Se marcharon poco antes de las siete, tras un sinfín de discusiones y titubeos. Perro seguía junto a la puerta, como de costumbre, masticando la cadena. Tenía una de esas dentaduras que pueden verse en los esqueletos de dinosaurio que se exhiben en los museos paleontológicos, ideal para descuartizar cocodrilos y mamíferos de tamaño medio. En cuanto cerraron la puerta a sus espaldas, me dirigí al dormitorio de los huéspedes, me saqué de la pechera el formulario robado y lo puse debajo de uno de los cojines del sofá. Me dediqué a buscar entonces el teléfono desaparecido. Empecé por el dormitorio principal e inspeccioné todos los cajones. Como no podía creer que lo hubiera escondido entre las cosas de Bibianna, no miré en su cómoda y me dediqué a registrar la de Raymond, consciente de que la misma Bibianna había mirado ya en esos mismos rincones, aunque sin éxito.
El cajón superior de la izquierda estaba lleno de calcetines desparejados y de pañuelos doblados con torpeza. El cajón de la derecha contenía la típica colección de tonterías que la gente se resiste a tirar: cajas de cerillas, gemelos de camisa, agujas de corbata, unas pinzas para fumar colillas de porro, monedas, una cartera llena de compartimentos plastificados pero sin ninguna tarjeta de crédito. Vi una libreta de ahorros de color marrón con un saldo de 43.000 dólares. En el cajón inferior había camisas dobladas y debajo estaban los jerseys. En una caja, al fondo, vi dos pistolas. Una era una Mauser semiautomática del calibre 30 y culata de madera noble; estaba dentro de un estuche de compartimentos vaciados en los que había además un cargador de recambio, un cepillo de limpieza, una diana y una caja de cartuchos con forma de gollete de botella. Acerqué la cabeza y olisqueé el cañón sin tocarlo. No habían limpiado el arma, pero tampoco la habían utilizado últimamente. La otra pistola, una SIG-Sauer P-220, del calibre 38 súper, probablemente valía 350 dólares. ¿Y si me quedaba con una? No; en aquella situación, imposible. No era prudente. Debajo de la caja había una serie de carnets californianos de conducir con un surtido de nombres diferentes. Anoté mentalmente que me los llevaría en cuanto se presentara la ocasión. Volví a poner la caja de las pistolas encima de los documentos.
Miré el ropero de arriba abajo y registré todos los montones de ropa donde podría esconderse un teléfono. Miré debajo de la cama, inspeccioné los cajones de las mesitas de noche. Entré en el cuarto de baño principal, que era mayor que el otro pero no más limpio. El botiquín era demasiado pequeño para guardar nada. Metí la mano en la cesta de la ropa sucia. Al fondo estaba el teléfono. Lancé un gritito y lo saqué de debajo de un amasijo de ropa interior sucia. Sabía que había un enchufe en la sala de estar, pero estaba demasiado nerviosa para conectarlo allí. Luis volvería en cualquier momento. No quería que me encontrara con el auricular en la mano.
Miré los zócalos del dormitorio, por si había otro enchufe de teléfono. No vi ninguno cerca. Me puse a gatas y recorrí el perímetro de la habitación, arrastrando conmigo el aparato mientras escrutaba debajo de la cómoda y de la mesita de noche. Por fin localicé uno en el fragmento de pared que quedaba detrás de la cama de matrimonio, aproximadamente en el centro. Me puse boca abajo, estiré el brazo por entre los ovillos de polvo y conseguí introducir la pequeña clavija en el enchufe de la pared. Me encontraba tendida en el suelo entre la cama y la cómoda cuando el perro se puso a ladrar. Luis. ¡Mierda! Desenchufé el cable y lo saqué de debajo de la cama. Perro ladraba tan fuerte que no sabía si Luis había entrado ya o no. Me dirigí corriendo al cuarto de baño y nada más entrar enrollé el cable en el aparato.
—¡Eh! ¿Dónde están todos? —Había entrado.
—¿Luis? ¿Eres tú? Estoy en el lavabo —exclamé.
Metí el teléfono en el fondo de la cesta y lo cubrí como pude con ropa sucia. Me miré en el espejo y me quité un pelo canino del labio. Acababa de envolverme la cabeza con una toalla, igual que un turbante, cuando apareció Luis en la puerta. Se había puesto una camisa de franela. Las mangas largas le ocultaban los bonitos tatuajes de los brazos, pero aun así distinguí dos pares de patas de palmípedo a la altura de las muñecas. Inspeccionó el cuarto de baño. Se volvió a mirarme con suspicacia.
—¿Dónde está Raymond?
—Se ha ido con Bibianna.
—Y tú, ¿qué haces aquí?
—Bibianna me dijo que podía utilizar su secador —dije, rogando al cielo que Bibianna tuviese secador. Miré de reojo hacia la cesta de la ropa. Un fragmento del cordón telefónico sobresalía por la parte superior. Me apoyé en la otra pierna para que Luis no lo viese—. Estaré lista en un segundo.
Se quedó mirándome. Tenía la cara ovalada, los pómulos altos y la mandíbula ligeramente puntiaguda. La dentadura parecía sana, pero la delgadez de los labios le daba aire de mala persona, impresión que el patético bigote no hacía sino acentuar. El pelo, negro y liso, lo llevaba peinado hacia atrás, rematado en una coleta que no había visto antes a causa del gorro de punto. No creo que hubiera cumplido los treinta.
—¿Te dijeron a qué hora volverían?
—¿Te importa que hablemos después? Quiero secarme la cabeza —dije. Fui a cerrar la puerta y el movimiento le obligó a quitar el pie que lo impedía. Cerré con gestos exagerados, aguardé medio segundo y abrí de golpe. Se enderezó avergonzado. Colgó los pulgares de las presillas del pantalón y se alejó con indiferencia hacia la sala de estar.
—Eres muy atento —le dije, y cerré de un portazo para subrayar mis palabras. Encontré el secador y lo puse en marcha, lo dejé en la tapa de la taza, enrollé el cordón del teléfono y puse el aparato en el fondo de la cesta, donde lo había encontrado. Volví a poner encima la ropa sucia. Una vez cerrada la cesta, me miré el pelo en el espejo. Cogí el zumbante secador y me doblé por la cintura hasta quedar cabeza abajo. Me eché un chorro de aire caliente en la nuca. Al enderezarme, el pelo no había mejorado, pero tenía un aspecto diferente, como un espino sin hojas. Apagué el secador y me dirigí a la sala de estar.
La primera parte de la noche transcurrió apaciblemente. Como a Luis no le atormentaban ni la curiosidad ni los problemas intelectuales, hablamos muy poco. Él se encontraba en el extremo del sofá opuesto al perro y yo en el sillón. Puso la televisión. El ámbito de su atención era reducido y no tenía paciencia para lo complicado. De vez en cuando, hacía algo que ponía de manifiesto que era consciente de mi presencia; no era nada directo, pero sí perceptible. Su sexualidad era tan opresiva como el perfume del azahar en una noche de verano con bochorno. Veía varios programas a la vez, cambiando continuamente de canal con el mando a distancia. El perro me miraba con fijeza entre las persecuciones automovilísticas y las risas grabadas, y cada vez que, por casualidad, lo miraba yo a él, parecía fruncir el entrecejo.
A las diez y veinte llegaron Raymond y Bibianna con un paquete de comida de un Kentucky Fried Chicken. Tenía tanta hambre que me zampé cinco trozos de pollo, una ración de puré de patatas sazonado con un polvillo marrón, una cajita cuadrada llena de repollo troceado, tres tostadas deformes y una especie de Donut relleno de aire. Luis comió al tiempo que yo y apuró al final todo lo que quedaba. A eso de las doce, Bibianna me dio una manta y un pijama. Me encaminé hacia lo que yo consideraba ya mi dormitorio. Cerré la puerta, me desnudé, me puse el pijama y me acomodé en el sofá lleno de protuberancias.
Desperté sobresaltada. Al principio no supe dónde estaba ni qué ocurría. Todo estaba oscuro y en silencio. Medio amnésica a causa del sopor, me esforcé por escrutar las tinieblas e inspeccioné la habitación en que me encontraba. La claridad que entraba de la calle producía un débil resplandor amarillo en el techo. En el aire flotaba un olorcillo a tortas de maíz fritas con tocino. Me acordé de Raymond. ¿Me había despertado algún ruido? Fuera lo que fuese, sin duda lo había incorporado al mundo de los sueños, y se había desvanecido al despertar. No quedaba más que la impresión de pesadez e intranquilidad que me había dejado el sueño. Intuía la presencia de alguien en la habitación. Mis ojos se adaptaban a la oscuridad a ritmo creciente. Dividí el campo visual en sectores que escruté uno por uno. El corazón me dio un vuelco. La puerta de la habitación pareció entreabrirse de pronto ¿Luis? Me esforcé por distinguir los perfiles contra el débil resplandor del pasillo. La puerta se abrió del todo como un agujero de crecientes dimensiones que llenara la oscuridad.
—¿Qué quieres? —murmuré.
Silencio.
Oí una especie de tictac sordo y un objeto metálico que se arrastraba por el suelo. Sentí una punzada de miedo. Era el perro. Recordé que le había visto masticar la correa yuxtapuesta a la cadena que lo sujetaba. Sólo Dios sabía cuánto tiempo llevaba en libertad y recorriendo el piso. Vi la sombra de su cabeza cerca del suelo y el brillo de sus ojos oscuros. No tenía ningún arma al alcance de la mano, nada con que defenderme. Parecía olisquear el aire en busca de olor humano. Si me quedaba totalmente inmóvil, puede que perdiera el interés y se alejara hacia la habitación donde dormían Bibianna y Raymond. Contuve la respiración. El mastín avanzó hacia el sofá, donde estaba yo, más tiesa que una escoba, y al andar producía una sucesión de golpecitos rítmicos en el suelo de madera. Me encontraba echada sobre el costado derecho y mi cara estaba casi a la altura de su cabeza. Tenía el brazo derecho encogido, pero el izquierdo, falto de punto de apoyo, colgaba del borde del sofá. El perro alargó el hocico hasta que me rozó con la nariz correosa los dedos de la mano izquierda. Sentí los bigotes de su morro en la muñeca. Esperé sin moverme. Empecé a apartar la mano con escrúpulo milimétrico. Oí un gruñido sordo y prolongado. Interrumpí todo movimiento, temerosa incluso de encoger los dedos. Se acercó un poco más hasta apoyar la papada en el borde del sofá, con las fauces a la altura de mi boca. Emitió una especie de gemido. El cerebro se me vació por completo. Al cabo de unos segundos se encaramó junto a mí en el sofá y me puso las huesudas patas delanteras encima. Alargué la mano y le acaricié entre las orejas. Me lamió la palma de la mano.
—Creí que no soportabas que te tocaran la cabeza —dije con indignación. Estaba claro que era mentira. Me puse a frotarle detrás de la oreja. El animal jadeó de contento. Su calor no tardó en envolverme desde el pecho hasta las rodillas. No me atreví a quejarme, aunque echaba una peste que se las traía. Era la primera vez que estaba con un compañero de cama que olía a perrito caliente. Cuando volví a despertar, el perro se había ido.
Es sorprendente la rapidez con que nos adaptamos a los entornos desconocidos y a las circunstancias anormales. Por la mañana la casa me pareció un lugar familiar, aunque en cierto sentido «cucarachesco». Bibianna me prestó una camiseta estampada y limpia, que conjunté con la minifalda roja. Luis preparó un desayuno a base de frijoles y tortitas de queso, que acompañamos con Pepsi-Cola. Minutos más tarde, el ramalazo de impertinencia higiénica que caracteriza mi modo de ser resplandecía en toda su gloria. Busqué una esponja y detergente líquido y ataqué las superficies del cuarto de baño, fregué el suelo, la pila, la taza, la bañera y las mugrientas baldosas que rodeaban la ducha. Ordené a Bibianna que sacara las bolsas de basura de la cocina y limpié el fregadero, la bandeja de los quemadores y los mármoles. El mastín estaba otra vez de guardia junto a la puerta. Al igual que los amores de una sola noche, el muy ingrato me hacía el mismo caso que le habría hecho a una farola y gruñía amenazadoramente cada vez que le miraba a los ojos. No es que yo esperase una lealtad incondicional, pero un sencillo gesto de reconocimiento habría aliviado mi vanidad herida.
Raymond se marchó a las nueve en punto sin una palabra de explicación. Bibianna volvió a la cama. ¿Se habría enclaustrado en sí misma con drogas o con somníferos para no tener que responder a las demandas sexuales de Raymond?
Me sorprendió ver que Luis se encargaba de la cocina. Al parecer, había llegado a la conclusión de que ya era hora de utilizarla. Puede que se hubiese inspirado al verme restregar la costra que cubría la bandeja de los quemadores y rascar con un cuchillo la grasienta porquería que llenaba los intersticios de las baldosas. Ningún bípedo de aquella casa parecía conocer la existencia de los platos de verdad. Al limpiar la cocina, había tirado a la basura montañas de platos de cartón y doce juegos de cubiertos de plástico. La vajilla restante —vasos de plástico, útiles de cocina con pegotes secos de marisco— la había dejado en remojo en un fregadero lleno de agua que había calentado previamente. Luis puso manos a la obra poco después de concluir yo mi faena. ¿Se desplazaría él también de puntillas por el cuarto de baño cuando nadie le veía, para no pisar con los pies descalzos la capa de suciedad que cubría el suelo? Como no tenía nada mejor que hacer, me acerqué al mármol de la cocina y me quedé observándole.
La ocasión puso de manifiesto ciertos aspectos ocultos de su naturaleza. Afrontó el trabajo dividiéndolo en operaciones breves, concretas y precisas. Peló una cebolla. Aplastó varios dientes de ajo con la hoja plana de un cuchillo tras quitarles la crujiente envoltura. Asó chiles, les quitó las pepitas, los peló y los troceó. El olor se metía hasta la pituitaria, pero despertaba el apetito. Estaba totalmente enfrascado en lo que hacía, tan absorto como una mujer al maquillarse. Siempre me han fascinado las operaciones que se ejecutan con pericia. Abrió una lata grande de tomate triturado y la vació en la sartén que yo había fregado antes. Añadió las cebollas, el ajo y los chiles. Trabajaba con método y con fastidioso sentido del orden. Se trataba, evidentemente, de un comportamiento aprendido, pero ¿quién se lo había enseñado? El ambiente empezó a llenarse de un aroma maravilloso.
—¿Qué es?
—Salsa de enchiladas.
—Huele muy bien. —Me apoyé en el mármol de la cocina sin saber cómo articular la pregunta que iba a formularle a continuación—. ¿Qué pasará con Chago? ¿Se le podrá enterrar decentemente?
Luis se concentró en la sartén para no mirarme a los ojos.
—Raymond ha hablado con la policía. No devolverán el cadáver hasta que se le haya hecho la autopsia. Puede que sea mañana mismo, pero no quisieron decir cuándo.
—¿Tiene más hermanos?
—Juan y Ricardo. Estuvieron aquí ayer.
—¿Y sus padres?
—Al padre lo encerraron por corrupción de menores. Cuando se supo lo que le había hecho a Raymond, lo liquidaron en la cárcel.
—¿Qué le hizo?
Alzó los ojos para mirarme.
—Nunca habla de aquello y yo no hago preguntas. —Volvió a concentrarse en la sartén, que crepitaba de un modo hipnótico—. La madre se fue de casa cuando Raymond tenía siete u ocho años.
—¿Es el mayor?
—De los varones. Tiene además tres hermanas que le odian a muerte. Culpan a Raymond de lo que le pasó a sus padres.
—Otra infancia feliz —dije—. ¿Cuánto hace que le conoces?
—Seis, ocho meses. Contacté con él por mediación de un captador suyo que se llamaba Jesús.
Bibianna apareció en la puerta con una manta sobre los hombros, igual que una india.
—¿Ha vuelto Raymond?
Luis negó con la cabeza.
Desapareció del umbral y minutos después oí el agua de la ducha. Luis dejó la sartén a fuego lento y se preparó para sacar a pasear al perro. Al coger la correa advirtió el sector mordisqueado. Oí que murmuraba un «Mierda» de preocupación. Mantuve la boca cerrada, pensando que a lo mejor engendraba cierto sentido de la lealtad en el animal. Luis ató la correa como pudo al collar de Perro y los dos salieron a la calle.
En aquel punto reapareció Bibianna, ya totalmente vestida. Cogió una baraja manoseada, se sentó en el suelo junto a la mesa del café y empezó a hacer solitarios. Me pasó por la cabeza utilizar el teléfono, pero no quería llamar a Dolan con Bibianna en los alrededores. Cuanto menos supiera sobre mí, mejor. Puse la tele. El día tenía ya un carácter raro —ocioso, caótico, carente de interés o finalidad—, como unas vacaciones impuestas en un balneario barato.
Bibianna parecía preocupada. No me gustaba aprovecharme, pero casi nunca estábamos solas y necesitaba información.
—¿Se pone violento con frecuencia? —le pregunté.
Me miró con expresión sombría.
—Hay días que no. En según qué ocasiones —puntualizó—, sólo dos o tres veces por semana. Respecto a la enfermedad, Chago me dijo que todo empezó cuando era muy pequeño. Hacía guiños con los ojos y a continuación le daban espasmos; las toses y gemidos le empezaron poco después. Su padre creía que lo hacía adrede, para llamar la atención, y le pegaba por eso. Hizo también otra cosa y lo metieron en la cárcel. Pobre Raymond. En la escuela no paraba, siempre se metía en líos. Seguramente por eso les dejó la madre…
—¿Y tiene estos ataques desde entonces? ¿No ha habido ningún cambio desde que le conoces?
—Recuerdo una temporada en que casi se recuperó, pero le reaparecieron al cabo del tiempo, y con más violencia que nunca.
—¿No pueden hacer nada los médicos?
—¿Qué médicos? No quiere ver a ningún médico. La sexualidad le tranquiliza a veces. El alcohol, dormir, las drogas. Una vez cogió la gripe y tuvo cuarenta de fiebre. Los ataques se le pasaron por completo, ni siquiera parpadeaba. Estuvo así dos días. En cuanto se le fue la gripe, le volvieron los tics, y encima haciendo cosas raras con las manos y humedeciéndose los labios continuamente. No quiero seguir hablando de esto. Me deprime.
Raymond regresó poco antes de comer con un periódico doblado y una caja de Donuts. Luis y el perro entraron a continuación. Si Raymond estaba pesaroso por la muerte del hermano, yo no se lo noté. Aquel día parecía tener menos tics que de costumbre, aunque no me atreví a jurarlo. Salía de la sala de estar de vez en cuando y empecé a recelar que se desahogaba en el dormitorio. O iba a eso o a pincharse. Echada de través en el sillón y aplaudiendo con los zapatos, empezaba ya a interesarme por el culebrón impresentable que daban en la tele cuando vi que Raymond y Luis tomaban asiento ante la mesa de la cocina y se ponían a hablar en español. Aproveché los anuncios para dirigirme a la cocina y servirme un vaso de agua. Me demoré para mirar por encima del hombro de Raymond y averiguar qué hacían. Fue un acto de espionaje puro, pero Raymond no pareció concederle ninguna importancia. Lo que había tomado antes por prensa diaria era en realidad un periodicucho de anuncios por palabras que se distribuía gratis. Luis buscó la sección de automóviles y dobló el periódico por allí. Miré la fecha en la parte superior. Jueves, 27 de octubre. Sin duda eran anuncios que estarían en vigor durante el fin de semana que estaba al caer. Luis pasó por alto los camiones, furgonetas y vehículos de importación, y se concentró en los coches de fabricación nacional que estaban en venta.
—Aquí hay uno —dijo Luis. Con un rotulador de tinta fosforescente trazó un círculo alrededor de un anuncio que ofrecía un Cadillac de 1979. Me incliné un poco más y leí: «Buen estado. 999$. PN».
—¿Qué es PN? —pregunté. Lo sabía, pero quería que me vieran interesada y pensé que la apuesta más segura consistía en manifestar ignorancia.
—Precio negociable —dijo Raymond—. ¿Quieres un Cadillac?
—¿Quién? ¿Yo? No especialmente.
—A mí me gusta este Chrysler Córdoba —dijo Raymond a Luis, señalando el siguiente anuncio. Luis dibujó un huevo barrigudo alrededor de un «blanco 1977. Estado/aspecto perfectos. 895$/PN». La referencia de ambos anuncios era un teléfono.
Raymond se levantó y salió de la cocina, volvió con el teléfono y lo conectó al enchufe de la pared. Cogí una silla y tomé asiento. Luis continuó señalando anuncios mientras Raymond hacía llamadas para preguntar por los coches que les interesaban y tomar nota de la dirección correspondiente. Al agotar los anuncios y terminar con las llamadas, Luis elaboró una lista en un papel.
Raymond se volvió a mirarme.
—¿Tienes seguro automovilístico?
—Pues claro.
—¿En qué condiciones?
Me encogí de hombros.
—En las que exige la ley. Pero voy a rescindir la póliza. Tal como tengo el coche, no me sirve de nada.
—¿Cubre los daños que hagas a otros y todos los que sufras tú en un accidente?
—¿Cómo quieres que lo sepa? No me la sé de memoria. Los papeles los tengo en Santa Teresa.
—¿Podría darte esa información la compañía directamente?
—Supongo. Si consultan los archivos…
—Si la póliza cubre todos los daños resultantes de un accidente, puede que valga la pena pagar la reparación de tu coche. —Raymond descolgó el teléfono y me alargó el auricular—. Llama.
—¿Ahora?
—¿Qué problema hay?
—Ninguno en absoluto —dije con una carcajada de nerviosismo. El corazón empezó a latirme a cien por hora. Las palpitaciones me retumbaban de tal modo que bajé la vista para ver si repercutían en la pechera de la camiseta. La mente se me quedó en blanco durante unos segundos. No recordaba el teléfono de La Fidelidad de California, tampoco me acordaba del número especial que me había dado Dolan, y en cualquier caso no sabía a cuál de los dos me convenía llamar. Cogí el auricular.
Marqué el prefijo 805 con la esperanza de no echarlo todo a perder. De manera automática, mis dedos pulsaron las teclas correspondientes al teléfono de La Fidelidad, produciendo una melodía electrónica que sonó más o menos como una canción infantil. ¿Se habría puesto Dolan en contacto con Mac Voorhies? ¿Y si se descubría todo por culpa de aquella llamada?
Oí dos timbrazos. Darcy se puso al habla. Rogué al cielo que no me reconociera cuando dije:
—Por favor, ¿podría hablar con el señor Voorhies?
—Un momento, por favor. Voy a ver si está en su despacho.
Interrumpió la comunicación y la música ambiental inundó el limbo telefónico con los compases de How High the Moon. A pesar de mi resistencia, la letra se me quedó grabada en el cerebro. Me acordé de Dawna y me pregunté durante cuánto tiempo la retendría la policía. Herida o no, era una individua peligrosa.