Los días fueron pasando, y Rodrigo y Ana no se telefonearon. Simplemente, continuaron sus caminos sin mirar atrás, algo que para Rodrigo fue fácil pero para Ana no. Sus sentimientos no la dejaban vivir, y aún tenía que resolver su ruptura con él ante los ojos de su familia y la boda de su hermana. Sólo pensar en el disgusto que se llevarían le partía el alma.
Por su parte, Nekane salía una tarde de la farmacia, ensimismada, pensando en sus cosas, cuando de pronto oyó:
—¡Hola, princesa!
Ofuscada, al reconocer aquella voz, miró hacia la derecha y se encontró con Calvin, que al ver su mirada levantó las manos y dijo:
—Vale…, soy un necio. No debí decirte las cosas que te dije y…
—Pero ¿tú eres tonto o qué te pasa?
—Si comenzamos a descalificar, mal vamos —dijo él sonriendo.
Nekane, sin ningunas ganas de sonreír, resopló:
—¿En qué idioma tengo que decir las palabras ¡no quiero verte!? Basta ya, por favor. Tu amiguito ha destrozado a mi amiga, y ahora qué pretendes, ¿destrozarme tú a mí?
Calvin no quería hablar de otros que no fueran ellos y, sin contestar, le tendió un ramo de rosas rojas.
—Toma. Esto es para ti.
—¡Una chorra! —gritó sin cogerlas—. No me vengas ahora con tonterías ni romanticismos, que a mí no me van.
—¿No te gustan las flores?
—No, a no ser que sean negras —respondió. Y al verlo sonreír de nuevo, aclaró—: Haz el favor de meterte el jodido ramo por…
Sin dejarla continuar, Calvin la agarró, la atrajo hacia él y la besó. Durante unos segundos, sus bocas se unieron, hasta que ella le soltó un puñetazo en el estómago y él se retiró.
—Qué bruta eres, ¡joder!
—Pues da gracias a que no te he propinado un rodillazo donde más duele.
Reponiéndose de aquella arremetida, volvió al ataque y, dando un paso hacia ella, puso el ramo en sus manos y lo soltó. Nekane no lo agarró y el bonito ramo de flores cayó al suelo. En ese momento, un anciano que pasaba junto a ellos se agachó, lo cogió y, tendiéndoselo a la joven, dijo:
—Se te ha caído esto, guapa.
Nekane miró el ramo, y Calvin, acercándose a ella, murmuró:
—¿No se lo vas a coger tampoco al abuelo?
Sorprendida por aquel descaro, Nekane sonrió, asió educadamente el ramo de flores y se lo agradeció al anciano, que se marchó encantado. Pero fue alejarse dos pasos de ellos y Nekane estampó sobre la cabeza de Calvin el ramo una y otra vez, hasta que varias de las rosas se descompusieron. Avergonzado por cómo la gente que pasaba por su lado los miraba y sonreía, Calvin le quitó el destrozado ramo de flores.
—Pero ¿cómo puedes hacerle esto a las pobres flores?
—Se lo hago a ellas por no hacértelo a ti, hombre con nombre de calzoncillos.
Dicho eso, comenzó a andar, y Calvin, sorprendido y sin entender nada, la siguió.
—¿Qué me has llamado?
—Lo que has oído.
Molesto por aquella broma, que llevaba sufriendo años entre sus compañeros, siseó:
—Serás…
Sin dejarle acabar, se volvió hacia él.
—Mira, guapito, ¿me ves? —Él asintió—. Soy una mujer, no una princesa, y antes de que digas nada, soy demasiado hembra para ti. Por lo tanto, ¡adiós!
Calvin soltó una carcajada.
—¿Que eres demasiado hembra para mí?
—¡Ajá!
Alucinado por lo que Nekane decía, torció el gesto.
—¡Oh, Dios mío, una hembra! —Y al ver que ella lo miraba, añadió—: Sabía que eras rara, princesa, pero nunca imaginé que lo fueras tanto.
Sin importarle la gente, Nekane soltó la mochila que llevaba y, poniéndose las manos en las caderas, dijo alto y claro:
—¿Me puedes decir qué ves en mí para que me llames por ese ridículo nombre y me traigas florecitas? Me gustan los tatuajes, me gustan los piercings y…
—Para mí eres mi princesa —repuso él.
—Lo dicho…, tú eres tonto y en tu casa te dieron un mal golpe al nacer. —Y sin mirar atrás, se alejó a grandes zancadas.
A partir de aquel día, todos los domingos por la mañana Nekane recibió una rosa en su casa. Eso sí, teñida de negro.
El 2 de abril Ana entró en su sexto mes de embarazo. En esos dos meses había engordado ocho kilos y se encontraba bien, a pesar de sus continuos vómitos matinales.
—Tómate este jarabe y verás como las ganas de vomitar disminuirán —insistió la doctora—. En cuanto al sueño incontrolable, poco se puede hacer.
Ana cogió la receta que le dio la ginecóloga, y Nekane se la quitó de las manos para guardarla en una carpeta azul.
—Ahora vamos a ver cómo está ese pequeñín —apuntó la doctora—. Túmbate en la camilla.
Sin necesidad de que le dijera nada más, Ana se bajó el pantalón y se subió la camiseta, y cuando la doctora echó el gel frío sobre su barriga, sonrió. Iba a ver a su bebé.
Nekane, que sostenía la mano de su amiga, examinaba con detenimiento todo lo que ocurría, y cuando miró la pantalla, se quedó sin palabras. Allí, ante ellas, se observaba en blanco y negro un bebé formado casi en su totalidad.
—¡Ay, Dios!, ¿lo ves? —preguntó, conmovida, Ana.
Nekane asintió.
—Por lo visto a tu hijo le gusta hacer deporte —comentó la doctora, y las tres rieron—. ¿Ves cómo mueve la pierna?
Emocionadas, observaron cómo aquella cosita movía una pierna hacia arriba y hacia abajo. Ana, con los ojos llenos de lágrimas, asintió. Entonces, la ginecóloga le preguntó:
—¿Quieres saber el sexo de tu bebé?
—Sí —casi gritó Ana.
Tras mover concienzudamente aquella especie de mando a distancia sobre su tripa, la doctora dijo:
—Un niño. No me cabe la menor duda.
Nekane y Ana se miraron conmocionadas. ¡Un niño!
Cinco minutos después, las dos salían de la consulta con la foto del gusarapo en sus manos, mientras repetían una y otra vez: «¡Es un niño!». Tras un día de celebración, en el que ambas decidieron comprar un mogollón de cosas en azul y amarillo para el bebé, llegaron a casa pletóricas de alegría. Aquella noche, cuando Ana se tumbó en la cama, pensó en Rodrigo. Le habría gustado llamarlo para decirle que era un niño. Pero no. No debía hacerlo. Debía continuar como hasta el momento y no pensar en él. No le convenía.