Creo que me quedé dormida, porque abrí los ojos y vi que me habían quitado la cerveza de la mano y me sacudían el brazo con suavidad. Me sobresalté y me quedé mirando con fijeza a la mujer que tenía al lado, tratando de orientarme. Ah, sí. Bibianna. Me sentía afectada todavía por el recuerdo del tiroteo entre Chago y Jimmy Tate. Luis y Raymond seguían en el piso, pero los demás se habían marchado.
Bibianna tenía mejor aspecto y parecía haber recuperado parte de la confianza que viera en ella al principio. Se había puesto un grueso albornoz blanco y se había envuelto el pelo en una toalla. Olía a jabón. Se había lavado la cara a conciencia y sus mejillas irradiaban ese aspecto saludable que es propio de los jóvenes. Se dirigió a la cocina y cogió una cerveza. Raymond, que seguía hablando por teléfono, la siguió con la mirada. Sentí un brote de compasión. Era un hombre apuesto, pero el no saber ocultar sus deseos le hacía parecer repugnante. Y ahora que el orgullo de Bibianna había vuelto a salir a la superficie, también lo había hecho la inseguridad de Raymond. Parecía necesitado e indeciso, cualidades que casi ninguna mujer encuentra atractivas. Al fanfarrón que había conocido hacía unas horas se le habían bajado mucho los humos. Sin duda se había dado cuenta de que a ella le importaba un bledo. El cetro del poder había cambiado de manos y, si antes lo empuñaba él, ahora lo empuñaba ella.
—Ven. Te prestaré algo de ropa —dijo.
—O me hago con un cepillo de dientes o reviento —murmuré mientras nos dirigíamos al dormitorio.
Bibianna se detuvo para mirar a Luis, que se había sentado en el banco de la cocina.
—Corre al Seven-Eleven y trae un par de cepillos de dientes.
No movió un músculo hasta que Raymond, impaciente, chasqueó con los dedos. Luis bajó de un salto de donde estaba sentado y se acercó a Raymond, que le entregó unos billetes arrugados. En cuanto se hubo ido, Raymond se volvió a Bibianna.
—Oye, no le hables de ese modo. Trabaja para mí, no para ti. Trátale con un poco de respeto.
Bibianna elevó los ojos al cielo y me hizo entrar en el dormitorio, cuyo mobiliario revelaba el mismo gusto decorativo que la otra estancia. La cama era de matrimonio, y encima de las sábanas de raso rojo había un edredón abultado. Las mesitas de noche y la cómoda parecían de conglomerado cubierto de chapa y ostentaban un «estilo español» resuelto a base de multitud de tiradores y bisagras de hierro forjado. Bibianna abrió la puerta del ropero.
—Cogió toda la ropa que tenía en la otra casa y la trajo aquí sin pedirme permiso siquiera —dijo—. Fíjate. Cree que me puede comprar, como si me exhibieran en un escaparate.
La barra de colgar las perchas estaba llena de vestidos y en el estante de la parte superior había tantos jerséis, zapatos y bolsos de mano que apenas cabían. Fue a la cómoda y se puso a abrir los cajones, que estaban llenos de ropa interior, casi toda nueva. Me pasó una braga roja de puntillas que ostentaba aún la etiqueta de la tienda donde la había comprado. Me alargó un sostén, pero le dije que no. No tenía sentido meter manzanas en un saco previsto para albergar melones. Además de ropa interior, me proveyó igualmente de zapatos, de una minifalda roja con cinturón rojo de cuero y de un blusón blanco de algodón, de mangas muy anchas y de escote redondo con cordoncillo.
—Escapa a la mínima oportunidad —me murmuró mientras me pasaba las prendas.
—¿Y Raymond?
—No te preocupes por eso. Sé manejarle.
—¿Va todo bien?
Raymond estaba en el umbral de la puerta. Se había quitado la chaqueta y los hombros parecían habérsele encogido. Bibianna se encaró con él.
—¿Te importa mucho? Por si te interesa, estamos hablando de cosas privadas.
Raymond me miró confuso.
—Voy a ducharme —dije.
Me tendió una bolsa.
—El cepillo.
—Gracias.
Cogí la bolsa y crucé la puerta por delante de él, deseando huir de allí. No hay nada peor en este mundo que ver cómo una pareja se dispone a pelear. Los dos hacían intentonas disimuladas de ganarse mi simpatía y la tácita gestión de reclutamiento me producía retortijones en el estómago.
Entré en el lavabo de los huéspedes y eché el pestillo. Colgué la camiseta en el pomo para desanimar a cualquier mirón que quisiera espiar por el ojo de la cerradura. Los dedos de los pies se me encogieron al ver el estado del cuarto de baño, que tenía todo el encanto de las letrinas de un cuartel. Nunca me ha gustado andar descalza en los vestuarios públicos; allí el suelo parece estar siempre alfombrado de pelos, de horquillas oxidadas y Kleenex húmedos hechos bolas y en trance de descomposición. No describiré la pila. La mampara de vidrio de la ducha estaba resquebrajada y habían tratado de repararla con esparadrapo; el raíl por el que se deslizaba estaba cubierto de pegotes jabonosos. Entre el gancho de la ducha y la parte superior de la media bañera se extendía una mancha de forma oval. En el rincón había una botella de champú sin marca. La cogí con la boca fruncida por el asco.
Cubrí con papel higiénico los bordes de la taza y la utilicé para lo que servía. Entretanto, saqué del calcetín derecho el papel donde estaba apuntado el teléfono de Dolan. Me lo aprendí de memoria, rompí el papel en pedacitos diminutos, los eché a la taza y tiré de la cadena. La cañería no tragó el agua. Los trocitos de papel, semejantes al confeti, se pusieron a dar vueltas con mareante monotonía mientras subía el nivel del agua y se acercaba peligrosamente al borde. Fabuloso. La taza estaba a punto de desbordarse. Agité las manos mientras murmuraba: «Baja… baja». El agua se fue por fin, pero no me atreví a tirar otra vez de la cadena mientras la cisterna no se rellenase. Me llevé la mano a la oreja, pero no oí el menor indicio de que aquello ocurriese. Si Raymond entrara en aquel momento, ¿cogería los pedazos de papel para pegarlos con adhesivo transparente? No era probable.
Abrí la cisterna. Las paredes interiores estaban llenas de bolsas de plástico pegadas con cinta adhesiva… cocaína o heroína sin duda. La idea era digna de un genio. Si la policía registraba alguna vez el piso, seguro que aquello engañaría a los agentes. Una de las bolsas estaba empotrada bajo el mecanismo. La hice a un lado y bajé la palanca. La cisterna empezó a llenarse. El agua volvió a caer en la taza con ímpetu arrollador: habían triunfado el ingenio y el arte de la fontanería. Mi secreto corría camino del mar.
El agua de la ducha salió tibia al principio, pero me las apañé para asearme con una pastilla de jabón con la inscripción de un hotel «Ramada Inn». Me enjaboné el pelo y, cuando iba a aclarármelo, se acabó el agua caliente. Terminé a toda velocidad. La única toalla que había en el cuarto de baño era fina como el papel y estaba rígida y llena de mugre. Me sequé con la camiseta de tirantes y me vestí.
Cuando salí con la ropa sucia en la mano, el piso estaba en silencio. Miré en la sala de estar. Al parecer, Luis se había ido a su casa. Raymond y Bibianna no estaban en ningún lugar visible. La puerta del dormitorio principal estaba cerrada y distinguí voces que subían de tono. Acerqué el oído, pero como hablaban en español no entendí ni media palabra. Volví a la sala de estar. Perro estaba otra vez atado a la pata del sofá y mordisqueaba con entusiasmo la correa que limitaba sus movimientos. Nada más verme se incorporó y el pelo del lomo se le erizó. Bajó la cabeza y comenzó a emitir un ronroneo que le retumbaba en todo el pecho. Para llegar a la puerta de la calle no tenía más remedio que pasar a unos centímetros de sus mandíbulas. Me dije que no valía la pena.
El teléfono, que era de los de teclas musicales, lo había visto antes en la mesita del café, pero había desaparecido. Inspeccioné la sala sin el menor resultado. Al parecer, Raymond lo había desenchufado y se lo había llevado al dormitorio. Cuánta desconfianza. Me dirigí hacia el fondo, doblé a la izquierda y accedí a un corto pasillo. En el otro dormitorio sólo había un sofá destrozado y un colchón desnudo con un par de almohadas sin funda.
Fui a la ventana que daba a la calle. Quité el cierre, empujé la ventana de corredera enmarcada en aluminio y conseguí abrirla sin que chirriara demasiado. No buscaba una salida. Sencillamente, me gusta saber dónde estoy y qué puede hacerse en caso de emergencia. Me asomé con discreción y cambié de perspectiva para abarcar todas las direcciones posibles.
Por la derecha, la mugrienta fachada del edificio caía en vertical hasta la acera, que discurría a unos siete metros de distancia. No había balcones, ni terrazas, ni cornisas, ni árboles al alcance de la mano. Por lo que podía ver, era un barrio de freidurías y tugurios, talleres automovilísticos y billares, y tan desierto y en ruinas como un país en guerra. Al mirar hacia la izquierda, el corazón se me llenó de esperanza al ver una zigzagueante escalera metálica. En caso de necesidad, ya sabía por dónde volver al mundo.
Inspeccioné el dormitorio. Estaba tan cansada que apenas me tenía en pie. Opté por el sofá reventado, pero o yo era demasiado alta, o el mueble era demasiado pequeño. Los cojines olían a polvo y a tabaco rancio. Encogí las piernas y crucé los brazos para consolarme. La situación me traía sin cuidado. Yo sólo quería dormir.
Cuando desperté, por la luz que entraba en la habitación deduje que faltaba poco para las cuatro. Los días comenzaban ya a ser más cortos y la oscuridad anticipada anunciaba la proximidad del invierno. Por estas fechas empiezan a encenderse las estufas y las chimeneas. Se compra la leña y se almacena en los patios. Es la temporada en que los californianos, de común acuerdo, sacan las prendas de lana y empiezan a quejarse del frío, cuando en realidad estamos sólo a 15 grados y muy probablemente nunca bajamos de ahí.
El piso seguía en silencio. Me levanté y fui de puntillas a la sala. Perro roncaba, pero pensé que no era más que una estratagema. Sin duda, él esperaba que yo tratara de fugarme deslizándome ante su hocico para saltar sobre mí y destrozarme el trasero a dentelladas. Me dirigí hacia la izquierda y entré en la zona habilitada como comedor, que estaba en línea con la cocina de estilo marinero. Había estado allí antes, para coger la cerveza, pero no me había detenido a comprobar si había alguna salida. Fue inútil. La pared del fondo estaba flanqueada por otras dos paredes y no había ninguna manera de salir por allí.
Eché un vistazo a la mesa de la cocina, todavía llena de papeles. Cogí un puñado y los hojeé. ¡Cielos! Bueno, por lo menos ya sabía qué había estado haciendo el sujeto cariacontecido. Aquellos tarados humedecían con la lengua la punta del lápiz y se dedicaban a rellenar impresos de seguros donde informaban acerca de accidentes falsos con un sentido de la gramática y de la ortografía que daba pena. «Lisión cerbical», «mogulladuras», «una paralís mu fuerte en las paletillas». Uno había escrito: «íbamos pal norte y el vículo nos pego por endetras y nos tiró contra un poste de los telefonos. Yo me di con la cabeza en el para brisas y me ice mogulladuras. Endaquel acídente tengo lisiones cerbicales y una paralís en el cuello. También gaquecas mu fuertes, bision doble y dolores despalda».
El médico que figuraba en casi todos los impresos era un tal doctor A. Vázquez; le seguía en popularidad un quiromasajista llamado Frederick Howard. Al mirar los papeles con mayor detenimiento, advertí que todos los «accidentados» habían descrito su respectivo «accidente» con las mismas palabras. Tomás se había limitado a copiar y a repetir el informe en todos los impresos. Con información de última hora o sin ella, mi instinto detectivesco comenzó a desperezarse. Mi emoción crecía por momentos. Aquello era parte de lo que Dolan y Santos buscaban, la preparación de un golpe importante, con el nombre de los participantes escrito despacio y con buena letra. Hasta el momento no había visto ningún archivador, pero estaba claro que Raymond tenía que tener todos los papeles en algún sitio. Elegí al azar un formulario relleno, lo doblé con rapidez y me lo metí por el escote de la blusa. Dejé los restantes como los había encontrado y volví al dormitorio de los huéspedes, no sin hacer un poco de ruido. Cuando llegué a la puerta, vi a Raymond de pie junto a la ventana, curioseando en la bolsa de efectos personales con que había salido de la cárcel.
—Coge lo que quieras. Sólo me quedan diez dólares —le dije desde la puerta.
Si se sintió azorado porque le hubiera cogido por sorpresa, no lo manifestó de ningún modo. Se produjo una pausa mientras sufría una serie de espasmos que los dos pasamos por alto.
—¿Quién es Hannah Moore?
—¿Perdona?
—Tú no te llamas Hannah Moore.
—¿No? Pues vaya noticia. —Procuraba adoptar un tono que quería estar entre el desenfado y la confusión.
—El carnet de conducir es falso. —Tiró el documento al suelo y se concentró en los restantes artículos de la bolsa.
—Por si te interesa, me retiraron el carnet hace un mes —le dije en actitud cortante—. Un amigo que me aprecia me preparó el que has tirado. ¿Te molesta tal vez? —Me puse en movimiento, recogí el carnet y le arrebaté la bolsa de un manotazo.
—No, no me molesta —dijo. Al parecer le había hecho gracia mi alarde de mal genio—. ¿Por qué te retiraron el carnet?
—Por conducir en estado de embriaguez. Me han cogido dos veces desde junio.
Vi que digería la información, pero me di cuenta de que aún dudaba sobre si debía creerme o no.
—¿Y si te para un policía y ve que es una falsificación?
—Pues volveré a la cárcel. ¿Te importa?
—¿Cómo te llamas, entonces?
—¿Y tú?
—¿Dónde tienes el coche?
—Fuera de servicio. Hay que arreglarle la transmisión y no tengo dinero.
Nos miramos a los ojos. Los suyos eran grandes y castaños, los más negros que había visto en mi vida. Necesitaba afeitarse, la barba de un día le ennegrecía el mentón. Se había puesto un pantalón informal y una camisa de seda de manga corta y de un azul verdoso cuya frialdad hacía que sus ojos parecieran cálidos. Su gusto indumentario era muy superior al que le asistía a la hora de decorar casas. Si lo que Santos me había contado era verdad, Raymond tenía que tener mucho dinero. Estiró el cuello de repente, giró la cabeza y gritó algo con la mano sobre la boca, como si estuviera tosiendo.
Oí que se abría la puerta del dormitorio principal. Un instante después entraba Bibianna en la habitación. Iba descalza y llevaba una combinación muy corta de seda, tan blanca que su piel parecía oscura. Se quedó en el umbral mientras encendía un cigarrillo y me observaba con curiosidad y ojos impenetrables. Se había recogido el pelo en un moño feísimo que le coronaba la cabeza. Desvió la mirada hacia Raymond.
—¿Dónde está el teléfono?
—Está estropeado.
—No está estropeado. Te vi utilizarlo hace un rato.
—Pues se ha estropeado. Además, no te hace falta.
—Quiero llamar a mi madre.
—En otra ocasión —dijo Raymond.
Ella se apartó con brusquedad de la puerta, giró sobre sus talones y desapareció por el pasillo en dirección a la sala de estar. Raymond la siguió con los ojos. Un tic apenas perceptible había empezado a sacudirle los alrededores de la boca. Giró el cuello y agitó el brazo a la altura del hombro para aligerar la tensión. Aquel hombre tenía que acabar hecho polvo al final de cada jornada. Cabeceó en sentido negativo.
—No lo entiendo. Lo he hecho todo por ella. Le he comprado ropa. La he llevado a los mejores sitios, tiene todo lo que quiere. Y sin mover un dedo. Ni siquiera tiene que trabajar. ¿Te ha contado que hicimos un crucero en un barco de lujo? —Negué con la cabeza—. Pregúntale. Que te lo cuente. Había comida hasta para regalar. Había una fuente, un cisne de hielo que medía dos metros y que echaba champagne por el pico. Le he comprado esta casa. ¿Sabes qué dice ella? Que es una porquería. Odia este piso. ¿Qué le pasa? —Había agresividad en su desconcierto—. Dime qué he hecho mal, dime qué más quiere esta mujer.
—No sé mucho de problemas de pareja.
—¿Sabes dónde está el fallo? Soy demasiado amable. Esa es la verdad. Soy demasiado bueno con ella, pero no puedo evitarlo. Yo soy así. Lo teníamos todo preparado para la boda. ¿Te lo ha contado?
—Tú lo mencionaste de pasada, según creo.
—Me destrozó el corazón y aún no acabo de comprender por qué lo hizo…
—Tengo novedades para ti, Raymond. Si una persona no quiere una cosa, no le insistas.
—¿Se trata de eso? —Se quedó mirándome con tanta fijeza que durante un instante pensé que podía convencerle de que la dejase en paz. Se metió las manos en los bolsillos y adoptó un aire meditabundo en la penumbra del anochecer.
—¿Raymond? —exclamó Bibianna desde la sala de estar—. ¿Qué es esto?
—¿El qué?
Bibianna apareció en la puerta al cabo de unos segundos. Llevaba un objeto en la mano, una estrecha navaja automática con empuñadura de hueso. La hoja estaba manchada de sangre seca.
Raymond se quedó mirando la navaja.
—¿De dónde la has cogido?
—Estaba en el mármol de la cocina. Es tuya. La reconozco.
Raymond alargó la mano y eludió la primera pregunta. Pensé en las baldosas rotas, en la silla metálica, en las manchas de sangre de la pared. Bibianna titubeó y puso cara de preocupación, pero acabó por entregarle la navaja. El poder había vuelto a cambiar de manos. Raymond oprimió un botón del mango y la hoja se introdujo en la empuñadura. Se guardó el arma en el bolsillo del pantalón. Empezó a parpadear. Sacudió la cabeza hacia un lado y abrió la boca de par en par. Bibianna le observó con cautela.
—¿De dónde ha salido la sangre?
—Vístete. Salimos a cenar fuera. Ya le traeremos cualquier cosa a tu amiga.
Sentí el cosquilleo de la emoción que me producía la perspectiva de estar un rato sin que me vigilara nadie.
—¿Y por qué no viene Hannah? Tiene que estar muerta de hambre.
—Pues que se tome un plato de carne con chiles. Hay una cazuela en el horno.
—Déjalo, Bibianna —dije con indiferencia—, no es tan grave. Haré compañía al perro. —Como si el chucho y yo fuéramos amigos de toda la vida. Estaba rabiando por estar sola, deseosa de ponerme en contacto con Dolan mientras pudiese.
Se enzarzaron en una discusión interminable: adónde iban, qué se ponían, si esperaban a Luis o no para formar una especie de cuarteto. El estómago me saltaba de nerviosismo, pero no quería que se notara que estaba impaciente porque se marchasen. Raymond era partidario de esperar a Luis, pero Bibianna dijo que no quería cenar con el guardaespaldas y Raymond no insistió. Yo ya no podía más.