15

Mac se puso al habla.

—Voorhies.

—Señor Voorhies, me llamo Hannah Moore. He contratado con ustedes un seguro de automóvil y quisiera comprobar la cobertura de la póliza.

Se produjo un silencio absoluto. Sabía que había reconocido mi voz. Raymond pegó la cabeza a la mía y movió lateralmente el auricular para oír la charla.

Mac titubeó. Le oí improvisar una contestación mientras se esforzaba por adivinar lo que ocurría y lo que podría decir sin ponerme en peligro. Me conocía lo suficiente para saber que no le habría llamado para hablarle de aquel modo si no hubiera tenido poderosas razones.

—¿Ha sufrido usted algún accidente? —preguntó con tiento.

—No, no. Verá… es que le he dicho a un amigo que me preste su coche y la única condición que me ha puesto es que mi póliza cubra todos los riesgos. —La cara de Raymond estaba a diez centímetros de la mía. Distinguía el olor de su loción para después del afeitado y su aliento, cálido y linfático.

—Entiendo —dijo Mac—. ¿Está su amigo con usted?

—En efecto.

—¿Tiene a mano el número de póliza?

—No. El agente que la preparó se llama Con Dolan.

Raymond se apartó, cogió un papel y garabateó una frase: «Pregunta si cubre los accidentes de tráfico». Me revienta que me den instrucciones cuando hablo por teléfono. Me señaló la nota golpeándola con el índice y le hice un aspaviento.

—Verá —añadí—, lo que me interesa es saber si cubre todos los daños resultantes de un accidente de tráfico.

Se produjo otra pausa forzada. Sonreí a Raymond mientras Mac emitía un carraspeo.

—Mire, señorita…

—Moore.

—Eso es, Moore. Mire, voy a tener que localizar al señor Dolan. Sucede que ya no trabaja en la compañía, aunque creo que sigue en la ciudad. Consultaré los archivos y me pondré en contacto con usted. ¿Puedo llamarla a algún sitio esta tarde?

Raymond apartó la cabeza y se llevó el dedo a los labios.

—Me temo que no —dije—. Estoy de paso en Los Angeles, en casa de mi amigo, pero no sé cuánto tiempo me quedaré. Si me dice a qué hora le viene bien, puedo volver a llamarle.

—A eso de las cinco. Supongo que a esa hora ya habré conseguido la información que solicita.

—Muchísimas gracias. —Entregué el auricular a Raymond y lo depositó en la horquilla.

—¿Qué ha dicho?

—Que tiene que mirarlo. He de llamarle esta tarde a las cinco.

—Pero el seguro sigue vigente, ¿no?

—Ya te dije que sí.

Raymond y Luis cambiaron una mirada. El primero volvió la cabeza para observar a Bibianna, que seguía haciendo solitarios.

—Ponte algo encima —le dijo—. Nos vamos. —Y a mí—: Si necesitas un jersey o una cazadora, pídeselo a ella.

—¿Qué ocurre?

—Nos vamos de batida.

—Ya me explicaréis qué es eso —dije.

Tomamos Sepulveda Boulevard en dirección norte, hacia Culver City, con Luis al volante. Bibianna parecía de mal humor y guardaba silencio en el asiento trasero; Raymond, cuando no hablaba por teléfono, se dedicaba a acariciarla, a toquetearla, a molestarla en términos generales, alardeando del dinero que pensaba ganar, de todo lo que había hecho y de los grandes planes que tenía para los dos. Aquel tipo se merecía que le dijeran cuatro cosas. Estaba claro que todo le iba a salir mal. Aparte de que Bibianna era ya (sin que él lo supiese) la «señora Tate», nunca daría la cara por él. A las mujeres no les gusta que los hombres hablen de sí mismos. A las mujeres les gusta hablar de cosas reales, por ejemplo de sentimientos, sin ir más lejos, de los suyos. Raymond, por lo visto, pensaba que ella aún no estaba convencida de lo mucho que la quería. Y yo tenía ganas de gritarle: «¡Está convencida, so zopenco! Lo que pasa es que tus sentimientos le importan una comino».

Nos detuvimos en la primera dirección.

El Cadillac de 1979, un Seville negro, estaba estacionado junto a la acera. Al lado había un negro musculoso con un gorro de baño de color rosa, una lágrima tatuada en la mejilla y un pendiente de oro en el lóbulo izquierdo. Os juro que no me lo estoy inventando. Llevaba una camiseta estampada, unos tejanos raídos y una cartera sujeta al cinturón. Entre el bigote, las barbas de chivo, la sonrisita de pícaro y el hueco que se le veía entre los incisivos, estaba realmente precioso. Bibianna se quedó en el coche, pero yo bajé y me puse a mirar y a escuchar mientras los hombres se enzarzaban en una larga y aburrida transacción. Raymond sufrió en el ínterin varias crisis espasmódicas que al negro parecieron traerle sin cuidado, ya que se limitó a apartar la mirada. Me pasó por la cabeza que en determinados círculos habrían tratado a Raymond igual que a esos troncos andantes que lo tienen todo amputado. Me entraron ganas de defenderle y decir: «Por favor, no te burles de él, que es de nacimiento».

El «precio negociable» se quedó en 100 dólares menos de los 999 que figuraban en el anuncio. Raymond se apartó un poco y sacó un grueso cilindro de billetes sujetos con una goma. Se puso la goma en la muñeca y contó los billetes hasta completar la cantidad. Firmaron el documento de venta, que cambió de manos, aunque estaba claro que Raymond no lo iba a llevar a la Dirección de Tráfico. Los delincuentes habituales no se preocupan nunca por estas cosas. Hacen lo que les viene en gana, mientras los demás nos sentimos obligados a obedecer las reglas del juego.

El negro se alejó en cuanto terminó la transacción. Raymond y Luis inspeccionaron el vehículo, que parecía en buen estado. El baño cromado del parachoques se había desconchado en algunos puntos y el intermitente trasero de la derecha estaba roto. Los neumáticos estaban totalmente gastados, pero la carrocería no presentaba ninguna abolladura digna de mención. El tapizado interior era de color gris y en el asiento del copiloto había un siete cosido con hilo negro. El suelo, tanto de la parte delantera como de la trasera, estaba alfombrado de envases de comida instantánea, latas de refrescos, paquetes de tabaco estrujados y periódicos. Luis tardó varios minutos en tirarlo todo junto al bordillo de la acera y con el contenido de los ceniceros formó una montañita de colillas.

—¿Qué te parece? —me preguntó Raymond.

No alcanzaba a comprender por qué le interesaba mi opinión.

—Mejor que todas las cafeteras que he conducido hasta hoy.

Introdujo un dedo en el llavero y se golpeó la palma con las llaves.

—Pues todos adentro. Bibianna irá con él.

Me volví a mirar el Ford verde oscuro en que estaba Bibianna. Se había enderezado en el asiento trasero y se arreglaba el pelo negro y brillante con ayuda del espejo retrovisor. Subí al Cadillac. Raymond se puso ante el volante y se ajustó el cinturón de seguridad.

—Abróchatelo —dijo—. Vamos a tener un accidente.

—¿Con un coche sin asegurar? —exclamé con sorpresa—. Pero si acabamos de comprarlo…

—Tú tranquila. Llamaré a mi agente después. Siempre hace lo que le digo.

Me abroché el cinturón e imaginé que tenía el cuello enyesado.

En aquel vehículo, todo —las cerraduras, los frenos y las ventanillas— funcionaba a base de botones. Raymond puso en marcha el motor, que resucitó entre rugidos. Ajustó el retrovisor y esperó a que un Toyota plateado pasara a toda velocidad para salir de la zona de estacionamiento.

Apreté un botón y las ventanillas subieron con un zumbido apenas perceptible.

—¿Cómo vamos a hacerlo? —pregunté.

—Ya lo verás.

Al parecer, no nos dirigíamos a ningún sitio concreto. Cruzamos Palms por Venice Boulevard, doblamos a la derecha para entrar en Sepulveda y llegamos a una zona que se llama Mar Vista. Eran barrios de casas unifamiliares pintadas de blanco y con un pequeño jardín, y de árboles medio muertos cuyas hojas suspiraban por el oxígeno que la contaminación no podía darles. Raymond inspeccionaba las calles como un patrullero en busca de los detalles reveladores del delito en ciernes.

—¿Qué es una batida?

—Pues está claro: ir de un sitio a otro en busca de un accidente. A los coches les llamamos «cubos». Tengo toda una flota de cubos, un ejército de conductores haciendo exactamente lo mismo que nosotros. Tú eres un «fantasma».

Sonreí.

—¿Y eso por qué?

—Porque no cobras y por tanto es como si no existieras.

—¿Y por qué no cobro?

—Porque eres una aprendiza. Tú sólo estás aquí para hacer bulto.

—Vaya, gracias —dije. Me volví para mirar por la ventanilla que tenía a la derecha—. ¿Qué buscamos entonces?

Me dirigió una mirada penetrante con la suspicacia pintada en las facciones.

—Quiero aprender —añadí.

—Una víctima. Las llamamos «victis» —dijo al cabo de un rato—. Gente que se salta una señal de stop, que sale del garaje marcha atrás bloqueando la calzada, que abandona bruscamente la acera…

—¿Y qué se hace entonces?

Sonrió para sí.

—Darle un trompazo. Conviene que sea por detrás, porque así se nota el estropicio y no se hace daño a nadie.

Dimos vueltas durante una hora aproximadamente y no vimos ni un solo infractor del código. Raymond ardía de impaciencia, pero por extraño que parezca no sufrió ninguna crisis espasmódica durante la batida. Puede que el trabajo le calmara el vapuleado sistema nervioso.

—Ponme a prueba —dije.

—¿Hablas en serio?

—Si sale bien, quiero el dinero. ¿Cuánto se cobra?

—Cien dólares al día.

—No me engañes. Tienes montañas de dinero y quiero un trato justo.

—Si serás bruja… —murmuró.

Cambiamos de sitio. Tardé un minuto en acercar un poco más el asiento delantero al freno y al acelerador. Puse en marcha el Cadillac. Ya habíamos recorrido Lincoln Boulevard y nos encontrábamos en las afueras de Santa Monica. Doblé a la izquierda al llegar a Pico y accedí a Ocean Avenue por San Vicente. Raymond no había prestado atención, pero cuando vio la dirección que seguíamos, me miró con sorpresa.

—¿No te gusta Venice?

—Me gusta más Beverly Hills —dije. La idea pareció intranquilizarle al principio, pero es indudable que comenzó a resultarle atractiva. Fuimos hasta Sunset Boulevard y nos dirigimos al este, bordeando la zona norte del inmenso campus de la Universidad de California-Los Angeles. Nada más dejar atrás el Beverly Hills Hotel, doblé a la derecha y entré en Rexford. Era relajante ir de batida por aquellas calles anchas y flanqueadas de árboles. Allí estaban las «terrazas» de Beverly Hills. Los pisos eran enormes e iban de una punta a otra de la manzana. El césped de todos los jardines era de un verde intenso, los setos estaban bien podados y los jardineros barrían las hojas caídas que cubrían los senderos. Los sicómoros y los robles sombreaban la zona verde que se extendía entre la acera y la calzada. Las vallas impedían ver las canchas de tenis privadas. A cada tanto entreveía una piscina y la correspondiente caseta de vestuario. El semáforo del cruce con Santa Monica Boulevard estaba verde. Me introduje en el centro del barrio comercial de Beverly Hills.

Sabía que, técnicamente, con aquello de las batidas estaba jugando con fuego. Lo único que recordaba de la época de la academia de policía en relación con las misiones secretas era que iba contra el «bien público» que un agente de la ley participara en la comisión de un delito o incitase a alguien a cometerlo. Por suerte, yo no era agente de la ley y, si en última instancia se ponía fea la cosa, sería la palabra de Raymond contra la mía. Ayudar a Raymond a simular unos cuantos accidentes fraudulentos me parecía la forma más rápida de convencerle de que mi interés no era fingido.

Raymond miraba por la ventana con actitud intranquila.

—Aquí no hay nada que hacer.

—¿Qué te apuestas? —Acababa de ver un Mercedes último modelo que en ese momento salía, con el intermitente izquierdo parpadeando, de un aparcamiento situado en mitad de la manzana. Era un cuatro puertas de color negro con una matrícula privada que decía BULL MKT. Lo conducía una mujer de unos cuarenta años, pelo rubio y gafas de sol grandes y redondas que le habían resbalado hasta la punta de la nariz. Reduje la velocidad y me disculpé mentalmente por los pecados que iba a cometer. Pisé el freno a fondo e hice una seña a la otra conductora para que terminase la maniobra. La conductora me dio las gracias con la mano y con una sonrisa que puso al descubierto una dentadura perfecta.

—Pero ¿qué haces?

—Cederle el paso —dije con inocencia.

En cuanto el Mercedes se me puso delante, apreté el acelerador y le di un golpe por detrás. Fue igual que en los autos de choque, y con la misma mezcla morbosa de culpabilidad y emoción placentera. Le había hecho la abolladura en el sitio perfecto. La mujer lanzó un chillido, giró la cabeza y se me quedó mirando con la boca abierta por el asombro.

Raymond había salido ya del Cadillac.

—Pero ¿dónde le han dado a usted el carnet de conducir? ¡Se nos ha echado encima, señora!

Bajé, fui a la parte delantera del vehículo y vi un faro roto y más desconchados en el parachoques. Nada serio. Los daños sufridos por el otro coche ascendían por lo menos a 6.000 dólares. La conductora se había repuesto de la estupefacción inicial, bajó del Mercedes y cerró dando un portazo. Iba vestida para jugar a tenis, falda corta y blanca, polo a rayas blancas y verdes, piernas largas y bronceadas, calcetines cortos y zapatillas inmaculadamente blancas y adornadas con sendas borlas de un verde llamativo. El guardabarros izquierdo del Mercedes, hasta hacía muy poco de un negro más brillante que el charol, ostentaba ahora una abolladura de dimensiones considerables, y el extremo del parachoques se había doblado hacia adentro. La portezuela del portaequipajes tendría que abrirse con palanqueta. Vi que la cara de la mujer se ponía más roja que un tomate mientras revisaba los daños. Se volvió hecha una furia y me señaló con el dedo.

—¡Cretina, más que cretina! Usted me cedió el paso.

—¡Mentira! —dijo Raymond.

—¡Verdad!

—Mentira —intervine para dejar claro de qué parte estaba.

—¡Fíjese en mi coche! —dijo Raymond—. Acabamos de comprarlo y mire cómo ha quedado.

—¿Su coche? ¿Y el mío?

Me llevé la mano al cuello y Raymond me miró con preocupación.

—¿Te encuentras bien, cariño?

—Creo que sí —dije sin convicción.

Giré el cuello con una mueca.

Raymond abandonó la actitud iracunda y adoptó un aire de calma estudiada, que surtió un efecto mucho mayor.

—Señora, espero que tenga usted un buen seguro, porque si no…

La tarde estuvo jalonada por la intermitente competición atropelladora de Raymond, surrealista por la puesta en escena, deprimente por los efectos. Volvimos sobre nuestros pasos y de Beverly Hills nos dirigimos a Brentwood, pasando por Westwood, y luego, en dirección sur, otra vez a Santa Monica. Buscábamos las zonas colapsadas con el ojo puesto en las infracciones menores, los descuidos y los errores de cálculo. Raymond llevaba un minucioso registro de los accidentes que simulábamos; aquella tarde fueron cuatro en total y tomó nota del lugar y la hora, del nombre del otro conductor y de su compañía de seguros.

El Cadillac se comportó como un ariete de primera y, en comparación con los daños que infligimos a los otros conductores, los suyos fueron insignificantes. Las víctimas parecían en cierto modo dispuestas a dejarse engañar y se sentían afligidas, culpables, a veces enfadadas, pero por lo general se mostraban preocupadas por la posibilidad de afrontar un juicio económicamente desastroso. Yo interpreté mi papel de ciudadana honrada que se veía envuelta en un desaguisado injusto y fingía dolores repentinos en el cuello o la espalda, aunque evitaba mirar cara a cara a las víctimas. No se me daban bien los engaños de aquella clase, y si podía perpetrarlos era porque recurría al mismo desapego emocional que adopto cuando entro en el depósito de cadáveres. A Raymond, por supuesto, sólo le interesaban las indemnizaciones que pudieran obtenerse por los daños sufridos por el vehículo y por las lesiones que a consecuencia de los mismos pudiéramos fingir. La larga práctica había perfeccionado sus malas artes.

Se me quitó un gran peso de encima cuando, a las cuatro, dio la orden de retirada. Yo había estado al volante durante los dos primeros accidentes. Luego había conducido Raymond. Buscó un acceso para salir a la 405 y nos dirigimos al sur, a casa. Me sentía como una viajante de comercio que va con su jefe. Las preguntas que le hacía eran tan elementales como las que le habría formulado una periodista novata.

—¿Qué experiencia tienes en el oficio? —dije, como si quisiera averiguar si estaba capacitado para colaborar en la Enciclopedia Británica.

—Me lo enseñó un tipo cuando yo empezaba a buscarme la vida. Como ahora está en la cárcel, la empresa la llevo yo.

—Algo así como un ascenso.

—Exacto. Ni más ni menos. Tengo una escudería de médicos y abogados que se encargan de poner todos los papeles en orden. Yo me limito a supervisar y punto. Si la temporada es floja, también yo me echo a la calle para hacer algún trabajito. Así no pierdo la práctica.

—¿Y en qué consiste tu trabajo, en aportar reclamantes?

—Pues claro. ¿Qué crees que hemos hecho esta tarde? En la actualidad tengo diez en nómina, pero siempre hay altibajos. No es fácil encontrar personal competente.

Me eché a reír.

—Te creo.

—Voy a contarte un secretito, la clave para administrar eficazmente una empresa. No te fíes nunca del que tengas inmediatamente debajo en la pirámide del poder. Nunca le cuentes nada comprometedor.

—¿Porque podría ambicionar tu puesto?

—Exactamente. El segundón siempre está dispuesto a apuñalarte por la espalda. Fíjate en Luis. Lo quiero como a un hermano, pero hay cosas que no le cuento, gente a la que no ve. De ese modo no tengo que temer nada, ¿comprendes?

—Seguro que ganas mucho dinero.

Negó con la cabeza.

—Mucho, no. Más que un ministro. Suelo embolsarme alrededor de mil dólares por caso, según la gravedad de la «lesión». El médico o el quiromasajista se quedan con mil quinientos aproximadamente.

—Jesús. Es increíble. ¿Qué hacen, hinchar las facturas?

—A veces. También cobran por servicios que no han prestado. La compañía de seguros no se da cuenta y, en cualquier caso, el médico sabe lo que se hace. No olvides que además hay un abogado —dijo. Sonrió con ironía—. Yo me llevo el mejor pellizco, por supuesto.

—¿Porque arriesgas más?

—Porque lo preparo todo. Compro los coches, pago a los captadores. Tener en circulación un solo equipo me cuesta entre cinco y seis de los grandes. Multiplícalo por diez, por veinte equipos que trabajan siete días a la semana. Es un montón de dinero.

—Eso parece —dije y abandoné el tema.

Estuvimos callados un buen rato. Aunque no me entretuve haciendo cálculos exactos, era evidente que las cantidades en juego eran elevadas. Apoyé la cabeza en el respaldo del asiento. No costaba verle el lado atractivo. Para un sujeto como Raymond, el dinero era preferible al trabajo honrado de todos los días. También yo podría ganar más dinero chocando contra coches que haciendo de detective. Aunque, como es lógico, tenía su aspecto negativo. Con tantos choques y golpetazos, la cabeza me dolía y tenía el cuello en tensión. Me di un masaje en los músculos del hombro para tonificarlos.

—¿Qué te ocurre?

—Tengo el cuello entumecido.

—Toma, y yo —dijo en un arranque autoparódico. Me miró con atención—. ¿Lo dices en serio?

—Raymond, hemos tenido cuatro accidentes de tráfico. Casi me caigo del asiento en el último. Y todo por no avisarme.

—¿Quieres que te vea un médico? Yo me encargo de todo. Termoterapia, ultrasonidos, lo que quieras. La empresa corre con los gastos.

—Según cómo me encuentre cuando volvamos. ¿Dónde está Bibianna ahora? Espero no ser yo la única que anda arriesgando el cuello por las calles.

—Está con Luis, de batida, igual que nosotros.

—Menos mal.

Me miró como si quisiera averiguar mi estado de ánimo.

—¿Te gusta el oficio?

—Bueno, es mucho mejor que ganarse la vida trabajando.

Esbozó una sonrisa y volvió a posar los ojos en la carretera.

—Desde luego que sí.

Nos detuvimos unos momentos en Autorreparaciones Buddy, frente a la casa donde vivía Raymond. El garaje propiamente dicho estaba en la esquina de un amplio recinto que abarcaba toda la manzana. En la otra esquina había una caseta de metal ondulado, rodeada de chasis, guardabarros, parachoques, motores, neumáticos. Una valla de tela metálica rota por mil sitios rodeaba un terreno que tendría aproximadamente una hectárea y que estaba lleno de coches estropeados y piezas sueltas de todas clases. Un rótulo decía: AUTORRESCATE BUDDY ABIERTO 6 DÍAS A LA SEMANA. SE COMPRAN COCHES Y CAMIONES A PRECIOS INMEJORABLES. EL MEJOR SURTIDO DE RECAMBIOS USADOS DE TODA CALIFORNIA SUR. Un perro, un robusto rottweiler negro, con más arrugas en la cabeza que un tronco de árbol, dormía en el suelo junto a una camioneta.

—¿También Buddy trabaja para ti? —dije.

Yo soy Buddy. El negocio lo dirige un tipo que se llama Chopper. Vuelvo enseguida —murmuró mientras bajaba del coche. Raymond, por lo visto, llevaba el taller de reparaciones en colaboración con un servicio de autogrúas y rescate de vehículos, y seguramente desguazaba los coches cuando había explotado al máximo sus posibilidades.

Esperé hasta que hubo entrado en el garaje, bajé del coche y me dirigí muy despacio hacia la máquina de Pepsi que había al cruzar la puerta. Invertí el tiempo que me pareció oportuno en introducir las monedas en la ranura y coger la lata de Pepsi-Light. La abrí y tomé un sorbo mientras observaba con aire indiferente todo lo que había a mi alrededor. No había nadie más a la vista ni evidencia alguna de que nadie estuviese trabajando. El sol del atardecer dibujaba franjas amarillas en el resquebrajado suelo de hormigón. El aire olía a aceite, a neumáticos viejos, a metal caliente. Una pirámide de barriles metálicos colocados en sentido horizontal servía para almacenar toda clase de piezas oxidadas. Vi a Raymond por la puerta abierta de una construcción que utilizaban como oficina. El edificio, de tejado plano, parecía haber sido una pequeña casa particular en su vida anterior. Entre el edificio y la valla había un remolque de pequeñas dimensiones que prolongaba el espacio oficinesco. Para que entrase el aire, las láminas rectangulares de vidrio de un par de ventanas ajustables estaban ligeramente abiertas. Había una cama de madera apoyada contra el remolque y, a un costado de este, un pequeño rótulo advertía que el lugar estaba protegido con alarma antirrobo, pero no me lo tomé en serio. Cualquier parecido entre aquel taller y un banco o una joyería era pura coincidencia.

Raymond terminó lo que estuviese haciendo y salió del garaje con un individuo al que llamó Chopper al presentármelo. Era un cuarentón de ascendencia anglosajona, achaparrado y de pelo raleante. Respiraba con dificultad y tenía la cara perlada de sudor.

—Un perro estupendo —dije, con la esperanza de congraciarme con el dueño.

—Se llama Bruto. —Chopper lanzó un silbido penetrante, Bruto despertó servilmente y se incorporó con esfuerzo. El pobre chucho era más viejo que Matusalén y su anquilosamiento le hacía avanzar por etapas y con un movimiento oscilatorio. Cuando estuvo cerca, advertí que tenía el pelo negro espolvoreado de blanco. Se detuvo junto a mí con humildad. Le acerqué la mano al hocico y me la lamió. Me puse más blanda que un flan por culpa del animalejo.

Raymond y Chopper dieron por terminado lo que se llevaran entre manos, dejamos el coche donde estaba y volvimos a casa andando.