11

La culpa de lo que sucedió después la tuvo un error administrativo del que nadie quiso responsabilizarse. Los papeles de la fianza llegaron a las seis, y nos pusieron en libertad. Fue así de sencillo. Ni la menor noticia de Dolan ni de Santos, ni el menor rastro del técnico que al parecer tenía que colocarme el micrófono. Esperaba que la funcionaria de prisiones me llamase y me llevara aparte con cualquier pretexto para que yo recibiera las últimas instrucciones, pero fue en vano. ¿Qué pasaba? ¿Había habido algún cambio en los planes? Y la verdad es que no se me ocurría nada para posponer la salida. Tendría que afrontar la situación tal como se presentaba. Llevaba en la mano la bolsa de plástico transparente con mis objetos personales. Nos habían devuelto los zapatos, el cinturón y todos los demás enseres que en potencia se podían utilizar como armas mortales, por ejemplo las compresas. Aunque me sentía humillada, recuperé el ánimo hasta cierto punto al tragar la primera bocanada de aire fresco. Sólo había estado cuatro horas entre rejas, pero la libertad se había convertido para mí en una bendición.

Hacía frío, había niebla y el suelo estaba aún empapado a causa de la lluvia caída durante la noche. Las sucias colinas que rodeaban la cárcel parecían tranquilas. Los pajarillos cantaban. El rumor del tráfico que circulaba por la autopista iba y venía, produciendo un ruido de fondo rítmico y tranquilizador, semejante al del océano cuando sube la marea. Me moría de ganas de darme una ducha, de desayunar, de estar sola. Tendría que inventar una excusa para separarme de Bibianna, llamar a Dolan y averiguar qué pasaba. Mientras tanto, tendría que pegarme a ella como una lapa.

Lo primero, lógicamente, era encontrar el modo de volver a casa. Miré lo que había en la bolsa, sintiéndome como una enferma mental que acabara de salir del psiquiátrico. Tenía diez dólares, suficiente para un taxi. No suelo coger taxis porque siempre estoy sin blanca, pero la ocasión lo merecía. Anduvimos por el largo paseo por el que se salía de la cárcel. Había que verme con la camiseta de tirantes, los pantalones arrugados y unos calcetines blancos que se habían vuelto negros donde los habían rozado los zapatos húmedos. Tampoco Bibianna tenía ahora un aspecto tan excitante. El vestido rojo le sentaba como un tiro a la luz del día y no le pegaba con los zapatos de tacón, que se le habían deformado con la lluvia. Sin dejar de andar, había abierto la caja de maquillaje y se pintaba los labios mientras se miraba en el espejito. Se había quitado las medias, que después del trajín de la noche anterior se le habían llenado de carreras. Parecía tener las piernas pálidas y muy delgadas a la luz del día, y la parte inferior del vestido le había quedado más arrugada que un acordeón. En fin. Supongo que hay ocasiones en que para gozar de la vida basta con encontrarse otra vez en movimiento. A nuestras espaldas habían quedado las vallas de tela metálica, los focos omnipresentes, las cerraduras, las ventanas con barrotes. A pesar de que estábamos libres, no sabía qué decirle a Bibianna. «Gracias… ha sido estupendo… no estaría mal que repitiéramos la experiencia». Las sencillas normas de la urbanidad cotidiana no parecían servir para la ocasión.

Bibianna se guardó en el bolso la cajita del maquillaje con movimientos nerviosos.

—¿Te han interrogado por lo del tiroteo? —le pregunté.

—Aún no. Parece que los de Homicidios pasarán hoy por mi casa.

—¿Qué les dirás?

—¿Y eso qué importa? Lo que me interesa es levantar el vuelo antes de que aparezca Raymond.

Me sentía un poco intranquila. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaba Dolan? ¿Qué tenía que hacer yo mientras tanto? Bibianna me cogió el brazo de pronto y me hundió las uñas en la carne.

—Lo que nos faltaba… —murmuró con la vista fija en el frente.

Seguí la dirección de su mirada y me di cuenta de que lo que había llamado su atención era un Ford verde oscuro estacionado a cierta distancia y con la parte trasera tan hundida que los guardabarros casi arañaban el suelo. El miedo de Bibianna era tan tangible que se me erizó el pelo de la nuca.

—¿Qué ocurre?

—Raymond. No, Dios mío, no. —La voz se le quebró, los ojos se le llenaron de lágrimas y de la garganta le brotó un gemido agudo y característico. Valoré la situación a toda velocidad, sin saber muy bien qué hacer. Aquello sí que era tener mala suerte, y mucha. Dawna, por lo visto, había conseguido ponerse en contacto con él.

Estaba sentado en el guardabarros delantero, contemplando los coches que pasaban por la carretera de la costa. Cuando nos divisó, echó a andar hacia nosotras.

—Tranquilízate, Bibianna. No va a pasar nada. Volvamos a la cárcel.

Negó con la cabeza.

—Aunque la policía nos llevara a casa, al final me encontraría. No me abandones. Júrame que no me abandonarás. Pase lo que pase, no te pongas nerviosa. No le lleves la contraria o destrozará todo lo que se le ponga por delante, tú incluida.

—De acuerdo, de acuerdo. Andando pues. Y no te preocupes, que no me voy.

—Prométeme que no me abandonarás.

—Te lo prometo —dije.

Al principio no me di cuenta. De lejos parecía un tipo como cualquier otro. Era alto y muy delgado, ancho de espaldas y de cintura estrecha. Vestía igual que los modelos de una revista de modas: chaqueta deportiva de cuero, pantalón ancho y con presillas en la cintura, zapatos negros de charol con puntera de plata, y gafas oscuras de espejo. Tenía el pelo negro, la piel cetrina, y parecía hispanoamericano o italiano. Le eché treinta y tantos años. Llevaba las manos en los bolsillos y avanzaba con aire despreocupado.

Los dedos de Bibianna estaban fríos como el hielo. Me cogió la mano tal como lo haría una amiga, en medio de una película de miedo, un segundo antes de que apareciese bruscamente el tipo del cuchillo de carnicero. Pero en el aspecto de aquel hombre no vi nada que justificase la reacción de Bibianna.

Cuando llegó a nuestra altura, se quitó las gafas. Tenía las pestañas negras y pobladas, la boca carnosa y un hoyuelo en la barbilla. De cerca advertí que le pasaba algo raro. Las pupilas se le habían incrustado en la parte superior del ojo, con lo que se le había ensanchado el blanco por encima del párpado inferior. Y la cara y el resto del cuerpo sufrieron una serie de convulsiones; se puso a parpadear, la comisura de la boca le tembló de manera involuntaria, se le abrió la boca por completo y echó la cabeza hacia atrás dos veces. Producía un efecto extraño; se trataba de una serie de tics sistemáticos que culminaba en un sonido que era mitad grito y mitad tos. Agitó el brazo derecho como si quisiera eliminar la tensión agilizando la articulación del hombro. Oí sonar un timbre en el fondo de la memoria y recordé que había una enfermedad caracterizada por aquellos tics y convulsiones. El hombre no hizo el menor comentario, ni tampoco Bibianna, que al parecer estaba más preocupada por la forma en que reaccionaría Raymond ante la muerte de Chago.

—Yo no fui. Te lo juro por Dios. Yo no lo maté. Estoy muy apenada. Fue un accidente. Por favor, Raymond. No tuve nada que ver…

La expresión de Raymond se había suavizado y se volvió casi melancólica en el momento en que la cogió por el hombro, la atrajo hacia sí y empezó a frotarle los brazos con las manos.

—No sabes cuánto me alegro de verte.

Vi que Bibianna se ponía en tensión y que procuraba mantenerse a cierta distancia de él, aunque cabía la posibilidad de que él sufriera un arrebato de cólera. Raymond se puso a acariciarle el pelo.

—Querida. Mi ángel. Corazoncito —murmuraba—. Me alegro mucho de verte. Qué momento más hermoso. ¿Sabes que te he echado de menos? —Se apartó de ella y le sujetó la mandíbula con la mano para obligarla a mirarle a los ojos—. Oye, no seas así. No pasa nada. No te preocupes. —Se volvió a mirarme—. ¿Quién es esta? —Sacudió la cabeza dos veces.

—Hannah Moore —dije.

Bibianna le dirigió una mirada rápida.

—Hannah, él es Raymond Maldonado.

Me tendió la mano.

—Encantado de conocerte. Perdona por esto que has visto. Anoche mataron a mi hermano.

Nos dimos la mano. La tenía blanda y cálida, y apretó la mía con firmeza.

—Siento lo de tu hermano. Ha sido una desgracia. —Aquella situación parecía irreal.

—¿Estás lista? —preguntó a Bibianna.

—No voy a ir contigo, Raymond. Te lo digo en serio. He terminado con todo aquello. No quiero volver a Los Angeles. Ya te lo he dicho. No tuve nada que ver con… —Raymond la cogió por el brazo y echó a andar hacia el coche. Vi que la boca de Bibianna se torcía en una mueca de dolor y que Raymond le clavaba los dedos en el codo. Bibianna siguió balbuceando. Raymond alzó la mano como para ordenarle que se callase y contener el chorro de palabras. Bibianna se tapó la boca con la mano. Raymond volvió la cabeza a un lado. Encogió un hombro, giró el cuello y aspiró una profunda bocanada de aire con las pupilas metidas en la parte superior de los ojos. Su cara sufrió una sacudida hacia la derecha, una vez, dos veces. Abrió los ojos y pude ver cómo los tenía: eran grandes, de color castaño oscuro y despejados. Siguió andando hacia el coche.

Fui tras ellos, aunque nadie me había invitado, mientras hacía trabajar al cerebro. Allí estaba mi presa, Raymond Maldonado en persona. Sabía que era la oportunidad perfecta, aunque no había tenido tiempo de prepararme. Si seguía adelante sin conocer las últimas instrucciones, podía desmantelar toda la operación. No podía ponerme a jugar a los espías sin más ni más, pero no tenía otra alternativa. Raymond caminaba tan deprisa que tuve que acelerar el paso para no quedarme rezagada.

Bibianna oponía una resistencia pasiva y se dejaba arrastrar.

—Escucha, Raymond, podríamos dejarlo para otra ocasión, ¿de acuerdo? Hannah pensaba acompañarme a casa —dijo— y hemos hecho planes…

Raymond se volvió y me dedicó una sonrisa.

—Vamos a casarnos.

—¿Hoy?

Negó con la cabeza.

—Hoy no, pero muy pronto. Lo teníamos todo arreglado, pero ella dijo que aún no estaba preparada. Y, antes de que me dé cuenta, desaparece. Se largó así, por las buenas. Sin dejarme ni siquiera una nota. Desperté una mañana y se había esfumado…

Bibianna estaba pálida y ojerosa.

—Perdóname. No quería hacerte daño, pero no tuve más remedio. Quise explicártelo, pero ¿qué podía decirte?

Raymond se llevó el dedo a los labios y acto seguido apuntó a Bibianna con él.

—No voy a consentir que me dejes plantado, Bibianna. —Se volvió hacia mí y agitó la mano con la palma hacia arriba, en actitud de quien da explicaciones—. Estoy enamorado de esta mujer desde hace… ¿cuánto tiempo? ¿Seis años? ¿Ocho? ¿Qué voy a hacer con ella? ¿Quiere alguien decírmelo?

Bibianna guardó silencio. Tenía el terror pintado en los ojos. Me resultaba imposible creer que hubiera sufrido una transformación tan radical. Había desaparecido toda su seguridad, su vitalidad, su aureola erótica. La boca empezaba a secárseme y sentí en los riñones un cosquilleo de temor.

Llegamos al vehículo, del que bajó otro sujeto, un hispanoamericano cubierto hasta las orejas por un gorro de punto negro. Sus ojos eran de este mismo color, y tan apagados e inexpresivos como dos goterones de pintura vieja. Tenía las mejillas salpicadas de granos infectados y un bigote de catorce pelos, algunos de los cuales parecían pintados a mano. Era de estatura mediana. Vestía unos pantalones caqui con la cintura llena de frunces y una camiseta de un blanco inmaculado. Se le veían algunos pelos del sobaco, negros y tiesos. Tenía los brazos musculosos y cubiertos de tatuajes hasta las muñecas, el Pato Donald en el derecho y el Pato Lucas en el izquierdo.

—Eso es vulnerar los derechos de autor —dije con una frivolidad que hundía sus raíces en el nerviosismo.

—Este es Luis —dijo Raymond.

Empuñaba una pistola. Tenía abierta la puerta trasera del coche, como un chófer bien educado. Bibianna se detuvo en seco y se abrazó al coche.

—No quiero ir a ninguna parte sin Hannah.

Raymond pareció desconcertado.

—Lo que tú digas.

—Es amiga mía y quiero estar con ella —dijo Bibianna.

—Pero si ni siquiera la conozco… —dijo Raymond.

Los ojos de Bibianna echaron chispas.

—Así eres tú, maldita sea. Dices que me quieres. Dices que harías cualquier cosa. Y en cuanto te pido algo, te pones a discutir. ¡Estoy harta!

—Está bien, está bien. Que venga, si quieres. Lo que tú digas.

Bibianna se volvió a mí y me suplicó con la mirada.

—Por favor. Serán sólo unos días.

Me encogí de hombros.

—Bueno —dije—. No tengo nada mejor que hacer.

Primero subió Bibianna y se sentó al fondo del asiento trasero. Raymond se instaló a su lado. Yo titubeé unos segundos, preguntándome hasta qué punto era prudente lo que iba a hacer.

Luis movió la pistola, que quedó apuntándome al pecho. Mis dudas se despejaron inmediatamente.

Me acomodé en el asiento de atrás. La consola de mandos estaba cubierta por un paño, parecido al de las toallas, que ostentaba una inscripción, Raymond y Bibianna, bordada con hilo verde. Del espejo retrovisor colgaba un rosario junto con un sangrante Sagrado Corazón de Jesús. Todo el interior del vehículo estaba tapizado con muletón sintético blanco, el mismo que se emplea para fabricar los ositos de peluche. En el asiento delantero había un radioteléfono portátil. Para mi gusto, faltaban unos cuantos muñequitos de cabeza bamboleante en la ventanilla trasera y una Virgen María de diez centímetros y con la base imantada. En cuanto estuve dentro del coche supe que había cometido una equivocación.

Luis puso en marcha el motor sin hacer el menor comentario. El tubo de escape petardeó cuando accedimos a la calzada. Conducía con los brazos totalmente estirados y con el tórax y la cabeza echados hacia atrás. Dio una vuelta de ciento ochenta grados y salimos disparados hacia la autopista. Raymond sufría sus espasmos cada tres minutos aproximadamente, a veces con mayor frecuencia. Al principio me sentí deprimida, sobre todo porque nadie me daba ninguna explicación. Luis y Bibianna parecían considerarlo del todo normal. Al principio me sobresaltaba cada vez que le daba el espasmo, pero acabé por acostumbrarme. Me maravillaba que una persona pudiera vivir con aquello. ¿Acaso no tenía curación?

Bibianna parecía predispuesta a discutir, tal vez para atajar cualquier aproximación amorosa.

—¿Cómo te enteraste de lo de anoche?

—Me llamó Dawna y me lo contó por encima antes de que la poli la cogiera. ¿Quién es el tipo?

—¿Qué tipo?

—El que mató a Chago.

—¿Y cómo quieres que lo sepa? Pues uno que estaba en el bar y que tenía pistola.

—Dawna me dijo que estabas con él.

—Yo estaba sola.

—No es eso lo que ella dice.

—Pues si te ha dicho eso, es mentira. ¿Qué aspecto tenía? ¿Te lo dijo también?

—No pudo. Colgó en cuanto se le echó encima un coche patrulla. Dijo que también estabas con una tía.

—Pues te ha tomado el pelo, la muy puta. Yo estaba sola y de pronto apareció Chago con una pistola. El tipo sería un policía fuera de servicio o un ciudadano normal que llevaba un arma.

La cara de Raymond se ensombreció.

—¿Veis? Eso es lo que me cabrea. No sé qué le pasa a la gente, pero todo el mundo va armado. —Se volvió a mirarme—. Todos los días se comenta algún asesinato en la prensa. Da miedo abrir el periódico. ¿Conocéis ese eslogan —alzó la mano y trazó en el aire dos paralelas invisibles con el índice y el pulgar— que dice «No matan las armas, sino las personas»? Es increíble.

—Luis tiene una pistola —dije con amabilidad.

—No es lo mismo: Es un lugarteniente, una especie de guardaespaldas. No me cabe en la cabeza que mi hermano entre en un bar y un panoli se líe a tiros con él porque le da la gana.

Aquel hombre debía de tener una ferretería. Era imposible que le faltaran tantos tornillos. Me quedé mirando al frente y mantuve la boca cerrada; recordaba lo que Bibianna me había dicho acerca de su carácter.

Raymond arrinconó a Bibianna y empezó a besarla mientras la manoseaba con tanta ligereza que me sentí incómoda. Ella se dejaba hacer, aunque en cierto momento me miró con resignación por encima del hombro de Raymond. Me puse a mirar por la ventanilla.

Me adelanté y llamé la atención de Luis tocándole en el hombro.

¿Habla usted inglés[1]?

—Vete a la mierda, tía. ¿Qué te crees, que soy retrasado mental?

La verdad es que no se le notaba ningún acento hispano y no tuve más remedio que preguntarme si aquella ropa de pandillero que llevaba no sería un disfraz.

—Muy bien. ¿Te importaría parar en la próxima esquina? Quisiera llamar por teléfono.

La petición no surtió el efecto deseado.

Sin perder el tono coloquial, me acerqué a Raymond y le hablé al oído.

—Perdona, Raymond, pero ¿no podrías decirle a este tipo que me deje bajar?

Raymond había metido la mano entre las piernas de Bibianna, le había subido la falda y le pasaba el dedo por debajo del borde de las bragas. El movimiento no tenía absolutamente nada de erótico. Raymond se limitaba a reclamar sus derechos de propiedad. Oí que Bibianna murmuraba: «Es fabuloso… cariño, qué bien», lo que fuese para aplacar la perentoriedad del hombre. El conductor me miró por el retrovisor y me hizo un guiño de complicidad. Puso la radio para camuflar el creciente volumen de los suspiros. El vehículo se llenó de música salsera. Aquello era repugnante.

Estaba dispuesta a saltar del vehículo en marcha, aun a costa de acabar con contusiones y varios huesos rotos, con tal de huir de aquel prostíbulo de falsa peletería y parafernalia religiosa. Esperé a que el coche aminorase la velocidad en la vía de acceso a la autopista. Introduje la mano por debajo de la manija de la portezuela y di un tirón. No ocurrió nada. También habían quitado las manivelas de las ventanillas de la parte trasera. Apoyé la frente en el vidrio oscuro y me puse a contemplar el paisaje. Oí que Raymond se desabrochaba la hebilla del cinturón y que se bajaba la cremallera de los pantalones. Aquello era peor que un vídeo porno. Me volví y me quedé mirándoles.

—¡Bibianna, por el amor de Dios! —exclamé—. ¡No seas tan grosera! ¿Crees que me gusta estar aquí sentada mientras tú echas un polvo? ¿Por qué no os estáis quietos de una vez?

Raymond se giró para mirarme con la cara inflamada por el deseo y con los ojos atontados. Parecía tener la boca llena, el carmín de Bibianna le había manchado la barbilla y tenía todos los pelos de punta. El coche entero olía a ropa interior, a hormonas, a lubricante vaginal. Luis, totalmente confuso, trataba de ver por el retrovisor lo que ocurría en el asiento trasero.

Me dirigí a él hecha una furia.

—¿Y tú qué miras? —Y a Raymond—: Lo siento, Raymond, ya sé que no tienes la culpa de que esta gente se comporte como se comporta.

Bibianna se enderezó e hizo lo que pudo por estirarse la falda.

—Perdona, chica —murmuró. Raymond le había dado un chupetón en el cuello y le había dejado una moradura.

Raymond parecía realmente confuso mientras se remetía la camisa por debajo del pantalón. En este instante le dio otro espasmo y se puso a dar cabezazos y a torcer el cuello. Seguí representando mi papel.

—Ya le conté a Bibianna que tengo a mi hombre en la cárcel —dije a Raymond—. Y sólo me falta ver cómo os revolcáis. Esta mujer no sabe lo que es tener clase. —Me eché hacia atrás y me limpié la broza imaginaria que tenía en los pantalones.

Raymond sacó un pañuelo y se limpió el carmín que le manchaba la barbilla. Sonrió con mansedumbre.

—Tómatelo con calma —dijo—. Tampoco es culpa suya. Es que no puede evitarlo.

—Y yo estoy harta de sus fanfarronerías. Que si mi Raymond por aquí, que si mi Raymond por allá. Ya va siendo hora de que se calle.

—¿De verdad habla así de mí?

—No —dije—, te lo cuento porque me gusta el sonido de mi voz. ¿Y si comemos algo? No creo que vaya a ofenderse nadie. No hemos desayunado y me muero de hambre.

Raymond propinó a Luis un golpe en la cabeza.

—¿Y a ti qué te pasa? Venga, para el coche. ¿No has oído a la señora?

Raymond me observó con interés y se volvió a medias hacia Bibianna.

—Me gusta tu amiga, muñeca. Tiene narices.

—No es cuestión de narices, sino de cabreo —dije. Bibianna me miraba con inquietud, pero a mí ya no había quien me detuviera. Aunque me limitaba a representar el papel de Hannah, era como una liberación. Hannah tenía malas pulgas, era sarcástica y no tenía pelos en la lengua. Acabaría por acostumbrarme. Licencia para portarse mal. Raymond me dedicó una sonrisa.

—¿Va bien aquí, jefe? —Luis, el de los brazos perfectamente tatuados, redujo la velocidad ante un McDonald’s que había en State Street.

—¿Te gusta este sitio? —me preguntó Raymond. Parecía preocuparle sinceramente si el lugar recibía o no mi visto bueno.

—Me encanta, Raymond. Al ataque.

Me comí tres hamburguesas con huevo. Si hubiesen sido las diez de la noche, me habría tomado dos Súper con queso. Bibianna no tenía estómago para ingerir nada sólido. Picoteó una tarta de manzana mientras Luis y Raymond engullían torrijas con patatas fritas alargadas. Me había fijado en el teléfono que había en el estrecho pasillo que conducía al lavabo de señoras, pero el aparato se veía perfectamente desde nuestra mesa. Raymond tenía a Bibianna cogida por los hombros y le sobaba el brazo con movimientos que querían ser eróticos. Los hombres aprenden estas cosas en el instituto y es francamente irritante. Bibianna se mostraba pasiva, sumisa y dócil. Me habría gustado verla replicar como Dios manda, ver cómo ponía a Raymond en su sitio. De nada iba a servirle comportarse como una perra apaleada. Ya era hora de que recuperase la dignidad. Si se comportaba como una víctima, él seguiría tratándola como tal. Me puse en pie.

—Me voy al lavabo. Acompáñame, Bibianna. Me ayudarás a arreglarme estos pelos.

—Yo ya estoy peinada.

—Pero yo no. ¿Nos disculpas, Raymond? Son cosas de mujeres.

—Cómo no —dijo.

Me besé la punta del dedo y le rocé la punta de la nariz.

—Eres un sol.

Se levantó y salió del reservado para que Bibianna pudiera pasar.