16

Bibianna había vuelto ya y estaba sentada a la mesa de la cocina, pintándose las uñas de un rojo brillante. Llevaba unos pantalones cortos de color rojo y una blusa muy escotada por detrás y con estampados tropicales rojos, negros, blancos y verde oliva. Se había recogido el pelo y lo llevaba anudado en espiral en lo alto de la cabeza. Luis había sacado al perro de paseo. Me asombró que Bibianna no hubiese aprovechado la ocasión para escapar. Raymond se había olvidado de esconder el teléfono. Al parecer no se dio cuenta, pero seguro que Bibianna se había fijado. Hacía caso omiso del aparato de una manera tan estudiada que no tuve más remedio que pensar que ya lo había utilizado. La miré a los ojos y la interrogué visualmente, pero siguió tan inexpresiva como antes. ¿A quién habría llamado? ¿A su madre? ¿A Jimmy Tate? ¿Habría salido ya este de la cárcel?

Raymond consultó la hora.

—Eh, son casi las cinco. Tienes que llamar a tu agente de seguros.

La conversación con Mac no duró mucho. Raymond me dejó resolver el contencioso sin acercar la oreja a la mía. Me identifiqué como Hannah Moore y Darcy me puso al habla con Mac, que me detalló la cobertura de mi póliza de modo que no despertara las sospechas de quienquiera que estuviese escuchando.

—El señor Dolan me ha confirmado que la póliza cubre toda clase de accidentes. ¿Conserva su teléfono?

—Sí, lo tengo. Gracias por la información.

—De nada —dijo—. Y tenga cuidado.

—No se preocupe.

Cuando hube colgado, terminé lo que había empezado a apuntar: número de la póliza, porcentaje que tenía que pagar yo en caso de siniestro, constancia de que la póliza cubría todas las responsabilidades derivadas de daños a terceros, constancia de que cubría igualmente toda clase de accidentes de tráfico, alcance de la cobertura médica e indemnización en caso de fallecimiento. Daba por hecho que Mac había preparado una póliza especial, a nombre de «Hannah Moore», que en el ordenador llevaría una indicación de alerta para estar sobre aviso en caso de que se presentase una reclamación. Di a Raymond el número de la póliza y los datos que me había comunicado Mac.

Poco después oí que Perro se removía en el rellano de la escalera, que resollaba y jadeaba mientras tiraba de la correa. Luis abrió la puerta y el chucho entró dando saltos. En algún oscuro rincón de su cerebro, que no abultaría más que un perdigón, el animal había hecho las paces consigo mismo y llegó a la conclusión de que me recordaba. Se lanzó sobre mí lleno de alegría, golpeando a Bibianna al saltar por encima de sus piernas. Al llegar a mi altura se puso derecho y apoyó las zarpas en mis hombros para que pudiésemos mirarnos a los ojos. Me apoyé de lado en la mesa de la cocina y me pasó la lengua por la boca. Bibianna se había alejado del animal con un chillido y con las manos en alto para que el perro no le echara a perder el esmalte de las uñas. Raymond chasqueó los dedos, pero el animal estaba demasiado enfrascado en los matices del amor verdadero para hacerle caso. Raymond lanzó un grito que trató de disimular tosiendo. Le entreví la cara en el momento en que los ojos se le disparaban hacia la parte superior de las órbitas. Los tics se apoderaron de su boca, el labio inferior se le encogió de un modo grotesco. Sacudió dos veces la cabeza hacia la izquierda mientras se le abría la boca. El mal genio se apoderó de él y se lanzó sobre el perro, pero no consiguió darle más que un puñetazo de refilón en el lomo. El animal dio un gruñido y contraatacó. Raymond le asestó un puñetazo en el hocico. Perro lanzó un gemido y se alejó atemorizado. Me interpuse en la trayectoria del puño de Raymond para impedir el siguiente golpe y Bibianna se lanzó sobre él. Raymond apartó a Bibianna con el antebrazo y me arrolló al pasar. Y habría golpeado otra vez al perro, pero Luis cogió a este por el collar y lo arrastró hacia la puerta. Raymond se detuvo jadeando y parpadeando a un ritmo frenético. La rabia y la ferocidad que había en su cara daban realmente miedo, sobre todo porque su violencia se había dirigido contra el pobre animal. Mastín o no, Perro era más manso que un buey y había que defenderlo.

Bibianna dio un empujón a Raymond, que se desplomó en una silla.

—¿Se puede saber qué te ocurre?

Raymond se frotó el puño mientras recuperaba poco a poco el autodominio. Luis y el animal desaparecieron. El corazón se me aceleró con retraso. Raymond jadeaba. Vi que sacudía la cabeza. Sacudió el brazo a la altura del hombro y giró el cuello para relajar los músculos. La tensión del ambiente empezó a desaparecer.

La mirada de Raymond se centró en Bibianna, que lo sujetaba por los hombros para impedir que se levantara de la silla. Se sentó a horcajadas sobre los muslos del hombre, que quedó inmovilizado por las piernas largas y perfectas de Bibianna. Dos noches antes le había visto hacer el mismo movimiento con Tate. Costaba creer que hubiese estado con Jimmy hacía menos de cuarenta y ocho horas.

Raymond la miró con fijeza.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

—Nada. Todo está perfectamente —dijo Bibianna con brusquedad—. Luis se ha ido con el perro a dar un paseo.

La crisis había pasado. Empezaba a percibir los cambios que sufría el estado de ánimo de Raymond. La furia le estimulaba sexualmente. Antes de que pudiera recorrer con las manos los muslos de Bibianna, esta se despegó de él como si descabalgara un caballo. Se alisó los pantalones cortos, se dirigió al televisor y cogió la baraja que había encima.

—Vamos a jugar al gin rummy —dijo—. A cinco centavos el punto.

Raymond sonrió con tolerancia y sin duda con la intención de echarle el guante después.

Cuando Luis volvió con el perro, Bibianna me prestó unos tejanos, una camiseta y unas zapatillas de deporte para salir a cenar. Nos fuimos los cuatro a pie y nos adentramos en la tenebrosa zona comercial que había junto al complejo de viviendas. Cruzamos un aparcamiento vacío y entramos por la puerta trasera de una casa de comidas que se llamaba El Pollo Norteño. Era un local ruidoso con suelo de baldosas de material sintético y paredes revestidas de láminas de plástico. Parecía pequeño, casi claustrofóbico, a causa de las parrillas llameantes de la parte trasera. En un espetón que daba vueltas sin parar se habían ensartado no sé cuántos pollos de pellejo tostado, crujiente y brillante a causa de la grasa. El ruido era ensordecedor; los golpes irregulares y continuos de los cuchillos que partían los pollos en mitades y cuartos contrapunteaban la música de los mariachis. El menú estaba descrito en un tablón, detrás de la caja registradora. Hicimos el pedido en el mostrador, cogimos cuatro cervezas y deambulamos en busca de un reservado. La casa de comidas estaba hasta los topes de gente y los parroquianos desfilaban hacia una terraza provisional de madera que, en realidad, constituía un progreso. Hacía menos ruido fuera y era un alivio sentir el fresco de la noche californiana. Momentos más tarde aparecía una camarera con lo que habíamos pedido, platos de cartón y cubiertos de plástico. Desmenuzamos el pollo con las manos, pusimos los trozos de carne asada en tortas blandas de maíz y encima echamos judías pintas y salsa recién hecha. Fue como un gag de manos grasientas y barbillas chorreantes. Al terminar nos fuimos a un bar que había al lado mismo, el Aztlán. Eran ya las nueve de la noche.

El Aztlán era enorme, estaba lleno de humo, mal iluminado y ocupado casi en exclusiva por hispanos de ojos que a aquella hora ya se habían vuelto vidriosos a causa del alcohol consumido. Las risas se sucedían en estallidos reiterados y broncos que me parecían malintencionados y agresivos y me resultaban muy molestos. Todo parecía bajo control en la superficie, pero por debajo palpitaba la imprevisible y bullente violencia de la juventud. La música sudamericana sonaba a todo volumen y obligaba a hablar en voz alta, con una furia que ni siquiera el jolgorio podía disimular. Me puse a imitar a Bibianna, que parecía estar alerta, con la sexualidad bajo siete llaves. El intercambio de bromas e insinuaciones que había visto en El Matadero brillaba allí por su ausencia. Raymond se irritaba con mucha facilidad y las intenciones de Bibianna se habrían malinterpretado. Luis parecía encontrarse en su ambiente y avanzó contoneándose hacia la barra con su gallardía habitual. Con la camiseta blanca como la nieve, sus brazos desnudos eran un tebeo móvil, el Pato Lucas y el Pato Donald en negro y amarillo furiosos.

Mientras Luis se hacía con cuatro cervezas, nos abrimos paso entre la multitud, camino del fondo. En otra sala, que era la mitad de grande que la anterior, había tres mesas de billar, dos ocupadas. Los tapetes de fieltro eran tan verdes como islas cubiertas de vegetación bajo las lámparas. El parpadeo de las bombillitas navideñas de colores, que probablemente estaban allí todo el año, rasgaba la oscuridad del techo. Raymond encontró un reservado vacío y Bibianna se sentó en la parte de la pared. Yo iba detrás de ellos, a cierta distancia a causa del gentío que no dejaba de moverse. Una mano me cogió por el brazo y detuvo mi avance.

—Eh, muñeca. ¿Juegas al billar?

Yo conocía aquella voz.

Me volví. Era Tate.

Sentí que el corazón se me disparaba, temerosa de la reacción de Raymond. Me volví a mirar a Bibianna de manera automática. Estaba encogida en el reservado, con la cara vuelta hacia mí. Debió de reconocer a Tate más o menos al mismo tiempo que yo, porque estaba muy pálida.

—Vayamos tranquilamente hacia la mesa de billar —dijo Tate en voz baja—. ¿Sabe Raymond que fui yo quien mató a Chago?

—Serías hombre muerto si lo supiera —murmuré—. Cogieron a Dawna antes de que pudiese contárselo todo. ¿Por qué no desapareces mientras estás en situación de hacerlo?

Me cogió del brazo y me condujo hacia la mesa de billar.

—¿No estás contenta de verme?

Cerré los ojos durante unos instantes.

—¡Dios mío, Tate! Aléjate de mí. ¿Qué haces en este sitio?

Me cogió la mano. Le seguí hasta el bastidor donde estaban los tacos de billar y vi que elegía uno.

—Quería ver a Bibianna. ¿Te ha contado lo nuestro?

—Pues claro. Podrías habérmelo dicho tú, si hubieras confiado en mí.

—No tuve tiempo. Estaba ocupado disparando a los malos. —Alzó el taco y se lo llevó al hombro como si fuera un fusil—. Pum.

—¿Cómo supiste dónde estábamos?

—Coge un taco —dijo.

Demasiado distraída para fijarme en detalles, cogí uno al azar, aunque la verdad es que no sé distinguir un taco del palo de una escoba.

—Ese no, mujer. —Me dio otro taco y siguió hablando como si se tratara de una conversación normal y corriente—. Es el lugar favorito de Raymond. No hace falta ser Sherlock Holmes para adivinar dónde estaría. Por cierto, si Raymond se acerca y quiere saber qué pasa, dile la verdad, que fuimos juntos a la escuela.

—¿Cómo saliste de la cárcel? Creí que estabas arruinado. ¿A cuánto asciende la fianza por una acusación de asesinato, a doscientos mil dólares?

—Doscientos cincuenta. Un amigo que vive en Montebello puso su casa como garantía. Mi abogado consiguió que me la rebajaran a cien billetes. Estoy en libertad bajo fianza y avalado por terceros.

—¿Y puedes salir del condado?

—Deja de preocuparte. Es legal. Convencí al juez de que me diera un permiso de ocho horas. Le dije que echaba de menos a mi mujer. Tengo que estar en Santa Teresa a las seis de la madrugada o volverán a encerrarme. —Ordenó las bolas con el triángulo de madera y comenzó la partida. Las bolas se dispersaron por todas partes produciendo agradables chasquidos.

—Pero ¿a qué jugamos? Hace años que no me acerco a una mesa de billar.

—El primero que mete bola, elige las lisas o las rayadas. Gana quien mete todas las suyas. Te toca a ti.

—Eres un encanto —dije sin mucha convicción—. Dime a cuál he de darle y sigamos hablando.

—¿Crees que podré estar a solas con ella?

—No.

—¿Le dirás algo de mi parte? ¿Que haré todo lo posible por llevármela de aquí?

—Pues claro.

Continuamos la partida. Jimmy Tate fingía enseñarme y yo fingía seguir sus instrucciones, pero todo el interés se concentraba en la tensa conversación que sosteníamos mientras sonreíamos como benditos. Esperaba que, de lejos, pareciéramos amantes en potencia al individuo que no dudaría en matarnos si averiguaba lo que sucedía realmente. Tate disfrutaba de lo lindo. Aquello era lo que le gustaba, estar en primera línea, en medio del fuego antiaéreo, arriesgándose en nombre de nadie sabía qué. Yo sentía la misma angustia que si me fueran a poner una inyección antitetánica. Algo malo estaba a punto de pasar y no sabía por qué puerta salir corriendo.

—¿Cuidarás de ella?

—Soy la defensora de los débiles —dije—. Pero estoy harta. No vuelvo a hacerlo en mi vida. Nunca más.

Sonrió.

—Eso te pasa por ser una entrometida.

—Sí señor, has acertado.

Tate despejó la mesa y fuimos a reunimos con los otros tres, que permanecían apiñados en el reservado. Luis se levantó y me senté junto a Tate, que estuvo muy caballeroso conmigo. Luis cogió una silla libre y la acercó a la mesa. Creo que era la primera vez que yo hacía de tapadera en una amistad peligrosa. Aunque suelo mentir en circunstancias normales, fingir un ligue es un asunto peliagudo. Me sentía torpe y falsa, reacciones que no pasaban desapercibidas a Raymond, cuyo radar le informaba de la presencia de un avión enemigo en los alrededores. Sentía sus ojos sondeándome con una pregunta a medio formular. A lo mejor me despedía por boba. La verdad es que me comportaba con Jimmy como una mojigata y se notaba a un kilómetro.

Tate empezó a burlarse de mí bajo la penetrante mirada de Bibianna. Esta fingía desinterés, pero estaba claro que no perdía ripio. Al margen de que la situación me daba pánico, me alegraba de la reaparición de Tate. Antes de verle no me había dado cuenta de lo sola que estaba. Aún me sentía inerme, desde luego —y más con él allí—, pero por lo menos tenía un amigo y sabía por experiencia que, si llegaba el caso, arriesgaría la vida por mí.

Bibianna, otra vez en la esfera visual de Jimmy Tate, dio comienzo a la danza ritual. No había nada manifiesto en lo que hacía, pero aprovechaba los movimientos con que por otra parte quería complacer a Raymond: pegaba su brazo al de él o se apoyaba para frotarle el brazo con el pecho. Bibianna y Tate evitaban mirarse a los ojos; aparentaban tanta indiferencia que, si no hubiera sabido cuál era la verdadera relación que les unía, habría pensado que se tenían antipatía. La partida que jugaban era en consecuencia mucho más peligrosa. Las mejillas de Bibianna enrojecieron de manera inevitable. Vi aflorar la sexualidad, la reacción ancestral e inefable que se experimenta en presencia del otro. Me parecía increíble que Raymond no se diera cuenta de lo que pasaba. El único indicio visible de sus emociones internas era la reaparición de los tics, que le daban una vez por minuto.

Saltaba a la vista que se había sensibilizado su sentido del derecho territorial. Respondiera esto o no a lo que realmente ocurría, Tate seguía siendo un macho que no sólo estaba en su terreno, sino además muy cerca de su hembra. Raymond pareció crecerse y trató de arrastrar a Tate a una irresistible competición de fanfarronadas, a un certamen de chulería verbal. Era la versión masculina del exhibicionismo grosero y agresivo con que coquetean muchas mujeres. Preferí no oír lo que decían, ya que sólo se trataba de bravatas en plan peleas de gallo, alimentadas por el alcohol y la testosterona. Me sentía incapaz incluso de calcular la posible reacción de Tate cuando se enterase de que Bibianna dormía con Raymond. La situación habría podido ser divertida si mis neuronas no hubieran estado tan en tensión.

Luis era todo ojos. Durante unos instantes se desprendió de la máscara de neutralidad que llevaba habitualmente y tuve ocasión de ver el primer indicio de la astuta inteligencia que se ocultaba tras ella. Detrás de sus ojos impasibles acechaba un animal lleno de viveza, tanto más peligroso por el hecho de saber camuflarse cuando le convenía. El animal volvió a esconderse. Luis se retrepó en la silla y apoyó un brazo en el respaldo. Cogió la cerveza por el gollete de la botella y engulló un largo trago. Cuando nuestras miradas se volvieron a cruzar, advertí que había recuperado la arrogancia, la superioridad de que hace gala el macho cuando trata con seres inferiores.

La noche no parecía tener fin. La música sudamericana me sacaba de quicio; o era estrepitosa y frenética, o de un sentimentalismo agobiante. La atmósfera estaba saturada de humo y olor de cerveza. Lo único que realmente me importaba era estar cerca de Tate, cuya cara curtida por el sol era el único refugio a mi alcance. Le invité a bailar, entre otras cosas para alejarle de Raymond, que no tenía un pelo de tonto. Instigados por la situación, todos bebimos demasiado. Al día siguiente me encontraría fatal, pero en aquellos momentos no me importaba. Seguro que encontraría sitio en el cuarto de baño y me dejarían pasar el día tranquila con la cabeza metida en la taza del retrete.

Nos fuimos a las dos de la madrugada. Al salir del bar nos despedimos de Tate. Di gracias al cielo por haber salido ilesa de la situación, sin puñetazos, enfrentamientos ni lágrimas. Cuando llegamos a casa, Luis se fue con el Cadillac. Subí las escaleras delante de Raymond y Bibianna, y me hice a un lado para que el primero abriese la puerta. El perro seguía en el vestíbulo igual que un centinela y levantó la maciza cabeza para mirarme cuando pasé junto a él. Por lo menos tuvo la delicadeza de no gruñir.

Fui a mi habitación, me puse el pijama y me dirigí al cuarto de baño. La puerta del lavabo principal estaba cerrada. Por el modo en que Raymond había estado mirando a Bibianna, supe que el deseo masculino volvía a estar a flor de piel. Para evitar altercados, la mujer no iba a tener más remedio que someterse. Lo sentí por ella. ¿Hay algo peor que acostarse con una persona a la que no se desea, encontrarse en una situación en la que la intimidad se impone por la fuerza? Me lavé la cara, me cepillé los dientes, apagué la luz del lavabo y entré descalza en el dormitorio. Abrí una ventana y observé la calle, distraída, primero en una dirección, luego en la otra. No se veía un alma. En aquella hora de quietud, incluso la pobreza, bañada por el claro de luna, podía resultar atractiva. La suciedad y el desorden desaparecen y lo defectuoso se nos presenta dotado de una integridad armónica. La acera de hormigón parecía de plata a la luz de la luna y la calle poseía un matiz algo más oscuro. Pasó un coche muy despacio. ¿Sería Jimmy Tate? ¿Le obsesionaría la idea de que Bibianna pudiese estar en la cama con otro? Me acordé de Daniel, mi segundo exmarido, cuya traición sexual me había hecho sufrir tanto en otra época. Cuando el amor ha muerto, nos cuesta recordar por qué nos importaba hasta tal extremo.

Oí los golpes ahogados y rítmicos que daba la cama en la pared del otro dormitorio. Alcé la cabeza y recuperé la sobriedad de repente: me di cuenta de que, si actuaba deprisa, era la ocasión ideal para hacer algo útil y provechoso. Me quité el pijama y me puse los tejanos. Metí la cabeza en la camiseta, me calcé las zapatillas deportivas de Bibianna y me las até a toda velocidad. Quité el pestillo de la ventana de corredera y la abrí; el marco de aluminio produjo un roce muy ligero al deslizarse por la guía.

Hacía frío y la brisa me acarició el rostro. El callejón que se abría entre nuestro edificio y el contiguo estaba vacío y a oscuras. El olor de la contaminación y el aroma salobre del mar se mezclaban de un modo embriagador. Me senté en el alféizar y alcancé el rellano de las escaleras de metal. El alcohol ingerido mitigaba los efectos del nerviosismo que me habría devorado en otras circunstancias. El corazón me latía con fuerza y me producía un efecto estimulante. Después de un período de pasividad forzada, estar otra vez en movimiento, la posibilidad misma de entrar en acción, me resultaba muy excitante.