10

Al día siguiente, Calvin, el hombre con nombre de calzoncillos, llamó, pero ni Ana ni él consiguieron que la bruta de Nekane entrara en razón. Finalmente, Ana le aconsejó distancia y tiempo. Su amiga necesitaba echarlo de menos para valorar si quería continuar con aquella relación. Calvin, apenado, aceptó su derrota y decidió hacer lo que Ana le sugería. Ella la conocía mejor.

En el caso de Rodrigo, no llamó tras el cumpleaños de Álex, y eso a Ana la hizo polvo, pero lo asumió. Estaba claro que la jodida Candela lo había abducido, y ante aquello poco podía hacer. Pero al noveno día sonó el teléfono. ¡Era él! Le comunicó que después de comer se pasaría por su casa para verla. Incapaz de decirle que no, aceptó.

—Si ya lo dijiste tú que eras imbécil —protestó Nekane al saber que Rodrigo aparecería de un momento a otro.

—Lo sé…, lo sé…, no me lo repitas —asintió Ana, pintándose la raya del ojo.

—Pero ¿cómo puedes permitir que ese tío desbarate tu vida así? ¿No ves que te está haciendo polvo?

—Que sí, que lo sé. Pero es que su presencia, lo creas o no, me hace caer en una marmita de lujuria que no puedo controlar.

—¿Marmita de lujuria? —repitió Nekane, riendo.

—Sí.

Lamadrequeteparió.

Ana no respondió. Su amiga tenía razón. Había perdido el juicio. Pero lo que sentía por Rodrigo era tan fuerte que sólo pensar en decirle que no a verlo le revolvía el estómago.

Media hora después, sonó el portero, y Nekane, con gesto de resignación, dijo mientras se sentaba en el sofá para ver la televisión:

—Tu marmita de lujuria está subiendo en el ascensor.

Rápidamente, Ana se miró en el espejo. Estaba perfecta. Algo pálida, pero la minifalda de algodón y la camiseta violeta de Custo le sentaban bien. Cuando sonó el timbre de la puerta abrió como una cría a punto de recibir un regalo. Rodrigo estaba allí. Pero la felicidad se le agrió instantes después. Ante ella, y en la puerta de su casa, estaba Candela, con un abrigo de pieles de lo más chic, cogida del brazo de su adorado Rodrigo.

—¡Hola, Ana! —saludó la del abrigo—. ¡Hemos venido a visitarte Rodri y yo!

Pero de pronto el gesto de Candela cambió al fijarse en la redonda barriga que se percibía bajo la ajustada camiseta violeta. ¿Estaba embarazada?

—¡Hola, preciosa! —saludó a su vez Rodrigo. Y tras darle un beso en la mejilla, añadió—: Estábamos comiendo en un restaurante cercano y pensé en pasar a verte.

—¡Qué sorpresa! —sonrió, patidifusa. Se echó hacia un lado y dijo—: Pero pasad, no os quedéis en la puerta.

Candela, aturdida por lo que acababa de descubrir al entrar, preguntó:

—¿Estás embarazada?

—Sí. ¡Sorpresa! —Y mirando a su amiga, dijo—: Neka, te presento a Candela, la…

—Amiga especial de Rodrigo —acabó la joven de la melena rubia, consiguiendo que las dos jóvenes la quisieran asesinar. Estaba claro que su presencia allí no era en son de paz.

La cara de Nekane era todo un poema. ¿Qué hacía aquella mujer allí? Pero sin separarse de su amiga sonrió y se ofreció a preparar unos cafés. Tras invitar a Rodrigo y a su acompañante a sentarse en el salón, las dos amigas se dirigieron hacia la cocina.

—¿Ésta es la ex?

—Sí. O mejor dicho, la amiga especial —siseó Ana con retintín.

—¿Y qué coño hace aquí con ella?

—No lo sé, pero tras esto voy a necesitar una enorme terapia de azúcar —murmuró Ana.

Incapaces de no echar vistazos a lo que hacían, de pronto vieron que se besaban en la boca. Ana gimió. ¿Por qué tenían que hacerlo delante de ella?

Lamadrequeloparió, pero ¿este tío es idiota? —protestó Nekane. Viendo que su amiga estaba pálida como la cera, le preguntó—: ¿Estás bien?

—Sí…, sí. No te preocupes.

—Que no me preocupe… —Y abriendo un armarito agarró algo y le indicó—: Toma, por capullo, échale en la bebida un chorretón de Evacuol.

—Pero ¿tú estás tonta? —repuso Ana riéndose.

—¡Joder…!, se lo merece. Ya que no le podemos dar dos guantás…, échale laxante; por lo menos sabrás que no se despega del baño.

Ana tuvo que contener una carcajada a pesar de lo mal que se encontraba de ver a aquellos dos juntos y besuqueándose en su salón.

—Sal de la cocina y no toques nada.

—Pero…

—Neka, ¡fuera de-la-co-ci-na! —insistió, y Nekane, tras dejar el Evacuol en el armarito, salió.

Después de preparar los cafés, Ana regresó al salón. Los cuatro hablaron animadamente hasta que el tema desembocó en política, algo que odiaba Ana, pero que a Candela parecía gustarle. Durante la charla, Ana observó cómo Candela, con coquetería, incitaba una y otra vez a Rodrigo para que la mirara, y en cada ocasión que unían sus labios pensaba: «Al final…, le echo el Evacuol».

Cuando Rodrigo se levantó para ir al baño, y dejó a las tres jóvenes a solas en el salón, Candela dijo con curiosidad:

—El otro día no me di cuenta de tu embarazo. ¿De cuánto estás?

—De cuatro meses —respondió Ana.

Úrsula no debía de saberlo, o se lo habría dicho. Por ello, mostrando normalidad, la miró y se interesó:

—¿Y qué tal lo llevas?

Nekane, metiendo baza en el asunto, respondió:

—Pues, Cande…, no lo lleva mal, aunq…

—Candela —corrigió la otra—. Mi nombre es… Candela.

Ana puso los ojos en blanco y Nekane sonrió, dispuesta a terminar lo que estaba diciendo.

—Pues, Candela, decía que no lo lleva mal, aunque si te soy sincera lo podría llevar mejor. Por cierto, ¿quieres que te sirva más café?

Al intuir sus intenciones, Ana la miró y Nekane volvió a sonreír.

—No, gracias. Por hoy ya estoy servida —respondió la joven, que se dirigió entonces a Ana—. ¿Y el padre del bebé está contento?

—Muy contento. ¡Feliz! —asintió Ana con rotundidad.

—Ahora entiendo lo preocupado que se quedó Rodri el…

—Rodrigo —cortó Nekane.

Candela, levantando el mentón, miró a la joven navarra y repitió con soberbia:

—Decía que ahora entiendo lo preocupado que se quedó Rodri el otro día y por qué ha insistido tanto en venir a verte.

—Es que somos buenos amigos —asintió Ana con ganas de arrancarle a aquélla la tontería que tenía encima.

Nekane, consciente de lo que Ana pensaba, con la mejor de sus sonrisas, miró a la joven morena y soltó, haciendo reír a su amiga:

—Es que Rodri es un amor y se preocupa mucho por ella y por el bebé.

De pronto, Ana sintió una arcada en la boca y, sin tiempo que perder, se levantó y corrió hacia el baño de su habitación. Nekane se quedó mirando a una descolocada Candela y le explicó:

—No pasa nada. Dentro de dos segundos aparecerá tan fresca como una rosa, deseosa de comerse un pepinillo en vinagre bañado en Nocilla.

Rodrigo salía del baño cuando vio pasar a Ana corriendo hacia el de su habitación con la mano en la boca. Sin dudarlo, la siguió. Incapaz de no hacer nada cuando la vio doblada, la agarró con mimo por la frente.

—Tranquila, Ana…, tranquila.

La impresión de haber visto a Candela en su casa junto a Rodrigo y, sobre todo, comprobar cómo él la miraba embelesado habían sido los causantes de aquel malestar. Pero una vez que echó todo lo que tenía en el cuerpo se relajó. Rodrigo, tras sentarla sobre el váter, cogió una toalla, la mojó y se la pasó por la frente y finalmente por los labios. Ana se la quitó de un manotazo.

—¿Estás mejor? —preguntó él.

Ella asintió y se metió un chicle en la boca para paliar el mal sabor.

—¿Qué tal todo? —dijo, pues le era imposible continuar en silencio un segundo más.

—Bien.

—Pensé que estabas enfadado conmigo.

—¿Por qué?

—Porque no he sabido nada de ti en nueve días.

Rodrigo sonrió y se acercó a ella.

—He estado muy ocupado —cuchicheó—. Tengo cosas que contarte.

—¡Anda, qué bien! —se mofó Ana, aunque decidió desviar la conversación—. ¿Has hablado con Calvin?

—Sí…, ya me ha dicho que no se hablan.

Durante unos segundos, conversaron sobre aquellos dos, hasta que Rodrigo soltó:

—¿Qué te parece Candela?

Sorprendida por aquella pregunta, se levantó del váter.

—Una chica normal. ¿Por qué?

—Fue mi novia durante unos años y, aunque llevábamos sin vernos un tiempo, ha sido verla y… No sé qué me pasa, pero me comporto como un idiota.

«Mira, ya somos dos, pero tú por ella y yo por ti», pensó con resignación.

Embobada por aquella confidencia, Ana quiso decirle que su santa madre ya le había contado aquella bonita historia de amor, pero calló. Aunque al notar que las piernas se le doblaban, optó por volver a sentarse en el váter.

—¿Ella te gusta?

—Sí, siempre me ha gustado.

—¿Te apetece retomar lo que tuvisteis?

Rodrigo se apoyó en la pared y murmuró con sinceridad:

—No lo sé. Es preciosa, femenina y divertida, y esos atributos en una mujer me encantan, pero también tengo muy claro que no quiero irme a vivir a Houston y ella regresará en unos meses. Sin embargo, desde que me reencontré con ella en el cumpleaños de Álex, no he podido descansar. Estoy tan confundido con lo que me hace sentir que apenas puedo razonar. Y he pensado que quizá tú me puedas aconsejar sobre qué hacer. Al fin y al cabo, ambas sois mujeres y en algo os pareceréis.

«¡Dios me libre!», pensó Ana mientras se oyó sonar el timbre de la puerta.

—¿Que yo te aconseje?

—Sí.

«Mándala a Houston y mírame a mí», pensó. Pero suspiró y dijo con todo el dolor de su corazón:

—Eso es algo muy personal, Rodrigo.

—Lo sé, y no te lo preguntaría si no fuera porque confío en ti. Mira, tengo que confesarte algo: cuando Candela y yo rompimos fue porque ella no aprobaba que yo quisiera ser bombero y…

—¿En serio?

—Sí. En aquel momento me dijo que nunca estaría con un hombre con un trabajo como el mío porque no podría darle la clase de vida que ella necesitaba. Ella proviene de una buena familia y está acostumbrada a otro nivel.

—Me dejas impresionada.

Pasándose la mano por el pelo, Rodrigo continuó:

—La verdad es que lo pasé fatal, y más cuando supe que dos meses después de acabar con nuestra relación había conocido a otro y se había casado con él.

—¿Se casó con él? —preguntó, a cada instante más sorprendida.

—Sí. Conoció a un empresario americano y, tras la boda, se marchó a vivir a Houston. —Y al ver cómo lo miraba, añadió—: Sé que actuó mal, que fue egoísta e impulsiva. Pero éramos muy jóvenes y, bueno, actualmente está en trámites de divorcio y…

—Y ahora viene a continuar lo que en su momento dejó, ¿no? —Él no contestó—. ¿De verdad me estás diciendo que le vas a dar una nueva oportunidad a alguien que te dejó colgado, que fue una egoísta y no pensó en ti ni un segundo?, ¿a alguien que no aceptó tu trabajo y que fue tan clasista como para dejarte por ello? —Él resopló—. Mira, Rodrigo, si me pides consejo te diré: aléjate de ella porque si lo hizo una vez, lo volverá a hacer. El día en que aparezca alguien mejor que tú no lo dudará y se marchará. Las personas que son así no cambian.

—Pero…

—No hay peros que valgan… ¡No cambiará!

—¿Por qué eres tan tajante y malpensada? Las personas cambian, Ana, y…

—Mi experiencia en estos temas me dice que las personas no cambian. Se engañan a sí mismas y logran engañarte a ti, pero no cambian. Si te digo esto es porque una vez me ocurrió algo, y yo…, bueno…, no te voy a contar mi vida.

Rodrigo se sorprendió por aquella revelación tan íntima, algo que ella nunca hacía.

—¿Qué te ha pasado a ti para que pienses así?

—Nada.

—Sí, Ana —susurró, levantándole el mentón para que lo mirara—. Cuéntamelo.

Atontada por la calidez de aquellos ojos azules y por el momento, Ana asintió y sin saber por qué se llevó la mano a la ceja.

—¿Ves esta cicatriz? —Él asintió—. Pues me la hizo un hombre al que siendo una jovencita le di varias oportunidades porque me gustaba mucho, demasiado.

—¡¿Cómo?! —siseó, furioso—. ¿Quién te hizo eso?

—Tranquilo. Fue hace tiempo y te aseguro que ya está olvidado —contestó, tomándole de la mano—. Warren Follen era un chico encantador y durante un tiempo nuestra relación fue lo mejor que me había pasado nunca. Él veía en mí algo que nadie veía, y me hizo sentir guapa y bonita. Pero un día sucedió algo y lo pagó conmigo. Ese día le perdoné, después de que él me lo suplicó insistentemente y me prometió que eso no volvería a ocurrir. Pero ocurrió más veces. La última, días antes de la boda de mi hermana, y en esa ocasión decidí acabar con la relación porque las personas que no tienen corazón, a mi juicio, no cambian y…

—Ana —susurró Rodrigo, abrazándola—, lo siento.

—No pasa nada. Es un tema superado del que nunca he hablado con nadie y no sé por qué lo he recordado hoy contigo.

—¿Será porque somos amigos?

Ana miró al hombre que la tenía bloqueada como a una quinceañera y asintió.

—Será. —Reponiéndose a aquel momento de debilidad, se separó de él antes de que no pudiera controlar las ganas que tenía de besarlo—. Por eso pienso como pienso y, en cierto modo, soy como soy. Creo que tú y sólo tú debes pensar qué es lo que quieres hacer en relación con Candela. Si quieres volver a darle una nueva oportunidad porque sientes toneladas de maripositas revoloteando dentro de tu estómago cuando la ves, ¡hazlo! Pero sé consciente de que es una nueva oportunidad, y ándate con ojo.

—¿Tú has vuelto a sentir esas maripositas?

—Sí.

—¿Y lo intentaste?

Mirándolo con sinceridad, recorrió aquellos hoyuelos que tanto le gustaban y asintió.

—Sí, pero a veces las cosas simplemente no pueden ser.

Rodrigo asintió. Ana le encantaba por su sinceridad al hablar, aunque aquella revelación de lo que le había ocurrido en el pasado le dolía. ¿Cómo podía alguien haberle hecho eso?

De pronto, Nekane entró en el baño en tromba.

—Ana…, no te lo vas a creer, pero acab…

—¡Patooooooooooooooooooo! —gritó Lucy, dando un empujón a Nekane para entrar a abrazar a su hermana.

Boquiabierta al ver a su hermana allí, Ana la abrazó ante la atenta mirada de Rodrigo.

«¡Por Diosssssssssss!, ¿qué hace ésta aquí?».

Su hermana allí sólo podía ocasionar problemas, y al ver que Rodrigo miraba a Nekane con gesto divertido, le susurró rápidamente al oído:

—Nana, habla en francés…, habla en francés.

Lucy se separó de su hermana unos milímetros.

—¿Y por qué tengo que hablar en francés? —preguntó.

Aquella pregunta hizo que Rodrigo centrara en ella toda su atención, y entonces fue cuando Lucy se fijó en aquel enorme y guapo tío, y olvidándose de su hermana y de lo que ésta le había pedido, se retiró con sensualidad el flequillo de la cara.

—¡Hola! Soy Lucy, la hermana de Ana. ¿Quién eres tú?

—Encantado, Lucy. Yo soy Rodrigo —respondió, maravillado por conocer a la hermana de su mejor amiga.

—¿El bombero?

—El mismo —asintió a la vez que Ana y Nekane intercambiaban una mirada. ¡Se iba a liar parda!

Ante aquel asentimiento, Lucy dio un chillido que les perforó los oídos y salió del baño escopetada. Rodrigo se quedó desconcertado. ¿Qué le ocurría a esa mujer? Ana, a punto del infarto, miró a Nekane, y ésta, tras resoplar, dijo con rotundidad:

—Amiga, a lo hecho pecho. En el salón están tu padre y tu madre, además de la loca de tu hermana y Candela. Y siento decirte que ante eso nada se puede hacer.

—¡¿Cómo dices?!

—Lo que oyes…

—¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!

Rodrigo las miró. ¿Qué les ocurría? Pero antes de que pudiera decir nada, Nekane comentó:

—Ana, por el amor de Dios, respira, que te estás poniendo azul.

—¡No puedo!

Sin darle tiempo a pensar, su amiga la cogió de los hombros ante el gesto indescifrable de Rodrigo y cuchicheó:

—Sí que puedes. Vamos, hazlo. —Ana respiró, y Nekane continuó—: Escúchame, el marronazo con ellos y con él va a ser ¡de traca!, pero sólo tienes dos segundos antes de salir al comedor y pensar lo que vas a decir.

Dicho eso se marchó y cerró la puerta del baño, dejándolos a solas. Ana se tocó la cara, abrió el grifo y se echó agua. Después, se puso una cinta en el pelo para retirárselo de la cara. Aquello no podía estar pasando. ¡Sus padres en Madrid! Finalmente, al sentir la presencia de Rodrigo, que la tocó en el hombro, dijo:

—Necesito tu ayuda.

—¿Qué pasa?

—No preguntes, por favor…, por favor…, por favorrrrrrrr. Tú sólo sígueme el juego y no saques conclusiones antes de tiempo, ¿vale? Prometo explicártelo todo más tarde, pero ahora sígueme el rollo.

Boquiabierto e intuyendo que algo gordo pasaba, asintió. Un segundo después, Ana abrió la puerta del baño y, extrañado, Rodrigo sintió que lo agarraba con fuerza de la mano y caminaba con decisión hacia el salón. Candela, sorprendida, los vio aparecer. ¿Qué hacían cogidos de la mano?

Y entonces, Ana tomó aire y dijo:

—Mamá, papá, pero ¡qué sorpresa!

—Eso queríamos, cariño —respondió aplaudiendo su madre— sorprenderte. ¡Ay, mi niña, qué guapa está! —gritó Teresa, emocionada.

Desde las Navidades el carácter de Teresa se había suavizado de una manera tan maravillosa que Ana no pudo evitar sonreír al escucharla. De inmediato, soltó la mano de Rodrigo y la abrazó. Aquel abrazo, a pesar de los pesares, la reconfortó. Después, abrazó a su padre, a su incondicional.

—Cariño, estás temblando —le murmuró su padre al oído.

Estaba asustada por lo que podía pasar. Rodrigo, sin remedio, se iba a enterar de su mentira, y con seguridad, sus padres también, así que aquel buen rollito con todos se acabaría, y eso la hizo llorar.

—Pero, Ana Elizabeth, tesoro, ¿por qué lloras? —preguntó su madre, preocupada.

Nekane, al intuir el porqué, le acercó un kleenex y, antes de volver a su sitio, dijo:

—Últimamente, llora hasta cuando pita el microondas.

Aquella ocurrencia los hizo reír a todos. Candela, molesta por la situación, quiso ponerse al lado de Rodrigo, pero Nekane no se lo permitió. No sabía qué iba a hacer su amiga, pero sí sabía que no debía ni podía permitir que aquélla se acercara a él.

Una vez que Ana se deshizo del abrazo de sus padres, dio un paso atrás y, cogiendo de nuevo a Rodrigo de la mano, dijo:

—Papá, mamá, Nana, os presento a Rodrigo. Cariño, ellos son mis padres, Teresa y Frank. A Lucy ya la has conocido en el baño.

Sorprendido por lo de «cariño», la miró, pero finalmente decidió seguir sus instrucciones.

—Encantado de conocerlos.

—El gusto es mío, muchacho —contestó riendo Frank, y le tendió la mano—. Por fin, conozco al padre de mi nieto y al hombre que le ha robado el corazón a mi pequeña.

Rodrigo quiso gritar «¡¿Cómo?!», pero se abstuvo y, con una prefabricada sonrisa en la boca, le dio la mano. Aunque después, con disimulo, miró a Ana, que estaba pálida a su lado. ¿Qué era eso de que era el padre de su bebé?

Tras el saludo del padre llegó el de la madre, y después de darle un par de besos y convencerse de que aquel muchacho era mejor de lo que ella había pensado en un principio, como si de un chiquillo se tratara, le pellizcó en el carrillo.

—¡Ay…, pero qué guapo es mi yerno! ¡Y qué ojazos azules más bonitos tiene!

—Gracias, señora —consiguió balbucear.

La mujer, aún impresionada por la pareja de su hija, se retiró con coquetería el pelo de la cara y se acercó más a él.

—¡Oh, por Dios!, que soy tu suegra. Llámame Teresa.

Sin salir de su impresión por todo lo que estaba sucediendo, Rodrigo movió la cabeza.

—De acuerdo, Teresa.

Lucy, divertida por ver la turbación de su madre ante un pedazo de tío tan imponente, para atraer la mirada de su hermana, gritó:

—¡Pato!, ¡enséñame la barriguita!

Ana, como una autómata, se subió la camiseta y dejó al descubierto la barriga. Se oyó un ¡oh! general antes de que Rodrigo, totalmente confundido, repitiera:

—¡¿Pato?!

Ana y Nekane soltaron una risotada nerviosa, y Lucy contestó:

—Lo de Pato es un mote que le puse cuando dábamos clases de ballet. Ana era un auténtico pato, y lo más gracioso, ¡a ella le gustaba!

Ana rió. Recordar aquella época la hacía feliz.

—Ni caso, hijo —intervino Teresa—. Nunca entenderé por qué, con los nombres tan bonitos que tienen, se empeñan en llamarse Pato y Nana. —Y mirando a Candela, que no había abierto la boca en todo aquel tiempo, preguntó—: Y esta jovencita tan guapa, ¿quién es?

Nekane miró a Ana, y ésta, aún de la mano de Rodrigo, respondió:

—Mamá, ella es Candela, una buena amiga de Rodrigo y mía. Vive en Houston, pero estos días está de visita en Madrid y hoy ha venido a verme.

Teresa, emocionada, se acercó a la jovencita y le dio dos besos.

—Encantada de conocerte, guapa. Me gusta ver que mi hija tiene amigas tan estupendas que se preocupan por ella durante su embarazo.

La joven asintió, aún patidifusa. Lo que acababa de descubrir era muy fuerte. ¿Rodrigo y esa chica iban a ser padres? Incapaz de permanecer un segundo más allí, decidió salir por patas.

—Ha sido un placer conocerlos, pero he de marcharme. Tengo una cita dentro de media hora y debo irme ya si quiero llegar.

Rodrigo quiso moverse, pero Ana, apretándole la mano, lo detuvo. Aun así él dijo:

—Yo te llevaré, Candela.

—No hace falta, Rodri —rechazó la joven—. Cogeré un taxi.

Rodrigo quería hablar con ella y aclararle las cosas.

—Insisto: te llevaré.

Pero la joven ya había sacado sus propias conclusiones y se negó en redondo.

—Te lo agradezco, pero tu sitio está aquí con Ana y tus suegros.

«Joder», pensó, molesto. No quería que se fuera sin antes hablar con ella.

—Toma tu abrigo, Cande —la animó Nekane, empujándola—. Y venga…, venga, vete antes de que llegues tarde a tu cita.

Molesta, Candela cogió su abrigo de piel de zorro. Sintiéndose desconcertado, Rodrigo fue a moverse, pero Ana no estaba dispuesta a dejarlo marchar sin darle una explicación, así que le echó los brazos al cuello y, tras darle un rápido beso en los labios que lo turbó, dijo:

—Cariño, Candela tiene razón. Quédate con nosotros. Papá y mamá han llegado…

—Directitos desde Londres para conocerte —añadió Lucy.

A cada instante más descolocado, Rodrigo clavó su mirada en Ana.

Cielo…, ¿no me dijiste que tu familia era de Marsella?

—¿Marsella? —repitió Ana riéndose y tocándose la oreja. Y dándole un nuevo beso en los labios, le aclaró—: Debiste de entenderme mal. Papá y mamá viven en Londres.

Admirado por la poca vergüenza de Ana, finalmente asintió mientras con el ceño fruncido veía desaparecer a Candela.

—Vale, cariño, debí de entender mal.

—Pero ¡qué buena pareja hacéis! —gritó de pronto Lucy—. Y aunque esté mal decirlo, hermanita, qué razón tenías cuando dijiste que Rodrigo era un bombonazo de hombre.

Incapaz de permanecer un segundo más callado, Rodrigo miró a la supuesta madre de su hijo, levantó una ceja y preguntó:

—¿Tú dijiste eso de mí?

—¡Oh, sí! —asintió Lucy antes de que su hermana pudiera hacerla callar—. En Navidades, cuando nos dijo lo de su embarazo, te describió como el hombre de sus sueños: guapo, atento, caballeroso, trabajador. Vamos…, todo lo que Pato siempre había buscado.

—¿Desde Navidades saben de mi existencia y tú no me lo has dicho, cariño? —preguntó Rodrigo, a cada segundo más descompuesto.

«¡Dios mío!, desintégrame», pensó, horrorizada, ante la mirada de él.

—No te preocupes, Rodrigo —lo tranquilizó Frank, tocándole el hombro—. Para mañana he reservado mesa en Horcher a las dos. Estoy seguro de que en esa comida nos pondremos al día de muchas cosas.

—¡¿Mañana?! —preguntó Ana.

—Sí, mañana —asintió con rotundidad Teresa, mirando a su hija—. Tenemos que hablar de la boda de Lucy y necesitamos saber cuándo tenéis pensado llegar a Londres para organizar una cena con nuestros amigos y así poder presentarles a Rodrigo.

«Te voy a matar», pensó él, apretándole la mano.

Avergonzada y sin saber adónde mirar, Ana quería que se la tragara la tierra. No soportaba las sonrisas de sus padres y de su hermana, ni la mirada de susto de Nekane, y menos aún la turbación de Rodrigo. Se sentaron, dispuestos a tomar algo. Ana y Nekane, como anfitrionas, fueron al frigorífico a por algunas bebidas.

—¡Joder!, ¡joder! —murmuró Nekane.

—Calla…

—Pero ¿tú has visto la cara de Rodrigo? —insistió Nekane.

—¡¿Tú qué crees?!

—Pobrecillo, vaya marrón que se está comiendo.

—¡Ay, Neka! ¡Me va a matarrrrrrrrrrrr!

—Normal. En menudo embolado le has metido. Ya es demasiado que el hombre esté aguantando el tirón sin delatarte.

Con disimulo, Ana miró por encima de la puerta abierta del frigorífico y vio cómo su padre hablaba con Rodrigo, y éste, con toda la naturalidad que podía, le respondía.

En ese momento, a Rodrigo le sonó el teléfono y, tras comprobar la llamada, torció el gesto y lo apagó. Sin necesidad de preguntar quién era, Ana lo supo. Era Úrsula. Seguro que Candela ya le había contado lo ocurrido.

Sobre las siete de la tarde, agotados por el día que llevaban, los padres de Ana y su hermana decidieron marcharse. Nekane, consciente de que Ana y Rodrigo tenían que hablar, se ofreció a llevar en su coche al hotel a Frank, Teresa y Lucy. En un principio, se negaron, pero finalmente venció la navarra. A cabezona era difícil de ganar. Una vez que la puerta de la calle se cerró, un silencio sepulcral tomó la casa. Ana aún estuvo un rato mirando la puerta, aunque sabía que Rodrigo la observaba. Así pues, consciente de que no había salida, se volvió y susurró a duras penas:

—Te lo explicaré.

Fuera de sí, Rodrigo se acercó a ella y, en actitud intimidante, la cogió del brazo para sentarla en el sofá.

—Por supuesto que me lo explicarás. Vamos a ver, el niño, ¿es mío o no? Porque si mal no recuerdo el día que me enteré de tu estado me juraste y perjuraste que el bebé no era mío, y hoy, de pronto, tus padres y tú, ¡en mi cara!, decís todo lo contrario.

—Vale…

—¿Es mío o no?

—Escúchame…

—No, escúchame tú a mí —la cortó, furioso—. Creí que éramos amigos, pero me estoy dando cuenta de que ser amigo tuyo es imposible. Ahora sólo dime lo que quiero saber para que me pueda marchar.

Incapaz de controlarse, Ana comenzó a lloriquear. Aquélla era una terrible confusión de la que ella, y únicamente ella, era culpable. Aún no entendía por qué había mentido así, pero lo había hecho y ahora tenía que salir de esa situación.

A Rodrigo se le partió el alma al verla llorar, pero estaba tan ofendido por todo lo ocurrido que no se movió ni la abrazó. Deseaba saber la verdad, y hasta que ella confesara, su actitud no iba a cambiar.

—Ana, estoy esperando tu respuesta —insistió.

La joven asintió y, tras coger un nuevo kleenex de la caja que había sobre la mesa de delante del televisor, se secó las lágrimas, se sonó la nariz y, con un hilo de voz, dijo:

—Rodrigo, no te he mentido. El bebé no es tuyo. Pero…

—Pero ¡¿tú estás loca, o qué coño te pasa?! Si el bebé no es mío, ¿por qué les has dicho a tus padres que sí lo es?

—¡Porque necesitaba una bonita historia y un buen padre, o ellos sufrirían! —gritó, descolocándolo—. No tenía intención de tener este bebé, pero…, pero de pronto algo cambió en mí y, sin pensarlo, les confesé que estaba embarazada, y no sé por qué cuando ellos me preguntaron por el padre te nombré a ti. Bueno…, sí lo sé. No les podía decir que el padre es un suizo de nombre Orson del que no conozco nada más. Si les decía eso, les haría daño, en especial a mi madre, y no quise. En cambio, pensé en ti, y al ser un hombre fuerte, con carácter, guapo y con una profesión extremadamente varonil, se me nubló la mente y…, y… yo me inventé que éramos pareja y que este bebé era algo deseado para los dos, y…

—¡Joder!

—Nunca pensé que te enterarías. Creí que sería una pequeña mentira que luego yo desmentiría, y entonces yo…

—Una pequeña mentira —siseó—. Decir que yo soy el padre de tu hijo, ¿es una pequeña mentira?

—Aunque no me creas, te juro que cuando lo hice lo vi así.

—¡Joder, Ana!, si eso para ti es una pequeña mentira, no quiero ni pensar qué será para ti una GRAN mentira.

—Lo sé…, pero yo…

—Pero ¿tú te has percatado del lío en el que me has metido con tu familia y con la mía? —Y enseñándole el móvil, gritó—: ¡Tengo cuarenta y ocho llamadas perdidas de mi madre, que lógicamente, alertada por la pobre Candela, espera una explicación! ¡Joder, Candela! Pero ¿cómo has podido hacerme esto?

—Te prometo que lo solucionaré. Hablaré con Candela y…

—¡Oh…, por supuesto que lo harás! —asintió, ofuscado—. Y también solucionarás lo de tus padres. Quiero que les digas que yo no soy el padre y…

—¡No puedo!

—Sí puedes.

—No.

—Muy bien. Lo haré yo. Iré a su hotel y lo haré —aclaró, cogiendo su abrigo.

Rápidamente, Ana se interpuso en su camino.

—No se lo digas. Te prometo que yo se lo diré, pero en su momento.

—¿En su momento? Pero ¿has perdido la cabeza?

—Por favor, Rodrigo, no les digas nada. Mamá padece del corazón —mintió, tocándose la oreja— y un disgusto así… —Al ver que había conseguido su total atención, prosiguió—: Te prometo que cuando pase la boda de Nana, les diré que hemos roto y que el bebé no es tuyo; pero, por favor, dame tiempo.

—Otra cosa más —dijo él, airado, tirando el abrigo contra el sofá— no pienso ser tu acompañante en la boda de tu hermana. Por lo tanto, ya puedes estar solucionando ese tema también.

—Por favorrrrrrrrr…

—No… —Y llevándose las manos a la cabeza, gritó—: Pero ¡a ti te falta un tornillo o la caja entera!

Tras unos segundos de silencio en los que Ana fue consciente de lo mal que lo había hecho y de lo guapo que estaba Rodrigo aun estando enfadado, murmuró:

—Indudablemente, me falta la caja entera, pero necesito tu ayuda. —Y se acercó a él hipando todavía—. Perdóname, Rodrigo. Precisaba un hombre bueno, que fuera responsable y creíble, para proporcionarle un bonito padre a mi bebé. Sé que no lo entiendes, pero…

—Por supuesto que no lo entiendo. Con todos los hombres que hay en el mundo y justo tienes que elegirme a mí como padre de ese jodido bebé.

Aquel tono despectivo que había empleado al referirse a su hijo a Ana le cortó el hipo. ¿Qué había dicho? Y sin importarle lo que pudiera ocurrir, se lanzó contra él con todas sus fuerzas, y ambos cayeron sobre el sofá. Rodrigo la miró, sorprendido, pero antes de que pudiera decir nada, ella siseó:

—Nunca más vuelvas a hablar de mi gusarapo con ese desprecio, o te juro que te arranco un ojo y después el otro. Comprendo que yo puedo ser una imbécil, una descerebrada, una mentirosa, una lianta, puedo ser todo lo que tú quieras, pero mi bebé no es nada de eso, ¿entendido?

Rodrigo asintió mientras sentía el cuerpo de ella pegado al de él. Durante unos segundos se miraron a los ojos, pero ninguno habló, hasta que Ana, hechizada por aquellos ojazos azules y con las hormonas revolucionadas por la cercanía, no lo dudó y se arriesgó. Acercó sus labios a los de él y, sin poder refrenar lo que sentía, le besó. Atónito por lo que ella hacía, Rodrigo la separó.

—¿Qué estás haciendo?

Pero ella no respondió. Y con una fuerza que lo dejó sin palabras volvió a posar su boca sobre la de él y se la devoró. Le mordió los labios con tal ímpetu que al final Rodrigo se rindió y respondió. Ana enredó sus dedos en el cabello, y aquel simple acto, unido a cómo devoraba su boca, a Rodrigo lo excitó. Desde aquella única noche de pasión, no habían vuelto a intimar tanto, pero ambos, sin hablarlo, sabían que eran temperamentales y exigentes en las distancias cortas. Y por ello, Rodrigo no lo había vuelto a intentar. Para él Ana era demasiado importante como para echar un polvo y después rehuirla. Ana era diferente. Era especial. Por ese motivo, al ser de pronto consciente de lo que estaba haciendo, se movió dispuesto a acabar con aquello.

—No te vayas —pidió Ana a escasos centímetros de su boca.

—Ana, no podemos…

Ella observó sus facciones tensas, pero no cedió. Lo deseaba y quería ser deseada por él. Así, reuniendo toda la astucia femenina que sabía que tenía, le pasó su juguetona lengua por el labio inferior y, tras mordérselo, susurró con seguridad:

—Sí…, sí podemos.

Y sin darle tiempo a rechazarla, saqueó su boca y lo incitó a que probase con voluptuosidad la suya, y lo consiguió. Una punzada de placer lujurioso se condensó en el estómago de Rodrigo e, incapaz de no dejarse llevar por el momento, gimió al notar cómo las manos de ella agarraban su jersey blanco y se lo quitaba dejándolo desnudo de cintura para arriba.

—Para —insistió él.

—No.

Sin importarle absolutamente nada, Ana, con mimo, tocó los duros y cálidos hombros y después se los besó, mientras percibía cómo poco a poco él se avivaba y comenzaba a tocarla. Sin parar y dispuesta a disfrutar de él, vertió un reguero de dulces y sensuales besos en su cuello ansiando que fueran devueltos. Tumbada sobre él, se sintió poderosa, ardiente y enérgica, y con una voz que a él le hizo temblar, le exigió:

—Tócame.

Encendido por lo que estaba ocurriendo, Rodrigo la asió por la cintura y, aún con ella encima, se sentó en el sofá. Aquello era una locura. ¿Qué estaba haciendo? Sintiéndose incapaz de parar lo que ella había comenzado, le quitó la cinta del pelo para que le cayera en la cara, y ella sonrió con dulzura. Aquella sonrisa, sin saber por qué, lo hizo vibrar, y cuando ella colocó sus pequeñas manos en las mejillas de él y lo besó, derribó todas las defensas.

—Ana —masculló, haciendo un último intento—, detente o no podré parar. Si continúas así, no voy a ser capaz de…

—No quiero que pares —gimió ella al notar entre las piernas la dura excitación de él—. Te deseo y necesito que sigas.

Finalmente, Rodrigo se rindió a lo inevitable, y no pudiendo pensar ya con otra cosa que no fuera lo que tenía entre las piernas, agarró la nuca de ella para acercarla a él y la besó, mientras con la otra mano tocaba la suavidad de sus muslos desnudos. Su olor a melocotón, su voz y aquella dulce mirada eran todo lo que él había necesitado para que sus instintos animales se despertaran y pidieran más.

A Ana sentir aquel instinto de posesión la volvió loca. Rodrigo ardía, y la calidez de sus manos y su boca la estaban perturbando. Toda ella temblaba e incluso respiraba desacompasadamente, pero no se asustó. Todo aquello se lo provocaba él, Rodrigo, el hombre al que deseaba y que por fin volvía a tener a su merced. Movió las caderas sobre él, consiguiendo que aquel portentoso miembro viril se endureciera más y más, y cuando sintió un calor sobrehumano entre ellos, gimió.

Ambos respiraban con dificultad, y cuando creía que iban a explotar de deseo, Rodrigo, de un tirón, le rompió las bragas con una maestría que a ella la dejó patitiesa y, exigente, la tocó. Sentir su mano caliente y segura sobre su sexo hizo que gimiera de nuevo.

—Esto no está bien —susurró él a escasos milímetros de su boca—. Podemos hacer daño al bebé.

—No…, no le hacemos daño. —Y atizada de deseo se quitó la camiseta larga que llevaba y, sin pensar en la pequeña tripa que se erguía entre ellos, murmuró completamente desnuda—: Según mi ginecóloga, si yo soy feliz…, el bebé también lo será.

—¿Seguro? —preguntó él, sorprendido.

Nunca había hecho el amor con una mujer embarazada y las dudas podían con él.

—¡Ajá! Por lo tanto, sigamos y hagámoslo feliz.

Incapaz de negarse a sus deseos, Rodrigo se abrió el vaquero y tras sacar su duro y excitado pene, lo posicionó entre las piernas de ella y lo hundió con cuidado. No quería dañarla. Aquella delicadeza a ella la emocionó. Aquel picaflor que iba de mujer en mujer en busca del más puro placer sexual, ante ella se mostraba como un delicado amante, y eso le gustó.

Al estar sentada a horcajadas en el sofá sobre Rodrigo, éste bajó la mirada a los pechos que ante él se bamboleaban, pero sus manos se pararon sobre la prominente tripa redonda de Ana. Al agarrarla por la cintura sus manos se curvaron para sujetarla con cuidado y ayudarla en su misión de entrar y salir. Ana, al sentirse llena por él, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. De pronto, toda la tensión acumulada durante días y meses desapareció para dar paso a un reguero de placer inmenso que disfrutó. Dominando la situación, abrió los ojos y, conectando con la mirada de él, movió las caderas de adelante hacia atrás en busca de su propio placer, y lo consiguió. Eso hizo que suspirara.

—¿Todo bien? —preguntó él.

No pudiendo ocultar lo feliz que se sentía por la locura que estaba haciendo, con un erotismo que a él le resecó hasta el alma, susurró:

—Maravillosamente bien.

Rodrigo, controlando sus instintos más primitivos y en especial su deseo implacable y hambriento de empujar en busca de su goce, apoyó la cabeza sobre el sofá mientras unos escalofríos de placer lo tensaban y destensaban a cada movimiento de ella. De nuevo sus ojos bajaron hasta aquella barriga pequeña y redonda, pero finalmente el bamboleo de los pechos atrajo su atención y los tomó con las manos. Eran suaves y apetitosos al tacto, y acercando la boca a uno de ellos, lo chupó.

La marea de fuego abrasador que Ana le estaba haciendo sentir con su sensualidad, su exigencia y su erotismo era algo que nunca había experimentado, y cuando la vio estremecerse y la oyó gemir al llegarle el orgasmo, una locura ardiente se apoderó de él, y perdiendo el control, la agarró por las caderas y se hundió en ella hasta que tras un gutural gruñido de placer la soltó.

«¡Sí! ¡Oh, sí! ¡Síiiiiiiiiiiiii!», pensó ella.

«Increíble», pensó él.

Acabado el baile de sexo y lujuria, ninguno habló. ¿Qué podían decir ante lo que acababa de ocurrir? Desnuda entre sus brazos, Ana fue consciente de lo que había provocado, e incapaz de moverse, esperó acontecimientos. Con seguridad, los reproches regresarían, y él no recordaría nada de lo ocurrido instantes antes. Rodrigo, con la respiración aún entrecortada, respiraba con dificultad, con la cabeza apoyada en el sofá, mientras sentía el cuerpo de la joven sobre él. ¿Por qué no se había resistido? Ella era Ana, su amiga, no una de las mujeres con las que él se divertía. Cuando abrió los ojos se fijó en Miau, el gato, que frente a ellos había sido testigo de su inconsciencia.

«¡Joder!, ¡joder!, ¡joder!», pensó, y alejando a Ana de su cuerpo, hizo que lo mirara.

—Pero estamos locos. ¿Qué hemos hecho?

Sin responder, ella cogió rápidamente su camiseta larga de Custo y se la puso. Al ser consciente de la verdad sobre su cuerpo y ver el desconcierto en la mirada de él, le dolió y se mostró dispuesta a cargar con todo.

—He sido yo. Yo te he provocado. Pero…, pero es que las hormonas me tienen descontrolada, y yo…, yo… no sé…

—¿Ahora le echas la culpa a tus hormonas?

Como si de una pluma se tratara, se la quitó de encima y, levantándose del sofá con gesto de enfado, Rodrigo cogió un kleenex de la caja y se limpió. Y ante la atenta mirada de la joven que acababa de hacerle sucumbir a sus encantos, dijo mientras se subía la cremallera del pantalón:

—No haces más que utilizarme y…

—Yo no te he puesto una pistola en el pecho —cortó ella.

Entonces, él se sintió el ser más infame del mundo. Podría haber parado aquello, pero simplemente se había dejado llevar por el momento y por ella. Pero no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.

—Olvidemos lo que acaba de pasar, ¿de acuerdo?

—Olvidado, pero tengo que confesarte algo para acabar con todos los malentendidos entre tú y yo, o…

—¿O qué? —siseó, molesto.

—¡O no voy a poder dormir tranquila el resto de mi vida! —gritó, mirándolo fijamente. Y sin saber por qué, dijo—: Necesito decirte que me gustas. Me atraes y me pones. Para mí eres un pata negra. Lo más alto con lo que me he encontrado en la cadena alimentaria de ligues, y… necesito confesarte que me encantas desde el primer día que te conocí y…

—¡Basta, Ana! —bramó. No quería pensar en lo que ella decía y, enfadado, le preguntó—: Pero ¿qué tonterías estás diciendo?

—Estoy siendo sincera contigo.

Moviéndose por el salón como un león enjaulado, él insistió:

—Tú y yo sólo somos amigos. Tú lo dijiste. Tú lo propusiste. Si mal no recuerdo, dijiste que podíamos ser amigos del alma. Sólo amigos y…

Se sintió abatida por lo que él decía tras el maravilloso rato que habían pasado juntos.

—Lo sé…, sé lo que dije y te mentí. Día a día me he ido colgando de ti. Sé que tú no sientes nada por mí, lo sé, pero yo necesitaba decírtelo.

Boquiabierto por todo lo que estaba descubriendo aquella tarde, el bombero se hizo a un lado y sentenció, airado:

—Por supuesto que yo no siento nada por ti y, antes de que sigas, quiero que sepas que las contadas veces que hemos tenido relaciones sexuales han sido para mí ¡sólo sexo! —Una punzada de dolor le cruzó la cara a la joven, y él, sin percatarse, continuó—: No me atraes como mujer ni como pareja; sólo como amiga. Además, estás esperando un hijo que no es mío, ¡joder! —Molesto por lo que estaba diciendo, miró a la joven, que sin cambiar su gesto lo miraba a su vez—. Olvida la tontería ésa de que sientes algo por mí. Entiérralo. Porque entre nosotros nunca existirá nada más que amistad.

Aquella orden tan tajante hizo que a Ana le diera un vuelco el corazón. Pero ¿qué había hecho? ¿Por qué se le había declarado? Y dispuesta a acabar con aquella humillación tan bochornosa, sonrió.

—Por eso no te preocupes. Llevo tiempo olvidándome de ti.

Tocándose con pesar la cabeza, Rodrigo no sabía qué hacer. Una parte de él quería ser comprensivo y amable con ella, pero otra parte le gritaba que se alejara cuanto antes o lo lamentaría. Finalmente, se decidió por la segunda opción y, tras ponerse el jersey, cogió el abrigo que seguía tirado en el sofá y se acercó a ella.

—Ana, siento haber sido tan brusco contigo con respecto a tus sentimientos, pero…

—No me avergüences más —lo interrumpió—. Ha quedado todo muy claro.

Él asintió, mirándola.

—Lo que ha ocurrido hoy no puede volver a ocurrir, ¿entendido, Ana?

—Tranquilo. No sucederá.

—Pero ¿cómo has podido permitirlo? —preguntó, enfadado, al verla tan sumisa—. ¡Estás embarazada, joder!

«Te lo acabo de decir, so memo. Porque te quiero, y es verte y nublárseme el sentido», quiso gritarle, pero encogiéndose de hombros, torció la boca y respondió:

—Necesitaba sexo. Mis hormonas me lo pedían y…

—Y claro… —protestó él sin querer ahondar en el tema— aquí estaba yo, el gilipollas de turno para darte el gusto, ¿no? Y encima ¡sin preservativo!

—¡Dios mío!, ¿me habré quedado embarazada? —se mofó.

Al percibir la dura mirada de él, Ana se calló. Es más, tuvo que hacer esfuerzos para no reír por lo absurdo de la situación. Ella se acababa de declarar, había abierto sus sentimientos, y él, como el que oía llover. ¡Qué insensibilidad!

Rodrigo blasfemó al ver su guasa. Y deseoso de acabar con aquello, la miró con gesto serio y soltó:

—En cuanto a nosotros, repito, nunca habrá nada excepto amistad. —Pesarosa, pero con decisión, la asintió—. Y en lo referente a tu embarazo y tus padres, no voy a entrar en tu juego. Por lo tanto, mañana en esa comida que supuestamente teníamos con ellos, a la que yo no voy a asistir, por tu bien y el de tu bebé diles la verdad.

—Por favor —suplicó Ana, cambiando su gesto—. Ven mañana. Yo te prometo que se lo diré otro día y…

—No, Ana.

—Por favorrrrrrrrrr.

—Que no. No te voy a ayudar. Cuanto antes resuelvas este absurdo problema, antes acabará.

Y sin decir nada más, aquel hombre que minutos antes la había besado con pasión y que le había hecho el amor con extrema dulzura, se dio la vuelta y se marchó. Aún acalorada por lo que acababa de suceder, sin querer pensar en lo que al día siguiente iba a pasar, se fue a su habitación y se puso unas bragas nuevas. Cuando regresó al salón, al ver que su gato la observaba, murmuró:

Miau, no soy tonta…, soy lo siguiente.

Al día siguiente, tras una horrorosa noche en la que Ana rememoró una y otra vez lo ocurrido con Rodrigo sobre el sofá, mientras desayunaba, Nekane salió de su habitación con su sempiterno cardado y su pelazo suelto. Ambas se miraron, y Ana sonrió.

—No sé de qué te ríes —protestó su amiga—. Si yo fuera tú haría de todo menos sonreír.

Ana se encogió de hombros. Su amiga tenía razón, pero era recordar lo ocurrido el día anterior sobre el sofá donde estaba sentada y simplemente eso la hacía sonreír. Nekane metió su café en el microondas y se quedó mirando fijamente cómo la taza daba vueltas en el interior. Cuando pitó, sacó el café y se sentó junto a Ana en el sofá para desayunar. Tras unos momentos de silencio, Nekane, incapaz de seguir callada, dijo, cogiendo una galleta:

—Vamos a ver, ¿me vas a dorotear que pasó ayer con Rodrigo cuando yo me fui, o te lo tengo que sacar a guantazos?

Ana sonrió de nuevo y, tras meterse una galleta en la boca, susurró:

—Fue flipante, Neka… Lo besé, me besó, me lancé, me arrancó las bragas y lo hicimos sobre el sofá. ¡Oh, Dios! ¡Fue colosal!

A la navarra se le cayeron la galleta y la mandíbula, y abriendo descomunalmente los ojos, preguntó:

—¡¿Cómo?!

—Que lo hice. Me convertí en una loba y me lo tiré.

—Pero por el amor de Diossssssss…, ¿te has vuelto loca?

—Sí.

—Pero ¡si estás embarazadísima!

—Lo sé. Y reconozco que las hormonas me están matando…, pero de deseo —ironizó.

Nekane se levantó del sofá y lo señaló.

—Aquí…, en este sofá lo hicisteis. —Ana volvió a asentir, y la otra, sentándose en el butacón, murmuró—: Nunca más podré sentarme en ese sofá.

—Tranquila, ya lo he limpiado. Y para que veas adónde llegó ayer mi nivel de melocotón loco, le confesé que me gustaba y…

Lamadrequeteparióoooooooooooo

—Lo sé, lo sé…, he cometido la mayor tontería del mundo mundial. Le he dicho al tío que me tiene almendrada que me muero por sus huesitos, y él, a cambio, me ha dicho que me olvide de él porque no le atraigo nada como mujer y que ¡nunca! va a haber entre nosotros nada que no sea amistad. Vamos…, que no le pongo ni un poquito.

Lamadrequeloparióoooooooooooo, ¿eso te dijo?

—¡Ajá!, como te lo estoy contando.

—¿Y no le hiciste tragar el bote entero de Evacuol? —Ambas rieron, y finalmente, Nekane volvió a preguntar—: Vale, ¿tú qué hiciste?

—Nada. ¿Qué iba a hacer? Sonreír, disimular y asumir. No me queda otra. Pero mira, nadie me quitará lo bien que me lo pasé ayer sobre este sofá. Me sentí sensual, perversa y dueña de mis actos. Y sabes lo que te digo, ¡que me quiten lo bailao!

A las dos menos cinco, Ana llegó a la puerta del restaurante Horcher, en la calle Alfonso XII, y toda la guasa que había tenido por la mañana se esfumó de un plumazo. Debía ser sincera con lo que iba a decir, y aunque sabía que su hermana la apoyaría, temía la reacción de sus padres; especialmente, la de su madre. Le dolía pensar en su gesto al descubrir que les había mentido y, sobre todo, al saber que su nieto era fruto de la lujuria y el desenfreno. Pero dispuesta a acabar con aquello de una vez, se tocó la tripa y antes de entrar pensó: «Tranquilo, gusarapo. Todo saldrá bien».

Al acceder al lujoso restaurante, Ana dio su nombre a un hombre de mediana edad con una encantadora sonrisa, y éste la guió hasta el salón principal y le comunicó que varios familiares ya estaban allí.

Cuando Ana vio a sus padres y a su hermana sentados y felices, al fondo, en una mesa redonda, al lado de una ventana, el estómago se le contrajo, pero incapaz de parar el paso continuó. Su padre, al verla, se levantó rápidamente y la besó. Tras saludar a su hermana y su madre, Ana se sentó.

—¿No viene contigo Rodrigo? —preguntó Teresa.

—Ya llegará, mamá —mintió.

Había decidido darle diez minutos de cortesía. Si pasado ese tiempo no llegaba, entonces no le quedaría más remedio que decirles la verdad.

—¿Dónde está? —insistió su madre.

—Trabajando. ¿Dónde va a estar?

El camarero llegó para preguntarle a Ana qué deseaba beber, y ésta pidió una agua sin gas. Una vez que se marchó, Frank, su padre, dijo:

—Quiero que sepas, cariño, que Rodrigo ayer me cayó muy bien. Se le ve que es un hombre que se viste por los pies.

—Eso sin contar con que es impresionantemente sexy. ¡Qué guapo, Pato! Qué buen gusto tienes para los hombres.

—Lucy Marie, por favor, no seas ordinaria —la regañó su madre. Pero con picardía añadió—: Cuando se lo presente a mi amiga Greta, os aseguro que le dará algo. ¡Qué ojos! ¡Qué apariencia!

—¡Y qué cuerpo! —finalizó Lucy, haciendo sonreír a su hermana.

Ana asintió, y durante un buen rato estuvo oyéndolas hablar sobre Rodrigo. Pasado un tiempo, con disimulo, miró el reloj. Las dos y diez. «Cinco minutitos más», pensó. Pero pasado ese tiempo lo asumió: Rodrigo no iba a aparecer. Mientras su hermana y su madre hablaban sobre los preparativos de la boda, Ana se sintió fatal. Debía darles una fea noticia y no sabía cómo.

—Cariño, ¿te encuentras bien? —preguntó Frank, mirando a su hija.

—Sí, papá. Sólo es que tengo un poco de sed.

—Toma, bebe un poco de agua —indicó él, mirándola con orgullo.

Las dos y veinte. Aquello no tenía remedio. No podían continuar esperando a alguien que no iba a aparecer. Por ello, tras aclararse la garganta, Ana los miró y, retirándose el flequillo de la cara, dijo alto y claro:

—Tengo que deciros algo.

Los tres la miraron, y ella prosiguió mientras pensaba si habría en el restaurante sales para reanimar a su madre tras su segurísimo desmayo.

—Bueno…, ya sabéis que vais a ser abuelos y tía…, y bueno, el caso es que os tengo que aclarar algo muy importante para vosotros. Si digo vosotros es porque para mí no es importante, pero entiendo que para vosotros sí lo es y…

—¡Ay, Pato! —protestó su hermana—, quieres hacer el favor de decir lo que tengas que decir y dejar de dar vueltas al asunto.

—Si me cortas —se quejó Ana—, tengo que volver a empezar de nuevo y…

—Disculpad el retraso —dijo de pronto Rodrigo, tocando el hombro de Ana—, pero es que no he podido salir antes.

Al oír su voz, Ana saltó. ¡Había ido! ¡Rodrigo había ido! Levantó la vista para mirarlo, y él, con una sonrisa, se agachó y, tras darle un rápido beso en los labios, susurró:

—¡Hola, cielo!

Sonrió como una tonta y fue tal la emoción que al mover la mano tiró el vaso de agua sobre el mantel. Rápidamente, llegó un camarero y se ocupó del estropicio mientras todos saludaban a Rodrigo. Ana creía estar flotando en una nube rosa de algodón. ¡Yupi, había ido!

La comida transcurrió con normalidad. Rodrigo se mostró encantador con todos, y con ella, fue cariñoso y atento. La felicidad que Frank veía en el rostro de su hija le llegó al alma. Siempre había deseado que un buen hombre la quisiera, y parecía que por fin su bonita hija lo había encontrado. Teresa y Lucy, como bien sabía Ana, cayeron directamente a los pies de Rodrigo. Éste, con un par de adulaciones y frases efectivas, las tenía ya en el bote. Sin embargo, todo se complicó en el momento de hablar de la boda de Lucy, cuando Rodrigo dijo que quizá no podría ir.

—Tienes que venir —insistió Teresa—. Nuestros amigos deben ver a nuestra hija acompañada por el padre de su hijo, o los cuchicheos se propagarán por todo Londres.

—Mamá —protestó Ana—, qué más da lo que diga la gente. Lo importante es lo que vosotros penséis y…

—Esta vez apoyo a tu madre —cortó Frank, sorprendiéndola—. Acepto que no estéis casados, pero no acepto que el día de la boda de tu hermana aparezcas sola ante todos. Piénsalo.

—Papá, no me seas antiguo, por favor.

—Escucha, Ana Elizabeth —insistió su madre—, no es cuestión de que seamos antiguos, pero tanto tu padre como yo queremos que todo el mundo vea que nuestra embarazadísima hija está feliz y con su pareja al lado. Por cierto, y ahora que estamos en familia, ¿algún plan de boda? Lo digo porque como me lo preguntarán, para saber qué decir.

Rodrigo saltó de la silla, y Ana, al percatarse, le puso la mano en la pierna, pidiéndole tranquilidad. Él la miró, y por primera vez fue consciente de que cada vez que ella iba a decir una mentira, se tocaba la oreja, y lo corroboró al instante.

—Mamá, lo de la boda lo hemos hablado, pero de momento sólo es una idea, nada más.

Rodrigo apenas podía tragar. Pero ¿qué decía aquella inconsciente?

Ajena a lo que él pensaba, Teresa tocó la mano de su hija y, tras darle dos dulces golpecitos, murmuró:

—Vale…, lo entiendo, hija. No creo que lucieras muy bien en un vestido de novia tal y como te estás poniendo.

—Vaya…, mamá, gracias —se mofó Ana.

Tras aquello, la conversación se relajó. Frank y Lucy comenzaron a bromear y, finalmente, Rodrigo y Ana, olvidando sus tensiones, sonrieron. No obstante, al aparecer Matías Prats, el conocidísimo presentador de Antena 3, y dirigirse con cordialidad a Frank, Rodrigo se quedó asombrado. ¿De qué se conocían? En busca de una explicación, el bombero miró a Ana, pero ésta, al ver cómo la miraba, cogió un vaso y bebió. Teresa, al percatarse, llamó la atención de Rodrigo.

—Matías, siempre que va a Londres, visita a mi marido, y viceversa. Somos amigos de toda la vida, y al trabajar Frank en la BBC, en ocasiones se llaman varias veces al día.

Desconcertado, Rodrigo se secó la boca con la servilleta y preguntó:

—¿Qué cargo tiene Frank en la BBC?

—¿No te lo ha dicho Ana Elizabeth?

Rodrigo miró a la joven y, con sorna en la voz, susurró:

—No, Ana Elizabeth es muy reservada para ciertas cosas.

Lucy le dio un servilletazo a su hermana y cuchicheó:

—Desde luego, Pato, ¡ya te vale! Mira que no decirle quién es papá.

Rodrigo sonreía por el gesto que había hecho Ana ante el ataque de la servilleta cuando Teresa dijo:

—Frank es el director general de la BBC, por eso hacemos tanto hincapié en que Ana Elizabeth no venga sola a la boda de su hermana. Éste es el motivo por el que queremos que vengas tú, para que todo el mundo vea que nuestra hija tiene pareja y está feliz. —Rodrigo miró a la joven, y ésta puso los ojos en blanco cuando oyó decir—: Voy a ser sincera contigo, Rodrigo. Cuando mi hija me dijo que estaba embarazada de un bombero, me asusté. Ella es una niña criada en buenos colegios, con una formación superior y siempre quise lo mejor para ella, y…

—Mamá, no empecemos con esos clasismos, ¿vale? —cortó Ana, molesta—. Ya sabes lo que pienso yo al respecto.

—Sí, cariño…, claro que lo sé. Pero quiero que tu novio sepa que al principio no me gustó la idea de que él fuera un simple bombero y…

—Basta, mamá. Lo vas a ofender —cortó Ana.

El gesto de enfado de Teresa a Rodrigo lo hizo sonreír. Su madre y la de Ana parecían cortadas por el mismo patrón, e intentando ser cortés con la mujer que lo miraba a través de sus tupidas pestañas, dijo:

—No te preocupes, Teresa, que no me ofendo.

Después de un tenso silencio, Frank se incorporó de nuevo a la reunión.

—¿Qué me he perdido que estáis todos tan callados?

Ana fue a responder, pero Rodrigo se le adelantó:

—Teresa me ha comentado tu trabajo en la BBC.

Frank asintió a la vez que se percataba del gesto ceñudo de su hija.

—Como era de esperar, Ana no te lo había dicho, ¿verdad? —Rodrigo negó, y Frank, sin sorprenderse, añadió—: A mi niña, como habrás visto, no le gusta llamar la atención en nada. Todavía recuerdo cómo sufría cada vez que tenía que acudir conmigo a alguna cena de la BBC. Eso de que saliera su preciosa carita en la prensa no va con ella y…

Cansada de los piropos que estaba recibiendo su hermana, Lucy cortó la conversación.

—Papá…, a las cinco y media tenemos cita en la tienda de Elena Benarroch. —Y mirando a su hermana, comentó—: Quiero comprarme unas cosillas. Por cierto, vendréis, ¿verdad?

—Por supuesto —asintió Teresa, dándolo por hecho.

—Lo siento, pero va a ser imposible —contestó Rodrigo sin titubear ni un segundo. Sorprendida, Ana lo miró, y él añadió—: Tenemos una cita a la que no podemos faltar bajo ningún concepto.

Ana quiso preguntar qué cita era aquélla, pero prefirió callar. Ya se enteraría.

Después de despedirse de sus padres y su hermana en la puerta de Horcher, Ana y Rodrigo se dirigieron al aparcamiento más cercano para recoger el coche.

—Gracias, Rodrigo. Muchas gracias por haber acudido a la comida y no delatarme.

Él no respondió y continuó caminando a paso ligero.

—Aunque no estoy en disposición de pedirte nada, te ruego que me hagas dos favores —siguió diciendo Ana—. El primero, que no le cuentes a nadie lo que pasó ayer entre tú y yo en mi casa, y el segundo, que no le digas a nadie, absolutamente a nadie, quién es mi padre. Yo…

—Tranquila —espetó él—, tu vida no me parece tan interesante como para hablar de ella y menos de lo que ocurrió accidentalmente entre nosotros.

—Bueno, hombre, tampoco hace falta hablarme así.

Rodrigo se paró para mirarla y, con gesto duro, dijo:

—Mira, guapa, te hablo como me da la gana, igual que tú mientes como quieres. Y tranquila, tus secretitos están a salvo conmigo.

Una vez que llegaron al aparcamiento, se subieron en el coche y Rodrigo arrancó.

—¿Adónde vamos? —preguntó Ana.

Con gesto serio, muy distinto del que había mostrado en la comida con sus padres, Rodrigo respondió:

—Ya lo verás.

Tras transitar por Madrid llegaron hasta las inmediaciones del Palacio Real, metieron el coche en un aparcamiento subterráneo y ambos salieron sin ni siquiera rozarse. Una vez en el exterior, caminaron en silencio mientras cruzaban la plaza de Oriente, hasta que Rodrigo la hizo entrar en el Café de Oriente. El local estaba tranquilo, pero de pronto Ana vio a ¡Candela! Y volviendo la mirada hacia Rodrigo, éste dijo con claridad:

—Yo te he ayudado a ti. Tú ahora me ayudarás a mí.

Convencida de que no podía hacer otra cosa, suspiró. Levantando el mentón, caminó seguida por Rodrigo hasta donde aquella mujer elegantemente vestida leía un libro.

—¡Hola! —saludó Ana.

La joven, al alzar la cabeza y encontrarse justamente con la última persona que quería ver, fue a levantarse, pero Rodrigo la sujetó y, en un tono sosegado, le susurró al oído:

—Candela, por favor, siéntate. Ana tiene que decirte algo.

Cuando la joven se sentó de muy mala gana, Ana hizo lo mismo, y Rodrigo las siguió. La tensión alrededor de aquella mesa cortaba el ambiente cuando Ana empezó a hablar.

—Candela, Rodrigo no es el padre de mi gu…, mi bebé, y por supuesto, entre nosotros no hay absolutamente nada que no sea una simple amistad.

Mientras lo decía cientos de imágenes le acudieron a la mente sobre lo ocurrido la tarde anterior, y por el gesto de él, Ana supo que pensaba lo mismo. Pero lo justo era ayudarlo, como él había hecho.

—Mentí a mis padres y les hice creer que él era el padre de mi bebé. Por eso, ayer, cuando llegaron de sorpresa, hicimos ese pequeño teatrillo delante de ti y de ellos. —Al ver cómo la joven la miraba, finalizó—: Por lo tanto, y sabiendo lo mucho que significas para Rodrigo, necesito que entiendas que actuó así para no delatarme y para ayudarme. Rodrigo es una buena persona y…

—Ya sé cómo es Rodrigo —cortó Candela—. No hace falta que una fotógrafa cualquiera venga a decirme cómo…

—Candela, no tienes por qué ser desagradable —la interrumpió Rodrigo, molesto.

Ana quería decirle cuatro cosas a aquella creída, pero después de pensarlo decidió permanecer callada. Cualquier cosa que dijera o hiciera sólo empeoraría la situación de Rodrigo y no le quería fallar.

—Mira, guapa —dijo Candela—, me alegra saber la verdad de lo que viví ayer, y ahora, si no te importa, quisiera que desaparecieras de mi vista para que podamos hablar.

—Por supuesto —asintió Ana, levantándose.

Con el corazón resquebrajado, comenzó a andar hacia la salida del café cuando una mano la sujetó. Al volverse se encontró con la mirada de Rodrigo.

—Gracias —dijo él.

Ella asintió y le dedicó una sonrisa.

—De nada —respondió, tomando aire. Y añadió—: Espero que sigamos siendo amigos a pesar de todo.

Él no respondió, y Ana se dio la vuelta y se marchó. Al llegar a la puerta del local se paró unos segundos para tomar aire de nuevo. Lo necesitaba. Todavía oía en su cabeza la insoportable voz de aquella imbécil y, sobre todo, sentía la mirada acusadora de él. Una vez que se encontró con fuerzas, abrió el bolso y se puso su gorro de lana oscuro. Levantó el mentón y, con la dignidad que le quedaba, comenzó a andar. Pero tras caminar unos metros, sin poder remediarlo, se volvió para mirar hacia el local, y vio lo que nunca habría querido ver. Rodrigo, con una sonrisa, tomaba la cara de Candela y, atrayéndola hacia él, la besaba. Durante unos segundos no pudo apartar la mirada de aquella imagen, hasta que cerró los ojos, dispuesta a no ver más. Con las pulsaciones a mil, se dio la vuelta y caminó de prisa. Necesitaba alejarse de allí cuanto antes porque aquel beso le acababa de romper definitivamente el corazón.

Cuando Ana llegó a su casa, Miau salió a recibirla. Con cariño, cogió al gato y lo besó. Necesitaba mimos y, en ese momento, sólo su mascota se los podía ofrecer. Luego, se acercó hasta la jaula de Pío y lo miró con cariño. Pero, de pronto, toda la fortaleza que había tenido durante el camino se desmoronó al sentarse en el sofá y percibir la fragancia de la colonia de Rodrigo.

Sin que pudiera evitarlo, su cara se descompuso y comenzó a llorar. Lloraba por lo tonta que se sentía y por la sensación que tenía de pérdida de algo que realmente nunca había sido suyo.

Incapaz de contener el llanto, fue hasta el baño y se duchó. Una ducha seguro que le sentaba bien. Pero fue inútil. Ni dentro de la ducha ni fuera pudo dejar de llorar. Una hora después tenía la nariz como un pimiento y los ojos como dos cebollas de tanto llorar mientras se atiborraba a helado.

Sonó el timbre de la puerta y, tras sonarse la nariz, abrió.

—¡Por el santo Cristo de la Fisterra!, pero ¿qué te pasa, bonita?

Fue escuchar aquello y ponerse a berrear de nuevo. Encarna, que llevaba un platito con rosquillas, rápidamente hizo que entrara en casa, y tras dejar el plato sobre la mesita pequeña del comedor, fue rauda a abrazarla.

—Pero, nena mía, ¿qué ocurre?

—Nada.

—¿Por qué choras? —Y al ver la mirada de extrañeza de Ana ante lo que había dicho, aclaró—: En galego no lloramos…, choramos.

Ana agradeció la aclaración, pero descomponiendo el rostro respondió:

Choro porque soy una tontaaaaaaaaaaaaaaaa.

—Bueno…, bueno…, ya será para menos. ¡Ay, pobriña!, que te estás congestionando toda tu dulce carita. Venga tranquilízate. Hazlo por el bebito.

Una vez que se tranquilizó un poco, intentó sonreír.

—Hoy tengo un día tonto, Encarna. El embarazo me hace estar llorona y sensiblera.

La mujer la miró y, sentándola en el sofá, masculló:

—A mí no me la das. ¿Tú no conoces ese refrán que dice: «Más sabe el diablo por viejiño que por diablo»? —Como Ana gimió, la abrazó y, acunándola, murmuró—: No llores, bonita. Si tú choras, el pequeño sufre ¿Acaso no lo sabes?

—Lo sé…, lo sé… En seguida se me pasará.

Encarna cogió un kleenex de la caja que había sobre la mesita y, tras limpiarle con cariño los hinchados ojos, dijo imaginando el porqué del llanto:

—No pretendo que me cuentes tu problema, pero sólo quiero que sepas que, sea lo que sea, me tienes aquí, ¿de acuerdo?

Ana asintió y, deseosa de hablar con alguien, balbuceó entre sollozos:

—Soy… una… idiota. Una imbécil… Una…

—Bueno, bueno, ya basta de autoflagelarse, tesoriño.

—Encarna, estoy almendrada por alguien que…

—¿Que estás qué?

—Enamorada. Estoy enamorada de alguien que me considera el antimorbo como mujer. Y aunque lo sé y lo asumo, a veces yo…, yo…

Al ver cómo la cara de la joven se contraía de nuevo y asomaban grandes lagrimones, la mujer preguntó:

—Es por ese bombero guapo llamado Rodrigo, ¿verdad?

Boquiabierta porque Encarna hubiera acertado a la primera, se llevó las manos a la boca y, horrorizada, exclamó:

—¡Soy patética! ¿Tanto se me nota?

—Vamos a ver, neniña, ¿acaso crees que no me he dado cuenta de cómo se te iluminan los ojitos cuando ese tordo aparece por aquí? Tesoro, que yo he sido también joven y sé lo que es esa sensación. —Y al verla llorar de nuevo, le retiró el pelo de la cara y susurró—: Pero, tranquila, mi vida. Eso que te he dicho lo notamos las mujeres porque tenemos un sexto sentido, pero seguro que él ni cuenta se dio. ¡Es un hombre! —Ana sonrió—. Y hasta que las señales no se las dejes claras para que lo entienda, ¡ni cuenta se dará! Aún recuerdo las señales que le hacía yo a Marcelino, un muchacho de mi pueblo, pero nada, ¡cegato total! Luego, llegó una más listiña que yo, y ¡zas!, lo cazó y se casó con él.

Durante un buen rato, ambas estuvieron hablando sobre aquello, y Ana se sorprendió de lo intuitiva que era su vecina y las cosas que le contaba. La mujer, sin necesidad de saber nada en concreto, era capaz de leer su estado de ánimo, y al igual que se había percatado de lo de Rodrigo, sabía que Nekane sufría también por amor.

Encarna, cuando vio a la joven más repuesta, cogió el plato de las rosquillas, retiró la servilleta de cuadritos rojos y le guiñó un ojo.

—Vamos, coge una. Están recién hechitas especialmente para ti.

Sin muchas ganas, Ana cogió una, pero fue darle un bocado y desear comerse el plato entero. Cuando llevaba cuatro rosquillas, Encarna tapó el plato.

—Para, o te pondrás malita. —Y al verla sonreír, añadió, cogiéndole los mofletes—. ¡Ay, mi nena, pero qué bonica es y qué bebé más rebonito que vamos a tener!

En ese momento, sonó el timbre de la puerta, y Ana, con una sonrisa, se levantó, pero al abrir y ver de quién se trataba, se sintió morir.

—¡Por el amor de Dios!, es cierto. ¡Estás embarazada! —gritó Úrsula, la madre de Rodrigo, señalándola con el dedo—. ¡Ay, Dios!, creo que me voy a desmayar.

Todo lo rápido que pudo Ana la sujetó para que no cayera, pero la mujer, enfadada, le dio un codazo para alejarla de ella.

—¡Señora!

Úrsula, enfurecida, entró en su casa sin ser invitada, y tras cerrar la puerta con torpeza, continuó mirándole la barriga.

—¿Cómo has podido hacerle esto a mi hijo?

«Ésta ha bebido», pensó al oír cómo hablaba.

—Mire, señora, si me deja que le explique, yo le puedo dec…

—Ahora lo entiendo todo. Has visto que mi hijo proviene de una familia de bien y pretendes…

—¡Yo no pretendo nada! —gritó Ana, descompuesta y con los ojos llenos de lágrimas. Pero ¿qué quería dar a entender aquella imbécil?

Encarna, al oír los gritos, se levantó del sofá.

¡Manda carallo! —exclamó para atraer la mirada de Úrsula, al ver a Ana de nuevo con el rostro congestionado—, ¿qué es eso de entrar en casa de los demás gritando? ¿No tiene educación?

—Educación me sobra toda la que usted no tiene, verdulera —respondió, colérica, Úrsula al verla con movimientos algo torpes.

—Lo que hay que oír —protestó Encarna. Y acercándose a ella, siseó—: No sé quién es usted, pero, escuche, cuidadiño no vaya a tener que sobarle el morriño.

—¡Encarna! —gritó Ana. Sólo faltaba que se liaran a golpes, y encima la otra con un par de copas de más.

Úrsula, ataviada con su lujoso visón y zapatos de tacón, miró por encima del hombro a la pobre Encarna, vestida con una batita de guata celeste y los rulos de colores. Y al recordar algo que Candela le había contado, preguntó:

—Usted debe de ser su madre, ¿verdad? —Encarna no respondió, y Úrsula prosiguió—: Desde luego, de tal palo tal astilla. Pero ¿qué habrá visto mi Rodrigo en ti?

Cuando Encarna oyó el nombre de Rodrigo, miró a Ana.

—¿Ésta es la madre de Rodrigo? —Ana asintió, y la mujer añadió—: En cuanto a su pregunta más bien se podría decir qué no vio su Rodrigo en mi Ana porque, mire lo que le digo, su nene es un amor de hombre, pero mi Ana es un lucero. Pero ¿ha visto usted lo linda que es?

Úrsula las miró con gesto agrio.

—No hablo de belleza. Hablo de nivel cultural, y mi hijo y su hija nada tienen que ver, como no lo tenemos usted y yo —siseó con desprecio—. Hablé con ella hace unos pocos días y le dejé claro lo que quiero para mi hijo, y…

—¿Lo que usted quiere para su hijo? —la interrumpió Encarna—. Pero ¡por Pelayo!, ¿y usted sabe lo que su hijo quiere para él? ¿Acaso no ha pensado en ello?

—Por supuesto que he pensado y por eso le he traído a la mujer que le conviene. —Y señalando a la joven con el dedo, siseó—: Eres una lianta, Ana, y exigiré cuando nazca tu hijo las pruebas de paternidad para demostrar que nada tiene que ver con Rodrigo, ¿me has escuchado?

—¡Señora! —gritó Ana, descompuesta—, haga el favor de tranquilizarse y dejar de decir tonterías, o le juro que…

—¿Me juras qué? ¿Acaso me amenazas, mona?

Ana deseó darle una patada en el trasero y llamarla borracha. Se lo merecía. Pero dispuesta a actuar como una señora, algo que la otra no hacía, tomó aire y dijo:

—Mire, señora, punto uno: deje de llamarme mona, o yo la llamaré por el calificativo que mejor la defina a usted, y le aseguro que no le gustará.

—¡Oh!, qué sinvergüenza —protestó.

—Punto dos: aquí hay un gran error y…

—Por supuesto —cortó Úrsula—. Ese error eres tú. ¡Tú!

—Y punto tres —acabó Ana— vergüenza le daría a su hijo verla en las condiciones en las que está.

—¡Víbora! Sólo quieres el dinero de nuestra familia.

Impresionada por la idea que la mujer tenía de ella, dijo muy alterada:

—Prefiero ser una mala víbora a ¡Úrsula!, la siniestra y oscura bruja mala de la película La Sirenita. Porque le guste o no, así se está comportando usted conmigo, como una auténtica ¡bruja!

—¡¿Me acabas de llamar bruja?! —gritó la mujer, desencajada.

—Sí, con todas las letras. Y no sabe lo bien que me he quedado.

Encarna, cansada de las cosas tan terribles que decía aquella mujer, se arremangó las mangas de la batita de guata, lo que provocó un gesto de horror en Ana.

—Si sigue hablando así de mi nena, le voy a tener que sobar el morriño. Ya se lo he advertido dos veces; a la tercera, ¡se lo sobo!

—¡Oh, Dios mío!, ¡cuánta vulgaridad! —siseó Úrsula, tocándose el cuello del abrigo.

—Ni que lo diga —asintió Encarna.

Al tocarse el cuello del abrió de visón, la manga se desplazó hacia abajo, y Ana le vio en el antebrazo un moratón casi inapreciable. Pero dispuesta a parar aquel malentendido, asió a su vecina del brazo y, poniéndola a un lado, le dijo a la mujer, que las observaba:

—Vamos a ver, señora, mi hijo no es de Rodrigo y nunca lo será. Y si quiere saber el porqué de este embrollo hable con él o con Candela, y haga el favor de dejarme en paz de una puñetera vez. —Al ver la cara de sorpresa de Úrsula, añadió—: Y ahora, una vez que sabe que mi bebé nada tiene que ver con su hijo ni con su familia, le pediría por favor que saliera de mi casa porque no tengo nada más que hablar con usted.

Encarna, rápidamente, abrió la puerta y la invitó a salir, y Úrsula, tras mirarla con desprecio, se dio la vuelta. Pero antes de abandonar la casa, miró a Ana por encima del hombro y siseó:

—Por tu bien, mantente alejada de mi hijo.

—Y tú, de la botella —cuchicheó Encarna, dando un portazo.

Al quedarse solas a Ana se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Encarna, tráeme el plato de rosquillas —dijo, mirando a su vecina—. ¡Las necesito!

Dicho eso rompió, como diría la gallega, a chorar.