20

A primera hora de la mañana llamó la policía de Santa Teresa para notificar que ya le habían hecho la autopsia a Chago. Raymond fue a la funeraria para arreglar los papeles y recuperar el cadáver. Al parecer, el director de la funeraria le había garantizado por teléfono que aquella misma tarde se podría velar a Chago. El domingo, a última hora de la tarde, se rezaría el rosario en la capilla. El lunes, a las diez de la mañana, se celebraría una misa en la iglesia del Santísimo Cristo de la Expiación, y a continuación tendría lugar el entierro en el Roosevelt Memorial Park de Gardena.

Cuando volvió Raymond, conversó un rato con Luis, y este salió poco después con el perro. La noticia se había difundido en poco tiempo por el barrio. Las dos chicas que había visto el día de mi llegada se presentaron en la casa, se sentaron a la mesa de la cocina y se pusieron a confeccionar recordatorios con una grapadora y varios rotuladores. En la cubierta escribían «CHAGO R. I. P.» con letras góticas llenas de adornos. Tenían junto a sí un montón de fotografías xerocopiadas que compaginaban con el material escrito. Al cabo de una hora empezaron a llegar los antiguos compañeros de Chago en grupos de dos y de tres, algunos con la mujer o la novia. Casi todos eran demasiado mayores para tener actualmente un papel activo en la banda. Las drogas, el tabaco y el alcohol les habían pasado factura, y los que no tenían mal color de cara, tenían el vientre hinchado. Eran los supervivientes de Dios sabe qué guerras territoriales, individuos a punto de cumplir los treinta que probablemente se consideraban afortunados por seguir vivos. El silencio y la tensión fueron las notas dominantes de aquella congregación de compañeros que se habían reunido para llorar y honrar al caído. Lo único que yo sabía de Chago se reducía al reptante trayecto que había recorrido bajo la lluvia y con el cuerpo lleno de plomo en un cruce de Santa Teresa. No vi el menor rastro de Juan ni de Ricardo, los otros dos hermanos de Raymond, pero Bibianna me dijo que acudirían después a la funeraria. Deduje que las visitas se prolongarían hasta la noche y las dos tendríamos que estar allí. Me sentía incómoda. No había conocido al hermano de Raymond ni conocía a los que llegaban para rendirle el último homenaje. Necesitaba una excusa para desaparecer discretamente y encerrarme en mi habitación. Se produjo un leve revuelo en la puerta y apareció el sacerdote, indumentado con sotana negra y con un alzacuello blanco.

—Es el padre Luévanos —me murmuró Bibianna—, el cura de la parroquia.

El padre Luévanos tendría sesenta y tantos años, era de complexión magra, cara curtida y tenía el pelo blanco y rizado. Era bajo y de aspecto limpio, estrecho de hombros y de manos largas y finas. Daba la sensación de que no quería que le tocasen y avanzaba con las palmas antepuestas, como un san Francisco de Asís pero sin pájaros, hablando con todos sus fieles en voz baja. Los presentes lo trataban como si fuera un rey y se hacían a un lado para dejarle pasar. Raymond se acercó a él. El cura le cogió las manos y cambiaron unas palabras en inglés y español. Vi que el dolor se dibujaba en la cara de Raymond al oír las palabras de condolencia del sacerdote. No se echó a llorar, pero vi que las facciones se le contraían en una serie de tics y, vistas de lejos, era como la imagen de un hombre llorando a cámara acelerada. Chago había sido sin duda un importante asidero para Raymond, quizás el único miembro de la familia que le había querido de verdad. Raymond se dio cuenta de que yo le miraba. Hizo que me acercara y me presentó al sacerdote.

—Es de Santa Teresa.

El padre Luévanos me cogió las manos.

—Encantado de conocerte. Los teresianos formáis una comunidad encantadora. ¿Hace mucho que conocías a Valenzuela?

—¿Perdón?

—Chago —me dijo Raymond al oído.

—Ah. —Noté que se me subían los colores—. La verdad es que soy amiga de Bibianna.

—Entiendo.

Como si hubiese recibido una señal, Bibianna se puso en movimiento y se acercó para saludar al sacerdote. Se había puesto una falda negra, una camisa blanca y unos zapatos negros de tacón alto. Llevaba en el pelo una rosa roja artificial. Estaba muy pálida y el maquillaje que se había puesto le resaltaba de un modo enfermizo.

—Padre… —murmuró.

Estaba a punto de romper a llorar y la boca empezó a temblarle cuando el cura le cogió las manos. Acercó la cabeza a la de Bibianna y le murmuró unas palabras en español. Bibianna parecía sentir un intenso deseo de desahogarse.

La tensión pareció aligerarse cuando se marchó el padre Luévanos. Se habría dicho que, a pesar de la coyuntura, la tarde era propicia a la pereza. La puerta de la calle estaba abierta y el gentío llenaba el balcón. Los muchachos habían comprado varias cajas de cervezas, bolsas de patatas fritas y salsa. El silbido de las latas al abrirse contrapunteaba las conversaciones. El humo del tabaco envolvía las carcajadas emitidas con discreción. Uno llegó con una guitarra de cuerdas metálicas y se puso a ensayar melodías muy complicadas. Un niño de nueve meses, que respondía al nombre de Ignacio, dio unos pasos y se desplomó sobre las posaderas envueltas en pañales, totalmente complacido por los aplausos con que los presentes acogieron la hazaña.

A las cinco y media la gente empezó a marcharse. Nosotros teníamos que ir pronto a la funeraria porque Raymond quería inspeccionar el cadáver antes de que llegaran los demás. A las seis nos dirigimos hacia allí. Bibianna y yo nos sentamos en el asiento trasero. Luis conducía y Raymond iba a su lado, silencioso, abstraído, con un bulto que había cogido del dormitorio, un envoltorio hecho con una bufanda blanca de raso. La tensión emocional se le había traducido en una constelación de tics y contracciones que no hicieron sino acentuar la infelicidad de su expresión. En el curso de una hora, el perverso delincuente se había transmutado en un niño asustado, abrumado por la dura prueba que le aguardaba.

La funeraria se alojaba en una extravagante mansión victoriana, uno de los pocos edificios que quedaban del glorioso pasado de Los Angeles. Antaño había sido una residencia unifamiliar, tenía dos plantas y el tejado estaba coronado de torres y chimeneas. La fachada combinaba la madera rojiza con la piedra oscurecida por la contaminación. El jardín estaba abarrotado de cedros y palmeras hechas jirones, y flanqueado por dos edificios de hormigón que contenían oficinas comerciales. La vista de la fachada alteró mi sentido de la realidad y durante una ráfaga de segundo me hizo confundir pasado y presente y me trasladó a 1887.

El interior era una inacabable sucesión de salas silenciosas de techo muy alto, ebanistería cubierta de barniz ennegrecido, papel decorador que imitaba la tela e iluminación indirecta. Los apagados acordes de órgano que se oían al fondo creaban un espíritu subliminal de tristeza y solemnidad. Los muebles eran Victorianos, damasco y madera tallada; la única excepción la constituían las sillas metálicas plegables que había en el salón donde se encontraba Chago. El ataúd, de color gris perla, se encontraba al fondo de la estancia; se había abierto el extremo superior de la tapa y eran visibles el forro de raso blanco y la cabeza del difunto. El féretro estaba rodeado de grandes ramos de gladiolos, coronas de claveles blancos y rosas blancas. Raymond, al parecer, no había escatimado nada en detalles.

Luis, Bibianna y yo nos quedamos discretamente junto a la entrada mientras Raymond se acercaba al ataúd, con el envoltorio en las manos como si se tratara de una ofrenda. Recordé que hasta entonces no había visto muerto a su hermano. Agachó la cabeza y se quedó mirando el ataúd, aunque desde donde yo estaba no le veía las facciones. Al cabo de un rato se santiguó. Vi que desanudaba la bufanda blanca de raso y que se inclinaba sobre el difunto, pero no supe con exactitud lo que hacía. Segundos más tarde se apartó del ataúd y volvió a santiguarse. Sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Se secó los ojos y guardó el pañuelo, se dio la vuelta y echó a andar en nuestra dirección. Al llegar junto a nosotros, Luis alargó la mano, se la puso en el hombro y le dio una palmada de consuelo.

—Animo, hombre —le dijo con voz apenas perceptible.

Bibianna echó a andar hacia el ataúd a regañadientes, con visible aprensión. Miró el cadáver, se santiguó y al volver tomó asiento y metió la mano en el bolso en busca de un pañuelo de papel.

—¿Quieres verle? —me preguntó Raymond con una expresión tan suplicante como imposible de resistir. Contemplar al difunto me parecía un gesto cargado de intimidad y, como yo no le había conocido en vida, se me antojaba impropio integrarme en el grupo de los deudos y los amigos. Negarme, por otro lado, habría sido como hacerle un desprecio. Raymond se dio cuenta de mi indecisión y me sonrió con dulzura—. Vamos, mujer —dijo—. No tiene mal aspecto.

Era cuestión de opiniones, naturalmente. A decir verdad, había visto a Chago dos veces: la primera en las oficinas de La Fidelidad, cuando me había dado un empujón en el pasillo, y la segunda aquel mismo martes por la noche, en el bar Bourbon Street, de donde se había llevado a Bibianna a punta de pistola. Entonces me había dado la sensación de que era un hombre corpulento, pero la muerte le había encogido. Parecía un muñeco del Museo de Cera al que exhibiesen en una caja demasiado grande. Era tan apuesto como Raymond y probablemente cuatro o cinco años más joven. Tenía el rostro liso, sin arrugas, y era de pómulos altos y barbilla pronunciada. Le habían echado el pelo hacia atrás, hinchándoselo en la parte superior de tal modo que la cabeza parecía demasiado grande en comparación con la anchura de los hombros. El envoltorio de Raymond, por lo visto, contenía objetos religiosos. Una Biblia de gran tamaño y encuadernada en tela blanca estaba apoyada con torpeza en las manos unidas y blanquecinas del difunto. Le habían puesto además un rosario entre los dedos y en el cojín en que apoyaba la cabeza había una foto suya de cuando era pequeño. El cojín era de raso y parecía de los que utilizan las mujeres cuando no quieren echar a perder un peinado que les ha costado un dineral. Luis y yo miramos a Chago con la misma atención con que se contempla a un niño acompañado de los padres que se sienten orgullosos de él.

A las siete empezaron a llegar los individuos que ya había visto en la casa. No estaban acostumbrados a ver a Raymond con traje y corbata, y parecían incómodos en su presencia. Los compañeros de Chago iban con una camiseta estampada negra, de confección especial, que por detrás decía «En recuerdo de Chago / R. I. P.» y por delante ostentaba el nombre del usuario.

Me senté junto a Bibianna y permanecimos en silencio. Alguno de los presentes me miraba de vez en cuando, pero nadie me dirigía la palabra. En cualquier caso, como casi todos hablaban en español, ni siquiera me enteraba de lo que decían.

La multitud era cada vez más numerosa. No vi el menor rastro de los hermanos de Raymond, pero vi a tres mujeres que tomé por sus hermanas mayores. Las tres tenían un parecido notable: ojos grandes y negros, boca carnosa y cutis perfecto. Se habían sentado las tres juntas, cuarentonas de buen ver, macizas, morenas y semejantes a monjas a causa de la mantilla negra y el rosario. Cuchicheaban, pero sin dirigirse para nada a Raymond, que a su vez se esforzaba por aparentar la más absoluta indiferencia. En un momento de descuido vi que las miraba de reojo. Comprendí entonces que Bibianna era un fiel trasunto de aquellas mujeres, una nueva versión de las tres hermanas, y tan exquisita y desdeñosa como sin duda había sido la madre de Raymond. Pobre hombre. Por muchas versiones del pasado que reprodujera, nunca obtendría el amor de Bibianna ni conseguiría que la historia tuviese un final feliz.

Tres jóvenes, chicanas de veintitantos años, y una con un niño apoyado en la cadera, se acercaron a Bibianna. Me levanté y me dirigí a la salida, dispuesta a encontrar un teléfono como fuera. Antes de llegar a la puerta apareció Luis y me cogió el brazo.

—¿Crees que arriba habrá algún lavabo?

—Tú no vas a ninguna parte.

—Bueno. En ese caso, importa poco si hay lavabo o no.

Volví a mi asiento y consulté la hora. Eran las ocho y diez. Tenía hambre. Me vencía el aburrimiento. Me sentía inquieta. Estaba asustada. Llevaba ya varios días sometida a una tensión extrema y tenía retortijones en el estómago y la cabeza a punto de estallar. Luis se me pegaba como un moscardón. En el curso de los cincuenta minutos que siguieron no hice más que removerme en la silla plegable, cruzar y descruzar las piernas y toquetearme el pelo. Para distraerme, me puse a memorizar caras por si más tarde tenía que identificar a alguien en el estrado de los testigos. Por fin, a las nueve y veinte, el empleado de la funeraria que supervisaba el velatorio apareció, totalmente vestido de negro, y miró su reloj de modo ostensible. Raymond comprendió el mensaje y recorrió la sala para despedir a los últimos visitantes.

Al volver dejamos a Luis en su casa. En cuanto llegamos al domicilio de Raymond, este desapareció en el dormitorio mientras Bibianna y yo nos encargábamos de la limpieza. No es que nos importase, pero más valía hacer aquello que estarse de manos cruzadas. Al fondo, sin darnos plena cuenta de ello, oímos el tintineo de las monedas que caían encima de la cómoda; seguramente, Raymond se vaciaba los bolsillos. Metimos las latas de cerveza en una bolsa de plástico y vaciamos los ceniceros. Raymond salió del dormitorio y entró en el cuarto de baño que últimamente utilizaba yo en exclusiva. Momentos después oía el gemido de los grifos. Las cañerías traquetearon y el agua salpicó las baldosas de la ducha como si se tratara de una tormenta de principios de otoño.

Me quedé mirando a Bibianna.

—¿Por qué se ducha en mi lavabo?

—Así puede… —se señaló la sangría del brazo izquierdo.

—¿Se pincha?

Ahora comprendía el significado del tintineo metálico del dormitorio. Mi cabeza se puso a trabajar. Luis no estaba en casa. No había perros en la entrada. Bibianna me oyó tragar una profunda bocanada de aire y se volvió.

—¿Qué hemos hecho para merecer esto? —dije, y me dirigí a toda velocidad al dormitorio y cogí las llaves del coche que Raymond había dejado encima de la cómoda. Vacilé un segundo y abrí el cajón en que había visto las pistolas. La caja seguía en el mismo sitio, encima de las documentaciones falsas. Levanté la tapa. Todo estaba igual que antes, la SIG-Sauer, la Mauser y los cartuchos. Me introduje la SIG-Sauer entre los pantalones y la carne. Al diablo con los temores. Estaba harta de ir desarmada. Y yo estaba dispuesta a cualquier cosa, incluso a pasearme desnuda por la terminal de un aeropuerto. Volví al cabo de unos segundos con las llaves y se las di a Bibianna. La ducha había dejado de oírse. Metí la pistola en el bolso. Oímos abrirse la puerta del cuarto de baño.

—¿Bibianna?

La aludida forcejeaba por soltar las llaves del Cadillac, que estaban enganchadas al llavero con un aro metálico. Las manos le temblaban de un modo alarmante y las llaves le tintineaban entre los dedos como si estuviese tocando las castañuelas.

—¡Es igual, nos las llevamos todas! —le susurré—. ¡Andando!

En aquel punto sonó el teléfono y dimos un brinco. El aparato estaba en el suelo, bajo la mesa de la cocina, conectado al enchufe de la pared. Empujé a Bibianna hacia la puerta y descolgué.

—¿Diga?

—Bibianna —murmuró al otro extremo del hilo una mujer de voz temblorosa—, gracias a Dios. Lupe me dijo que habías vuelto. Me han ingresado en el hospital… estoy… —se le quebró la voz.

—Disculpe, pero soy Hannah, una amiga de Bibianna. Espere un momento. Ahora se pone. —En la forma de hablar de aquella mujer palpitaba una angustia indescriptible.

Bibianna se había detenido en medio de la sala y me observaba con atención. Le tendí el auricular. Se acercó como una sonámbula. No supe qué hacer para meterle prisa, pues me preocupaba la posibilidad de que Raymond hubiese oído el teléfono. Cogió el auricular.

—¿Sí? —Me miró como si estuviese hipnotizada—. ¿Mamá? Sí…

Raymond apareció en la puerta con el pelo húmedo y revuelto.

—Bibianna. —Acababa de ponerse un pantalón ancho e informal y todavía se estaba ajustando el cinturón. Iba con el torso desnudo y le miré los brazos, en busca del punto donde se había clavado la aguja hipodérmica—. ¿Qué pasa? ¿Quién está al teléfono?

Bibianna le dio la espalda y se puso la mano en la oreja para que las preguntas de Raymond no le estorbaran la audición.

—¿Cómo? —dijo Bibianna con incredulidad, con el ceño fruncido.

Pude ver en los movimientos de su cara el contenido del mensaje materno. Desvió los ojos hacia las baldosas rotas de la pared, que habían dejado al descubierto el yeso de detrás. Entreabrió los labios y dejó escapar un gemido. Se llevó la mano a la mejilla. Había tal expresión en su cara que el estómago se me encogió de miedo.

No habían transcurrido aún quince segundos cuando Raymond cruzó la sala con decisión, le arrebató el auricular y colgó con violencia. Desenchufó el aparato de un tirón y lo arrojó contra la pared. La caja de plástico emitió un crujido y se abrió, dejando al descubierto los mecanismos interiores. La mirada aterrada de Bibianna corrió del teléfono a la cara de Raymond.

—Acabo de enterarme de lo que le has hecho…

—¿A quién?

—Mi madre está en el hospital.

Vi que Raymond titubeaba. Sabía, por la voz quebrada de Bibianna, que estaba perdiendo el dominio de la situación.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso?

Vi moverse los labios de Bibianna. Repetía una frase, un murmullo que acabó por hacerse audible a medida que alzaba la voz.

—Le rajaste la cara, hijo de puta. ¡Le rajaste la cara! ¡Le rajaste la cara a mi madre en esta misma casa! Se la rajaste, hijo de puta, hijo de la grandísima puta…

Se arrojó sobre Raymond con las manos por delante y le clavó las uñas en la cara. El peso de Bibianna hizo trastabillar a Raymond, que cayó de espaldas sobre la mesa de la cocina. Una de las sillas cayó al suelo. Bibianna corrió a los cajones de la cocina y abrió uno de un tirón. Raymond se lanzó sobre ella, la cogió por detrás, la levantó en el aire y tiró de ella. Como Bibianna no soltaba el asa del cajón, este se salió totalmente de las guías y el suelo se cubrió de objetos metálicos. Raymond cayó al suelo con la mujer encima. Bibianna forcejeó revolviéndose, agitando las piernas, tratando de golpear a Raymond con el tacón puntiagudo de los zapatos. Raymond intentó darle un puñetazo y falló. Bibianna le alcanzó con el pie en el pecho y oí el gemido del hombre al vaciar el aire de los pulmones. Bibianna se puso a gatas y cogió un cuchillo de carnicero que había resbalado por el suelo de la cocina. Lo empuñó y dio una cuchillada en el aire. Raymond alargó la mano, la cogió por la muñeca y apretó con tanta fuerza que pensé que iba a romperle el hueso. Bibianna lanzó un grito. El cuchillo cayó al suelo. Durante unos instantes permanecieron juntos donde estaban, él encima de ella y los dos jadeando con gran esfuerzo. La cara de Bibianna se contrajo y las lágrimas le anegaron los ojos.

—Suéltame, hijo de puta.

Raymond, según parece, creyó que lo peor había pasado ya. Se incorporó y le alargó la mano para ayudarla a ponerse en pie. Nada más incorporarse, Bibianna le asestó un puntapié en la entrepierna que, aunque apenas le rozó el punto central con el extremo del zapato, fue suficiente para que el hombre se llevara la mano al lugar y se encogiera para protegérselo. De la garganta de Raymond brotó un gemido de dolor, sorpresa y furia.

Yo ya no sabía dónde estaban las llaves del coche, que se le habían escapado a Bibianna durante la lucha. Inspeccioné el suelo a toda velocidad, las vi junto a la pared y las recogí. Se las lancé a Bibianna de costado, un pase perfecto. Cogió las llaves al vuelo y corrió. La puerta del piso se cerró de golpe y la oí bajar por las escaleras hasta que el taconeo se desvaneció.

Iba a correr también yo hacia la puerta cuando Raymond cargó sobre mí por detrás. Trastabillé, manoteé en el aire y caí al suelo. Forcejeamos entre gruñidos. Se puso a darme puñetazos con furia y yo me protegía con los brazos cruzados sobre la cara. Me cogió por el pelo y me puso en pie de un tirón. Me dobló el brazo derecho por la espalda, tiró hacia arriba y me empujó hacia la puerta. Sólo llevaba puestos los pantalones. Tenía el pecho cubierto de manchas rojas a causa de los golpes que había recibido. Tenía ganas de aplastarle los dedos del pie de un pisotón, pero sabía que se vengaría rompiéndome el brazo.

Oí que Bibianna maniobraba con el Cadillac y luego se alejó entre chirridos de neumáticos. Raymond me condujo hasta el Ford. Abrió el maletero con una mano, cogió una palanqueta y me llevó a rastras hasta la portezuela del conductor. Golpeó la ventanilla hasta romper el vidrio y quitó el seguro. Abrió la portezuela de un tirón y me empujó al interior del vehículo. De debajo del asiento delantero sacó un juego de llaves y una pistola. Montó el arma, me apuntó con ella, metió la mano bajo el volante y encendió el motor.