12

Ya en el lavabo de señoras, Bibianna abrió el grifo y se remojó los ojos con agua fría. Cogí una toalla de papel y se la alargué. Hundió la mitad inferior de la cara en el papel y se miró en el espejo que había encima de la pila. Se secó las manos y tiró el papel.

—Gracias por lo que hiciste en el coche. Es insoportable. No tengo palabras para expresar el odio que siento por él.

—Pues está totalmente colado por ti —dije.

Entró en un retrete y trató de abrir la ventana que había encima de la taza.

—Mierda. Está cerrada a cal y canto. ¿Crees que habrá otra salida?

—No lo sé. Voy a comprobarlo —dije. Me sentía en un compromiso en relación con Bibianna. Por una parte quería ayudarla, pero por la otra me interesaba estar cerca de Raymond Maldonado. Me dirigí a la puerta y la entreabrí para hacer como que buscaba una salida trasera. Lo único que vi fue a Raymond en plena apoteosis espasmódica. El teléfono público de la pared estaba tentadoramente cerca, pero Luis me vería si lo utilizaba. Cerré la puerta—. ¿Qué le pasa a Raymond?

—Ha empeorado —dijo de mal humor—. Nunca lo había visto así.

—Sí, pero ¿por qué hace esas cosas?

—Se llama síndrome de Tourette, pero no sé qué significa. Creo que es cosa de los nervios. Lo único que sé es que lo hace continuamente y que a veces le dan unos ataques que no puede controlar. Le recetaron unas pastillas, pero no se las toma porque no soporta los efectos secundarios.

—¿Lo tiene de nacimiento?

—Creo que sí. Pero nunca habla de ello.

—¿Y no hace nada por remediarlo?

—Dice que cuando fuma hierba se pone mejor, y a veces también se inyecta.

—¿Le dejaste por eso, por el síndrome de Tourette?

—Le dejé porque es un cretino. Lo otro podía soportarse, pero se ha vuelto un hombre ruin. No tiene nada que ver con su enfermedad —dijo—. Maldita sea, hay que buscar la manera de salir de aquí. —Entró en el otro retrete y probó a abrir la ventana. Estaba cerrada también—. A la mierda. Tendremos que buscar otra salida. Me gustaría que Tate estuviera aquí.

—Y a mí también, muchacha —dije—. ¿Crees que Raymond sabe que estás liada con él?

—Espero que no. Es tan celoso que es incapaz de razonar.

—¿Cómo conociste a Tate?

—Se coló en un baile de disfraces durante la fiesta de Halloween del año pasado. Se presentó disfrazado de policía. Todos creyeron que era realmente un disfraz. Menos yo. Huelo a un poli a un kilómetro de distancia. —Sacó un peine del bolso y se lo pasó por el pelo—. Lo de Jimmy es muy distinto.

—Se nota —dije—. ¿Estás enamorada de él?

Esbozó una rápida sonrisa, la primera que le veía desde que habíamos salido de la cárcel.

—Más me vale. Nos casamos hace dos semanas. Por eso mi casa se quedará libre. Voy a trasladarme a la suya.

La puerta se abrió de golpe. Me asusté tanto que di un salto de treinta centímetros. Era Luis, con su 45 y su ridículo bigotito.

—Venga, tías. Es hora de irse. Y daos prisa. Dice Raymond que ya lleváis mucho tiempo aquí.

Hice un aspaviento desdeñoso.

—Déjanos en paz, Luis. ¿Se puede saber qué te pasa? Siempre te pones en evidencia. Yo aún tengo que hacer pis, y ella también.

Vi que se ruborizaba un poco.

—Pues daos prisa.

—Está bien —dije, dirigiéndome al primer retrete. Vi por el rabillo del ojo que se metía la pistola por debajo del cinturón y que salía de los lavabos.

Diez minutos más tarde estábamos otra vez en la carretera.

Y así fue como acabé por encontrarme en la Nacional 101 durante la tranquila mañana del miércoles 26 de octubre. Vera se casaba el lunes siguiente y estaba claro como el agua que no iba a poder asistir a su boda. Si Raymond mataba a Bibianna, tendría que matarme a mí también. Dentro de cinco días, cuando llegase Halloween, estaría ya en el aparcamiento del Aeropuerto Internacional de Los Angeles, empotrada en el portamaletas del coche de cualquier desconocido. Aun a pleno sol, a veces se tarda varios días en percibir el olor a carne descompuesta.

Luis conducía mientras Raymond, sentado en el asiento delantero, jugueteaba con la radio. Los ataques espasmódicos le daban a intervalos irregulares. Cuando hablaba con Luis, las contracciones parecían menos violentas, pero en cuanto cerraba la boca proseguían con furia redoblada. Bibianna se había encogido para dormir en el asiento de atrás y parecía sufrir pesadillas. Por lo menos no debía ya preocuparse por la posibilidad de que la interrogase la policía de Santa Teresa. Yo tenía los nervios de punta. En el curso de las dos últimas horas había pasado del cansancio al agotamiento y de ahí al extremo contrario. Dios sabe que por culpa de la profesión tropiezo a veces con personajes impresentables, pero en el fondo no me gusta la violencia, ni el riesgo, ni poner en peligro la salud. El detalle más masoquista que me permito es ir al dentista cada seis meses. Y sin embargo, allí estaba yo, en compañía de aquellos matones y preguntándome cómo conseguiría llamar al teléfono que me había dado Dolan. Me había quedado sin bolso, sin cazadora y sin pistola, tres cosas a las que les tengo mucho apego. Al mismo tiempo, lo confieso, me sentía más dinámica que nunca. Puede que en el fondo estuviese viviendo uno de esos momentos culminantes de la existencia que preceden al descalabro total.

Dejamos la autovía en Oxnard y proseguimos en dirección sur por la Autopista 1, tras cruzar el sector suroriental de la ciudad. Dejamos atrás el Centro de Construcción Naval de Port Hueneme —pronúnciese «Uainimi»— y la carretera continuó en sentido paralelo al océano de color verdiazul intenso, que quedaba muy a la derecha. Las playas, salvo algunos pescadores de caña, estaban totalmente vacías. La arena se veía apelmazada y ennegrecida a causa de la lluvia, aunque el cielo se había ya despejado y era de un azul transparente. El sol matutino había espantado la niebla y el horizonte se distinguía con claridad. Por la izquierda veía rampas y pendientes arenosas que descendían hacia la autopista desde montañas rojizas y accidentadas por la erosión, desde colinas que buscaban la horizontal cubriéndose de matojos grisáceos y engalanándose de vegetación.

Al dejar atrás Point Dume, divisamos las primeras construcciones de la franja —de anchura creciente— que se extendía entre la carretera y el mar, y que iban multiplicándose a medida que ganábamos kilómetros. En el arcén que daba a la playa, había una hilera inacabable de remolques y furgonetas. La gente, en pantalón corto o traje de baño, descargaba tablas y velas de windsurf. En Malibú, los apartamentos, chalets y comunidades de propietarios estaban llenos de bote en bote; la arquitectura abarcaba todos los estilos y había desde palacios hasta chabolas, pasando por villas italianas, mansiones estilo Tudor, cabañas de madera con chimenea y tejado a dos aguas, y edificios de hormigón. Los ricos con buen gusto debían de estar de vacaciones el día en que la comisión de urbanismo había aprobado los planos de la zona. (¿Pero qué planos? ¿Qué comisión de urbanismo?) En consecuencia, la carretera estaba prietamente flanqueada de comercios y rótulos que anunciaban Texaco, Chapas y Tableros Malibú, Ediciones Crown, Zapatos, Gafas al Instante, Cajas Sorpresa, Motel, Pensión Malibú, Licores, Coches al Alcance de Todos los Bolsillos, Quiromancia y Cartomancia, Shell, Apartamentos en Alquiler, Relojes Baratos, Viajes Malibú, Motel, Licores, Pizzería, Apartamentos en Alquiler, Cerrajero, Zapatero Remendón, Pescadería Malibú… un auténtico caos de anuncios de neón, de madera y con lucecitas parpadeantes. El tráfico estaba medio colapsado y por todas partes había Mercedes, BMWs y Jaguars.

Llegamos al semáforo en que Sunset Boulevard desemboca en la Autopista de la Costa. La mujer que conducía el deportivo que se detuvo a nuestro lado se quedó mirando con nerviosismo el gorro de punto de Luis y los tatuajes que le decoraban los brazos. Luis le hizo un ademán obsceno. Raymond propinó a Luis un sopapo de reproche. Tal vez por eso llevara el gorro de punto, para minimizar las posibles lesiones cerebrales.

Luis se frotó la cabeza con irritación.

—Joder, tío, vigílate las manos.

—Vigílatelas tú.

Raymond se volvió para pedirme disculpas con los ojos. Estaba claro que quería hacerme creer que era el más educado de la banda.

Cuando el semáforo se puso verde, Luis arrancó con una serie de movimientos bruscos que dejaron la suspensión trasera para el arrastre. Al cabo de unos minutos abandonábamos la abundancia y nos sumíamos en la penuria.

Nos dirigíamos a una población costera situada a unos kilómetros al sur del aeropuerto, que se alzaba en una zona cuya característica más notable era la estrechez económica. Al este, las comunidades marginales de Compton, South Gate y Lynnwood estaban rígidamente divididas en cotos monopolizados por bandas donde los fines de semana solía haber entre quince y veinte homicidios. Allí no había más que deslucidos bloques de viviendas decorados con declaraciones de intenciones territoriales que los artistas de las bandas inmortalizaban con atomizadores de pintura negra. Y allí se estarían hasta que los arqueólogos del futuro las desenterraran. Incluso los autobuses municipales que pasaban estaban pintarrajeados, convertidos en portadores de los insultos que una banda transmitía a otra. Las calles estaban alfombradas de basura y neumáticos rotos. Los borrachines habían cogido ya todas las latas, botellas y cuanto pudiera reciclarse, para conseguir las monedas que se necesitaban para comprar una botella de vino barato. Junto al bordillo de la acera había un sofá destripado que parecía esperar el autobús. Unos cuantos pandilleros con cara de padecer angustia vital haraganeaban en un cruce donde había un mercadillo ambulante. En el lado continental de la avenida de cuatro carriles, de cada tres escaparates, uno estaba cubierto de tablas. Los comercios que seguían abiertos habían protegido los suyos con barrotes de acero tras los que se veían los carteles que anunciaban las ofertas del día.

Vi un Burger King, un drugstore, una tienda de discos con un rótulo enorme que decía CERRADO, y una estafeta de Correos con la bandera nacional colgando del asta. En el lado marítimo de la arteria se alzaba una mezcla desordenada de casas de madera pequeñas y bloques geométricos de viviendas. Los jardines privados eran más bien cuadrados de tierra rodeados por vallas de tela metálica. Los barrios pobres de todas las ciudades que conozco tienen en común los siguientes elementos: porches que se vienen abajo, paredes desconchadas, hierba que no hay manera de arrancar cuando se tiene la suerte de que crezca, solares llenos de escombros, grandes anuncios de Pepsi-Cola, niños sin nada que hacer, coches con neumáticos deshinchados que están todo el día junto a la acera, casas abandonadas, hombres aletargados que giran la cabeza y miran con ojos inexpresivos cuando pasa alguien. La violencia es una modalidad artística que sólo los desposeídos pueden permitirse. La entrada cuesta poco. El programa consiste en una continua variación argumental sobre la vida y la muerte, las drogas, los atracos, los enfrentamientos a tiros, las venganzas, el miedo de las madres que miran con impotencia desde las puertas y ventanas. Y más de una bala perdida acaba incrustándose en el pecho de un espectador neutral.

Giramos a la izquierda y pasamos ante seis edificios en construcción. Yo me sentía cada vez más nerviosa. Cuando llegamos a la guarida de Raymond, ya no sabía en qué parte de Los Angeles nos encontrábamos. Estacionamos el Ford delante de un edificio de dos plantas, enfrente de un garaje que se alzaba al otro lado de la calle. El edificio debía de tener unas cuarenta viviendas, dispuestas en semicírculo alrededor de un patio de hormigón. A primera vista no parecía destartalado. Y el barrio no parecía tan pobre como los que habíamos dejado atrás.

Era media mañana y casi todas las puertas y ventanas estaban abiertas a pesar de que hacía fresco. Los interiores que vislumbré eran sombríos y estaban atestados de muebles. Todos los televisores parecían emitir seriales norteamericanos, mientras que las radios que había encima de los aparatos transmitían música sudamericana, que contrastaba de manera curiosa con las imágenes de las teles. Por todas partes había adornos para la fiesta de Halloween, pero se habían preparado con tanta antelación que algunas calabazas se habían podrido y muchos esqueletos de papel de seda estaban cubiertos de polvo.

Subimos por una escalera trasera y, al llegar a la primera planta, doblamos a la izquierda y entramos en un piso que daba a la calle.

—¿Es éste nuestro punto de destino? —pregunté a Raymond, que caminaba delante con Bibianna. Luis cerraba la retaguardia por si se me ocurría salir corriendo.

—Es donde viviremos cuando nos casemos —dijo Raymond mirando con timidez a Bibianna. Se metió la mano en el bolsillo como si hubiese recordado algo de pronto. Sacó una llave sujeta a una anilla metálica de la que colgaba una M grande de plástico, de Maldonado, sin duda. Se la entregó a Bibianna. Creo que quería dar un toque ceremonial al momento, pero Bibianna se limitó a guardársela en el bolso sin dedicarle siquiera una mirada. Su expresión era glacial y Raymond parecía turbado por el hecho de que ella no manifestase el menor entusiasmo por las cosas que, claramente, le obsesionaban a él.

Lo malo de la realidad es que no tiene música de fondo. En las películas, se sabe que el bueno está en peligro porque se oye un acorde estremecedor que subraya la escena, un tema disonante para advertirnos que se acerca el tiburón o que el asesino está detrás de la puerta. La realidad es silenciosa, lo que quiere decir que nunca se sabe dónde ni cuándo van a aparecer los problemas. Una posible excepción es entrar en una casa desconocida y verla llena de individuos tocados con redecillas para el pelo. Personalmente, nunca he entendido por qué estas redecillas han acabado por simbolizar lo peor de la escoria callejera. Eran cinco, los cinco hispanoamericanos, los cinco de una edad que oscilaba alrededor de los veinte años, y los cinco con camisas de algodón abotonadas hasta la nuez. Tres estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina, uno con la novia sentada en el regazo. Había otra chica sentada con las piernas estiradas y con la falda subida hasta medio muslo. Fumaba un cigarrillo y jugaba a hacer círculos de humo que le brotaban por entre unos labios pintados de rojo chillón. Dos jóvenes apoyados contra la pared se pusieron derechos cuando Raymond cruzó la puerta. En la pared podían verse las siglas R. I. P. encima de dos manos orantes y una cruz, y debajo de todo el nombre de Chago en mayúsculas; todo se había dibujado a mano. Alrededor había varias fotos de Chago clavadas con chinchetas y lo que sin duda era una especie de ofrenda. Entre los montones de periódicos de la mesa había un fajo de recordatorios, hechos igualmente a mano y con la misma habilidad caligráfica. Por lo sombrío de las caras y la cantidad de cervezas visibles, supuse que eran compañeros de Chago y que habíamos interrumpido un velatorio improvisado. Miré a Raymond para comprobar sus reacciones, pero no vi ninguna. ¿No le apenaba la muerte de su hermano?

Adopté un aire de indiferencia. ¿Por qué iba a tener miedo? A fin de cuentas, no era prisionera de nadie, sino la invitada de Raymond. Obtendría la información que quería el teniente Dolan y volvería a casa. Lo admito, no suelo meterme en el terreno de los mafiosos, pero procuro ser imparcial. Hay diferencias culturales que no podría ni imaginar, y no digamos definir. Pero esas diferencias no califican el comportamiento de nadie. ¿Por qué tenía que esperar entonces lo peor? «Porque no tienes ni idea de lo que haces», me dijo una vocecita interior.

El ambiente estaba cargado de humo, procedente en parte de la marihuana, producto que no he probado desde que iba al instituto (descontada la época en que viví con Daniel Wade). La decoración, a simple vista, se reducía a una estropajosa moqueta de color azul marino y a esos muebles que venden en las carreteras del otro lado de la frontera mexicana (y en Euclide, condado de Orange, al sur de la Autovía de Garden Grove). Daba la sensación de que Raymond se había esforzado por dignificar la vivienda, cubriendo toda la ancha pared que tenía a mi izquierda con baldosas doradas. Por desgracia, las baldosas se habían roto hacía poco con una silla de cocina, que yacía en un rincón y con las patas metálicas en alto. Habían barrido los añicos, pero había rastros de sangre en la pared desnuda que había detrás. No se trataba de pintura roja ni de ninguna gotera, sino una prueba clarísima de que en aquel piso había ocurrido algo espantoso no hacía mucho. Nadie aludió para nada a aquel destrozo. Raymond no manifestó la menor curiosidad al verlo, lo que acentuaba la sospecha de que él había sido el responsable. Bibianna lo notó, pero no dijo nada. Probablemente sabía que era mejor no hacer comentarios. Aparté la mirada.

A la derecha podía verse la L de una cocina con todas las superficies llenas de platos de cartón sucios, botellas de cerveza, ceniceros con colillas, latas vacías de conservas Rosarito. El aire olía a cilantro, a tortas de maíz, a tocino frito. Cinco bolsas de supermercado rebosaban de basura y la grasa había empapado el papel en distintos puntos. En una bolsa vi moverse algo que desapareció a la velocidad del rayo.

Uno de los que estaban sentados a la mesa de la cocina se afanaba por rellenar un formulario con un lápiz. La contrariedad le ensombrecía las facciones. Tenía la pistola encima de un montón de impresos rellenos, como si fuera un pisapapeles. Me pregunté si no sería un inmigrante ilegal que rellenaba impresos falsificados para obtener algún documento. La luz del día entraba a raudales por un gran ventanal que tenía a sus espaldas y contra el cual se recortaba su perfil. En caso de tiroteo, lo alcanzarían como a un muñeco en una feria. Oí que Raymond le llamaba Tomás, pero no capté el resto de la conversación.

Uno de los que estaban apoyados en la pared llevaba un walkman Sony y una pistola metida por debajo del cinturón. El otro se entretenía soplando en la boca de una botella vacía de cerveza Dos Equis. Los dos se parecían lejanamente a Raymond, y me pregunté si serían parientes, hermanos o primos suyos. Todos al parecer conocían a Bibianna, pero ninguno la miraba a los ojos. Las dos chicas parecían intranquilas desde su llegada y cambiaron una mirada de alerta.

Nadie me presentó, pero mi aparición había despertado un interés furtivo. Me miraban de arriba abajo y uno hizo un comentario que hizo reír a los que lo oyeron. En esto, llegó Luis con una botella de Dos Equis en la mano. Se puso en cuclillas, se apoyó en la pared con el tórax adelantado, echó atrás la cabeza y me observó con los ojos a la altura de la nariz. Había cierta arrogancia en su porte que evocaba la típica fanfarronería sexual de los marginados y los fuera de la ley. Fueran cuales fuesen sus intenciones, el resultado era el mismo: imponer sus derechos sobre mí. Los otros ensayaban distintas poses, pero de momento todo se reducía a eso.

En la mesa estalló una discusión entre los tres que hablaban mezclando la jerga mexicana con un inglés macarrónico. Yo no entendía una palabra, pero el tono dominante era de pendencia. Raymond vociferó no sé qué y me alegré de no poder traducirlo. El del lápiz volvió a sus formularios con una cara de pocos amigos que no presagiaba nada bueno.

Bibianna, sin hacer caso a nadie, dejó el bolso en una silla y se quitó los zapatos.

—Voy a ducharme —dijo, y salió de la habitación.

Raymond se dirigió al teléfono y marcó un número dándome a medias la espalda.

—¿Alfredo? Soy yo… —Bajó la voz hasta un punto en que ya no pude oírla. Mientras hablaba le vi sufrir otra serie de convulsiones como si ejecutase una pantomima o jugase mímicamente a adivinar palabras.

Procuré hacerme invisible mientras meditaba el plan de ataque. Miré a mi alrededor en busca de una silla, pero cambié de idea en el acto. Detrás de la puerta, a un metro de distancia, había un perro mastín. Ignoro cómo lo había pasado por alto, pero el caso es que allí estaba. Tenía el pecho y las patas blancas, la cabeza ancha y robusta, y las orejas le sobresalían igual que a un murciélago. Llevaba un collar de fuerza, de cuero erizado de púas metálicas. ¿Tendría algo que ver con el perro la sangre de la pared? Una cadena de aproximadamente un metro unía el collar a la pata del sofá azul marino. El animal se me quedó mirando el cuello y emitió un gruñido ronroneante. La verdad es que ni siquiera en las circunstancias más favorables me llevo bien con los perros. Y difícilmente podría simpatizar con una fiera que parecía dispuesta a desgarrarme la yugular de un bocado.

Uno de los presentes le dio una orden en español, pero el animal, por lo visto, entendía este idioma tanto como yo. El individuo me señaló bruscamente con la cabeza y el nudo de la redecilla se le puso en mitad de la frente igual que una araña en su tela.

—No hagas movimientos bruscos ni le toques la cabeza, o te arrancará el brazo.

—Gracias por avisar. ¿Cómo se llama? —pregunté, rogando al cielo que no se llamara Cujo.

Perro —dijo. Y añadió con una sonrisa—: Significa en español lo mismo que dog en inglés.

—¿Y eso lo has aprendido tú solo?

Todos se echaron a reír. ¡Caramba!, me dije. Si hablan mi idioma y todo. La sonrisa del individuo se transformó en mueca.

—Le caen mal las gringas.

Observé al perro y me apoyé en la otra pierna, con ánimo de alejarme. ¿Cómo podía saber el perro mi nacionalidad? Agachó las orejas y me enseñó la dentadura. Tensó tanto el belfo superior que le vi el interior de la nariz.

—Hola, Perro —canturreé—. Perrito. Chuchín. —Poco a poco fui apartando la mirada, convencida de que mirarle a los ojos era demasiado violento para la sensibilidad del animalito. Mal hecho. El perro se lanzó al ataque con un furioso ladrido que le sacudió el cuerpo entero. Lancé un chillido involuntario que los presentes creyeron que era de broma. Con la embestida arrastró el sofá unos diez centímetros en mi dirección, poniéndome casi al alcance de la bestia. De hecho sentía en la pierna el aliento que le brotaba con los ladridos y que me llegaba como una sucesión de ráfagas de aire caliente—. ¡Raymond!

Raymond, que seguía al teléfono, levantó una mano, molesto por la interrupción.

—¡Sujetad al perro, por favor! —repetí. Lo había dicho antes, pero en voz tan baja que ni siquiera yo lo había oído.

Raymond chasqueó los dedos y el perro se echó en el suelo. El tipo del walkman sonrió con superioridad al ver mi cara de alivio. Raymond tapó el auricular con la mano y llamó la atención del otro con la cabeza.

—Juan. Saca de aquí al perro. —Y volviéndose hacia mí—: ¿Te apetece una cerveza? Sírvete tú misma. En cuanto termine Bibianna, dúchate tú también, si quieres. —Volvió a concentrarse en la conversación telefónica. No me moví.

Juan se sacó la pistola del cinturón y la dejó en la mesa a regañadientes. Cogió una correa del brazo del sofá y la sujetó al collar de fuerza de Perro. El chucho hizo amago de darle una dentellada. Juan levantó el puño y estuvieron mirándose a los ojos durante un minuto. Juan tenía que ser de los que sacaban un diez en chulería, porque Perro se amilanó, corroborando mi sospecha de que los perros no son tan listos como dicen. Una gota de sudor me resbaló por la espalda, a la altura de los riñones.

En cuanto se llevaron al perro, me serví una cerveza y tomé asiento en un sillón tapizado que había al fondo de la habitación. Me senté con las piernas encogidas bajo el trasero porque no estaba segura de que el suelo estuviese libre de bichos. Nada podía hacer por el momento, salvo tomarme la cerveza. Apoyé la cabeza en el respaldo. La falsa explosión de vitalidad que había experimentado en el coche había desaparecido y en su lugar no había más que cansancio. Me sentía pesada a causa del agotamiento, como si hubiese engordado de pronto por culpa de la tensión.