17

Las zapatillas apenas hicieron ruido cuando pasé ante la ventana del dormitorio de Raymond. Contuve la respiración, aunque las cortinas del dormitorio, que estaban corridas, seguían agitándose al ritmo del golpeteo de la cabecera de la cama. Inicié el descenso sin producir más que un roce seco y ligero allí donde las suelas de goma tocaban el metal. Al llegar abajo me detuve para orientarme. Las densas sombras que proyectaba el edificio me protegían. Eran casi las tres, la calle estaba vacía y el barrio en silencio. El tráfico de la gran avenida que discurría a media manzana de distancia era fragmentario y discontinuo. Había luna llena y brillaba en lo alto de la cúpula celeste. El alumbrado municipal de Los Angeles proyectaba un resplandor ceniciento sobre el firmamento nocturno que impedía ver las estrellas. Cuando me acostumbré a la oscuridad, empecé a distinguir la luz pálida y transparente de la luna. Salí del callejón que se abría entre los dos edificios. Giré a la derecha, crucé la calle buscando las sombras en todo momento y fui al taller de reparaciones. Llegué a la valla de tela metálica y avancé pegada a ella, cruzando ocasionalmente los círculos de luz que proyectaban las farolas. A mitad de manzana había una puerta flanqueada de arbustos. Era la puerta que utilizaba la grúa para introducir en el recinto los vehículos estropeados. Por la noche, cuando el taller estaba cerrado, la entrada se bloqueaba con una reja que se aseguraba con cadena y candado. Empujé la reja para que cediese todo lo que la cadena diera de sí. Conseguí que retrocediera unos veinticinco centímetros. Me agaché, me sujeté al poste metálico que hacía las veces de jamba e introduje la pierna derecha por el hueco. Empujando con las caderas conseguí que el poste cediera otros cinco centímetros. Giré los hombros, introduje la cabeza y me colé por el hueco.

El claro de luna cubría de blanco las montañas de chatarra oxidada. Aquello parecía más bien un cementerio de coches. Unos parecían haberse caído por un precipicio, ya que tenían aplastada toda la parte superior. Otros se habían partido por la mitad al estrellarse contra un árbol, el pretil de un puente o un poste telefónico. La variedad de los destrozos evocaba imágenes espeluznantes en relación con las consecuencias que habían tenido que sufrir los humanos que habían estado dentro: embellecedores triturados, parabrisas resquebrajados, guardabarros aplastados, neumáticos reventados, radiadores que sobresalían por los boquetes abiertos en la tapa del motor, ejes de volante clavados en asientos delanteros. Cada vehículo representaba un capítulo de la vida de una persona —el último en algunos casos—, sirenas y luces giratorias que se traducían en heridas y muerte, en la pérdida de un ser querido, en el prólogo de una larga pesadilla de intervenciones quirúrgicas, convalecencias y gastos médicos.

Esperé a que el corazón dejara de retumbarme en los oídos y tomé el camino de tierra que conducía a las oficinas de Autorreparaciones Buddy. La camioneta que había visto antes no estaba ya junto al remolque, pero Bruto seguía en su sitio, guardando el taller. Distinguía su volumen, negro y abultado, junto al pequeño remolque, y advertí que se había percatado de mi presencia. Me puse en cuclillas y lo llamé con vibrantes besos prolongados que resonaron en el silencio. Encogió las patas traseras, se apoyó en ellas para incorporarse y avanzó hacia mí con cautela. Parecía andar de puntillas, como si le dolieran todos los huesos y se moviera estimulado por el recuerdo de la ágil y vigorosa juventud.

Alargué la mano, la olisqueó y emitió un gruñido de alegría al reconocerme. Estuve unos minutos con él para convencerle de que mis intenciones eran buenas. Cuando me incorporé, me siguió hasta el remolque y me observó con educada neutralidad mientras yo desmontaba los vidrios rectangulares de la ventana. Metí la mano por el hueco y toqué una superficie sólida de madera, que tomé por una mesa pegada a la pared. Dejé las láminas de vidrio encima de la mesa.

Me alcé hasta la ventana sin dejar de piropear a Bruto, que agitaba con tanta fuerza la cola que en más de una ocasión estuvo a punto de caerse de lado. «Vuelvo enseguida», le murmuré. Metí una pierna por la ventana y me introduje en las tinieblas de la oficina. Quedé sentada encima de la mesa, en cuya superficie vi que había una calculadora, un teléfono y los habituales objetos de escritorio. Volví a colocar las láminas de vidrio en las guías metálicas de la ventana.

Bajé de la mesa. Permanecí inmóvil unos minutos, mientras me acostumbraba a la oscuridad. No suelo forzar la entrada de ningún lugar si no llevo conmigo la pequeña caja de herramientas donde tengo de todo: una linterna, ganzúas, cinta adhesiva y una buena palanqueta. Allí no contaba más que con la agilidad de mis dedos y me sentía en inferioridad de condiciones. Lo único que me interesaba era registrar los archivadores para ver si Raymond guardaba allí sus papeles. En cuanto localizara el paradero de los documentos, me esfumaría. No iba a tener más remedio que encender la luz y arriesgarme a lo que fuera. Recordaba el pequeño rótulo que advertía de la presencia de una alarma antirrobo. ¿Habría instalado Raymond una alarma o era de los que pensaban que simulando un sistema de seguridad iba a ahuyentar a todos los vándalos y chorizos? Era un hombre impredecible y el primer defensor de la ley cuando le convenía.

Anduve a tientas, pegada a la pared, hasta que di con el conmutador. Vacilé durante unos instantes y encendí la luz. La bombilla de 40 vatios iluminó una oficina que tendría tres metros por doce y cuyas paredes estaban revestidas hasta media altura por chapa que imitaba la madera de pino. Vi un banco de carpintero con un montón de parabrisas encima y en la parte superior, clavados en la pared con chinchetas, calendarios de mujeres desnudas que databan de los últimos seis años. Tres alargues enchufados a un ladrón se extendían hasta el otro lado de la puerta que comunicaba con el antedespacho. La oficina estaba llena de cajas de cartón y de recambios automovilísticos llenos de grasa. En el rincón más alejado había dos archivadores metálicos de color gris. Al cruzar la puerta que comunicaba con el antedespacho, vi por el rabillo del ojo una lucecita que brillaba. La pasiva célula fotoeléctrica de rayos infrarrojos captó el calor de mi cuerpo y disparó la alarma.

Una sirena, tan potente como para anunciar el fin del mundo, se puso a dar berridos que alternaban las notas graves y las agudas con una especie de campanilleo entre ambas. La naturaleza nos ha programado para reaccionar ante los ruidos fuertes e imprevistos. Como es lógico, di un salto y el corazón se me puso a ciento treinta por hora. Al mismo tiempo, y como suele sucederme en determinadas emergencias, se me desconectó la caja de los fusibles emocionales. A modo de efecto retardado, me pregunté si la alarma de Raymond estaría preparada para enviar señales a la policía. Más me valía pensar que sí. Miré el reloj. Eran las tres y cuarto. Transcurrirían cinco minutos a lo sumo antes de que se presentara el primer coche Z. Puede que mi cálculo pecara de tremendista. Puede que la Jefatura Superior de Los Angeles ni siquiera prestara atención a las alarmas. Puede que reaccionara con su parsimonia habitual. ¿Qué sabía yo de los usos y costumbres de la policía de una gran metrópoli? Mientras la sirena se desgañitaba y alertaba al mundo con su dedo acusador, me dirigí a un archivador y abrí el cajón de arriba. Facturas, recambios de automóvil. Lo cerré y abrí el siguiente. Más facturas, libros de contabilidad, correspondencia, impresos sin rellenar. El cajón de abajo era pura repetición. Pasé al otro archivador y repetí las operaciones. Los tres cajones de abajo estaban llenos de carpetas con impresos de reclamaciones. Miré las fechas a toda velocidad y vi que abarcaban los tres últimos años. Bruto lanzaba ladridos ocasionales; mi suerte, por lo visto, le volvía loco de alegría. Cerré los cajones, fui a ver si la ventana ajustable estaba cerrada, puse en orden los papeles del escritorio y quité la tierra que había caído sobre el calendario de mesa. Salí al antedespacho y entreabrí la puerta exterior, volví a la oficina, apagué la luz y avancé a oscuras hacia la puerta que había abierto. Salí y cerré a mis espaldas dando un fuerte tirón a la puerta. Los alaridos de la alarma no parecían haber despertado el menor interés entre los vecinos. ¿Los habría oído Raymond desde el otro lado de la calle?

Eché a correr por el camino de tierra que conducía a la calle y Bruto me siguió. Lo oía jadear de alegría y al trotar parecía haberse olvidado casi por completo de lo que era la coordinación del movimiento. Volví la cabeza. A pesar de ser un vejestorio, el perro tenía empuje y parecía resuelto a seguirme hasta el final de aquella correría nocturna. Llegué a la reja, la empujé y me introduje en el hueco del mismo modo que había hecho al entrar, sólo que al revés. Oí un chirrido de neumáticos en la esquina y al volverme vi un coche de la policía. Me así con fuerza al poste de la valla y salí por la estrecha abertura.

Oí lo que sin duda era un reproche en versión canina. Me giré y vi que Bruto tenía la cabeza en el hueco abierto entre la reja y el poste de la valla. El cuello se le había quedado enganchado en la tela metálica y tiraba hacia atrás con fuerza. Oí cerrarse las portezuelas del coche patrulla, un agente se dirigió a la puerta principal y el otro avanzó hacia donde yo estaba.

—No, ¡no! —murmuré. Di una sacudida a la verja y empujé la cabeza del perro para desengancharlo. Acto seguido me encogí entre los arbustos. Me protegían unos matorrales, pero por poco tiempo, porque el agente escrutaba cada centímetro que tenía al alcance de la vista con la linterna reglamentaria. Bruto, mientras tanto, había descubierto mi escondite desde el otro lado de la valla. Pegó el hocico a la tela metálica y emitió un gruñido que en parte era de preocupación y en parte venía a refrendar la amistad recién adquirida.

El agente que estaba más lejos dio un silbido, y el que tenía más cerca se giró y volvió sobre sus pasos. Me incorporé, salí de los arbustos y poco a poco me fui alejando del coche patrulla de la manera más discreta posible. Bruto se puso a ladrar, reacio a que le abandonara precisamente cuando el juego se ponía interesante. Había una hilera de coches aparcados junto a la acera. Llegué al primero, me agaché detrás de él y avancé protegida por los restantes hasta que alcancé la esquina. Crucé la calle en sentido oblicuo y giré hacia el domicilio de Raymond, adentrándome en la oscuridad que reinaba entre los dos edificios. Había luz en la ventana del dormitorio grande. Subí de tres en tres los peldaños de la escalera metálica, sujetándome a la barandilla para impulsarme. Pasé ante el dormitorio ya sin aliento, llegué a mi ventana y me colé en la habitación. Me quité las zapatillas y los tejanos y me asomé por el hueco de la puerta, entornando los ojos al ver que se encendía la luz del pasillo. Bibianna, enfundada en una bata de seda, salía en aquel instante del dormitorio. Oí que Raymond hablaba por teléfono en la sala de estar.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Bibianna lanzó un suspiro.

—El taller. La alarma se dispara sola a veces. Chopper ha ido a ver qué ocurre, pero la policía dice que no es nada. Vuelve a la cama.

Cerré la puerta. Tardé mucho en dormirme.

Desperté oliendo a café a eso de las nueve y media. Me duché y me vestí. La puerta del dormitorio principal estaba abierta; ya habían hecho la cama, pero no vi ni rastro de la parejita. Entré en la sala de estar y descubrí que en la casa sólo estaban Luis y el perro. Luis casi no me prestó atención. Puso una taza limpia en el mármol de la cocina y me sirvió café.

—Gracias —dije. Me senté a la mesa de la cocina, no sin inspeccionarla antes para cerciorarme de que estaba limpia—. ¿Y Bibianna?

—Se han ido los dos no sé adónde.

—Y tú te has quedado de canguro.

No contestó. Encima del mármol había una caja de huevos. En el curso de las veinticuatro horas que habían transcurrido desde que limpiara la cocina, el desorden había vuelto a apoderarse de ella. Las portezuelas de los armarios inferiores estaban bloqueadas a causa de las bolsas de basura rebosantes de envases de cerveza y platos de cartón. El fregadero estaba hasta el borde de cacerolas, de sartenes sucias, y de ceniceros llenos de colillas. ¿Quién fumaba allí? Hasta el momento no había visto encender un cigarrillo a nadie. Luis había cogido la única sartén limpia que quedaba. La puso sobre un quemador de la cocina. Empezó a sacar artículos del frigorífico: pimientos, cebollas, chorizo.

—¿Quieres desayunar?

—Desde luego. ¿Te ayudo?

Negó con la cabeza.

Me pareció que era la ocasión perfecta para sonsacarle información, pero no quería abordar de entrada el tema de las estafas para no levantar sospechas.

—No quisiera pecar de indiscreta —dije—, pero creía que Raymond iba a sentirse más afectado por la muerte de Chago. No ha dicho ni una palabra sobre el asunto. ¿No se llevaban bien acaso?

Luis cortó los pimientos en aros y luego se puso a picar cebollas sin hacer el menor caso de las lágrimas químicamente provocadas que le corrieron por las mejillas. Alzó los ojos y su mirada se encontró con la mía.

—Chago era la persona que más quería en este mundo. Las hermanas echaron a Raymond de casa cuando tenía catorce años, a causa de su mal genio. Desde entonces tuvo que apañárselas solo. Si tenemos en cuenta las circunstancias, no le ha ido mal. Los chicos le tomaban el pelo en la escuela, se burlaban de su enfermedad.

—¿Le conociste entonces?

—No, esto me lo contó Juan. Me gustaría que fuera al médico, que se sometiera a algún tratamiento, pero no quiere. Está convencido de que Bibianna es su único remedio.

Me quedé mirándole con la esperanza de que prosiguiera, pero al parecer creía que bastaba con lo dicho. Amontonó los trocitos de cebolla con un cuchillo y procedió a desmenuzarlos. Luego removió la sartén para facilitar la licuación de un pedazo de manteca de cerdo. Echó en ella las cebollas y los pimientos.

—¿De qué conoces a Jimmy Tate? —preguntó—. Vi su foto en los periódicos. Es policía —dijo, pronunciando con asco la última palabra.

—Ya no es policía. Le conozco desde que era pequeña. Fuimos juntos a la escuela en Santa Teresa.

—Es un espía.

—No es verdad. Lo expulsaron de la Comisaría del Sheriff del Condado de Los Angeles, él le dio la vuelta a la tortilla y presentó una demanda. Si la poli quisiera un espía, buscaría a otro.

Luis se giró y me apuntó con el cuchillo.

—Escúchame bien. Tate no va a conseguir nada de nosotros. En cuanto le vi supe que era un espía. Y no digas que no es verdad. Sé lo que me digo.

La verdad es que yo ya no sabía qué pensar. También a mí me había pasado por la cabeza la posibilidad de que Tate fuera un infiltrado. Durante la entrevista con Dolan y Santos, les había preguntado dos veces si tenían algún espía en la organización y en ninguna de las dos ocasiones había obtenido respuesta. El juicio contra la policía y la detención de Tate el martes por la noche podían ser parte de la tapadera. Si Luis sospechaba, era evidente que Raymond también, y todos los movimientos de Tate se analizarían con lupa.

—¿Qué dice Raymond?

—Ha ido a consultar con alguien que podría saberlo.

—Menos mal —dije—. Así saldremos de dudas, ¿no? —El corazón me latía apresuradamente de miedo. La existencia de un delator en el Departamento de Policía era ya motivo de preocupación. Si llegaba a saberse algo sobre mí, no viviría para contarlo.

Luis volvió a sumirse en el silencio. Hizo un corte en el pellejo de un chorizo, lo aplastó e hizo salir el contenido con un gesto extrañamente amenazador. No tardé en percibir el olor del chorizo que se freía con las cebollas y los pimientos. Cascó ocho huevos con una sola mano, los echó en un plato hondo y los batió con un tenedor.

No quería poner demasiado empeño en defender a Jimmy; el tiro podía salirme por la culata. Podrían empezar a preguntarse por qué me comportaba como si fuera una autoridad en la materia. Cuando se manipula la verdad, más vale tener la boca cerrada. Además, convenía que la tapadera de Tate, si tal era el caso, fuese de lo más impenetrable. Dolan y Santos eran conscientes de que guardar el secreto era de capital importancia. No volví, pues, sobre el tema. Había pensado sonsacar a Luis cualquier información sobre la red de estafadores, pero había cambiado de idea. Sólo me faltaba que empezase a sospechar de mí.

Nos comimos el huevo revuelto en silencio. Tengo que confesar que fue de los mejores que he probado en mi vida. Lo poco que quedó en el plato, se lo di al perro. Este se lo zampó todo de un bocado que tragó con una sacudida de cabeza. Al terminar el desayuno, Luis se puso a limpiar la sartén. Yo me encargué de recoger los platos y de tirarlos a la basura.

—¿Qué plan hay para hoy?

—He de llevarte al quiromasajista en cuanto vuelva Raymond.

—¿Y por qué tenemos que esperarle? ¿No podemos ir por nuestra cuenta?

Luis no contestó y me dije que no era prudente insistir. Raymond no parecía confiar en él más de lo que confiaba en mí.

Raymond y Bibianna volvieron a mediodía. Esta última estaba ojerosa y, cuando me miró, me di cuenta de que lo hacía con expresión atemorizada. Quería decirme algo, pero yo no acababa de descifrar su mensaje. Raymond, por el contrario, estaba de buen humor, aunque advertí que parpadeaba con nerviosismo. Bibianna se quitó la cazadora y la tiró sobre el sofá. Llevaba una tirita en el pliegue del brazo derecho. Raymond la abrazó por detrás con una rara hostilidad disfrazada de ademán afectuoso. Aunque yo me había limitado a mirar la tirita de pasada, el detalle no le pasó desapercibido a Raymond.

—Se ha hecho un análisis de sangre. Nos vamos a casar en cuanto tengamos la licencia. Tres días como máximo.

—Enhorabuena —dije con voz estrangulada—. Es una noticia estupenda, de verdad.

Luis le tendió la mano y se enzarzó con Raymond en una complicada serie de palmadas y apretones que ponía de manifiesto la alegría de un miembro de la banda ante los esponsales de otro. Bibianna estaba tan radiante de felicidad que tuvo que abandonar la sala, reacción que Raymond el observador no dejó de percibir. Vi que le volvían los tics, que abría la boca de par en par y que se le disparaba la cabeza hacia atrás. Luis cogió un par de cervezas, en teoría para celebrar el inminente acontecimiento, aunque en mi fuero interno sospechaba que su objetivo era cortar por lo sano el ataque del jefe.

—Dile a Bibianna que venga. Luis comprará unas botellas de champagne. Vamos a brindar como es debido.

—Un minuto —murmuré, y entré en el dormitorio.

Bibianna estaba sentada en el borde de la cama con la cabeza entre las manos. Me senté junto a ella y la observé en silencio. ¿Qué podía decirle? Estaba casada con Jimmy Tate. No podía casarse también con Raymond.

—¿Qué piensas hacer? —le dije por fin.

Me miró con expresión desolada.

—Matarme o matarle. —Me cogió la mano y me la apretó.

—Yo no perdería la esperanza —dije.

—Ya lo sé —contestó.