre ha organizado una comida con los amigos más íntimos.
Ana, sin poder evitarlo, saltó de la cama y, vestida con un pijama de enormes fresas, comenzó a andar de un lado a otro. Aquella noticia la había alterado. ¿Cómo podría estar de nuevo con Warren en la misma habitación?
—Ana, ven a la cama.
Escuchar aquella orden a la joven le resecó hasta el paladar. Le habría encantado regresar a ese lugar para hacer cosas que no debía ni podía hacer con él, pero mirándolo respondió:
—Duérmete tú. A mí se me ha quitado el sueño. ¡Joder con mi madre! ¿Por qué organizará las cosas sin consultarme? ¡Dios mío!, siempre igual. Nunca cambiará.
—Ana, ven a la cama —repitió.
Y al ver que ella seguía despotricando y blasfemando, se levantó, se acercó a ella y la cogió en brazos.
—¿Qué estás haciendo?
—Tienes que descansar. Estás embarazada y…
—Eso no quiere decir que esté enferma o sea imbécil.
Sorprendido por aquella mala contestación, la dejó en el suelo y sin decir nada más se metió en la cama. Ana se sintió culpable de inmediato. Estaba pagando con la persona que menos se lo merecía lo de su madre y Warren. Por ello, caminó hasta la cama y se metió en ella. Se puso de lado, mirando hacia Rodrigo, que le daba la espalda, y cuando vio que él no pensaba darse la vuelta, le dio con el dedo en el hombro para llamar su atención.
—¿Qué quieres, Ana?
—Que me mires.
—Ahora no me apetece mirarte. Déjame dormir.
—Venga, hombre. Quiero disculparme —insistió.
—Ana Elizabeth, duérmete —se mofó, molesto.
Incapaz de dejar las cosas de ese modo, buscó cómo llamar su atención y, poniéndose boca arriba, comenzó a cantar en voz muy baja:
No puedo pedir que el inverno perdone a un rosal
no puedo pedir a los olmos que entreguen peras
no puedo pedirle lo eterno a un simple mortal
y andar arrojando a los cerdos miles de perlasssssssssss
Atónito por escuchar a Ana canturrear, Rodrigo se dio la vuelta y la miró.
—¿Se puede saber que estás haciendo?
—Cantar La tortura.
—¿La tortura?
—Sí, la canción de Alejandro Sanz y Shakira. ¿No la conoces?
Estaba impresionado; Ana había vuelto a retomar la canción mientras movía los hombros al compás de lo que cantaba, así que finalmente sonrió. Ella, al percatarse de que había conseguido lo que pretendía, dejó de cantar y, mirándolo, murmuró:
—¿Me perdonas por haber sido peor que la Bruja Avería?
—Claro que sí.
—Lo siento, de verdad, pero es que cuando me has dicho lo de mañana, me ha entrado un repelús en el cuerpo que… ¡Ufff…, Diossssssssss! —Y sonriendo, dijo poniéndose de lado—: Ahora que está visto que ninguno de los dos tiene sueño, ¿qué te parece si cotilleamos sobre la boda? Venga, cuéntame, ¿qué te ha parecido?
—Un bodorrio con demasiada gente —respondió él con sinceridad—, justo por lo que yo nunca pasaría. Odio estos grandes eventos tan apreciados por mi madre.
—Ya te dije que mi madre también se las traía.
Ambos rieron al recordar la cara de Teresa al ver que el vestido dejaba al descubierto el tatuaje que llevaba en el hombro.
—¿Y la gente? ¿Qué te ha parecido el círculo social de mis padres?
—En eso tengo que decirte que me he quedado asombrado. Nunca pensé que comería junto a Beckham. Por cierto, me ha sorprendido; es un tipo muy simpático. Y ya lo de brindar con David Cameron me ha dejado sin palabras.
—Cuando regresemos a Madrid, ni una palabra de esto, ¿vale? —le recordó, señalándolo con el dedo, al verlo tan impresionado.
—¿Cuántas veces me lo vas a repetir?
—Muchas. Recuerda: ¡soy una pesada!
—Lo sé…, lo sé —se burló—. Por cierto, espero que algún día me dediques una canción. Cantas maravillosamente bien.
—Gracias. Prometo hacerlo. —Y retomando la conversación, le preguntó—: ¿Y las mujeres? ¿Alguna ha llamado tu atención?
—Sí —afirmó él sin percatarse del gesto de ella.
—¿En serio?
—¡Ajá! —Le pasó un mechón de pelo tras la oreja y prosiguió—: Ha habido un par que me han parecido auténticamente dos bombones. Y te confieso que, si no me hubiera pillado siendo el futuro marido de la hija del padre de la novia, me habría encantado conocerlas.
«¿Por qué seré tan bocazas? Pero ¿qué hago yo preguntándole esto? Lo mío es puro masoquismo».
—Y tú, ¿tú has visto a alguno que te haya llamado la atención?
Sorprendida por aquella pregunta, la joven sonrió y asintió.
—Sí… Hay un par de amigos de mi hermana que están ¡de muy buen ver! Creo que cuando tenga al gusarapo haré algunos viajecitos para conocerlos.
Divertido por sus gestos, Rodrigo le cogió una mano y exclamó:
—¡Eh!, no te pases.
Gustosa por aquella demostración en algo parecida a los celos pero con sonrisas de por medio, Ana asintió. Se tocó el vientre y, haciéndolo reír de nuevo, dijo:
—Oye…, porque esté a régimen no quiere decir que no pueda mirar e imaginar. —Y al ver su gesto, puntualizó—: Pero mientras siga a régimen, siento decirte que tanto tú como yo, a ojos de mi familia, debemos continuar ejerciendo el perfecto papel de novios maravillosos y enamorados.
—No sientas nada —respondió él, dejándola sin palabras—. Ahora estoy en la cama con un bombón, algo relleno, pero un loco bombón con olor a melocotón, al fin y al cabo.
Durante unos instantes, los dos se miraron a los ojos, y cuando Ana estaba a punto de cometer la locura del viaje y lanzarse a por él, asió uno de los cojines y le dio un cojinazo para romper la tensión.
—¿Me acabas de llamar «gorda»?
Divirtiéndose, se dejó golpear, y siendo incapaz de ver más allá de sus narices, la abrazó y le dio un beso en la cabeza.
—Anda, tortura…, vamos a dormir —dijo antes de apagar la luz de la mesilla.
Ana se dejó abrazar; para nada quería soltarse de sus fuertes brazos. Estar acurrucada en la cama junto a él le abrió todo el apetito sexual del mundo, y con una sonrisa, se reprendió a sí misma: «Deja de pensar en lo que no debes y duérmete, ¡gorda!».
Al final se durmió. Estaba agotada y no quería pensar. Sólo quería disfrutar del momento. Sólo eso.
Al día siguiente, Ana y Rodrigo madrugaron y fueron hasta un picadero donde Frank tenía varios caballos. Una vez que llegaron, Ana vio a un hombre de pelo canoso y se acercó a él.
—¡¿Samuel?!
El hombre se volvió y la miró de arriba abajo. Al reconocerla, sonrió y abrió los brazos.
—Señorita Ana, pero qué maravillosa visita.
Feliz por ver que la había reconocido, Ana lo abrazó.
—¡Qué alegría verte por aquí! Pensé que ya no estabas.
—Ésta es mi vida. ¿Dónde iba a estar?
Ambos rieron.
—¿Dónde está María? —preguntó Ana—. ¿Sigue trabajando aquí también?
De pronto, al hombre se le entristecieron los ojos.
—María murió hace dos años.
Conmocionada por aquella noticia, lo volvió a abrazar.
—Lo siento, Samuel… Lo siento mucho.
—Lo sé, señorita Ana.
—Por favor —rogó ella—, nos conocemos de toda la vida, ¿por qué no me llamas Ana? Recuerdo que la última vez que nos vimos ya te lo dije.
—Lo sé, señ… —Tras una leve pausa, rectificó—. Es la fuerza de la costumbre, Ana. No te lo tomes a mal.
Rodrigo los había estado observando en silencio.
—Rodrigo, él es Samuel, la persona que siempre ha cuidado de todo lo que ves a tu alrededor.
—Encantado, Samuel.
—Lo mismo digo, señor —dijo sonriendo el hombre.
—Rodrigo —insistió él, y Samuel asintió y sonrió de nuevo.
Durante un rato, pasearon los tres juntos por aquel bonito y cuidado recinto. Samuel les habló de las mejoras que se habían incluido en las cuadras.
—¿Han quitado el lago artificial? —preguntó Ana.
—Sí, hace dos años… Aún recuerdo cómo tu madre corría detrás de ti para sacarte del lago.
Ese recuerdo hizo reír a Ana, y mirando a un sonriente Rodrigo, le explicó:
—A pesar de las regañinas de mi madre, siempre me gustó meterme en el lago que había aquí; estaba lleno de ranas. Según ella, una señorita no debía ser tan chicazo.
—¿Recuerdas cuando metiste a los cuatro caballos de tu padre en el lago? —recordó Samuel, risueño.
—¡Oh, síiiiiiiiiiiiiiii! Mis padres me castigaron sin poder venir a ver a mi caballo durante un mes. ¡Qué ocurrencias!
—¿Qué fue lo que hiciste? —inquirió Rodrigo al verlos reírse tanto.
—Era verano, hacía mucho calor y pensé que los caballos de papá se merecían darse un chapuzón.
—Y sin importarle que esto estuviera lleno de gente —prosiguió Samuel—, sacó ella solita los cuatro caballos de su padre y los metió en el lago. Lo malo no fue eso. Lo malo fue que los enjabonó enteros, y el lago se llenó de espuma.
De nuevo los dos se echaron a reír.
—Vaya…, por lo visto, ya desde pequeñita prometías —comentó Rodrigo.
—¡Oh, sí! —asintió Samuel ante el regocijo de la joven—. Ana, a diferencia de su hermana Lucy, siempre tuvo una personalidad muy definida y fue un pequeño diablillo. —Y señalándole la barriga, miró a Rodrigo y añadió—: Confío en que el bebé que esperáis sea más tranquilo que la madre, o te aseguro que no te aburrirás nunca.
Ese comentario hizo que Ana pusiera cara de circunstancias.
—Te aseguro, Samuel, que con Ana nunca me aburro —afirmó Rodrigo.
Después de una agradable charla con aquel hombre encantador, Rodrigo y Ana se despidieron de él y continuaron su camino.
—Éste era mi sitio preferido cuando era niña —le contó—. Recuerdo que a mamá le encantaba vestirnos con pomposos vestidos y grandes lazos para venir aquí, y mi hermana nunca se manchaba. Eso sí, tendrías que haberme visto a mí. —Mientras Rodrigo se carcajeaba, Ana añadió—: Al final, mamá claudicó y me dejó venir vestida para la ocasión.
Llegaron hasta unas cuadras y entraron. Parándose ante una puerta color verde musgo, Ana dijo:
—Rodrigo, te presento a…
—No me lo digas —la interrumpió él con tono burlón—. ¿A que sé cómo se llama?
—¿Quién?
Rodrigo señaló al animal, y Ana, poniéndose las manos en la cintura, le preguntó:
—Vale, listillo, ¿cómo se llama?
—Si tu pájaro se llama Pío, tu gato Miau y al perro de mi hermano lo bautizaste como Guau, no me cabe la menor duda de que esta preciosidad se llama Jiiiiu.
Ana, muerta de risa, lo negó:
—No.
—¿Caballo? —insistió él.
—No.
—Entonces ¿Crines?
—Pues no.
—Me rindo. ¿Cómo se llama? —preguntó, curioso.
—Caramelo de Chocolate.
—¡¿Cómo?!
—Caramelo de Chocolate.
—Pero ¿qué nombre es ése para un caballo? —dijo, entre atónito y divertido, Rodrigo.
—Vale…, es una horterada, pero se lo puse cuando tenía doce años. Y en ese momento, Caramelo de Chocolate me pareció un nombre precioso.
A cada instante más alborozado por cómo ella lo sorprendía continuamente, dijo mirando al caballo que se movía dentro de la cuadra:
—Caramelo de Chocolate, ¡encantado de conocerte!
En ese instante, un caballo zaino asomó por encima de la puerta verde, y Ana le cogió la enorme cabeza y comenzó a besarlo. Durante unos segundos, Rodrigo permaneció callado mientras ella le susurraba cosas al animal, que parecía reconocerla.
De pronto, sonó el móvil de Ana, que al leer el mensaje, dijo con resignación:
—Tenemos que regresar a casa. La supercomida nos espera.
Una hora después ya estaban de nuevo en la casa de los padres de Ana. Al poco rato, llegaron Nana y su reluciente marido, justo en el momento en el que Ana discutía con su madre por aquella comida inesperada. Finalmente, la joven decidió relajarse y pasar por el aro. No quedaba otra.
En total eran doce personas, y cuando llegó la hora de sentarse a la mesa, Ana se alegró de que Warren lo hiciera lejos de ella. Rodrigo, consciente de lo mucho que le estaba costando a su amiga pasar por aquello, se pegó a ella y no se separó ni un solo momento. Por su parte, Frank se sorprendió al observar que el novio de su hija miraba con recelo a Warren. ¿Qué ocurría entre ellos?
Después de la comida todos pasaron a un saloncito para tomar café y beber licores, y como Ana estaba agotada, decidió marcharse a descansar; así que tras darle un beso en los labios a su supuesto novio, desapareció.
—Ven, Rodrigo —lo llamó Frank.
Sin dudarlo, el joven se acercó a él, que departía con dos hombres más; uno de ellos era Warren. Durante más de media hora estuvieron hablando de política y trabajo. Finalmente, el grupo se redujo y sólo quedaron Frank, Warren y Rodrigo.
—Ya me han dicho a lo que te dedicas. Peligrosa profesión —dijo Warren.
—Para mí es admirable —añadió Frank—. Jugarse la vida para salvar otras es algo excepcional y, en cierto modo, una forma de ser un héroe.
Rodrigo bebió de su vaso y sonrió.
—Salvar una vida, Frank, es lo más reconfortante de mi trabajo. Que alguien te sonría porque le has sacado del peligro te hace feliz. Te llena.
Durante unos minutos, Frank y Rodrigo hablaron sobre la importancia de su trabajo, hasta que Warren intervino:
—Por tu profesión, estarás acostumbrado a que las mujeres revoloteen a tu alrededor, ¿verdad?
—¿A qué te refieres? —preguntó Rodrigo, mirándolo.
—A que los bomberos sois un icono sexy para las féminas de todo el mundo.
Rodrigo, sonriente, intentó ser cortés.
—Eso es un mito.
—¿Conociste a nuestra Ana en algún incendio?
Ese «nuestra» en la boca de aquel hombre a Rodrigo no le gustó. En realidad, por lo que sabía de él, deseaba cogerlo de la pechera y darle una buena tunda, pero por respeto a Frank, que los observaba, respondió:
—Se podría decir que sí, pero esas historias las dejo para las mujeres.
Teresa, volviéndose hacia su marido, lo llamó, y éste, tras excusarse, se alejó, dejando solos a Warren y a Rodrigo.
—Entonces ¿nuestra Ana te conoció así? Vaya…, vaya con la pequeña. Siempre le gustó la acción.
Aquel tono de voz y la sonrisa maliciosa a Rodrigo le resultaron irritantes, y se puso a la defensiva, deseoso de saltarle los dientes.
—¿Qué estás tratando de decir?
Warren cogió una botella de whisky y se llenó el vaso.
—¿Te ha contado que fuimos pareja durante cuatro años?
—Sí.
Tras dar un sorbo al whisky, Warren murmuró:
—Aún la recuerdo. Era tan…
—Te estás pasando —siseó Rodrigo, soltando el vaso con fuerza sobre la mesa que tenía al lado.
Encantado con la reacción que había provocado en Rodrigo, Warren, acostumbrado a ganar siempre, dijo:
—Quizá el que se ha pasado has sido tú. Al fin y al cabo, la has dejado embarazada y, seamos sinceros, seguro que te viene muy bien para tu economía casarte con ella. ¿O acaso estoy diciendo una mentira?
—Te vuelves a pasar con tu comentario y, si sigues así, al final conseguirás que me enfade —le advirtió Rodrigo, a cada instante más furioso.
Pero Warren, que al parecer estaba disfrutando, prosiguió:
—Claro que a nuestra Ana un hombre fuerte como tú y con mano dura seguro que le gustará, ¿verdad?
Incapaz de contener un segundo más su furia, y sin importarle dónde estaba y en especial quiénes estaban presentes, Rodrigo se abalanzó precipitadamente hacia él sin llegar a tocarlo y lo miró con odio.
—Si vuelves a acercarte a ella, tendrás que vértelas conmigo, ¿me has entendido?
—Esto es inaudito —bramó Warren—. ¿Quién te has creído tú que eres para hablarme así?
Rodrigo endureció la expresión y aproximó la cara a la de Warren, dispuesto a dejar claras ciertas cosas.
—Para ti, soy el novio de Ana, y no voy a consentir que te acerques a ella, y mucho menos que hables de ella en esos términos, ¿entendido?
Frank, al oírlos discutir, dejó a su mujer, que, escandalizada, observaba la escena junto al resto de los invitados, y se interpuso entre ellos.
—Muchachos, ¿qué os pasa?
Warren, suavizando el tono, miró al padre de Ana.
—Pregúntale a él, Frank. De pronto, ha comenzado a amenazarme y a decir que no me acerque a Ana o…
«Hijo de puta mentiroso», pensó Rodrigo. Y sin darle tiempo a terminar la frase, le lanzó un derechazo en la mejilla que lo hizo caer de espaldas contra el suelo. Todos gritaron, horrorizados, y Teresa, como era lógico, se desmayó de la impresión. Los padres de Warren fueron a auxiliar a su hijo. ¿Qué le había hecho aquella mala bestia? Mientras, Lucy y su recién estrenado marido sacaron las sales del cajón para atender a Teresa. Frank, desconcertado, agarró a Rodrigo, que tensaba la mandíbula, furioso.
—¿Qué ocurre? ¿A qué se debe esto, muchacho?
Al ser consciente de lo que había hecho, Rodrigo blasfemó. ¿Cómo podía haberle fallado así a Ana? Pero ya no había marcha atrás, así que miró a Frank a la cara y, antes de marcharse, se disculpó:
—Lo siento, Frank. Esto se me ha ido de las manos. Pero si quieres saber el porqué de todo, habla con Ana y pregúntale cómo se hizo la brecha que tiene en la ceja. Después, quizá me comprendas mejor.
Entonces, Rodrigo, terriblemente enfadado, se marchó dejando a Frank aturdido. De pronto, la mente del hombre comenzó a fluir, y una rabia extrema se apoderó de él. Sin necesidad de hablar con su hija y obviando el gesto de horror de su mujer, se acercó como un toro a Warren y, soltándole un derechazo que lo hizo volver a caer al suelo, bramó para horror de todos:
—Espero que no sea verdad lo que estoy imaginando, porque como así sea yo te mato. Si le has puesto la mano encima a mi hija, te juro que te mato.
Rodrigo subió a la habitación donde Ana descansaba hecho una furia. Ella, al oír el ruido de la puerta, se despertó y, con la mirada somnolienta, lo siguió por la habitación, hasta que lo vio sentarse junto a la ventana. Durante unos segundos lo observó. Se deleitó en su perfil serio y concentrado, hasta que él la miró y dijo:
—Ana, lo siento. He metido la pata.
En el acto, la joven se sentó en la cama, angustiada.
—¡Ay, Dios!, ¿les has dicho a mis padres que no eres el padre del gusarapo?
—No.
—Entonces ¿les has dicho que no eres mi novio?
—No, eso tampoco.
Al comprender cuál era la única posibilidad que quedaba, Ana se llevó las manos a la boca.
—Les has dicho que War…
—No…, pero creo que tras el puñetazo que le he dado querrán explicaciones.
Ana, tumbándose en la cama, se tapó la cara con la almohada para ahogar un chillido. Rodrigo, conmovido por la escena, se levantó y se sentó junto a ella en la cama. Al sentir su cercanía, Ana se sentó de nuevo y lo interrogó sobre lo ocurrido. Finalmente, y al verla tan excitada, para que callara le puso la mano en la boca.
—Lo siento. No he podido contenerme. Ese tipo ha comenzado a decir cosas indignantes de ti, y yo le he dado.
—¿Has pegado a Warren?
—Sí… No… Bueno, ha sido sólo un puñetazo, pero…
—¿Le has pegado fuerte?
Atónito por la pregunta, Rodrigo asintió, y Ana, cambiando la actitud que había mantenido segundos antes, sonrió.
—Me alegro. Se lo merecía. Aunque me joroba habérmelo perdido.
Se quedó boquiabierto por la contestación, pues había esperado que se enfadara con él.
—Tu padre… —empezó a decir, mirándola.
—No te preocupes —lo tranquilizó ella, que sonrió y le tocó con serenidad el cuello—. No hay mal que por bien no venga, y quizá ya sea hora de que sepan lo que pasó y qué clase de hombre es el maravilloso Warren.
En ese momento, sonaron unos golpes en la puerta. Ambos se miraron, y Ana dijo:
—Adelante.
Con gesto serio, Frank entró y, tras cerrar la puerta, ni se movió. Había ido en busca de explicaciones y no pensaba salir de allí hasta conseguirlas. Rodrigo, al verse en medio de padre e hija, que se miraban intensamente, decidió marcharse, pero Ana le cogió la mano.
—Quédate conmigo —le pidió.
Esa tarde Frank confirmó algo que nunca habría imaginado. Horrorizado, escuchó la confesión de su hija, y por fin supo el motivo de su marcha a España. Muerto de dolor por no haberse dado cuenta de lo ocurrido, Frank lloró pidiéndole perdón por no haber sabido protegerla. Ella, enternecida por la reacción de su padre, lo mimó. Él no tenía la culpa de nada; si acaso, de ser el mejor padre del mundo.
—Papá, no se lo cuentes a mamá ni a Nana. No hace falta que más gente sufra por algo que pasó y que yo he olvidado.
—Hija…, eso es imposible —repuso, tocándose el puño derecho—. Al caer en la cuenta de lo que debía de haber pasado, la furia me ha podido y, como Rodrigo, le he soltado un buen derechazo.
—¡Papá!
Rodrigo sonrió y sin saber por qué chocó la mano con Frank. Mientras se quedaba pasmada por aquel colegueo, Ana se sujetó el flequillo con una horquilla de estrellas.
—¿Qué os pasa a vosotros dos? ¿Vais de vengadores?
Ambos se miraron, y Frank se encogió de hombros.
—Hija, el hombre que pega a una mujer ni es hombre ni es nada. Y debes entender que tanto para tu novio como para mí haberte hecho justicia es importante.
—¡Dios mío!, mamá debe de estar fatal.
—Tranquila, cielo —sonrió Frank—. Tu madre, al oír lo que le he dicho a ese malnacido, ha cogido una silla y, si no la paro, lo mata. Y tu hermana ha rematado la faena estampándole una botella de brandy en la cabeza. ¡Lo que te has perdido, cielo!
—¡Papá! —gritó, alarmada, en tanto Rodrigo sonreía.
—Tranquila, cariño —murmuró Frank—. Todos estamos bien, aunque la amistad con los Follen hoy se ha finiquitado de por vida. Y por la cuenta que les trae, estoy seguro de que no comentarán nada de lo que aquí ha ocurrido. —Al ver el desconcierto en la cara de su hija morenita, añadió—: Por tu madre y tu hermana no te preocupes; están abajo y más tarde hablarán contigo.
—¡Madre mía! —exclamó, desconcertada.
Y Frank, emocionado por la fortaleza de su hija, le asió la barbilla para que lo mirara y, poniéndole la carne de gallina, murmuró:
—Nunca vuelvas a ocultarme algo así.
—No te preocupes, papá. Nunca me volverá a ocurrir algo así.
Rodrigo, que los había estado escuchando en silencio, sonrió.
—Esto lo podríamos haber solucionado hace años y tú nunca habrías tenido que volver a ver a ese indeseable —dijo Frank.
Después, el hombre intercambió una mirada con Rodrigo y se acercó a él para tenderle la mano.
—Gracias, Rodrigo. Ahora sé que contigo mi hija y mi nieto estarán protegidos y cuidados.
Ana cerró los ojos al escuchar ese comentario. La mentira a cada instante se engordaba más. Rodrigo aceptó aquella mano y contestó:
—Frank, sólo hice lo que tenía que hacer. Siempre lo hago.
—Hijo, ante eso sólo te puedo decir que el hombre que trata a su mujer como a una princesa es porque antes fue criado por una reina.
Ana se atragantó. Si su padre hubiera conocido a Úrsula, la bruja que hacía que se sintiera como la Sirenita, habría cambiado de opinión. Pero como no estaba dispuesta a estropear aquel bonito momento, calló.
Instantes después, Frank se marchó y dejó solos a los jóvenes en la habitación. Conmovida aún por haber visto a su padre llorar, miró al hombre que en aquellos delicados momentos había estado a su lado y sin que pudiera evitarlo dijo, tocándole la cara con cariño:
—Eres alucinante, y cada día estoy más contenta por tenerte en mi vida.
Él para nada quería romper la magia de aquel instante.
—Lo mismo digo, melocotón loco.
—Gracias por ser como eres. Y sin que pienses cosas raras ni te asustes, tengo que decirte que te quiero por lo mucho que me cuidas; de este modo, me haces saber que en el fondo me quieres.
Con una arrebatadora sonrisa que emocionó a Ana, Rodrigo la abrazó, y mientras aspiraba aquel perfume que tanto le gustaba, le susurró al oído:
—Para eso estamos los amigos. Para ayudarnos y querernos.