Lo más difícil de una mentira es adivinar lo que haríamos si fuéramos inocentes. Yo no podía fingir que no conocía a Dawna Maldonado. Las dos habíamos estado en el mismo lugar el martes por la noche, cuando Chago había muerto. ¿Tenía que tratarla como a una amiga o como a una enemiga? Dadas las circunstancias, me parecía más prudente tener la boca cerrada y dejar que el guión se desarrollara solo, como en el teatro improvisado. Como no había manera de escapar, me puse el bolso bajo el brazo y me dirigí a la mesa de la cocina. Tomé asiento y dejé el bolso junto a la pata de la silla, como con indiferencia. Cogí las cartas de Bibianna. Barajé los naipes y me esforcé por recordar cómo hacía ella los solitarios.
Para entonces, la conversación entre Dawna y Raymond se había centrado en el tiroteo. Fue precisamente en aquellos instantes cuando Dawna se dio cuenta de mi presencia.
—¿Qué hace esta aquí?
Bueno, había llegado la hora.
Raymond pareció sorprendido por el comentario de la mujer, cuya entonación fue claramente hostil.
—Perdona. Te presento a Hannah. Es una amiga de Bibianna.
Los ojos de Dawna eran azules y fríos, bordeados de negro, y miraban de un modo calculador.
—¿Y por qué no le preguntas a ella sobre el tiroteo? Estaba con ellos aquella noche.
—¿Ella?
—En el bar, sentada a la mesa con ellos cuando salí del teléfono.
Raymond parecía confuso.
—¿Te refieres a Hannah?
—Maldita sea, Raymond, ¿es que hablo en chino?
Raymond se volvió hacia mí.
—Creí que habías conocido a Bibianna en la cárcel, que fuisteis compañeras de celda.
Yo miraba los naipes como si lo demás careciese de importancia. Siete cartas para hacer siete montones, la primera boca arriba, las otras seis boca abajo.
—Yo no dije nada de eso. Nos metieron juntas en el talego, pero la había conocido antes, en un bar. Imaginé que te lo contaría ella, de lo contrario yo misma te lo habría comentado.
Siguiente vuelta, había que saltarse el primer montón. Una carta boca arriba para el segundo montón, las otras cinco boca abajo. Seguí haciendo el solitario con toda la sangre fría que hay que echarle a las estratagemas. Luis escuchaba con disimulo, guardándose de llamar la atención para que Raymond no la tomara con él.
—¿Y quieres decirme qué demonios hacías tú allí con Bibianna y con Jimmy Tate?
Vaya, había adivinado que se trataba de Tate; puede que le hubiera ayudado la descripción que le había hecho Dawna.
—Nada en especial. Acabábamos de entrar en el bar de al lado para comer cuando aparecieron aquellos dos.
—¿Estaba Bibianna con Jimmy Tate?
Dawna soltó un bufido.
—Joder, Raymond. ¿Qué te pasa? Pareces un loro. —Vi por el rabillo del ojo que Dawna estaba disfrutando de lo lindo. Seguro que de pequeña se chivaba y acusaba a todos sus hermanos para hacerse la importante.
Raymond no le hizo casó y se concentró en mí.
—¿Por qué no me has dicho en ningún momento que Bibianna estaba con él aquella noche?
—Jimmy Tate estaba conmigo. Conocimos a Bibianna en el primer bar y le dijimos que se viniera a picar algo. ¿Tanta importancia tiene?
—No te creo.
Dejé de echar cartas.
—¿No me crees?
—Creo que mientes.
—Un momento, Raymond, un momento. Hace cinco días que nos conocemos. Quisiera saber por qué de pronto he de darte cuenta de mis actos.
Los ojos de Raymond brillaban como luceros y su tono de voz había adquirido una suavidad que no me convencía.
—Dice Dawna que fue Tate quien mató a mi hermano. ¿Lo sabías?
Pues claro. Y tanto que lo sabía. Pero no dije nada, mientras me preguntaba por qué de pronto se me había quedado la boca tan seca. No se me ocurría nada que viniera al caso y por una vez el repertorio de las mentiras no reaccionó con la prontitud deseada.
—Responde —dijo Raymond—. ¿Mató Tate a mi hermano?
Sopesé distintas posibilidades, ya que no quería comprometerme aún en una dirección definida.
—No lo sé —dije—. Cuando empezó el tiroteo, me eché a tierra.
—¿No viste a Tate con una pistola en la mano?
—Bueno, yo sabía que Tate tenía pistola, pero no sé qué hizo con ella porque yo no miraba en aquel momento.
—¿Y Chago? Supiste que le habían dado, ¿no? ¿Quién crees que lo hizo?
—No tengo ni la menor idea. En serio. No me enteré de lo que pasaba. Lo único que sé es que Tate y yo conocimos a Bibianna por casualidad, fuimos al bar de al lado para comer y, antes de que me diera cuenta, aparecieron dos matones y se llevaron a Bibianna a punta de pistola. Se organiza una ensalada de tiros, llega la poli. A Bibianna y a mí nos meten entre rejas…
Pisaba ahora un terreno más seguro porque sabía que Dawna había desaparecido más o menos cuando habían alcanzado a Chago. Partía de la base de que ella ignoraba lo sucedido a continuación. En realidad, me preocupaba menos aquel asunto que la posibilidad de que recordara que me había visto en las oficinas de La Fidelidad de California. Y el caso es que me escrutaba la cara con el ceño fruncido y con una de esas miradas de desconcierto que señala la presencia de un bloqueo en los mecanismos de la memoria. Bloqueo que podía desaparecer en cualquier momento.
—Está mintiendo, Raymond.
—Tú no te metas —dijo Raymond con irritabilidad. Encendió un cigarrillo y me observó mientras inhalaba la primera bocanada de humo.
Sonó el teléfono. Los cuatro nos volvimos y nos quedamos mirando el aparato. Luis fue el primero en moverse y cogió el auricular.
—¿Diga? —Escuchó durante unos segundos y cubrió el auricular con la mano derecha—. Es la poli, dicen que han encontrado el coche.
Raymond cogió el auricular.
—Diga… Sí, soy yo… ¿Algún herido? ¿De veras? Vaya, sí que es lamentable. ¿Dónde está eso? Ya… ¿Y el coche? Entiendo. Sí, conozco el sitio… ¿De verdad hizo eso? Qué mala suerte.
Raymond colgó el auricular mientras miraba a Luis de reojo.
—Bibianna ha tenido un accidente en Topanga Canyon. Según ha dicho el tío ese, Chopper atropello el Cadillac y lo tiró por un precipicio.
—Hostia —dijo Luis.
El corazón empezó a latirme con fuerza.
—¿Y Bibianna? ¿Está bien?
Raymond espantó una mosca invisible con despreocupación.
—No te preocupes. Está en el St. John’s. Ponte algo encima, muñeca. Tenemos trabajo. —Miró sonriente a Luis—. Genial. El Caddy ha quedado para el arrastre. De esta sacamos veinticinco mil. —Advirtió la cara que yo acababa de poner—. ¿Qué miras? Esto da para una reclamación auténtica —dijo totalmente convencido de sus derechos.
—¿Y yo? —dijo Dawna en son de queja.
—Puedes venir si quieres. O quédate, si prefieres dormir. Pareces cansada. Volveremos dentro de una hora y luego iremos a la funeraria.
Dudó durante unos instantes y al final se decidió.
—Está bien, marchaos. Descansaré un rato.
Para lo denso que estaba el tráfico, Raymond conducía con demasiada agresividad. Yo iba encajonada entre él y Luis en el asiento delantero, sujeta con una mano a la consola de mandos, y musitando exclamaciones cada vez que Raymond cambiaba de carril sin avisar o se ponía a unos centímetros del parachoques trasero de un vehículo, giraba el volante con brusquedad y lo adelantaba volviendo la cabeza con el ceño sombríamente fruncido. Apretaba los dientes, la cara se le contraía a cada momento y la culpa de todo lo que había bajo el sol era de los demás. Hasta Luis empezaba a alarmarse y murmuraba «Hostia» cada vez que nos salvábamos por los pelos de un accidente.
Hablaban traspasándome con las palabras, como si yo estuviera hueca, y tardé un rato en comprender lo que decían.
—La muy idiota debió de abandonar la 101 en Topanga. ¿Se puede ser más imbécil? Allí no hay absolutamente nada. ¿Conoces la carretera?
—Es muy irregular —dijo Luis.
—Lo peor que hay. Cuestas más verticales que una casa y precipicios a ambos lados. Si hubiera tenido cerebro, se habría quedado en las zonas pobladas y habría avisado a la poli. Pero ¿quién iba a ayudarla allí? Chopper sólo tuvo que esperar a que el Cadillac llegara a una de esas curvas más cerradas que una horquilla, y ¡bum! —Raymond hizo un ademán de desprecio—. Dice la poli que atropello el Caddy por detrás y que se quedó enganchado sin posibilidad de soltarse. —Hizo con la mano un gesto como para indicar que alguien se ha lanzado al agua desde un trampolín.
Me volví a mirar a Raymond.
—¿También él se ha despeñado?
Raymond me miró como si de pronto me hubiese puesto a hablar en latín.
—¿De qué te crees que hablamos? Chopper está muerto y a ella le ha faltado muy poco. Se lo merecía. ¿Es que no te habías dado cuenta aún? Está en cuidados intensivos.
—Oh, no —murmuré.
—Pero ¿qué te pasa? No irás a decir ahora que ha sido culpa mía, ¿verdad? Me roba el coche, me lo deja hecho polvo, ¿y soy yo el culpable?
—Por el amor de Dios, Raymond, acepta la responsabilidad que te corresponde. Todo esto lo has fraguado tú y lo sabes muy bien.
—No juegues con la suerte, tía. ¡Yo no he hecho nada! —La cara de Raymond se ensombreció y siguió conduciendo sin decir palabra. Noté que la ansiedad se me filtraba por el pecho y me comprimía el aparato digestivo.
Dejamos la 405 al llegar a la Santa Monica Freeway y nos dirigimos hacia el oeste hasta la salida de Cloverfield. La tomamos y giramos a la derecha. Había estado en el St. John’s hacía unos años y por lo que recordaba no tenía que estar muy lejos, en la Calle 21 o la 22, entre Santa Monica Boulevard y Wilshire. Eran ya las diez y media. Los hospitales son muy estrictos en lo que se refiere a las visitas a la UCI, aunque estaba segura de que Raymond entraría por las bravas.
Dejamos el coche en el aparcamiento de las visitas, nos dirigimos a la entrada principal y pasamos bajo un arco. Una fuente de baldosas verdes y azules salpicaba ruidosamente en el centro de un patio de ladrillo. Al otro lado de la fuente había un busto de bronce de Irene Dunne, la benefactora del St. John’s. El lugar era enorme, una serie de bloques de color crema que antaño habían tenido que ser prismas de hormigón puro. De la parte delantera sobresalía un pórtico, a los lados se extendían sendas alas y de la parte posterior se elevaba un anexo de múltiples plantas. Parecía como si el núcleo central hubiera ido devorando el terreno disponible con construcciones que engullían a su vez las parcelas adyacentes a medida que crecían las necesidades espaciales del hospital. En los alrededores no había más que una modesta cantidad de viviendas unifamiliares construidas según el estilo de los años cincuenta. Una ambulancia pasó junto a nosotros emitiendo aullidos muy breves y ocasionales. Se dirigía a Urgencias e iba con las luces amarillas dando vueltas.
A ambos lados de la entrada principal, flanqueando la escalera del centro, había rampas para sillas de ruedas. Subimos por los peldaños centrales y accedimos al vestíbulo, enmoquetado de marrón y perfumado con claveles. A la izquierda, había una pared entera dedicada a consignar el nombre de las personas que habían dado dinero al hospital, y que iban desde los benefactores, los patrocinadores, los socios y los amigos, hasta donantes demasiado tacaños para formar parte de una categoría concreta. En el extremo más alejado de aquella misma pared, encima del mostrador de Admisión, había un óleo enorme en que se veía a un sujeto de pelo rubio y rizado que miraba hacia las alturas con cara de sufrimiento.
Raymond preguntó en Información por el paradero de la Unidad de Cuidados Intensivos. Me consolé pensando que Bibianna había tenido que estar consciente al ingresar en el centro, de lo contrario la policía no habría podido identificarla. Que yo supiera, se había fugado con el Cadillac sin llevar encima ningún documento.
Oí a mis espaldas una conversación a medias.
—Entonces —decía una mujer— le dije a la tonta esa de la Comisaría del Sheriff: «¿Por qué se mete usted donde no le llaman? Si no le han acusado de nada, ¿a santo de qué tiene usted que consultar con el juzgado?». Es que esto ya es violar los derechos constitucionales de la gente, oiga.
En el cerebro se me conectaron dos cables y se cerró un circuito. Se me escapó el mismo «ah» que emitimos cuando nos echamos agua helada por el pecho. Ya sabía quién era la hija del doctor Howard, la novia de la foto. Era la funcionaria que tanto me había hecho rabiar en la Comisaría del Sheriff del Condado de Santa Teresa, cuando le había preguntado por Bibianna Díaz. Diantre, ahora tenía que encontrar un teléfono. No me extraña que Dolan creyera que había filtraciones.
Raymond nos condujo al ascensor y subimos a la primera planta. Cuando se abrieron las puertas, doblamos a la derecha y pasamos ante el pabellón de Maternidad, donde una madre que había dado a luz hacía poco se paseaba a cámara lenta en bata y zapatillas, rozando la pared mientras andaba. Raymond se comportaba del modo más formal que sabía, se movía con rapidez y andaba con la vista al frente. Vi que Luis miraba de reojo alguna que otra habitación vacía. Incapaz de resistirme, yo hacía exactamente lo mismo, aunque no había mucho que ver. El aire olía ya a comida.
El ala denominada 2-Sur, tras una puerta doble y cerrada, albergaba las unidades de Cuidados Intensivos, Vigilancia Coronaria, Cirugía Cardíaca y Vigilancia Intermedia. Un rótulo decía «SOLO PERSONAL AUTORIZADO» y no muy lejos de allí había un teléfono de pared. Según parece, para entrar en la sección había que llamar antes por teléfono y pedir permiso. En la sala de espera adjunta había cuatro mujeres charlando y leyendo revistas. Vi un teléfono público, un expositor de revistas y un televisor en color. En el pasillo había una fuentecita para beber agua y en una hornacina un santo varón que sostenía al Niño Jesús por el trasero desnudo. El suelo consistía en cuadrados rellenos de teselas marmóreas y separados por costuras metálicas.
Luis se sentó en un banco tapizado de cuero gris y no paraba de mover rítmicamente una pierna. Pasó un técnico del laboratorio con un frasco de sangre en las manos. Luis se levantó, se acercó a la pared y leyó el cartelito con el horario de las visitas. Era la primera vez que veía a Raymond y a Luis en una situación en que la fanfarronería y la violencia no habrían servido de nada.
Raymond, al igual que Luis, parecía de esas personas que se sienten incómodas en presencia de las enfermedades. El primero se conducía con humildad y respeto. Tenía otra vez tics y espasmos, y los movimientos que hacía con la cabeza me recordaron los sobresaltos que yo misma sufro a veces poco antes de dormirme. El personal del centro, al verle, parecía emitir un diagnóstico de un solo vistazo sin dedicarle más atención de la que le dedicaba yo a aquellas alturas. A juzgar por la actitud de Raymond, no tuve más remedio que pensar que de niño lo habían hospitalizado y sometido a tratamientos que habían dejado en él una huella tan profunda como amarga. Se fue calmando de modo casi imperceptible y metió las manos en los bolsillos mientras pensaba en lo que haría a continuación.
Iba a llamar por teléfono cuando se abrió la puerta doble y apareció una enfermera. Era pelirroja, tendría treinta y tantos años, y llevaba pantalón y bata blancos, zapatos blancos de suela gruesa y la insignia de donde había estudiado, pero no cofia.
—Ustedes dirán.
—Pues verá… trajeron anoche a mi prometida. Sufrió un accidente de automóvil. La policía me dijo que estaba aquí. Se llama Díaz de apellido… ¿podría verla?
La enfermera sonrió con amabilidad.
—Aguarde un momento. Voy a ver. —Se dirigió a la sala de espera y asomó la cabeza para dirigirse a una de las mujeres. La interpelada dejó la revista a un lado y siguió a la enfermera por la puerta doble. Me tomé la libertad de espiar por la ventanita, pero no vi más que una prolongación del pasillo y, al fondo, una sala rodeada de paneles de vidrio y llena de aparatos de control. No se veía al paciente y por tanto no había manera de saber si se trataba de Bibianna o no.
Luis se apoyaba ora en una pierna, ora en la otra, mientras chasqueaba los dedos con suavidad.
—Tío, no aguanto esto, me voy al vestíbulo. Recogedme cuando salgáis. A ver si encuentro la cafetería y como algo.
—De acuerdo —dijo Raymond.
Luis cruzó los brazos y se encogió de hombros con indiferencia.
—¿Te traigo café o lo que sea?
—No quiero nada, Luis, puedes irte.
—A lo mejor vuelvo dentro de un rato —dijo. Me miró y anduvo de espaldas unos cuantos pasos, por si Raymond le hacía alguna objeción. Raymond parecía luchar con sus propios deseos de marcharse. Luis se dio la vuelta y se dirigió a los ascensores.
En cuanto lo perdimos de vista, rocé el brazo de Raymond.
—Quiero ir al lavabo.
En esto volvió la enfermera.
—Tendrá que esperar unos minutos. El neurólogo acaba de irse, pero creo que sigue en el hospital. ¿Quiere que le avise?
—Bueno. ¿Podría hacerlo?
—Desde luego. Mientras tanto, si quiere sentarse —dijo la mujer, señalándole la sala de espera.
—¿Ella está bien?
—No sabría decirle —dijo la enfermera—. El doctor Cherbak se lo explicará con detalle en cuanto llegue. ¿Cómo se llama usted?
—Raymond. Esperaré. No quisiera molestar a nadie.
—Hay una máquina de café, por si le apetece tomar uno.
—¿Podría indicarme dónde están los lavabos? —pregunté. Dios mío, ¿por qué no se me ocurría una manera más sutil e imaginativa de alejarme de aquella gente?
—La primera puerta —dijo la enfermera, señalándome el pasillo.
Entré en la sala de espera con Raymond.
—Enseguida vuelvo —dije en cuanto vi que se sentaba en el sofá.
Estaba ya demasiado inquieto para prestarme atención. Me alejé haciendo un esfuerzo por no perder la calma, por no echar a correr. Pasé ante los lavabos y seguí andando en busca de un lugar recogido donde hubiera teléfono.
El ala 2-Sur continuaba en la 2-Principal sin que se percibiera solución de continuidad ni en el suelo ni en las paredes, que eran de color azul celeste y beige claro y estaban decoradas con dibujos esquemáticos que representaban copas de árbol y haces de eneas. Advertí que de las proximidades de la muerte me había trasladado a los orígenes de la vida, ya que los rótulos de la pared indicaban Maternidad, Sala de Partos, Guardería y Sala de Espera de los Padres. Buscaba un teléfono público mientras revolvía el bolso y apartaba la pistola para coger las monedas sueltas que tenía. Cada segundo que pasaba sentía más miedo. En cuanto informara a Dolan, me largaba de allí pitando.
Pasé ante la sala de control de la 2-Principal. A la izquierda vi un mostrador con monitores empotrados en la pared en los que se veían unas líneas verdes que supuse eran constantes vitales.
Una enfermera negra que salía de una estancia en cuya puerta ponía «SALA DE PERSONAL» casi se me echó encima. Llevaba una bata blanca hasta los tobillos y atada a la espalda, y una mascarilla subida hasta la frente que más bien parecía un forúnculo verdoso. Tendría cuarenta y tantos años, era delgada, de ojos negros y tenía la cara despejada y sin arrugas.
—¿Puedo ayudarla?
—Eso espero —dije—. Voy a explicarle la situación en que me encuentro, pero tiene usted que confiar en mí. Soy investigadora privada, de Santa Teresa. He adoptado otra personalidad para trabajar en un caso relacionado con una estafa a una compañía de seguros y estoy en este hospital en compañía de un delincuente que no tardará en buscarme. Tengo que llamar urgentemente al teniente Dolan de la policía de Santa Teresa. ¿Podría indicarme dónde hay un teléfono? Le prometo que seré breve. Está en juego mi vida.
Me miraba con la expresión impasible de quien asimila y juzga información. Debió de ser por algo que había en mi tono de voz, por la «seriedad» con que trataba de explicar la desesperación pura que me invadía. Evidentemente no se debía a mi aspecto. Por una vez decía la verdad y me servía de todas las células de mi ser para que mi sinceridad fuese convincente. Me escuchó con los ojos castaños fijos en mi cara. Puede que la historia que le había contado le pareciese tan extraña que no me creyera capaz de inventármela. Sin decir palabra, me señaló el teléfono que había en la mesa, detrás del mostrador.