8

La relación pública de cama entre Iris y Rodrigo se enfrió y, como era de esperar, terminó. La joven modelo en uno de sus viajes conoció a Filipo Stareguetti, un presentador de la televisión italiana, y de pronto, decidió estar locamente enamorada de él y anunciarlo ante cualquier micrófono.

Iris perseguía la fama, y Filipo resultaba un buen agarre. Pero lo que nadie sabía, a excepción de Ana, era que la joven seguía queriendo ver en privado a Rodrigo y que éste se negaba. No quería líos con nadie.

Una tarde, Ana y Nekane estaban en el estudio mirando unas fotos cuando sonó el teléfono. Era Calvin. Después de cinco minutos de estar hablando con él, Nekane colgó.

Princesita, lo tuyo va viento en popa —sonrió Ana, pasándole unas fotos.

—Sí… Calvin es un tío estupendo. Quiere que nos vayamos un fin de semana a La Rioja, pero no sé qué hacer.

Ana la miró con cara de pocos amigos.

—¿Cómo que no sabes qué hacer?

—Es que un fin de semana con todas sus horas es mucho tiempo. Demasiado. Además, soy de las que piensan que ver a tu pareja nada más levantarte con los pelos descolocados y sin arreglar mata la pasión.

—Pero ¿qué tontería estás diciendo?

Desesperada, Nekane se tapó la cara.

—Lo séeeeeeeeeee…, no digo más que tonterías, pero Calvin me comienza a asustar. Me incluye en todos sus planes, y a mí eso… me agobia.

—Díselo.

—No…, no puedo.

—¿Por qué?

—Pues porque aunque me agobie, también reconozco que me gusta que me incluya. Y si no me incluye me enfado.

—La madre que te parió, Neka. ¡A ti no hay quien te entienda! —exclamó Ana, y al ver la sonrisa de su amiga, le puso las manos en los hombros—. Vive la vida, que son dos días. Y si realmente Calvin pierde su glamour al levantarse, tranquila, tras una buena puesta a punto, lo recuperará.

Ambas rieron, y Nekane fue a contestar cuando recibió un mail en su ordenador. Al verlo soltó una carcajada.

—Flipa con lo que me manda mi amiga Pili de Europa Press.

Con curiosidad, Ana miró la pantalla del portátil y soltó una risotada al ver a Iris besándose con el tal Filipo en un bar.

—Por lo visto, van a publicar esta foto esta semana en una revista. Y con seguridad, la imbécil de Iris está feliz y contenta por salir. Pero ¿esta chica se ha vuelto loca?

—Loca no…, lo siguiente —afirmó Ana, no muy sorprendida por la foto.

Durante unos segundos estuvieron comentando la fotografía.

—Estoy por reenviársela a Rodrigo —dijo Ana—. Esto reforzará sus ganas por no volver a verla. ¿Te puedes creer que casi todas las noches le manda un mensajito? Está de ella hasta el gorro.

—Me lo creo.

Retirándose el pelo de la cara, Ana la miró.

—Según Rodrigo, ni le contesta, pero ella insiste e insiste. Y mira…, ya sé que yo no voy a tener nada con él, porque sexualmente para él no existo, pero no sabes lo feliz que me hace que ya no esté con ella. Rodrigo es, además de un picaflor, un excelente tipo.

—Y tanto… Por cierto, ¿sigue con la del balneario?

—¿Con Eva?

—Sí.

Con una enorme sonrisa, negó con la cabeza.

—No. Por lo visto la tiparraca estaba casada y tenía dos hijos. Vamos…, otra perraca como Iris.

Nekane sonrió. Todavía le costaba entender la relación entre su amiga y Rodrigo.

—¿Cuándo se lo vas a decir?

—¿El qué?

—Que los melones son verdes, ¡no te jode! —soltó la navarra, haciéndola reír—. Pues qué va a ser. Lo del bebé, y ya de paso esa otra parte de que estás loca por él.

—Lo primero no lo podré negar. ¡Será evidente! —advirtió Ana—. Pero lo segundo lo negaré hasta la saciedad. Por lo tanto, no lo vuelvas a mencionar o…

—Pero si es que se te iluminan los ojillos cuando lo ves.

—Será la luz.

—¡Y una chorra la luz!

—Neka, ya hemos hablado de eso.

—Vale. Te salvas porque la mayoría de los tíos son cegatos y no se percatan de nada, y me da a mí que ese tordo es cegato y de los gordos.

—¡Nekaaaaaaaaaaaa! Vale ya. Para, o terminaremos discutiendo.

—A mí no me amenaces, bonita —le recriminó—. Además, se supone que ahora sois muyyyyyyyy amigos y os lo contáis todo. ¿No crees que se molestará cuando un día se percate de tu enorme barriga? ¿Acaso no lo has pensado? O quizá debo entender que te vas a pasar el resto de tu embarazo, cada vez que quedes con él, abducida en la jodida faja de vaquitas. Y eso ya sin hablar de lo que creen tus padres.

Ana gimió, horrorizada.

—¡Dios!, no menciones la faja o me revuelvo. ¡La odio! No me la voy a volver a poner, y antes de que sigas con el rollo del día, déjame decirte que ahora no es el momento de contárselo. En cuanto a lo que creen mis padres no se va a enterar. Lo del gusarapo se lo diré la semana que viene cuando lo vea. Pero esta semana no. Tengo mucho trabajo.

—Pero ¡tu tripa despunta! Y no hay que ser muy listo como para percatarse de que esa barriga no es por haberse comido una docena de donuts. Si él no es tonto, y me consta que no lo es, se dará cuenta. Por ello te digo que debes contárselo antes de que otra persona lo advierta y se lo cuente. Hazme caso, o al final esa bonita, dulce y platónica amistad se va a ir al garete.

Fue escuchar aquello y Ana soltó las fotografías de golpe. Con gesto ofuscado, gritó:

—¡Vamos a ver, listilla…, ya sé que mi embarazo se comienza a notar! ¡Estoy de cuatro meses! Pero dame tiempo… Sólo te pido tiempo.

—Es que no lo tienes, Ana…, ¿no te das cuenta?

Iris, que salía de la ducha, al oír gritos en el estudio, se encaminó hacia allí. ¿Qué ocurría?

—Mira, Neka, Rodrigo sabrá que estoy embarazada la semana que viene, pero esta semana no. ¡No me apetece!

—Repito: se va a enfadar.

—¡Basta, pesada! Bastante tengo ya la cabeza liada con el embarazo y Rodrigo como para que vengas a volverme más loca. Por lo tanto, haz el favor de cerrar el pico porque cuanta menos gente sepa lo de mi embarazo, mejor.

Atónita, Iris pestañeó. Pero ¿qué acababa de escuchar? ¿Embarazo? ¿Rodrigo? ¿Cuándo habían estado liados Ana y Rodrigo? Dos minutos después, cuando vio que las otras volvían al trabajo y dejaban de gritar, la joven modelo regresó a su habitación mientras sacaba sus propias conclusiones. ¿Ana embarazada de Rodrigo? Eso la hizo enfadar.

Después de un agotador día de trabajo porque el fuerte viento que soplaba en Madrid había obligado a los bomberos a salir del parque más veces de las que habrían querido, Rodrigo había acabado su turno y se estaba duchando.

—Cabo… —oyó que le decía un compañero—, un pedazo de bombón rubio llamado Iris, con unas piernas de infarto, te espera en la sala con los muchachos.

Sorprendido, miró a Calvin, que también se duchaba, y éste, encogiéndose de hombros, murmuró:

—Palabrita de que no tenía ni idea de que iba a venir, colega.

Molesto por aquella intromisión en su trabajo, continuó con la ducha. Pero saber que aquélla estaba esperándolo lo agobió. ¿Qué hacía allí? Quince minutos después, entró en la sala donde sus compañeros babeaban ante una impresionante Iris. Ésta, al verlo, sonrió y, levantándose, fue hasta él.

—¿Qué tal tu día?

—A tope. —Y llevándosela a un lado, le preguntó, molesto—: ¿Qué haces aquí?

—Iba hacia el aeropuerto. Me voy a Grecia para una sesión de fotos y no quería marcharme sin despedirme de ti.

—Podrías haber llamado.

Entraron en un pequeño despacho y Rodrigo cerró la puerta. Entonces, ella se abalanzó sobre él.

—No me lo habrías cogido.

Él no contestó.

—¿Por qué, amor? —preguntó Iris—. Tú y yo lo pasamos muy bien en la cama, y…

—¡Basta! —exclamó él, y clavó sus azulados ojos en ella—. Ya te he explicado mis dos reglas mil veces, pero como veo que eres incapaz de retenerlas te las volveré a repetir. La primera: no quedo con ninguna mujer que tenga pareja. Y la segunda: no salgo con mujeres con hijos. Por lo tanto, como tú incumples mi primera regla, olvídate de mí, porque si algo tengo claro es que yo no hago lo que no me gustaría que me hicieran a mí.

—Pero si nadie nos descubrirá… Mira, escucha, yo…

Ofuscado por lo pesada que se estaba poniendo, se la quitó de encima.

—Vamos a ver, Iris, ¿qué haces aquí? ¿Qué quieres?

Ella, dispuesta a soltar todo lo que tenía en la cabeza, le preguntó:

—¿Tienes algo que contarme?

—No —contestó él sin entender a qué se refería.

Indignada, la joven modelo siseó en un tono que no le gustó nada al bombero:

—Muy bien, pues entonces preguntaré yo: ¿cuándo te liaste con Ana?

La miró boquiabierto. ¿Cómo se había enterado? Y, sobre todo, ¿qué hacía preguntándole a él por su vida íntima? Frunció el ceño y cruzó los brazos sobre el pecho.

—No voy a responder a esa indiscreción. No es de tu incumbencia.

—¡¿Me has estado engañando con la imbécil ésa y te quedas tan pancho?! —gritó, molesta por la contestación que había recibido.

—Vamos a ver, Iris, yo no te he engañado.

—Sí. Nunca me has contado que has tenido un lío con Ana.

Deseoso de perderla de vista, la miró y espetó:

—¿A qué viene ahora eso? ¿Cuál es el problema?

—Entonces ¿es cierto? ¡Estuviste con ella! —chilló la modelo—. ¡Oh, Dios!, ¿cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo pudiste estar con…, con… esa sosa?

—¿Cómo tienes la poca vergüenza de preguntarme eso? —masculló él, incapaz de escucharla un segundo más—. ¿Desde cuándo entre tú y yo ha habido algo serio? Mira, guapa, tú eres dueña de tu vida y yo de la mía, y ambos somos mayorcitos para saber lo que hacemos y no tener que dar respuestas absurdas a quien no las merece. Y ahora…, si no te importa, he acabado mi turno y quisiera marcharme a mi casa para descansar.

—Eres un cerdo… y un insensible.

—Mejor… no diré lo que yo pienso de ti —añadió, cogiéndola del brazo para salir del despacho.

—¿Cómo pudiste fijarte en una mujer como ella después de haber estado conmigo?

—¿Como ella?

—Sí —reiteró, ofendida—. Yo soy una modelo, y ella es…, es… ¡No tiene gracia!

Aquel comentario a él le molestó especialmente.

—He estado con mujeres más bonitas, bellas y encantadoras que tú. ¿A qué viene esa pregunta? Y, sobre todo, ¿a qué viene ahora hablar de Ana así?

—¿Sabes que has dejado a Ana embarazada? —preguntó Iris, clavándole su mirada más perversa.

—¿Qué has dicho? —soltó Rodrigo con el ceño fruncido.

—Lo que has oído.

Se había quedado tan asombrado que antes de que pudiera decir algo Iris se le adelantó como una loca:

—Me alegra saber que esto os amargará la vida. ¡Os lo merecéis! Ahora, ¿qué? ¿Saldrás con ella? Te recuerdo que incumple tu regla número dos, aunque, claro, tratándose de tu hijo quizá…

—Tu maldad es tremenda —cortó él, y abrió la puerta—. Fuera de aquí. Vete a Grecia, haz tu sesión y deja de dar problemas, o te juro que…

Sin dejarle terminar la frase, la joven se dio la vuelta y se marchó bamboleando las caderas y atrayendo la mirada de todos los bomberos. Confuso todavía por la noticia que Iris le había dado, buscó a Calvin y, cuando lo localizó, le preguntó directamente:

—¿Está Ana embarazada?

Calvin lo miró. Aquella mirada hizo saber a Rodrigo la verdad. Si alguien no sabía mentir, ése era Calvin.

Continuaban con sus quehaceres en el estudio cuando sonó el timbre de la puerta. Nekane se levantó del suelo donde tenían repartidas varias fotografías y fue a abrir. Ana observaba las imágenes. Eran de una sesión de dos días para la firma de zapatos y botas Marypaz. Estaba abstraída bebiendo un zumo y observando las fotos cuando oyó:

—¿Estás embarazada?

La dureza del tono y la misma pregunta hicieron que Ana se asustara y se tirara el líquido por encima. Al levantar la vista del suelo, se encontró con la inquisidora mirada de Rodrigo, que, vestido con aquel pantalón de camuflaje y el jersey verde, estaba imponente. Después, miró a Calvin, que se encontraba detrás y finalmente a una pálida Nekane. Fue a responder cuando Rodrigo, mirándole el vientre y después el rostro, volvió a preguntar con severidad:

—Ana, ¿estás embarazada?

Incapaz de disimular su tripa sin faja, se levantó del suelo.

—¿Y tú cómo lo sabes?

Para Rodrigo escuchar aquella respuesta fue una afirmación. Y llevándose las manos a la cabeza, soltó un bufido de consternación. ¿Qué había hecho?

—¡Calvin, yo te mato! —gritó Nekane.

—¡Ah, no! Yo no he sido —se defendió el hombre—. ¿Por quién me has tomado? ¿Por un chismoso?

Deseando estrangularla, Ana miró a su amiga.

—¿Por qué se lo has dicho? Te dije que esto era entre tú y yo.

—Lo sé, Ana…, pero se me escapó un día. —La otra blasfemó, y la amiga continuó apesadumbrada—: Pero yo no le dije que Rodrigo fuera el padre. Te lo juro.

—Él no ha sido. Ha sido Iris —aclaró Rodrigo, malhumorado, mirando a su amigo.

Helada por saber que su secreto cada vez era menos secreto, Ana siseó:

Lamadrequelaparió. Pero ¿cómo se ha enterado ella?

—Por mí desde luego no… —aclaró su amiga.

Ana levantó el dedo y espetó, enfadada:

—Cuando regrese de su viaje quiero que se busque otro lugar para vivir. No la quiero en mi casa, ¿entendido, Neka?

—¡Oh, sí!, por supuesto. De eso me encargo yo —asintió la joven, convencida.

Turbado y frío por lo que había descubierto, Rodrigo se tocó el cuello, incómodo, y atrajo la atención de Ana.

—¿Cuándo me lo ibas a decir?

—Escúchame, Rodrigo, te lo iba a decir la semana que viene y…

—¿La semana que viene? —la cortó, confundido—. ¿Por qué la semana que viene?

—Porque esta semana tengo mucho trabajo y no pensaba verte.

—¡¿Te estás quedando conmigo?! —gritó.

—No.

Tocándose el pelo, clavó sus ojazos azules en ella.

—Sinceramente, creo que tengo derecho a saber que voy a ser padre lo más pronto posible. Pero ¿tú ves normal que me digas que me lo ibas a comunicar la semana que viene?

—¡Un momento! —exclamó Ana, levantando un dedo, y mirando a su amiga y a Calvin, pidió—: ¿Nos podéis dejar a solas?

—¿Estás segura? —preguntó Nekane al comprender el lío que Rodrigo había dado por hecho.

—Segurísima.

—Tranquila. No la voy a matar —protestó Rodrigo, enfadado.

—Ni yo a él —sonrió Ana, sacándolo más de sus casillas. Pero ¿dónde le veía ella la gracia?

Finalmente, Nekane se volvió hacia Calvin.

—¿Me invitas a cenar y después a un frapuchino?

—Por supuesto, preciosa.

Una vez que se quedaron solos en el estudio, le preguntó, furioso:

—¿Cómo has podido ocultarme algo así?

—Si me das un segundo, te lo explico.

Pero Rodrigo estaba enojado y, levantando un dedo, chilló:

—¡He confiado en ti! Me dijiste que serías mi amiga del alma, y tú me ocultas algo tan fuerte. ¡Joder! Primero me envenenas, luego me abres la cabeza y ahora me entero de que ¡voy a ser padre!

Ana sonrió.

—Sabes que esos hechos lamentables fueron sin querer y, si te tranquilizas, te explicaré lo del embarazo.

—No puedo tranquilizarme. ¡No lo entiendes!

Durante unos instantes, se produjo un tenso silencio.

—Ven…, te invito a un café —dijo Ana finalmente.

—Prefiero una copa, pero cuidadito con lo que le echas —siseó Rodrigo.

Sin mediar palabra, los dos se dirigieron hacia la cocina. La cabeza de Rodrigo no paraba ni un segundo. Deseaba preguntarle tantas cosas que no sabía ni por dónde comenzar. La observó atentamente y maldijo al darse cuenta de aquella redondita pero pequeña curvatura que se le notaba en el vientre. Pero ¿cómo no lo había advertido? Ana, mientras preparaba un café para ella y un whisky para él, lo miró de reojo y quiso reír. Se lo veía tan preocupado. Pero se contuvo. No era momento. Cuando lo tuvo todo preparado, le dio el vaso de whisky y lo invitó a seguirla al salón, donde se sentaron en el sofá. Deseoso de escucharla, la contempló mientras ella se echaba dos cucharadas de azúcar en el café con leche y daba un pequeño sorbo. Finalmente, y cuando ya no pudo más, ella confesó:

—Puedes respirar tranquilo. El bebé no es tuyo.

—¿¡Cómo?!

—Lo que oyes. Tú no eres el padre.

—¿Estás segura?

—Segurísima. Por lo tanto, relájate que no te voy a pedir ninguna pensión, ni que te cases conmigo, ni que lo lleves al zoológico los domingos.

Atónito por aquella franqueza, fue a hablar cuando ella, poniéndole un dedo en los labios, aclaró:

—Y antes de que me lo preguntes, sí…, ya sabía que estaba embarazada el día en que me acosté contigo, y por supuesto el horroroso fin de semana de vomitonas que pasamos en el hotel de Toledo. ¿Recuerdas que me dijiste que quizá estaba incubando algo? Pues sí…, incubaba mi huevo. —Él no habló. No podía—. Pero quiero que sepas de primera mano que si me acosté contigo aquel día fue porque me apetecía horrores hacerlo y tener una despedida colosal con un bombero sexy y ardiente. Porque, seamos sinceros, ¿quién va a querer acostarse conmigo ahora? Porque, además de la abstinencia total que voy a tener gracias a mi barriga, auguro que me voy a poner como un tonel. —La miró boquiabierto, y ella continuó—: ¿Y por qué lo auguro? Pues porque tengo hambre, ¡mucha hambre! Devoro la comida y no puedo parar de pensar en ella, y si ahora que estoy de cuatro meses ya he engordado tres kilos…, no quiero ni pensar cómo voy a estar cuando esté de seis o nueve meses. Vamos…, yo creo que para esa época no andaré, ¡rodaré! Y si hablamos del sueño, ¡madre mía, lo que duermo! Soy como el Oso Yogui en invierno. ¿Conoces a Yogui? —Atónito, asintió—. Entre comer, dormir y potar se me va el día, y llevo un retraso de trabajo terrible y no sé qué voy a hacer para intentar mantener el control de mi vida. Y en lo referente a…

Incapaz de continuar callado un segundo más, se acercó a ella y le tapó la boca con la mano.

—¿Qué tal si paras de hablar un segundo?

Encogiéndose de hombros, asintió, y él le quitó la mano de la boca.

—¿Estás segura de que no es mío?

—Sí, Rodrigo. Créeme.

Respiró aliviado. Segundos después, Ana se levantó, abrió el congelador y cogió una tarrina de helado Häagen-Dazs de chocolate belga. Se hizo con dos cucharitas, pero él negó con la cabeza, así que soltó una y comenzó a comer.

—¿Estás más tranquilo ya?

—Sí.

—Me alegra saberlo. Menudo susto te has debido de dar.

—¡Ni te lo imaginas!

Ella sonrió y, al recordar la noche en que se había enterado, murmuró tras chupar la cucharilla del helado:

—Creo que sí… me lo puedo imaginar.

—¿Se lo has dicho al padre? —se interesó él.

—No.

—¿Por qué?

—¿Sinceramente?

—Por supuesto, sinceramente.

Ana, se metió una nueva cucharada de helado en la boca y, tras disfrutarla con un gemido y cierre de ojos incluidos, respondió:

—Pues porque no sé dónde está.

—Pero sabrás quién es el padre, ¿verdad?

Ella frunció el ceño.

—Oye, guapo, pero ¿quién te has creído que soy? Pues claro que sé quién es el padre de mi gusarapo.

—¡¿Gusarapo?!

—El bebé —aclaró.

Sintiéndose más tranquilo al saber que no era el padre, curvó la boca en una media sonrisa.

—No pensarás llamarlo así, ¿verdad?

—Mientras esté dentro de mí, sí. Luego, cuando nazca, ya veremos.

Sobrecogido por la dulzura que el rostro de ella emanaba, volvió a preguntar:

—¿Dónde está el problema para encontrar al padre de tu gusarapo? —Al ver que ella no respondía, la miró con complicidad e indicó—: Te recuerdo que somos amigos del alma, una modalidad inventada por ti que consiste en tener a alguien especial al que no se le miente ¡nunca! —Pero la forma en que lo miró le hizo añadir—: Vale…, ya sé que tu amiga del alma es Nekane, pero yo también lo soy y me preocupo por ti.

Ana se sintió animada por aquella declaración.

—Conocí al padre del gusarapo la primera noche que nos vimos en Garamond, ¿la recuerdas? —Él asintió, y ella se levantó—. No sé quién es ni dónde vive. Sólo sé que se llamaba Orson, que era guapísimo y tenía un cuerpo de escándalo, y que vive en Suiza, eso es todo.

—¿Y, aun así, vas a tener el bebé? ¿Por qué?

Después de dejar la tarrina de helado en el congelador, Ana abrió el frigorífico y cogió unas aceitunas.

—En un principio, pensé en abortar, pero al final aquí estoy, comiendo como una lima y dispuesta a ser mamá. Quizá sea una locura, pero es una decisión muy personal. Siento no haberte contado que estaba embarazada el día en que me acosté contigo. Pero no quería que nadie supiera algo tan íntimo y…

—Creo que eres muy valiente, Ana, y vas a ser una buena madre.

A la joven, emocionada, se le llenaron los ojos de lágrimas, pero las contuvo.

—Más que valiente considero que estoy algo loca. —Ambos sonrieron—. Siempre me han gustado mucho los niños, pero te aseguro que nunca había pensado en tener uno hasta que de pronto me he visto con un bebé creciendo en mi interior.

Sobrecogido por sus palabras, caminó hasta ella y la abrazó. Ana, agradecida por aquel gesto, aceptó su abrazo. Se sentía fatal por seguir mintiéndole, pero no podía volverlo a asustar con lo que le había contado a su familia. Dos minutos después, cuando el sentimiento de culpabilidad la abandonó, tomó de nuevo el control de sus emociones y se separó de él.

—Siento el mal rato que has pasado. Nunca pensé que Iris fuera tan bicharraca. —Y sonriendo, añadió—: Aunque reconozco que me habría gustado ver tu gesto de susto. ¡Habría pagado por ello!

—Me acabo de dar cuenta de que tú eres un bichillo también —dijo Rodrigo, torciendo la cabeza.

Convencida de ello, asintió mientras se recolocaba la horquilla plateada que le sujetaba el flequillo.

—No lo sabes tú bien…

Ambos se rieron.

—¿Alguna sorpresa más que deba saber en relación con el gusarapo? —le preguntó mirándola fijamente, convencido de que le ocultaba algo.

A Ana la carne se le encogió. ¿Cómo podía explicarle la mentira que le había contado a su familia sobre que él era el padre del bebé?

—Ninguna —respondió finalmente.

—¿Seguro?

—Que sí, pesado.

Rodrigo sonrió y adoptó un gesto que a Ana le calentó hasta el alma.

—¿Tienes hambre?

Encantada porque la conversación se hubiera desviado, asintió.

—¡Qué cosas dices! ¿Acaso lo dudas?

—¿Qué tienes en la nevera? —dijo, abriéndola.

—Poca cosa… Hoy es lunes y hasta el jueves no vamos a comprar.

Tras una rápida ojeada, Rodrigo sacó cuatro huevos y cogió unas patatas.

—¿Qué te parece si hago una tortilla de patatas?

—¿Cocinas?

—Sí. Hace años aprendí gracias a un compañero que cocina maravillosamente. En el parque todos cocinamos. Además, querida amiga, me he dado cuenta de que a las mujeres os gusta mucho que los hombres sepamos cocinar.

—Nos pone, y mucho —contestó ella riendo. Y al verlo reír a su vez, preguntó—: ¿La tortilla la harías con cebollita?

—Por supuesto. Y como soy bueno, no le echaré Evacuol —afirmó él.

Lo ayudó a pelar las patatas y se sorprendió al ver lo apañado que era en la cocina. Rodrigo se manejaba de maravilla, y eso le gustó. Pero realmente ¿qué no le gustaba de él? Como siempre evitó hablar de su vida porque no quería mentirle más, y durante un rato, él le habló de Carolina y Alejandro, sus hermanos. Este último con síndrome de Down. Eran dos personas a las que adoraba y se notaba por cómo se refería a ellas. También hablaron de sus respectivos trabajos. Ella le contó curiosidades de sus sesiones de fotos, y él, de su vida como bombero.

—¡¿Cucaña?!

—Sí, señorita. Se llama «cucaña».

Asombrada, asintió mientras él cuajaba la tortilla.

—Yo pensaba que esa barra metálica que suele aparecer en todas las películas de bomberos simplemente se llamaba barra. ¡La barra!

—Pues no. ¡Cucaña! —sonrió él.

—Vale. Archivado queda ese nombre. —Y entonces, añadió—: Por cierto, creo que tienes un trabajo muy peligroso y mal pagado.

—Sobre todo, mal pagado —se mofó él al recordar los problemas que tenían los bomberos en general—. En cuanto al peligro es…

—¡Uf! —cortó ella—, aún recuerdo el día en que te conocí, cuando subiste a salvar a Encarna por esa escalera tan alta del coche de bomberos. Vamos, tengo que subir yo, y me da un telele.

—Esa escalera —apuntó él riendo— se llama «escala».

—Vaya, ¡no doy una!

Sin duda, le divertían la viveza y la naturalidad de Ana.

—Esto ya está. Si tienes hambre y quieres que cenemos ya, pon algo sobre la mesa.

Ana, sin tiempo que perder, puso dos minimanteles de plástico violeta sobre la mesita que había delante del televisor, y cinco minutos después, los dos atacaron la tortilla de patatas con cebolla con auténtica devoción.

—¡Madre mía, está de muerte! —admitió Ana, metiéndose un trozo en la boca.

—Como diría Martín, un compañero del parque, el secreto de la tortilla de patatas está en hacerla lentamente y con cariño.

Y así, entre bromas y risas, se terminaron la tortilla que Rodrigo había preparado.

—¿Y tu familia de Marsella sabe lo del bebé? —soltó él un poco más tarde.

Ana casi se atragantó. ¿Qué podía decir ante aquella pregunta? Pero cuando fue a responder un sonido la interrumpió. Era el móvil de Rodrigo.

«Jesusito de mi vida, ¡gracias por interrumpir!», pensó ella al ver que él se levantaba para contestar al teléfono.

Cuando Rodrigo cerró el móvil, tenía el ceño fruncido, y Ana se sintió preocupada.

—¿Qué ocurre?

Él se movió con celeridad para coger su abrigo.

—Era mi hermana. Debo ir al hospital de San Rafael. Mi madre se ha caído en casa.

—Te acompaño —dijo ella con convicción.

Media hora después entraban en el hospital. Rodrigo estaba tenso. Mientras preguntaba en recepción por su madre alguien lo llamó.

—Rodrigo, ¡estamos aquí!

Al volverse, un hombre elegantemente vestido se acercó a él.

—¿Cómo está mamá? —preguntó, angustiado.

—Bien…, hijo, bien. Tu hermana está con ella. No te preocupes.

Sorprendido de ver a su padre allí, le preguntó:

—Papá, ¿tú qué haces aquí?

—Álex me ha llamado porque estaba asustado y he venido para ver lo que pasaba.

—¿Y Ernesto? —inquirió Rodrigo al ver que la pareja de su madre no estaba por allí.

—Según me ha dicho tu hermano, de cena, aunque ya le hemos dejado un mensaje en el móvil —cuchicheó su padre.

Rodrigo suspiró; odiaba al actual marido de su madre, pero no era momento para pensar en ello.

—Bueno, cuéntame, ¿qué le ha pasado a mamá?

—Según me ha dicho Álex, se ha torcido un pie al bajar la escalera y ha caído.

—Pero ¿cuántas veces se ha caído ya? —dejó escapar, molesto, Rodrigo.

Ángel se encogió de hombros y no contestó. Su ex mujer llevaba una temporada bastante torpe, y cuando no le ocurría una cosa, le ocurría otra.

Ana los observó sin abrir la boca. No se podía negar que aquellos dos eran padre e hijo. Misma estatura. Misma complexión.

—Disculpa, Ana, casi me olvido de ti —se excusó Rodrigo segundos después.

—No pasa nada. Lo entiendo, no te preocupes —respondió sonriendo.

Cogiéndola por la cintura, el joven se pasó la mano por el pelo e indicó:

—Papá, te presento a mi amiga Ana. Ana, te presento a Ángel, mi padre.

—Encantado de conocerte, jovencita —la saludó el hombre con una hermosa sonrisa.

—Lo mismo digo, señor, y…

—Jovencita —la cortó él—, no me llames de usted, que me haces parecer mayor. Llámame Ángel.

—De acuerdo, Ángel —convino, encantada.

En ese momento, se abrió la puerta de urgencias, y Rodrigo, al ver a su madre y a su hermana Carol acompañándola, fue hasta ellas. Ana, sin saber qué hacer, se quedó plantada donde estaba.

—Ho…, hola, yo soy Álex. ¿Quién eres tú? —oyó de pronto.

Ana se volvió y se quedó mirando fijamente al chaval que le tendía la mano. Era un muchacho moreno, con gafitas y síndrome de Down. Aquél debía de ser el hermano de Rodrigo. Inmediatamente le chocó la mano y dijo:

—Hola, Álex, yo soy Ana. Encantada de conocerte. —Y al ver que el chico tenía una Nintendo DS, le preguntó—: ¿A qué estás jugando?

—Al Nintendogs. ¿Sabes jugar?

—Me temo que no.

El muchacho sonrió.

—Es…, es un juego en el que tienes que cuidar a tu mascota. Tengo tres perros. Uno se llama Casper, otro Trino, pero mi preferida es Luna.

—¡Ah!, pues no conocía yo este juego. ¿Es divertido? —preguntó, mirando la pantalla donde unos perrillos paseaban.

—Sí…, a mí me gusta mucho.

Durante unos segundos, Ana siguió observando la pantalla de la Nintendo mientras los animales se movían.

—¿Eres la novia de mi hermano Rodrigo?

Ana pestañeó.

—¡Nooooo! Nosotros sólo somos amigos —respondió rápidamente.

—¿Y por qué has ve…, venido con él? —insistió el muchacho.

—Porque estábamos juntos cuando tu hermana ha llamado y he decidido acompañarlo para que no estuviera solo.

—Vale —aceptó Álex. Entonces, le entregó la Nintendo y dijo—: ¿Quieres que juguemos un rato con los perrillos?

Ana asintió y, sentándose en los butacones de la sala de espera, comenzó a seguir las instrucciones que él le daba. Álex demostró ser una persona muy risueña y eso a Ana le gustaba. Tan divertidos estaban con el juego que cuando Rodrigo llegó hasta ellos no lo vieron. Durante unos segundos, los estuvo observando.

—Álex, ¿desde cuándo ligas con mis amigas? —dijo finalmente.

Al oír la voz de su hermano, el muchacho se levantó con celeridad y directamente lo abrazó. Si Álex quería a alguien por encima de todos, ése era Rodrigo.

—No…, no estoy ligando con ella…, tonto.

—¿Seguro? Mira que te conozco —se mofó Rodrigo.

Álex sonrió y, mirándolo con complicidad, murmuró:

—Me…, me ha dicho que no es tu novia.

—¿Eso te ha dicho? —repuso Rodrigo, frunciendo fingidamente el ceño.

—Sí… E…, ella ha dicho que no es tu no…, novia. Sólo tu amiga.

En ese momento, se acercaron tres personas más, y Rodrigo dijo:

—Ana, a mi padre ya lo conoces. Ellas son Carolina, mi hermana, y Úrsula, mi madre. Mamá, Carol, ella es Ana, una amiga.

—¡Encantada, Ana! —saludó la joven, dándole dos besos. Por su gesto, parecía encantadora, nada que ver con la otra.

—Lo mismo digo —respondió Ana mientras con disimulo miraba a la mujer mayor que la observaba y pensaba dónde habría dejado la escoba aparcada.

—Por cierto —habló la joven—, me encantan las botas Mustang que llevas. Con los vaqueros quedan estupendas. Yo quiero comprarme unas.

Sorprendida, Ana se miraba los pies cuando oyó:

—Carolina, tus botas de Yves Saint Laurent son divinas. Tú no necesitas otras botas.

—Pero, mamá, a mí me gustan —insistió la joven.

—Pero a mí no —cortó la mujer con rotundidad mientras clavaba la mirada en las botas de Ana. ¿Cómo podía su hija fijarse en aquellas botas que parecían de militar llevando unas tan estilosas?

Ana no habló, sólo las miró, pero un escalofrío le recorrió toda la espalda al notar la mirada gélida de aquella mujer alta y elegante. «¡Madre mía!, no tiene que ser nadie ésta. ¿A quién me recuerda? ¡Ah, sí!, ¡a la cantante de ópera Maria Callas!», pensó mientras comprobaba cómo la otra la escaneaba de arriba abajo.

—Encantada, mona —dijo la mujer con una falsa sonrisa que le recordó a la de su propia madre.

«¿Mona?». Aquel tonito no le gustó. Pero con una sonrisa se acercó a la mujer y le dio dos inaudibles besos en la mejilla mientras observaba cómo la bonita sonrisa de Carolina desaparecía.

—Señora, me alegra ver que el golpe no ha sido nada grave.

Aquella diva curvó la comisura de su boca y asintió. Si Rodrigo tenía la fachada de su padre, no podía negar que había heredado los impresionantes ojos azules de su madre. Eso sí, los de Rodrigo eran cálidos, no como los de ella, que eran fríos y calculadores.

—Mamá —intervino Rodrigo—, Ana es fotógrafa.

—¿De qué?, ¿de bodas, bautizos y comuniones? —se mofó la mujer.

—¡Mamá! —protestaron Carolina y Rodrigo al mismo tiempo. Ambos conocían a su madre y sabían lo corrosiva que podía llegar a ser.

Ana, por su parte, sonrió ante el comentario. Ese tipo de mujer no la asustaba, y al ver la incomodidad de Rodrigo y su hermana, puntualizó:

—Señora, hoy por hoy y con la crisis que hay, soy fotógrafa de lo que sea. No es momento de decir a un trabajo que no.

Aquella contestación a Úrsula no le gustó. ¡Qué chica más descarada! Y dándole la espalda, miró a su ex marido y le preguntó:

—¿Dónde está Alejandro?

Siguiendo el dedo de su ex marido, vio al muchacho y levantó la voz:

—Alejandro, ¡ven! Nos vamos para casa.

Una vez dicho eso, asió a Rodrigo del brazo y se alejó unos pasos para decirle algo. Entonces, Carolina se dirigió a Ana, que estaba a su lado, casi susurrando.

—Disculpa a mi madre. Está cansada y aunque no lo dice sé que los hospitales la aterrorizan.

—No te preocupes, no pasa nada. Y oye…, cuando quieras, te puedo decir dónde encontrar unas Mustang como éstas a buen precio.

—¿De verdad?

—Sí.

—Vale, pero que no lo sepa mi madre —cuchicheó la joven—. A ella este tipo de calzado no le gusta y sé que pondría el grito en el cielo si se entera.

Ana asintió justo en el momento en que se oyó:

—Carolina, ¡vamos!

La joven, tras dibujar una tímida sonrisa, le dijo adiós con la mano y se alejó, y al pasar junto a su hermano Rodrigo lo agarró del cuello y lo besó.

Dos segundos después, todos caminaban hacia el aparcamiento del hospital. Antes de subir al coche de Rodrigo, Ana se fijó en el vehículo donde viajaban los otros y casi silbó al ver la mirada de Úrsula. Estaba claro que no le había gustado nada.