21

Nos pusimos en marcha. Bibianna nos llevaba apenas una ventaja de dos minutos. Raymond se puso la pistola entre las piernas. A ochenta por hora no tenía que preocuparse de que yo saltara del coche. Pisó el acelerador a fondo y el velocímetro del bamboleante Ford se disparó. Las farolas municipales pasaban por mi lado como una exhalación. Yo me sujetaba donde podía, con los ojos clavados en la calzada, con el miedo y la fascinación que experimentamos en la montaña rusa. A juzgar por la estupefacción de los conductores con que nos cruzábamos, Bibianna había tenido que saltarse en rojo todos los semáforos que teníamos delante.

A Raymond no parecían preocuparle ni los demás vehículos ni los peatones, ni la inviolabilidad de los semáforos ni la santidad de los pasos cebra. Todos se apartaban de su trayectoria como podían y el Ford avanzaba dejando tras de sí una estela de maldiciones, insultos y bocinazos. Cogió el teléfono, lo apoyó en el volante y marcó un número con el pulgar. Esperó lo que dura un timbrazo, dos timbrazos. Descolgaron al otro lado del hilo.

—¡Chopper! —exclamó—. Bibianna acaba de largarse con el Caddy y necesito ayuda… Exacto. Llegará a la 405 por Avalon, dirección norte. Si no nos ves en el puerto, prueba en Crenshaw o en Hawthorne.

El interlocutor le formuló una pregunta.

—Eso lo dejo en tus manos, amigo —dijo Raymond. Colgó. Dejó el teléfono y sacó la pistola de la carnosa funda de las piernas, empuñándola con la derecha mientras conducía con la otra mano.

Estábamos todavía en Avalon Boulevard y nos dirigíamos a la autopista a la velocidad del rayo. Pasamos sin problemas por el cruce con Carson, cuyo semáforo estaba en verde. Raymond conducía ahora un poco más despacio, abriendo un carril propio entre los coches aparcados y la columna de coches que avanzaba hacia el acceso de la autopista. Yo había cruzado los brazos y con una mano me sujetaba a la consola de mandos y con la otra al respaldo del asiento. Los conductores que teníamos inmediatamente delante nos miraban por el retrovisor, primero con indiferencia y acto seguido con alarma, calculando nuestra velocidad y advirtiendo que no tardaríamos en encaramarnos en su maletero. Unos coches aceleraban y se hacían a la izquierda para dejarnos pasar. Otros doblaban por lo primero que se les ponía a tiro, una travesía, la entrada de un garaje particular e incluso la acera: lo que fuese con tal de evitar nuestra embestida. Los dientes me crujían de tanto apretarlos y tenía que ahogar un grito de miedo y angustia cada vez que alcanzábamos un coche y lo rebasábamos sin saber muy bien cómo.

Raymond conducía totalmente concentrado y con una expresión de serenidad envidiable. Advertí que las pupilas se le habían encogido, pero no manifestaba ningún otro síntoma de intoxicación heroinómana. Puede que midiera concienzudamente las dosis para poder funcionar normalmente aun con las venas cargadas de caballo. Golpeó de refilón un coche estacionado, di un grito y la cabeza se me dobló hacia atrás cuando el impacto nos lanzó de rebote hacia el tráfico. Corrigió la trayectoria del vehículo. No sé si Raymond se percataba o no de mis exclamaciones y alaridos. Lo irónico es que, en aquella situación de máxima ansiedad, era yo y no él quien hacía gala de todos sus tics y contracciones. Puede que, en el fondo de su constitución neurológica, una parte de él viviera continuamente entre persecuciones vertiginosas y choques imaginarios, desastres evitados por los pelos de los que se salvaba reaccionando con rapidez y lanzando gritos incontenibles de horror, consternación y sorpresa.

Nos hicimos a la derecha para entrar en el acceso que conducía a la 405, en dirección norte. Ignoraba cómo sabía él que Bibianna estaría allí, pero el caso es que descubrí el Cadillac negro en cuanto nos integramos en el tráfico rodado de la autopista. Como era sábado por la noche, no había peligro de sufrir los atascos y embotellamientos de las horas punta. Yo no quitaba los ojos del asfalto y rezaba para que Bibianna saliese bien librada de la aventura. Sin duda se creía a salvo, sin advertir que Raymond le pisaba los talones y que entre el Cadillac y el Ford sólo mediaban ocho vehículos. Raymond volvió a ponerse la pistola entre los muslos, cogió otra vez el teléfono y marcó el número con el pulgar. Se puso en comunicación con Chopper y le dio nuestras coordenadas. Les oí calcular el punto idóneo de intercepción. El corazón me seguía latiendo con fuerza y mientras observaba el Cadillac con temor, escrutaba la autopista por si veía algún vehículo de la policía de tráfico.

Acabábamos de dejar atrás el acceso de Rosecrans cuando oí pitar un claxon junto a nosotros. Miré hacia el carril contiguo y vi un Chevrolet azul oscuro. Chopper iba al volante. Raymond le señaló el Cadillac y a continuación se trazó en el cuello una horizontal invisible con la punta del dedo. Chopper esbozó una sonrisa y enseñó a Raymond un pulgar levantado. Raymond quitó el pie del acelerador y el vehículo recuperó la velocidad normal, mientras el conductor del Chevy se nos ponía delante y aceleraba. La última vez que vi a Bibianna fue cuando el Chevrolet estaba a punto de darle alcance. Porque entonces bajé la vista y me fijé en la matrícula. Se me puso la piel de gallina y un escalofrío me recorrió desde la nuca hasta los riñones, donde se me aposentó como si fuera una bolsa de agua helada. La matrícula decía PARNELL. Saltaba a la vista que Raymond había estado en posesión del vehículo desde la muerte de Parnell Perkins, y sin duda había estado utilizándolo para los accidentes simulados y las reclamaciones por daños y perjuicios.

Raymond divisó un coche patrulla entre el tráfico que se dirigía al sur. Cabía la posibilidad de que se hubiera dado parte de la anómala conducta del Ford, porque el agente se volvió y enarcó las cejas cuando nos cruzamos con él. Raymond se hizo a la derecha, cambió dos veces de carril y se internó por la primera salida que vimos. Aunque el agente hubiera girado en redondo, no nos habría dado alcance. Raymond buscó una travesía a oscuras, se acercó a la acera y detuvo el vehículo. Se echó atrás y expulsó el aire de los pulmones.

Yo me había puesto a temblar, de miedo, de alivio, por las visiones que me asaltaban sobre el destino de Bibianna y las imágenes ensangrentadas de la madre de Bibianna, a la que no había visto en mi vida. Me acordé de Parnell tendido boca abajo en el aparcamiento, con un balazo en la cabeza. Puse las manos entre las rodillas y apreté con fuerza. Me castañeteaban los dientes y jadeaba. Raymond me observaba con desconcierto.

—¿Qué te pasa?

—Cállate. No quiero hablar contigo.

—Pero si no he hecho nada. ¿Por qué te pones así?

—¿Que no has hecho nada? No te creo.

—Esa estúpida me ha robado el coche y he salido tras ella. ¿Qué esperabas que hiciese?

—¡Estás loco!

—¿Loco yo? ¿Por qué? ¿Por no consentir que esa puta juegue conmigo? Más te vale creerme.

—¿Qué va a pasar ahora?

—No lo sé. A mí, que me registren.

Me enderecé, irritada por su actitud.

—No te hagas el tonto, Raymond. ¿Qué va a hacerle Chopper?

—¿Cómo quieres que lo sepa? No sé leer el futuro. Y deja de preocuparte. No tiene nada que ver contigo.

—¿Y su madre?

—¿Y a ti qué te importa? Deja ya de comportarte como si todo fuera culpa mía.

Le miré con asombro.

—¿De quién es la culpa entonces?

—De Bibianna —contestó, como si estuviera más claro que el agua.

—¿Por qué es culpa suya? Has sido tú quien ha rajado a esa mujer.

—¿A Gina? Bueno, pero está viva, ¿no? No se puede decir lo mismo de Chago. Mataron a mi hermano, ¿y quién te crees que lo hizo?

—Ella no —repliqué.

—Ahí quería llegar yo justamente —dijo sin perder la paciencia—. Ella no ha hecho nada. Es inocente, ¿verdad? Ni más ni menos que Chago. Ojo por ojo. Lo dice la Biblia y punto. Escucha, pude haber matado a esa puta, pero no lo hice, ¿verdad? ¿Y sabes por qué? Porque soy bueno. Nadie me cree. Ya te dije que Bibianna tiene que aprender que conmigo no se juega. ¿Crees que me gusta esto? Si me hubiera hecho caso desde el principio, ahora no estaríamos aquí.

—¿En qué tenía que hacerte caso?

—Tenía que haberse casado conmigo cuando se lo pedí. No soy tonto, ¿te enteras? No sé qué hay en la cabeza de esa mujer, pero creo haberme comportado con toda la paciencia del mundo. Y esto lo digo también por ti. ¿Entendido?

Le miré sin saber qué decir. Veía las cosas de un modo tan distorsionado que era imposible razonar con él. En el fondo se consideraba inocente, víctima de circunstancias en las que todos, salvo él, eran responsables de su comportamiento. Al igual que todas las «víctimas» que he conocido, se aferraba a sus desventajas para justificar la violencia que ejercía sobre los demás.

Cogió el teléfono y marcó un número.

—¿Luis? Aquí Raymond. Vístete, vamos a recogerte. —Miró el reloj—. Dentro de diez minutos estamos ahí. Y baja al perro.

Puso en marcha el motor, arrancó, giró a la izquierda y accedimos a una ancha avenida, rumbo al sur otra vez. Me puse a mirar por la ventanilla. Raymond conducía con tranquilidad, a sesenta por hora. Estábamos en Sepulveda, cerca del aeropuerto. No me fascinaba el barrio, pero me dije que había que ponerse a salvo hasta que consiguiera entrar en contacto con la policía. Abrí la portezuela y Raymond pisó el acelerador.

—Para, por favor. Quiero bajar —dije.

Cogió la pistola y me apuntó con ella.

—Cierra la puerta.

Hice lo que me decía. Volvió a concentrarse en la calzada. Le observé a la luz mortecina de las farolas, el pelo húmedo todavía, la maraña de rizos, los ojos oscuros, las pestañas largas, el hoyuelo de la barbilla. Iba con el torso desnudo, descalzo, tenía la piel muy clara. Advertí los ligeros rasguños que le surcaban los pliegues de ambos brazos. Pensé que, después de la fiebre de la persecución y del bombeo adrenalínico, ya le debían de estar desapareciendo los efectos euforizantes del pinchazo. Le habían vuelto los tics y las contracciones. Las conexiones misteriosas que hubiese en su circuito neurológico disparaban una serie de reacciones, y se convulsionaba como si sufriera pequeñas descargas eléctricas. Abría la boca y giraba el cuello a la derecha. Todo él saltaba con el mismo impulso irresistible que suelo experimentar yo cuando el médico me golpea la base de la rótula con un martillito de goma para comprobar mis reflejos. Cuando siento el golpecito, estiro la pierna de manera involuntaria. Raymond parecía vivir rodeado de invisibles martillos de goma que le golpearan al azar y sin descanso para comprobar todos sus reflejos… elfos y hadas diminutos que se divirtieran azuzándole. Lo malo es que, si la mano con que empuñaba el arma se contraía más de lo debido, me iba a llenar el cutis de agujeros. También a mí se me había acabado ya la adrenalina y me sentía agotada.

—Raymond, por favor. Quiero irme a mi casa —le dije con desánimo.

—No, aquí no. Esto es muy peligroso. No durarías ni un par de calles.

Tuve ganas de reírme de lo absurdo de aquella preocupación. El tipo me retenía a punta de pistola, me mataría si llegara el caso, pero no quería dejarme bajar porque estábamos en un barrio peligroso. Cogió el teléfono y marcó otro número. Parecía un alto ejecutivo lleno de responsabilidades. Respondieron al otro lado del hilo.

—¿Oiga? —dijo—. Mire, tengo un problema. Me han robado el coche…

Me retrepé en el asiento y apoyé las rodillas en la consola de mandos mientras escuchaba atónita las explicaciones que Raymond daba a la policía en relación con el Cadillac desaparecido. Por el final de la conversación deduje que iba a tener que dirigirse a la División 77 para informar por escrito sobre el vehículo robado, pero Raymond era cooperación pura, Don Ciudadano Perfecto concentrando las fuerzas de la ley y el orden para su causa. Colgó y continuamos en silencio hasta llegar a casa de Luis.

Paramos junto a la acera y Raymond tocó el claxon. Un instante después apareció Luis con el perro. Raymond puso el freno de mano y bajó del coche.

—Conduce tú —dijo a Luis.

Luis subió al coche con el perro y se puso al volante.

—¿Adónde vamos?

—A comisaría.

Luis arrancó. El perro se apoyó en mí y me echó en la cara un aliento que olía a rayos. Seguro que habría preferido acomodarse junto a la ventanilla para sacar la cabeza y que la brisa le sacudiera las orejas. Luis observaba a Raymond por el retrovisor con un interés contenido por la prudencia.

—¿Qué ha pasado?

—Bibianna me ha robado el Caddy. Vamos a presentar una denuncia.

—¿Bibianna ha robado el Cadillac?

—Sí, ¿puedes creértelo? ¿Después de todo lo que he hecho por ella? Llamé a Chopper y le dije que la siguiese. Yo no tengo tiempo para dedicarme a estas tonterías. Me comprendes, ¿verdad?

Luis no hizo ningún comentario. Vi que me miraba de reojo, pero ¿qué iba a decirle yo?

Llegamos a la comisaría de la División 77. Luis bajó del coche y se quedó mirando el asiento trasero mientras Raymond le daba instrucciones.

—¿Y la documentación del coche? —preguntó Luis.

—Pues en el coche, ¿dónde va a estar? —dijo Raymond con irritación.

—¿Les puedo dar tu teléfono?

—¿Cómo quieres que me notifiquen que han encontrado el vehículo si no das mi teléfono?

—Ah.

—Exacto: ah —dijo Raymond.

Luis desapareció.

—Este tío tiene serrín en los sesos —murmuró Raymond para sí. Dio una patada al respaldo de mi asiento—. Sigo apuntándote —dijo—. No he olvidado que ayudaste a Bibianna a escapar.

Esperé en el coche con Raymond, inmovilizada en el asiento por el peso del perro y deseando que apareciera un agente para pedir socorro. Pasaron varios coches patrulla a toda velocidad, pero nadie parecía percatarse de nuestra presencia.

Me quedé mirando la comisaría, que se alzaba a quince metros de distancia.

Luis volvió y subió al vehículo sin decir nada. Echó un vistazo por el espejo retrovisor. Me volví para mirar yo también y entonces me di cuenta de que Raymond se había quedado dormido.

Cuando llegamos a casa, Luis tuvo que ayudarle a subir las escaleras. Yo iba delante y el perro cerraba la retaguardia. Raymond estaba despierto, pero parecía aturdido y en otra dimensión. Al llegar al piso, Luis abrió la puerta. Las luces exteriores bañaron momentáneamente la espalda desnuda de Raymond y vi que tenía la piel cubierta de cicatrices cuadriculadas, como si se la hubieran marcado con un somier al rojo vivo. Eran heridas antiguas y se habían curado hacía tiempo, pero las cicatrices no se habían borrado del todo. La simetría de las marcas indicaba que se habían hecho a conciencia.

Ya dentro del piso, busqué mi bolso en la sala de estar. Lo descubrí en el suelo, metido a medias debajo del sillón tapizado. Seguramente había recibido un puntapié durante el forcejeo con Raymond y estaba totalmente abierto. Luis sostenía la pistola de Raymond y me indicó con un gesto que me dirigiera al sofá. Me senté. Desde aquella altura se veía con claridad meridiana la culata de la SIG-Sauer sobresaliendo del bolso. Hice un esfuerzo por desviar la mirada. No me atreví a hacer ningún movimiento en aquella dirección, temía que Luis se diese cuenta. Raymond se fue a dormir dando traspiés.

Aquella noche no tuve más remedio que dormir en el sofá. Perro vigilaba la puerta y Luis, con la pistola de Raymond en la mano, dormitaba en el sillón sin dejar de vigilarme. Con la luz que daba la bombilla de la cocina, el piso parecía un bar de alterne. De tarde en tarde, la mirada de Luis se cruzaba con la mía en las sombras de la sala de estar. No parecía latir ninguna emoción en aquellos ojos negros que me miraban como suelen mirarnos los amantes que ya están en relaciones con otra persona. Todos los momentos felices que se han compartido quedan sepultados por la hostilidad y la indiferencia.

Desperté sobresaltada a las ocho al oír un golpe en la puerta. Perro se puso a ladrar con furia. Me puse en pie y me dirigí mecánicamente hacia la puerta. Luis llegó antes que yo. Cogió al perro por el collar, abrió la puerta y vi a Dawna en el umbral con un elegante traje de chaqueta negro. Madre mía, qué gracioso. Ya me lo habían dicho Dolan y Santos: «No te preocupes por Dawna. La tendremos fuera de circulación». Raymond salió del dormitorio poniéndose la camisa. Aún estaba descalzo y llevaba los pantalones de la noche anterior, que se le habían arrugado.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Es Dawna —dijo Luis.

Mientras Raymond avanzaba hacia la puerta, me agaché junto al sillón tapizado, saqué el bolso y lo cerré para que no se viera la culata de la pistola. Luis se había vuelto.

—Siéntate.

—Iba a sentarme —dije con irritación. Lo hice en el sillón, con aburrimiento fingido, mientras Raymond y Dawna intercambiaban frases de saludo. La cara de la mujer se había contraído al verle. Raymond la abrazó y la meció con suavidad. A saber lo que haría cuando se fijara en mí. No me quedaba más consuelo que el bolso, que estaba ahora a la derecha del sillón, fuera del alcance de mis dedos. Luis había ido a la cocina, se había apoyado en el mármol y liaba un porro totalmente concentrado. A colocarse el domingo por la mañana. Lo que nos faltaba a todos. Dawna se sentó en el sofá, llorando todavía y limpiándose con el pañuelo de Raymond.

Estaba más pálida que una máscara de teatro Kabuki y tenía la boca apretada, haciendo un puchero de color rojizo. Había vuelto a teñirse el pelo del color de las escobas de antaño y lo llevaba literalmente de punta, como si se lo hubiese lavado con engrudo y se lo hubiera secado boca abajo. Era un look de gallo albino. Por entre las aberturas de la chaqueta entreví una venda sujeta con esparadrapo. Se le habían bajado mucho los humos y supongo que la herida había contribuido a ello. Vi que Perro se echaba en el suelo, cerca del sofá, y que se quedaba mirando con fijeza la parte carnosa de la pierna de Dawna. Observé a la mujer con miedo y nerviosismo. Cuando se recuperase repararía en mí. Y era más que probable que recordara que me había visto en las oficinas de La Fidelidad de California, pero ¿qué podía hacer yo?