Llamé a la centralita del hospital y pedí que me pusieran con el número que me había dado Dolan. Mientras esperaba la comunicación me puse a leer lo que había en el tablón de anuncios, que parecía dedicado por igual a las caricaturas, a las clases que se avecinaban y al menú de los restaurantes de comida instantánea que servían a domicilio sin recargo. Me moría de hambre.
Cuando oí la voz de Dolan, cerré los ojos, me llevé la mano al pecho y me di unos golpecitos para tranquilizarme.
—Teniente Dolan, soy Kinsey Millhone. Llamo desde el St. John’s Hospital y no tengo mucho tiempo.
—¿Qué ocurre?
Empecé a hablar mientras el cerebro tomaba cierta delantera con objeto de ordenar la información.
—En primer lugar, Bibianna Díaz está aquí, en la UCI. Se salió anoche de la carretera…
—Me lo han dicho —dijo Dolan.
—¿Lo sabe ya?
—Uno de los hombres de Santos me avisó en cuanto se dio parte. El hospital ya ha recibido instrucciones. El personal ha de tratar a Raymond con educación, pero sin dejar que se acerque a ella. Ya saben todos lo que tienen que hacer.
—Uf, menos mal. —Le informé apresuradamente sobre lo sucedido hasta la fecha, sin olvidarme de la documentación que había visto en Autorreparaciones Buddy—. Creo que sé quién es la persona responsable de las filtraciones.
Le hablé del doctor Howard, el quiromasajista, y de la foto de su hija. Ignoraba su apellido de casada, pero le hice una descripción precisa (aunque desfavorable) de la mujer. En tanto que funcionaria civil que trabajaba para la Comisaría del Sheriff del Condado, estaba en una situación ideal para transmitir información a su padre y, por mediación de este, a Raymond. En cuanto detuvieron a Bibianna en Santa Teresa, Raymond tuvo que saber dónde se encontraba. De pronto se me ocurrió algo.
—Teniente, ¿sabe usted algo de la pistola con que mataron a Parnell? Raymond tiene una Mauser del calibre 30. La he visto en un cajón de su cómoda.
—Olvídate de Parnell —me interrumpió Dolan— y hazme un favor. Cuelga y sal corriendo.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Tate tiene que estar ya en el hospital. El hospital le comunicó lo sucedido a última hora de la noche y se puso en camino inmediatamente. Si Raymond se entera de que está ahí, se va a armar la gorda.
—Mierda.
Una médico entró en la sala de enfermeras con la bata verde de cirugía. Se quitó el gorro y se sacudió el pelo con cansancio. Se detuvo a observarme sin dejar de manosearse la cabeza; el agotamiento le surcaba la cara de arrugas. No sé si quería telefonear o sentarse.
—Tengo ahí un hombre que podría ayudarte. Espera. Me llaman por otro teléfono…
Vi que Raymond pasaba ante la sala de enfermeras, camino de los ascensores, seguramente en mi busca. No podía esperar a que Dolan volviera.
—He de irme —dije al micrófono del auricular y colgué. Todas las células cerebrales me decían a gritos que me fuera corriendo, pero no podía dejar a Jimmy Tate sin apoyo. Salí de la sala de enfermeras y correteé por el pasillo detrás de Raymond hasta que lo alcancé. Le di un golpecito en el hombro.
—Eh, ¿adónde vas?
Se volvió y me miró con cara de enfado.
—¿Dónde estabas? Iba a buscarte.
—Me acerqué a la guardería para ver a los recién nacidos —dije.
—¿Para qué?
—Me gustan los niños. A lo mejor me encapricho y quiero tener uno más adelante. Son monísimos, tan pequeñitos y tan arrugados. Parecen animalitos.
—No estamos aquí para eso —refunfuñó, aunque la explicación pareció ablandarle. Me cogió del brazo, me hizo dar media vuelta y nos dirigimos otra vez a Cuidados Intensivos.
—Vamos a tomar un café, anda —dije.
—Olvídalo. Con lo nervioso que estoy, no me hace ninguna falta.
Llegamos a la sala de espera de la UCI y Raymond tomó asiento. Cogió una revista y la hojeó con aire distraído. Las páginas producían un rumor deslizante en el silencio de la sala. Dos mujeres que estaban sentadas en el otro extremo le miraban con atención y curiosidad a causa de sus tics y contracciones.
Raymond alzó los ojos, advirtió que le observaban y se quedó mirando con fijeza a las dos mujeres hasta que estas apartaron la mirada.
—No soporto que me miren. ¿Acaso creen que me gusta hacer esto? —Exageró un tirón de cuello para que yo le viera y siguió mirando con hostilidad a las dos mujeres, que se removían ya con nerviosismo.
—¿Cómo está Bibianna? ¿Has hablado ya con alguien?
—El médico tiene que estar al caer. A ver qué nos dice.
Tenía que llevármelo de allí. En el rincón había una tele en color, con el sonido al mínimo, y por cuya pantalla pasaban uno de esos documentales sobre la naturaleza en que la mitad de una especie devora a la otra mitad.
Raymond apoyó los codos en los muslos.
—¿Por qué tardarán tanto, joder?
—¿Te apetece comer algo? Vamos a la cafetería, a ver si encontramos a Luis. Yo me muero de hambre.
Bajó la cabeza y la movió en sentido negativo. Acto seguido la volvió y se me quedó mirando con expresión lúgubre.
—¿Y si se muere?
Contuve la réplica espontánea que me vino a los labios. Todos los comentarios que se me ocurrían podían despertar su agresividad. Reflexioné. Pensándolo bien, era muy lógico, dadas las características de su perturbación, que ahora se sintiera angustiado por la mujer a la que había dado orden de matar hacía menos de veinticuatro horas. Raymond no dejaría títere con cabeza si se enteraba de que Jimmy Tate estaba en el hospital.
—Si seguimos aquí nos volveremos locos —dije—. Vamos abajo, compramos lo que sea y volvemos corriendo. De todos modos, el médico puede que tarde todavía una hora.
—¿Tú crees?
—Anda, vamos. Tómate un café por lo menos.
Raymond dejó la revista y se puso en pie. Salimos al pasillo y aflojó el paso.
—Voy a decirle a la enfermera dónde estamos. Por si llega el médico.
—Deja, ya lo hago yo. Adelántate y llama al ascensor.
Dos enfermeras hispanas se acercaban por el pasillo. Había cierta actividad al fondo y nos quedamos mirando el movimiento de gente. Un médico salió del ala de Rehabilitación y se dirigió a la UCI. Se había puesto una bata blanca hasta las pantorrillas encima del traje gris. Llevaba el nombre completo bordado en azul a la altura del bolsillo, del que le sobresalía un estetoscopio que parecía una manguera de juguete. Tendría cincuenta y tantos años, llevaba el pelo gris casi cortado al rape, gafas sin montura, y andaba cojeando. Le habían enyesado el pie derecho, pero parecía que llevase una bota de esquiar. Advirtió mi mirada y sonrió como si se disculpase, aunque no dio ninguna explicación. Imaginé un accidente deportivo, que sin duda era lo que él deseaba, aunque lo más probable era que hubiese pisado un rastrillo mientras podaba las rosas de su jardín.
—¿Me buscaban a mí?
—Hemos venido a ver a Bibianna Díaz. ¿Es usted el médico?
—Para todo lo que haga falta. Encantado de conocerle, señor Tate. Soy el doctor Cherbak. —Estrechó la mano de Raymond—. Ya me dijo la enfermera que estaban aquí. Lamento haberme retrasado…
La sonrisa de Raymond se encogió un poco.
—Me llamo Raymond Maldonado. ¿Qué tiene que ver Tate con esto?
Cherbak parpadeó confuso y consultó la ficha de Bibianna.
—Perdón. Ella dijo que avisáramos a su marido y, como es lógico, pensé que…
Advertí que en la cubierta de la ficha había una etiqueta de color rosa con las siglas VP, Vigilancia y Protección. Raymond pareció verla al mismo tiempo que yo.
—¿Su marido? —repitió. Se quedó mirando al médico, que ya tenía que haberse dado cuenta de que había cometido un error garrafal.
Tiré de la manga de Raymond.
—Es un malentendido —le murmuré—. Seguro que ella ha sufrido una conmoción cerebral y se ha puesto a decir barbaridades.
Raymond apartó el brazo de un tirón.
—¡Cierra el pico! —exclamó. Y encarándose con el médico—: ¿Eso le ha dicho? ¿Que Jimmy Tate es su marido? Pues es mentira. Y le voy a romper la cara por decir una cosa así.
Las dos enfermeras que charlaban enmudecieron y se giraron para contemplar el altercado como si estuviéramos en un culebrón. El miedo me saltó a la superficie igual que una calentura.
—Vámonos. Ya volveremos después.
—¿Cómo está Bibianna? —preguntó Raymond. Había adoptado una actitud belicosa y apretaba las mandíbulas con fuerza.
—No estoy autorizado a…
—Le he preguntado cómo está. ¿Quiere responderme, majadero?
El doctor Cherbak se puso tieso como una escoba.
—Ha sido una confusión —dijo—. Si usted no está emparentado con la paciente, no tiene derecho a preguntar.
Raymond le dio un empujón.
—¡Pues a la mierda con las confusiones! Voy a casarme con esa mujer, ¿entendido? Yo. Raymond Maldonado. ¿Lo ha oído bien?
Cherbak dio media vuelta y avanzó cojeando hacia la puerta doble de la UCI. Nada más cruzarla, oí que decía: «Avise a Seguridad…».
Raymond se lanzó tras él, cruzó la puerta de un empujón y agarró al médico por el cuello.
—¿Dónde está Bibianna? —vociferó—. ¿Dónde está?
El médico trastabilló y una enfermera de guardia echó a correr. Otra cogió el teléfono para llamar a Seguridad. Raymond sacó la pistola y la encañonó con el brazo estirado e intenciones homicidas. La enfermera dejó el teléfono. Raymond movió el brazo armado a derecha e izquierda mientras avanzaba por el pasillo. Saqué la SIG-Sauer, pero el médico se interponía entre Raymond y yo. Por todas partes parecía haber personal sanitario.
—¡Jimmy! —grité. Eché a correr.
Bibianna se encontraba en la segunda habitación. Tate estaba de pie, con la pistola en la mano. Raymond apretó el gatillo. Vi que Tate caía al suelo.
Raymond se volvió y avanzó derecho hacia mí.
Sostuve el arma con ambas manos.
—¡Detente! —exclamé, aunque sabía que no podía disparar, dadas las circunstancias. Había demasiada gente cerca y era muy arriesgado hacer fuego. Me apartó de un empujón y echó a correr, abrió la puerta doble con el hombro y escapó por el pasillo. Raymond no había guardado el arma, pero iba demasiado deprisa para apuntar o disparar con precisión. Me lancé sobre la puerta doble y corrí por el pasillo en su persecución. La gente se asomaba a la puerta, atraída por el alboroto, pero volvía a esconderse nada más ver las pistolas. Raymond llegó bajo un rótulo que decía SALIDA, asió el tirador, abrió la puerta y corrió escaleras abajo. Llegué a la puerta en el momento en que se cerraba y la estrellé contra el tope al abrirla. Oí que los pasos de Raymond resonaban en la escalera trazando una espiral descendente. Yo bajaba por ella, saltando los peldaños de tres en tres para reducir la ventaja que me llevaba, cuando oí que llegaba a una puerta exterior. Al salir debió de activar alguna alarma, porque todo se llenó de pitidos estridentes.
Apreté el paso, abrí la puerta con una mano, con la otra empuñaba la SIG-Sauer, y estuve a punto de caer de espaldas cuando el súbito fogonazo de la luz solar me dio en los ojos. Vi que Raymond corría por el césped que se extendía delante de mí. Habíamos salido por la parte trasera, muy cerca de Arizona Avenue, a una zona poblada por pequeñas casas encaladas y algún que otro edificio médico de dos pisos. Raymond se dirigía a la calzada a toda velocidad, impulsándose con los brazos y sin tocar apenas el suelo con los pies. Me dio la sensación de que alguien corría a mis espaldas, pero no podía perder tiempo mirando. La distancia que nos separaba era cada vez menor y yo había recurrido ya a las últimas fuerzas que me quedaban. Estaba en mejor forma que Raymond, pero los bronquios me ardían y los pulmones se me habían convertido en una fragua. Seis días sin hacer ejercicio me habían anquilosado los músculos, aunque todavía me quedaba combustible.
Raymond se volvió para mirar y la distancia que nos separaba se redujo un poco más. Disparó y el proyectil fue a estrellarse en una palmera que había a mi izquierda. Quiso acelerar, pero las fuerzas le fallaron. Estaba ya tan cerca de él que sus jadeos parecían ir al mismo ritmo que los míos y sus tacones casi me rozaban las rodillas cuando las levantaba. Mis dedos se cerraban como tenazas alrededor de la culata de la pistola. Estiré el brazo y le di un empujón. Perdió el pie y manoteó en el aire para recuperar el equilibrio. Cayó de bruces, con los brazos en cruz, y yo aterricé con las rodillas sobre su espalda. Exhaló un ruidoso suspiro y el arma se le escapó de la mano. Me puse en pie jadeando como un ciclista. Se dio la vuelta, alcé la pistola y le apunté entre los ojos. Levantó las manos mientras se arrastraba para alejarse. Le habría volado los sesos a aquel cabrón por diez centavos. La rabia me cegaba y estaba fuera de mí.
—¡Voy a matarte, voy a matarte, hijo de puta! —le grité.
—¡Alto! —oí a mis espaldas.
Me di la vuelta.
Era Luis.
Empuñaba una pistola con la diestra y apuntaba a Raymond. Con la izquierda mostraba una insignia. Del Departamento de Policía de Los Angeles.