La Autoescuela de la Estafa Californiana me dio aquella tarde unas cuantas clases prácticas de «Intercepción y Atropello», técnica que los tenientes Santos y Dolan me habían resumido durante la charla que habíamos sostenido en la cárcel. Fuimos al sector occidental de Los Angeles, hasta los límites de Bel Air, y recorrimos Sunset Boulevard desde Sepulveda hasta Beverly Glen. El tráfico vespertino estaba a tope y los conductores que conocían la zona parecían conducir con los ojos cerrados, cambiaban de carril sin avisar e iban a 50 o 60 kilómetros por hora más de lo permitido.
Cuando encontrábamos una víctima, Raymond y yo, que éramos el coche del «atropello», nos colocábamos delante, mientras que Luis y Bibianna se nos ponían al lado. Luis nos «interceptaba» cambiando bruscamente de carril. Raymond pisaba el freno a fondo y la víctima que teníamos detrás, cogida por sorpresa, nos dejaba el tubo de escape hecho un acordeón. Luis se daba a la fuga. Nosotros y la víctima aparcábamos junto a la acera y nos deshacíamos en exclamaciones de disgusto y consternación por la mala suerte que habíamos tenido. No había peligro de que la víctima nos devolviese la pelota y avisara a la policía, porque todos sabíamos que la policía de Los Angeles no quería saber nada de accidentes si no había sangre por medio. Así pues, no quedaba más alternativa que intercambiar nombres, direcciones, teléfonos y seguros, tras lo cual despejábamos el campo, nos reuníamos con Luis y Bibiana y buscábamos la siguiente «victi». Lo pusimos en práctica cuatro veces y Raymond me dijo que por lo menos habíamos movido 13.000 dólares en nuestro mercado de valores.
Al margen de que acabé con el cuello hecho cisco, advertí un ligero y preocupante cambio en mi actitud. Todos los conductores son unos catetos, me decía a mí misma. Se merecen todo lo que les pasa. Empezaba a creer que la culpa la tenía la víctima por crédula y por imbécil, por no darse cuenta de que el juego estaba amañado, por creer a pies juntillas en nuestra buena voluntad. Y experimentaba esa íntima sensación de superioridad que todo artista del delito ha de sentir cuando la víctima muerde el anzuelo. Y tenía que zarandearme mentalmente para salir de mi éxtasis. Aunque tampoco está de más recordar que nadie está tan lejos del delito como piensa. En realidad, la gente que más me preocupa es la que más ruido arma con su puritanismo y sus buenas costumbres.
Clausuramos la jornada a las cinco, tras una rápida conferencia en un pequeño parque público donde nos reunimos para cotejar apuntes. Las niñeras de uniforme cotilleaban mientras los niños a su cargo saltaban y correteaban por las instalaciones de juego. Nos sentamos en la hierba, Bibianna se quitó los zapatos y Luis y Raymond se tumbaron bajo el moribundo sol de la tarde para revivir los momentos más emocionantes. Era como cuando los hombres comentan un partido de fútbol o una cacería; y escenificaban las experiencias con un detallismo pasmoso. Hubo una breve polémica sobre si convenía prolongar o no la jornada laboral, pero en el fondo no nos apetecía a ninguno. A mí, lo único que me apetecía era una aspirina y volver por el consultorio del doctor Howard para que me aporrease la espalda y me quitara el dolor del cuello.
Raymond dijo que tenía que hacer un recado y volvimos al coche. Luis se fue en el Cadillac con Bibianna. Raymond accedió a Beverly Drive y entramos en el centro del barrio comercial de Beverly Hills. Dos manzanas después girábamos a la derecha y tomábamos Little Santa Monica, que discurre en sentido paralelo a Santa Monica Boulevard. Cuando estuvimos cerca de Wilshire Boulevard, redujo la marcha y buscó sitio para aparcar. Todas las zonas azules estaban ocupadas. Puso cara de impaciencia y giró hacia la entrada de un aparcamiento subterráneo que se abría bajo un edificio de veinte plantas llenas de oficinas. Nos detuvimos ante la puerta electrónica, esta zumbó, emitió un chasquido metálico y expendió un resguardo. Se alzó la barrera y Raymond estacionó el coche en la primera plaza que vio, que era para minusválidos. Dejó las llaves puestas y abrió la portezuela.
—Espérame aquí. Si te llaman la atención, mueve el coche. Vuelvo enseguida.
Una flecha vertical dibujada en la pared indicaba que los ascensores estaban al otro lado de unas puertas dobles de vidrio. Se dirigió con rapidez hacia allí, dando taconazos en el suelo de hormigón, que resonaron en las rampas que ascendían por la izquierda. ¿Qué tenía que hacer en aquel sitio?
En cuanto lo perdí de vista, cogí las llaves del coche, fui a la parte trasera y abrí el portaequipajes. No vi más que el habitual neumático de repuesto y el gato para instalarlo. Maldita sea. Volví al asiento delantero y puse otra vez las llaves. Me incliné sobre el asiento y metí la mano en la parte interior de la portezuela del conductor, pero no encontré más que un plano de Los Angeles medio roto y unos vales de descuento de una pizzería local. El bolsillo de mi portezuela estaba vacío, cosa que ya sabía porque había metido la mano con disimulo mientras batíamos las calles. Abrí la guantera, que estaba a rebosar: recibos viejos de gasolinera, bolígrafos estropeados, la documentación del coche de los últimos años, el manual de instrucciones, recibos de conformidad del mecánico encargado del mantenimiento. Raymond era muy escrupuloso en este último punto. Tenía que admitirlo. Cada medio minuto miraba la puerta por donde le había visto salir. Yo suponía que había cogido el ascensor para ir a una de las oficinas de los pisos superiores. Seguí mirando los objetos de la guantera. Más papeles, un abrebotellas, una chocolatina deformada por el calor, un sobrecito de papel metálico con un preservativo. ¿Habrá alguien que utilice la guantera de un coche para guardar los guantes? Lo digo porque estos espacios parecen hacer la competencia a los frigoríficos en tanto que depósitos para almacenar materia orgánica e inorgánica, y son la prueba más irrefutable que pueda encontrarse acerca de nuestra falta de higiene. Volví a meter los cachivaches en la guantera, procurando hacerlo con desorden para evitar sospechas. Qué contrariedad. Había pensado que podía encontrar algo interesante. Pero no siempre se gana cuando se fisga rutinariamente en la propiedad ajena. De cada diez registros ilegales, sólo cuatro son positivos si se tiene suerte. Lo único que conseguimos con los otros seis es satisfacer nuestra curiosidad natural.
Cuando volví a oír el taconeo de Raymond en el suelo de hormigón, todo estaba otra vez en su sitio y yo me dedicaba a arreglarme el pelo, mirándome en el espejo retrovisor, que había movido expresamente para este fin. «Hannah Moore» tenía una personalidad definida. Mi nuevo peinado consistía en rizarme unos cuantos mechones en lo alto de la cabeza. Parecía una punky, pero en el fondo me hacía gracia. Antes de que me diera cuenta me perforaría los lóbulos y masticaría chicle en público, aberraciones sociales sobre las que mi tía me había hecho serias advertencias, al igual que sobre el esmalte rojo de uñas y que se vieran sucios los tirantes del sostén.
Raymond abrió la portezuela, tiró el ticket del aparcamiento encima de la consola de mandos, se quitó la chaqueta y la dejó en el asiento trasero. Cogí el ticket y lo sostuve como si fuera a devolvérselo; aproveché aquel gesto de servilismo femenino para echarle un vistazo con disimulo. En el dorso, en vez del sello que daba constancia del pago, vi el cuño de una empresa que se llamaba «Gotlieb, Naples, Hurley and Flushing». ¿Un bufete de abogados? ¿Una gestoría? Raymond me lo quitó de un manotazo y se lo puso entre los dientes mientras ponía en marcha el motor y arrancaba. ¿Qué le pasaba? Por lo visto ya no confiaba en mí. Mientras girábamos a la izquierda para salir del aparcamiento, repetí mentalmente el nombre de la empresa, como si fuese un conjuro, hasta que me lo aprendí de memoria. En cuanto pudiese hablar con Dolan, le diría que hiciese las averiguaciones pertinentes.
Volvimos a casa en plena hora punta, con los seis carriles de la Indy 500 abarrotados de coches conducidos por ejecutivos y otras curiosidades con poder. Yo estaba en tensión, pero a Raymond no parecía afectarle. Las presiones de índole material no le atribulaban tanto como las relativas a las emociones. Encendió la radio, sintonizó una emisora de música clásica y la puso a todo volumen para agasajar a los vehículos que nos flanqueaban con una sonata para piano que el intérprete parecía ejecutar equivocándose siempre de tecla. Aquel tramo era totalmente llano, una franja de asfalto bordeada de fábricas, salpicada de torres petrolíferas, cables de alta tensión y estructuras industriales construidas con fines desconocidos. A lo lejos, una barrera irregular de chimeneas se alzaba sobre el horizonte, ahora ya oscuro y de un tono verdoso y anaranjado, propio de un crepúsculo de fantasía.
Eran más de las siete y había oscurecido por completo cuando nos detuvimos delante de la casa de Raymond. Mientras subía al primer piso, me dieron la bienvenida los ruidos típicos de la vida doméstica. Según era costumbre allí, había muchas puertas abiertas y los televisores estaban a todo volumen. Los niños correteaban por los balcones, enfrascados en juegos de invención propia. Una madre estaba inclinada sobre la barandilla y llamaba a gritos a un niño llamado Eduardo, que tenía unos tres años de edad. El niño replicaba en español, sin duda para quejarse de la injusticia de acostarse temprano.
Luis cogió el perro y se fue a su casa poco después de que llegáramos nosotros. Había estado cuidando de Bibianna y vigilando que no tomara las de Villadiego en ausencia de Raymond. La televisión estaba puesta en un canal por cable donde reponían Leave it to Beaver, que Bibianna veía a ratos mientras continuaba con sus solitarios. Nadie se sentía con ánimos de hacer la cena, ya que habíamos estado toda la santa tarde chocando con vehículos y tomando el pelo a los automovilistas. La depresión de Bibianna se hizo más aguda cuando le entraron calambres y se fue a la cama con una botella de agua caliente. Raymond desenterró el teléfono del último escondrijo y encargó comida china. Volvía a tener espasmos, pero ya no me molestaban. Sus problemas abarcaban un espectro mayor que el del síndrome de Tourette, cuyas manifestaciones aprenden a controlar con facilidad otras personas, según tengo entendido. Su sociopatología era de índole muy diferente.
Mientras estábamos sentados a la mesa de la cocina, esperando al recadero que tenía que traernos la comida, Raymond lio y se fumó un porro. Cogí dos de los formularios a medio rellenar que seguían encima de la mesa. «Ya va siendo hora de hacer algo útil», me dije. Miré primero uno y luego el otro.
—¿Qué es esto? —dije, a punto de soltar la carcajada otra vez. No puedo evitarlo; hay faltas de ortografía que me dan risa—. «Bision doble y dolores despalda». —Cuando iba a coger otro impreso, Raymond me lo quitó de la mano—. Vamos, Raymond. ¿Qué te pasa? No puedes mandar esto a una compañía de seguros. Las dos reclamaciones dicen exactamente lo mismo. —Cogí otro impreso del montón—. Fíjate en esta. La misma fecha, la misma hora. ¿Crees acaso que no comprueban los datos? Es imposible que no se den cuenta. Si quieres que sean los muchachos quienes rellenen los impresos, que por lo menos le echen un poco de imaginación al asunto. Que inventen detalles distintos…
—Ya lo había pensado —dijo con irritación.
—Déjame probar a mí. Será divertido —dije.
No creí que fuera a dejarme, pero se puso a mirarme con atención y vi que le picaba la curiosidad. Me entregó a regañadientes el impreso por el que habíamos forcejeado antes. Me hice con un lápiz y me dispuse a contar la historia de un accidente de tráfico.
—Que parezca natural —dijo Raymond.
—Confía en mí.
Yo sola, sin ayuda de nadie, procedí a desarrollar variantes basadas en los accidentes en que había participado aquella misma tarde. Me salió estupendamente y tuve que felicitarme. Seguro que me hacía de oro si alguna vez me daba por escribir historias policíacas en serio. Parece que Raymond pensó lo mismo.
—Oye, tú de esto sabes un montón.
—Ah, tengo muchas habilidades —dije, humedeciendo la punta del lápiz con la lengua—. No me mires, que me pones nerviosa.
Cogió un par de cervezas y nos pusimos a charlar mientras yo detallaba por escrito la torcedura de un parachoques y otros estropicios de menor cuantía. Raymond no había terminado el bachillerato, mientras que yo había asistido año y medio a la universidad.
—¿Y por qué lo dejaste? Se nota que eres inteligente.
—Porque no me gustaba —dije—. Mientras hacía el bachillerato, fumaba demasiada hierba para que las cosas me salieran bien. Y en la universidad no había nada que me gustase. Yo era muy rebelde en aquella época. Y mi objetivo no era precisamente estudiar una carrera. Me parecía absurdo aprender cosas que no quería saber. Física, química, biología. ¿Para qué quiero yo eso? Si te soy sincera, la floema y la xilema me importan un rábano.
—A mí también. Sobre todo la flema.
—Sobre todo —dije, echándome a reír.
Me sonrió con dulzura.
—Ojalá Bibianna fuera un poco como tú —dijo.
—Olvídalo. Mi vida es un lío. Me he divorciado dos veces. Para las historias de pareja no soy mejor que ella.
Carraspeó para aclararse la garganta.
—¿Sabes? Por las experiencias que he tenido, las mujeres son peor que el demonio. Se aprovechan, te lo quitan todo, te dan la patada y desaparecen. No lo comprendo. Ya no sé cómo comportarme.
—Y yo no sé qué decirte, Raymond. También a mí me dejan los hombres, pero eso no los convierte en demonios. La vida es así.
—¿Te han dejado plantada?
—Un par de veces.
—Ya. Bueno… eso es lo malo. Que cuando te parten el corazón, como me ha ocurrido a mí, cuesta volver a confiar, ¿no crees? —Se quedó mirando la botella de cerveza y se puso a arrancar la etiqueta con la uña del pulgar.
Noté que la cabeza se me iba y elegí las palabras con sumo cuidado.
—Voy a decirte algo que me dijeron en cierta ocasión. Ni puedes obligar a nadie a que te ame, ni impedir que se muera.
Se me quedó mirando con ojos casi radiantes. Se produjo un silencio mientras digería lo que acababa de decirle. Negó con la cabeza.
—Yo tengo otra teoría. Quien no me ama, muere.
A las nueve menos cuarto llegó la cena en seis cajas blancas de cartón y una serie de sobrecitos de plástico que contenían salsa de soja y una mostaza china tan picante que podía provocar hemorragias nasales. Engullí mi parte con voracidad intensificada por el humo de la marihuana que flotaba en la cocina y que tuvo algo de providencial, dadas las circunstancias, porque todos los platos parecían iguales. Consistían en una mezcla indiferenciable de cerdo agridulce con setas y bambú, aliñada con una salsa que sabía a Trinaranjus con Maizena. Resollábamos un poco mientras comíamos y dimos cuenta de todo, menos de una bola de arroz blanco del tamaño de una pelota de golf. La tira de papel de mi galleta de la suerte decía: «Tu alegría embellece todo lo que te rodea». Y la de Raymond: «Nunca hay dos caminos iguales», refrán que me pareció más simple que un tubo. Raymond pareció encontrarlo muy significativo, pero para entonces el blanco de los ojos se le había puesto ya de color de rosa y empezó a comer unos canapés que acababa de inventar inspirado por la hierba y que consistían en cortezas rancias de maíz bañadas con mermelada de uva. Me fui a dormir, pero antes de apagar la luz saqué las fotos nupciales robadas y les eché otro vistazo. ¿Quién sería aquella mujer? Sabía que acabaría acordándome. Tal vez al final no tuviese nada que ver con la investigación, pero lo dudaba.
Me acosté en el sofá. Echaba de menos mi casa y la comodidad de mi propio lecho. Notaba las fluctuaciones del nerviosismo en la base del espinazo. Y una sensación física, primordial, conocida, que al principio fui incapaz de identificar, un fragmento de la infancia estimulado por la situación que estaba viviendo. Sentí un nudo en el estómago, no de dolor, sino de un proceso muy parecido al pesar. Cerré los ojos con deseos de dormir, con deseos de otra cosa, aunque no adivinaba de qué. Abrí los ojos de golpe y di con la palabra. Era nostalgia.
Cuando tenía ocho años, mi tía me había enviado a un campamento de verano, alegando que me vendría bien estar fuera de casa. Pienso ahora que quizás era ella la que necesitaba estar sola una temporada. Me dijo que pasaría unas vacaciones estupendas y que conocería a muchas niñas de mi edad. Que nadaríamos, montaríamos a caballo, haríamos excursiones en plena naturaleza y cantaríamos alrededor de las hogueras nocturnas.
Las imágenes desfilaron por mi pantalla interior con un detallismo vertiginoso. Lo de las actividades y las niñas era verdad. También fue verdad que al cabo de doce horas ya no quería seguir allí. Los caballos eran enormes, estaban cubiertos de moscas y por detrás expulsaban pelotas de paja caliente cada dos por tres. Tenían el hocico suave y sedoso como la gamuza, y con púas empotradas, pero en el momento menos pensado levantaban la cabeza con ímpetu y me querían morder con unos dientes que parecían las teclas de un piano. La naturaleza, según pude comprobar, eran cuestas muy empinadas y llenas de polvo, y hacía calor y picaba mucho. Lo que no era seco y fatigoso resultaba peor aún. Nos habían dicho que nadaríamos en un lago de nombre indio, pero no que el fondo estaría lleno de barro y suciedad. Casi siempre estaba preocupada por la posibilidad de encontrar cascotes de botella enterrados en el cieno. Un paso en falso y el vidrio se me clavaría hasta el hueso. Cuando no me preocupaba por el barro y las piedras puntiagudas, me asustaban los bichos que se deslizaban por las cenagosas profundidades, alargando blandamente los tentáculos hacia mis piernas pálidas y esqueléticas. La primera noche que encendimos una fogata, cantamos Kumbayah seis veces, y luego me contaron la historia de la pobre excursionista que se había ahogado hacía dos años, y la de la niña a la que le picó una abeja y sufrió una reacción alérgica que casi la mata, y la de otra niña que se cayó de un árbol y se rompió una extremidad. Además, ocurrió que una de las maestras y su novio estaban metiéndose mano en el coche cuando dijeron por la radio que se había escapado un loco furioso, y cuando subieron la ventanilla y se alejaron a toda velocidad, llevaban el garfio del loco enganchado en la ventanilla. Aquella noche me dormí llorando a lágrima viva, pero en silencio, para que no me castigaran. Por la mañana descubrí que mis pantalones cortos eran diferentes de los de las demás y tuve que soportar muchas expresiones y miradas de compasión porque los míos tenían elástico en la cintura. Al ir a desayunar, los huevos revueltos estaban medio crudos y tenían cosas blancas que según las niñas de mi cabaña eran pajaritos que no habían querido nacer. Me puse enferma y me enviaron a la enfermería, donde vi a una niña de doce años que sangraba, pero me dijeron que no le dolía. Que era como si le saliera un niño muerto por abajo todos los meses. Para comer había ensalada de zanahoria con manchas negras. Al día siguiente volví a casa, justamente donde quería estar en aquellos momentos.
Esa noche dormí fatal.