Luis detuvo el Ford en un pequeño aparcamiento cubierto de hierba que había junto a un centro comercial construido probablemente a principios de los años cincuenta, a juzgar por el estilo arquitectónico, que era de los que abusaban de la piedra artificial y el vidrio. El consultorio del quiromasajista estaba en una planta baja, empotrado entre una peluquería de caballeros y una carnicería. Las polvorientas cortinas de color beige que cubrían el escaparate protegían el interior de la curiosidad de los transeúntes. No es que dentro hubiese mucho que ver. Las paredes eran de un azul mate y pegadas a ellas había sendas filas de sillas plegables de metal. En un rincón había un televisor por el que se pasaba una cinta de vídeo que exaltaba en lengua española las virtudes del quiromasaje y la reflexoterapia. En un cartel medio roto que había en la pared, y bajo el lema «Gráfico del Ojo», podían verse los círculos incompletos y seccionados radialmente que constituían la base de la iridodiagnosis, ciencia que permitía diagnosticar con precisión la diabetes mellitus, el tifus, la angina de pecho y otras enfermedades peligrosas. El suelo era de baldosas sintéticas que imitaban el mármol y por las que hacía poco se había pasado una fregona húmeda que había dejado un laberinto de estelas en la suciedad de la víspera. Entre la sala de espera y los consultorios del fondo se alzaba un mostrador. Había dieciséis personas esperando ver al doctor Howard y ninguna revista. Me pareció reconocer entre los pacientes a uno de los colegas que había visto en casa de Raymond el día de mi llegada. Rellené un formulario elemental sobre antecedentes médicos en el que de manera automática estampé las tres primeras letras de «Millhone»; por suerte me di cuenta a tiempo y transformé la i y la l en las dos oes de mi apellido fingido, «Moore». Tardé dos minutos en rellenar la ficha y después nos quedamos mirándonos los unos a los otros mientras dos críos lloraban y once ciudadanos consumían un total de treinta y cuatro cigarrillos. La inhalación involuntaria del humo nicotínico y el aburrimiento bastaron para que me entraran unas ganas locas de irme. Miré el reloj. Llevábamos ya hora y media esperando. No me parecía prudente quejarme, puesto que estaba allí con la única finalidad de estafar a la compañía de seguros. Cerré los ojos y vi a todos los que estaban allí, negros, hispanos, ancianos, atletas de fin de semana, entrando en fila india en el consultorio del fondo para recibir una saludable tanda de puñetazos, mazazos, codazos y ceporrazos, mientras yo esperaba mi turno. Los que iban saliendo parecían sinceramente aliviados cuando abonaban el importe del tratamiento. Salían con la espalda más recta, con los hombros echados hacia atrás. Caminaban con más energía y todos llevaban en la mano unos frascos enormes de pastillas que supuse eran de vitaminas o de calcio y que probablemente costaban un riñón. Veía entregar muchos billetes arrugados a la bilingüe recepcionista, una cuarentona que sin lugar a dudas era la mujer del médico.
Cuando me tocó el turno, miré su marbete de identificación, pero allí sólo ponía Martha. Me condujo por un corto pasillo y dejamos atrás una puerta abierta que daba sin duda al despacho del doctor Howard. Entreví un escritorio de caoba cubierto de montones de fichas y pequeños portarretratos que seguramente contenían fotos de familia, con la indiscutible misión de interponer una barrera conyugal entre él y las pacientes intrigantes y calculadoras. Me introdujeron en el consultorio contiguo y observé que entre ambas habitaciones había una puerta entornada. Podía ver el pasillo a través del despacho del médico y vi pasar a una señora que se giró y me miró con curiosidad. Martha abrió un armarito y sacó una bata que parecía haberse hecho cosiendo dos grandes retales de algodón rectangular y añadiendo un elástico en la parte del cuello.
—Quítese los zapatos y toda la ropa menos las bragas —dijo, tendiéndome la bata—. El doctor la atenderá dentro de diez minutos.
—Gracias. Ah, ¿podríamos cerrar esa puerta? —pregunté.
—Naturalmente. —Entró en el despacho del médico y al salir por allí cerró la puerta que daba al pasillo.
Empecé a sentir hormigueo en los dedos.
Caramba, caramba. Totalmente sola y a menos de tres metros de los ficheros de un quebrantahuesos que se burlaba de la ley y estafaba a las compañías de seguros. Comprobé la cerradura de la puerta del consultorio; en el pomo había un botón y lo apreté para atrancarla. Me desnudé a toda velocidad, me puse la bata y me colé descalza en el despacho del médico, cuya puerta aseguré igualmente. Las paredes eran tan delgadas y se habían construido con unos materiales tan malos que no costaba hacerse una imagen auditiva de cuanto sucedía en los alrededores. Oí que el médico entraba en la habitación que estaba al otro lado del pasillo, que saludaba por su nombre a la persona que aguardaba y que cerraba la puerta a continuación. También sus murmullos eran audibles, aunque los detalles del examen se me escaparon cuando el médico entró en materia. Mantuve un oído alerta y durante los ocho minutos de que disponía registré el despacho con toda la minuciosidad que pude, y encontré un puñado de reclamaciones que parecían idénticas a los formularios que había visto en casa de Raymond. Oí que se abría la puerta de enfrente y que la voz del médico adoptaba mayor frialdad al formular las acostumbradas recomendaciones de despedida. Cerré el cajón del escritorio, me dirigí a toda velocidad a la puerta, así el pomo y lo giré. El botón saltó hacia adelante. Me dirigía ya hacia el consultorio cuando me llamó la atención un portarretratos.
Me detuve y arrugué el entrecejo mientras escrutaba las facciones de una joven vestida de novia. Yo había visto antes a aquella mujer. Cogí el portarretratos doble y ordené los restantes para que no se notase que faltaba uno. Me colé en el consultorio y acababa de guardar el portarretratos en el bolso que me había prestado Bibianna cuando oí que el médico trataba de abrir la puerta.
—Un momento —exclamé. Quité el cierre y le abrí con sonrisa de humildad—. Perdón —dije—. No me había dado cuenta de que estaba cerrada. ¿Es usted el doctor Howard?
—Exactamente. —Entró en la habitación y cerró la puerta a sus espaldas.
Contuve el impulso de estrecharle la mano. Puesto que acababa de robarle un objeto de la mesa, no habría estado bien. Era un sesentón de aspecto muy pulcro. Vestía chaqueta y pantalón blancos y una camisa del mismo color, con un cuello almidonado tan alto que le formaba una papada en el cuello. Tenía el pelo negro, algo aplastado en la coronilla y con entradas en una frente sin arrugas que por ello mismo parecía más despejada de lo normal. Sus ojos eran fríos y de un castaño claro, llevaba gafas cuadradas de montura de concha, y la boca se le curvaba por las comisuras. Esbozaba una sonrisa protocolaria sin mover el resto de la cara. Su mirada, muy penetrante, parecía capaz de escrutar el corazón de cualquiera con su alma de delincuente. Había entrado en la habitación envuelto en aromas de especias en polvo, una suave mezcla oriental de sándalo y almizcle.
Miró la ficha que había rellenado en la sala de espera.
—Bien, señorita Moore, cuénteme qué le ocurre. Pero échese antes en la camilla.
—Es el cuello —dije mientras me encaramaba en la camilla—. Tuve un accidente sin importancia y Raymond Maldonado me sugirió que viniese a verle. —Se acercó a la pila del rincón y se lavó las manos con el jabón líquido de color rojo chillón que extrajo del recipiente adosado a la pared. Me dirigió una mirada rápida y penetrante.
—Debió decírselo antes a Martha. Vamos a hacerle unas radiografías —dijo—. Mi ayudante se encargará de eso. Vuelva cuando termine. —Se dirigió a la puerta y la abrió para que pasara. Recogí el bolso de manera instintiva y me lo puse bajo el brazo, gesto de desconfianza que no le pasó desapercibido.
—Si quiere, puede dejar aquí el bolso —dijo.
—No me molesta —murmuré sin el menor deseo de seguir su indicación. Me lo imaginé registrándolo en mi ausencia y descubriendo el portarretratos. Percibía con la radio de la memoria la proximidad de una emisora, pero no acababa de sintonizarla debidamente. Estaba convencida de haber visto antes a la mujer del retrato, pero no recordaba dónde.
Le seguí descalza por el pasillo hasta un improvisado laboratorio de rayos X, compartimentado por biombos móviles de contrachapado. El aparato era igual que otro que había visto de pequeña en el consultorio de un médico: voluminoso y negro y con un cono que parecía un teleobjetivo. Me imaginaba los rayos a la usanza de los años cincuenta, gruesos, metálicos y perforándome con descargas mal calculadas. El ayudante, un joven con una colilla bailoteándole en la boca, me sacó dos radiografías, una de toda la columna y un primer plano de las cervicales. Me dan mala espina las radiografías inútiles, pero como se trataba de una estafa, resultaba absurdo protestar. Volví al consultorio y esperé otro rato, esta vez sentada como Dios manda en la camilla forrada de papel. Seguro que el doctor Howard me espiaba por alguna mirilla oculta. Volvió tras un tiempo prudencial y colocó la radiografía en un visor adosado a la pared. Me explicó con detalle y en términos quiromasajísticos las malformaciones que tenía en la columna. Por suerte no me había roto el cuello, pero el resto de la columna necesitaba tratamiento. Me puso boca abajo en la camilla y me dio unos masajes divinos que despertaron en mis huesos unos crujidos idénticos a los que produce un cubito de hielo cuando se mastica. Me recetó una larga serie de remedios y escribió el diagnóstico con una estilográfica. Era zurdo y escribía doblando la muñeca encima de lo que anotaba. La pluma recorría el papel con sonido rasgante. Hasta su caligrafía parecía valer un dineral. La Fidelidad de California iba a pagar un precio muy alto por mis molestias.
—¿Qué relación tiene usted con Raymond? —me preguntó sin alzar la vista. En la despreocupación de su tono me pareció advertir una nota de cautela.
—Soy amiga de Bibianna, su prometida.
—¿La conoce desde hace mucho?
—Dos días —dije—. Pasamos una noche juntas en la Prevención del Condado de Santa Teresa.
La penetrante mirada sufrió un desplazamiento y me pareció percibir una ligera contracción en su boca. No le gustaban las golfas como Bibianna y como yo, y era probable que tampoco Raymond Maldonado le cayera bien.
—¿Hace mucho que tiene aquí el consultorio? —pregunté.
—Desde que me devolvieron la licencia —dijo con una sinceridad que no dejó de sorprenderme. Puede que le hubiera juzgado mal. Abrió un cajón y sacó un puñado de bolígrafos de tamaño y color diferentes. Me alargó una hoja de papel que ostentaba una serie de casillas en la columna de la izquierda—. Firme encima de cada línea sin repetir el bolígrafo y turnándolos al azar. Pondremos las fechas después, cuando enviemos la minuta. ¿Cuál es su compañía de seguros?
—La Fidelidad de California. Hablé ayer con ellos y me dijeron que me mandarían los impresos.
—Muy bien —dijo—. ¿En qué trabaja usted habitualmente?
—Soy camarera.
—Ni hablar. Nada de estar de pie ni de sostener bandejas pesadas. Pida la baja por incapacidad. Encantado de conocerla —dijo. Cerró la ficha de golpe, se puso en pie y salió de la habitación. Medio minuto después le oía entrar en la habitación contigua.
Eran las tres menos cinco cuando salí del consultorio. A pesar de que estábamos a finales de octubre, hacía mucho calor, y se notaba en el aire el alegre y cálido perfume que dejaban tras de sí los tubos de escape. El barrio en que estábamos no era mucho mejor que el de Raymond. Luis vio que me acercaba y me abrió la portezuela del Ford. Me senté junto a él. No sé qué me habría hecho el doctor Howard, pero al menos se me había pasado la resaca. Doblé el cuello en varios sentidos para comprobar el estado de todos los músculos. Fabuloso. Ni rigidez, ni punzadas, ni dolores.
El interior del vehículo olía a hamburguesas y a patatas fritas frías. En la consola de mandos había un envase vacío de batido de chocolate y en el asiento delantero una bolsa de papel blanco.
—¿Es para mí? Qué amable —dije. Miré con hambre repentina lo que había en el interior de la bolsa—. ¡Luis! Aquí sólo hay basura.
—Pensaba de que habías comido.
—¿Pensabas de que había comido? —le imité con intención.
Pareció avergonzarse.
—Pensabas que habías comido.
—Sí, bueno, comí al mismo tiempo que tú y ahora vuelvo a tener hambre. —Cambié de tono. No tenía sentido enfadarme por aquello—. Compraremos algo por el camino. ¿Te parece bien?
Arrancó y se puso a vigilar el tráfico por el retrovisor.
—Raymond dijo que volviéramos en cuanto terminases. Tenemos trabajo.
—¿Por qué tenemos que hacer todo lo que dice Raymond?
Luis me dirigió una mirada inexpresiva. Pensé en el mal genio de Raymond.
—Buen argumento —dije.
Cuando volvimos a casa, el perro estaba atado a la barandilla de la terraza y la puerta del inmueble se encontraba abierta. En el interior había seis u ocho hispanos jóvenes, casi todos desconocidos para mí. Bibianna estaba sentada en el sofá y hacía solitarios inclinada sobre los naipes que colocaba en la mesa del café. Luis fue a la cocina y cogió una cerveza. Murmuré una disculpa, fui a mi habitación y saqué del bolso las fotos robadas. Me acerqué a la ventana y la abrí sin hacer ruido. Se trataba de un portarretratos de dos secciones unidas por un gozne en las que había sendas fotografías de una tonalidad oro mate. Saqué las fotos y tiré el portarretratos por la ventana tras comprobar que no iba a darle a nadie en la cabeza. Me puse a mirar las fotos con atención y las levanté para que les diese la luz. Eran dos fotografías de boda normales y corrientes. La primera era una de esas fotos de grupo que se hacen al pie del altar, inmediatamente después de la ceremonia, con algunos invitados dispuestos en semicírculo alrededor de los desposados: seis muchachas vestidas de azul a la izquierda y seis hombres con esmoquin gris y faja azul a la derecha. Saltaba a la vista que el padre de la novia era el doctor Howard, pero la madre no se parecía ni por asomo a la recepcionista. Una no tiene por qué ser perfecta. La otra foto era de la novia, de cuerpo entero. Era la mujer cuya cara me parecía conocer. Estaba de pie, un poco girada hacia un lado, con el ramo nupcial en la cintura y la mirada beatíficamente prendida de un ventanal que había por encima de su cabeza. El traje era ceñido y tenía la cola extendida alrededor de los pies como si el raso se hubiera derretido y formado un charco en el suelo. Llevaba el pelo rubio echado hacia atrás y sujeto por una redecilla en forma de cofia. Había expresión de anhelo en aquella cara, que no era hermosa bajo ningún concepto, aunque saltaba a la vista que había contratado a un ejército de maquilladoras para realzar cada uno de sus rasgos. Estaba segura de que la había visto hacía poco, pero con un aspecto mucho menos interesante. Fruncí el ceño confusa. Me sentía como quien descubre de pronto al cartero del barrio en una recepción diplomática. No tuve más remedio que resignarme y olvidar el asunto por el momento. Ya lo recordaría, y lo más probable es que me viniese a la cabeza en el instante más inesperado.
Fui al ropero, abrí la puerta de corredera, levanté una esquina de la estropajosa moqueta azul marino, metí las fotos debajo y alisé el paño con el pie.
Volví a la sala de estar. Bibianna seguía haciendo solitarios. Tomé asiento en el sofá con las piernas encogidas y me puse a mirar lo que hacía Bibianna sin perder de vista a los mafiosillos, que se habían puesto en cola frente a la cocina. Seguramente era día de pago. Raymond estaba sentado a la mesa, acumulando resguardos de papel y entregando dinero a cambio. Se le veía totalmente concentrado en lo que hacía y tramitaba las operaciones en español. Traté de memorizar las caras sin que se me notase y me pregunté si, llegado el caso, sería capaz de reconocerlas en los ficheros de la policía. Los únicos a quienes conocía eran Juan, el hermano de Raymond, y Tomás, el cariacontecido, el que tenía problemas para rellenar los impresos el día de mi llegada. Raymond alzó los ojos para mirarme, y yo aparté los míos y los fijé en los naipes de la mesa.
Había visto a Bibianna hacer ya tantos solitarios que casi tenía ganas de hacer uno por mi cuenta. El que ella practicaba reiteradamente no era de esos en que hay que emparejar reina negra con rey negro, sino que la distribución se hacía por palos, de modo que, cuando se ganaba, al final no quedaban más que cuatro montones, uno por palo, con las cartas en orden numérico, desde el as hasta el rey. Echó todas las cartas que le quedaban en la mano en busca de treses, pero no le salió ninguno. Tiró los naipes encima de la mesa y los juntó en un montón.
—¿Me haces la carta numérica? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Tengo el material en casa de mi madre y Raymond no me deja hablar con ella. Quise llamarla anoche, pero me cogió con el teléfono en la mano y estuvo a punto de pegarme. Qué cerdo es… —Echó un vistazo a Raymond, que había hecho un alto en las operaciones para mirar a su prometida. Bibianna se estremeció y volvió los ojos hacia mí—. Te puedo leer la mano, si quieres. Pon las dos en la mesa.
—¿Con las palmas hacia abajo?
—Sí, tú ponlas encima de la mesa.
Estiré las piernas para poder adelantarme y apoyar las palmas en la mesa, tal como me había indicado. Raymond debió de darse cuenta de que Bibianna se entretenía con sus aficiones quirománticas y volvió a lo suyo. Bibianna se concentró en el dorso de mis manos. Me las cogió y les dio la vuelta. Retuvo la derecha y la observó con atención sin decir nada. Se comportaba con la profesionalidad de un médico. Yo creo tanto en la quiromancia como en la numerología, la astrología, las herraduras de la suerte y los gatos negros, pero vi algo en su expresión que me picó la curiosidad.
—¿Qué ves? —dije.
Pasó el índice por la palma, me cogió la mano izquierda y la observó con la misma atención.
—Te gusta la acción —dijo—. ¿Sabes por qué lo sé? Cuando apoyaste las manos en la mesa, las pusiste muy separadas. Las personas inseguras las ponen juntas. Las uñas pequeñas indican que tienes mucha iniciativa. No hay estrías ni manchas, buena señal. Significa que estás sana. Tu piel es normal, no revela gran cosa, pero fíjate cuánto espacio hay entre el pulgar y los demás dedos de esta mano. Tienes ideas propias…
Su voz producía un efecto hipnótico y al final acabé escuchándola con mucha seriedad. Había esperado las típicas paparruchas sobre la línea de la vida y la línea del amor, pero no tuvo ocasión de llegar a ese capítulo. El conflicto estalló de forma tan inesperada que fui incapaz de averiguar la causa concreta. Oí un grito y el ruido de una silla que caía hacia atrás. Cuando alcé los ojos, Raymond tenía a Tomás acogotado en el suelo. Lo tenía cogido por el cuello y le había puesto la navaja automática en la mejilla. Raymond tenía la cara crispada de furia y las manos le temblaban mientras oprimía la tráquea del otro con los dedos. Tomás balbucía y, con los ojos totalmente dilatados, se esforzaba por soltarse. El sudor le perlaba la frente. Vi la hoja de la navaja hundirse en su mejilla, clavarse en la carne mientras manaba la sangre. Raymond parecía hechizado por lo que hacía. Los demás estaban petrificados. Parecía uno de esos momentos en que devolver la violencia sólo conseguiría empeorar las cosas.
—Dios mío… —murmuró Bibianna. Cruzó la habitación, se arrodilló junto a Raymond y le habló en voz baja al oído. Vi que Raymond se esforzaba por recuperar el dominio de sí. Emitió un ruido gutural, una especie de sollozo contenido. Bibianna le rozó la mano—. No lo hagas, Raymond, te lo suplico. Deja que se vaya. No lo hizo queriendo. Le haces daño. Por favor…
Raymond levantó la navaja. Bibianna se la quitó de la mano y la víctima se apartó dando vueltas en el suelo con la cara chorreando sangre. Raymond emitió una tos y su furia se trasladó de Tomás a Bibianna. La cogió por el brazo, la alzó y la arrojó con tanta fuerza contra la pared que la cabeza de Bibianna hizo saltar una esquirla de yeso. Con las facciones arrasadas por una tormenta de tics y contracciones, Raymond acercó su cara a la de ella. Los ojos se le perdieron hasta tal punto bajo los párpados superiores que parecía mirarla con la parte blanca.
—Si vuelves a entrometerte, te mataré —murmuró—, ¿lo oyes?
Bibianna asentía llena de miedo.
—No volveré a hacerlo. Perdóname. Yo no quería…
Raymond se apartó. Le comenzaron las toses y ladridos, y vi que echaba atrás la cabeza y sacudía la articulación del hombro. Luis había cogido un paño de cocina y se lo había puesto a Tomás en la cara mientras daba órdenes en español. La sangre empapó el paño en el acto. Dos jóvenes ayudaron a Tomás a salir por la puerta. La casa se vació en un abrir y cerrar de ojos. El corazón me latía a doscientos por hora. Bibianna se derrumbó en el sofá con la cara blanca como la cera. Puso la cabeza entre las rodillas como si fuera a desmayarse. Me senté a su lado, le di unas palmadas de consuelo y le murmuré frases que querían animarla a ella tanto como a mí. Luis volvió poco después. Me pareció entender que había llevado a Tomás a Urgencias. Entretanto, Raymond había recuperado el autodominio. Bibianna se tranquilizó y volvió a coger la baraja con manos temblorosas. Luis limpió la sangre del suelo de la cocina. Todos sabíamos que lo importante era aligerar la tensión. Para evitar más altercados, nos conducíamos como si nada hubiera ocurrido, lo cual nos convertía a todos en cómplices de una especie de conspiración. No se mencionaba a Tomás para nada ni se aludía a lo que había hecho para provocar la reacción de Raymond.
Este se paseaba por la habitación chasqueando los dedos sin parar. De pronto se volvió había Bibianna.
—Ponte algo encima. Nos vamos. Hannah, tú también vienes.
Cogí la cazadora. ¿Iba a discutir yo con aquel tipo? Ni en broma.
Raymond y yo cogimos el Ford mientras Luis nos seguía en el Cadillac, con Bibianna en el asiento del copiloto. Me volví a mirar el Cadillac por la ventanilla trasera, pero Luis y Bibianna no eran más que figuras desprovistas de rasgos.
—¿Por qué Bibianna va siempre con él en las batidas?
—Porque siempre acabamos discutiendo —dijo.
Le observé con interés. Parecía relajado, simpático y desenvuelto. Empezaba a darme cuenta de que después de sufrir un ataque, al menos durante unas horas, se volvía amable, como si aquellos estallidos le tranquilizaran. Durante un breve período de tiempo se volvía accesible, incluso encantador. No era mal parecido. De no estar obsesionado por Bibianna, no le habría costado mucho encontrar una mujer que cuidara de él. Se dio cuenta de que le observaba.
—¿Qué miras? —Lo dijo con espíritu pendenciero, pero con simpatía.
—Me gustaría comprender por qué te obsesiona tanto Bibianna. Por qué insistes en casarte con ella cuando salta a la vista que a ella no le entusiasma la idea. —Contuve la respiración, pero no pareció darse por ofendido.
—No voy a dejar que juegue conmigo. No se lo permitiré. Los que quieren tocarme las narices han de aprender que es imposible. Ella aún no se ha enterado.
—¿De qué? La has recuperado, ¿no? ¿Qué más quieres?
—Asegurarme de que se queda.
—¿Y cómo vas a hacerlo?
—Ya lo he hecho —dijo—. Pero ella aún no lo sabe.