Me despertó un tintineo de llaves. Entreabrí los ojos. Una funcionaria de prisiones trasteaba con la cerradura. Era baja y tan fornida que daba la sensación de que pasaba muchas horas en el gimnasio. Las otras cuatro detenidas seguían durmiendo. La funcionaria me señaló con el dedo. Me incorporé apoyándome en el codo y la miré con ojos soñolientos. Me toqué el pecho con la punta del índice: ¿me buscaba a mí? Me hizo una seña impaciente para atraerme hacia la puerta. Erguí el tórax y procuré levantarme con el menor ruido posible. No había manera de calcular la hora ni de saber cuánto tiempo había dormido. Me sentía aturdida y desorientada. Me abrió la puerta sin decir palabra y la crucé. Fui tras ella por el pasillo con unas ganas locas de cepillarme los dientes.
En una ocasión salí con un policía que se jactaba de haberse hecho una mesa de tres metros por cinco, alegando que tenía la misma superficie que las celdas bimembres del presidio de Folsom. El cuarto en que me introdujeron tendría más o menos aquellas dimensiones y estaba amueblado con una mesa de madera y tres sillas, también de madera, de respaldo recto; del techo colgaba una lámpara redonda de color lechoso. Habría apostado cualquier cantidad en metálico a que había un magnetófono en algún sitio. Miré debajo de la mesa. No vi ningún cable. Tomé asiento mientras me preguntaba qué conducta me convenía adoptar. Sabía que tenía un aspecto asqueroso. Me notaba el pelo grasiento y tieso en más de un lugar. El maquillaje y el rímel se me habrían corrido, y seguramente tendría ese look de mapache que tanto gusta a algunas mujeres. La indumentaria que yo misma había escogido para seguir a Bibianna estaba no sólo arrugada sino también húmeda todavía. Bueno. Si la policía me daba una paliza y me hacía sangrar, no me importaría que se manchase.
Se abrió la puerta y entraron el teniente Dolan y un (presunto) policía de paisano. Sentí una punzada de miedo, la primera desde que comenzara aquella fantástica aventura. Dolan era precisamente el hombre que menos quería que me viese en aquella situación. Noté que el rubor me subía por el cuello y me inundaba las mejillas. El compañero de Dolan era un sesentón con una espesa mata de pelo plateado peinada hacia atrás, cara cuadrada, ojos hundidos y una boca cuyas comisuras se curvaban hacia abajo. Era más alto que Dolan y estaba en mejor forma física, era fornido y ancho de espaldas y tenía unos muslos que parecían troncos de árbol. Vestía traje con chaleco de cuadros pequeños, camisa azul de algodón, y corbata ancha y marrón con un estampado de flores que parecía sacado de una funda de sofá. Lucía un anillo de oro en la derecha y un reloj de gruesa cadena dorada en la izquierda. No manifestó el menor indicio de cortesía. Opinara lo que opinase de mí, no lo reflejaba en la cara. Los dos hombres llenaban la habitación casi por completo.
Dolan se asomó al pasillo y dijo no sé qué a otra persona, cerró la puerta, cogió una silla y se sentó a horcajadas en ella. El otro se sentó al mismo tiempo y cruzó las piernas a la altura de las rodillas, tras ajustarse ligeramente el pantalón. Apoyó las manazas en los muslos y evitó mirarme a los ojos.
En comparación con él, Dolan parecía el rey de la desenvoltura.
—He pedido café. Te vendrá bien tomar algo caliente.
—¿Cómo ha sabido que estaba aquí?
—Te reconoció un agente cuando te ficharon y me avisó —dijo Dolan.
—¿Y este? —pregunté señalando al otro con la mirada. No iba a dejar que se aprovechara del anonimato. Estaba claro que sabía quién era yo y por lo visto disponía de información suficiente para jugar a la indiferencia.
—Es el teniente Santos —dijo Dolan. Santos no movió ni un músculo. Yo no estaba de suerte. Era la semana en que me tocaba conocer hombres desagradables. Me incorporé y le tendí la mano por encima de la mesa—. Kinsey Millhone. Mucho gusto. —Reaccionó con lentitud y me pregunté cuánto desprecio habría calculado dedicarme. Nos dimos la mano y nos miramos a los ojos el tiempo suficiente para que yo advirtiera en los suyos una imparcialidad a prueba de bomba. Había pensado al principio que me despreciaba, pero no tuve más remedio que rectificar el juicio. No se había formado ninguna opinión sobre mí. Yo podía serle útil, pero el hombre no había llegado aún a ninguna conclusión.
Llamaron a la puerta. Dolan se levantó para abrir. Un agente le entregó una bandeja con tres vasos de plástico llenos de café, leche en envase de cartón y unos sobrecitos de azúcar. Dolan le dio las gracias y volvió a cerrar la puerta. Dejó la bandeja en la mesa y me tendió un vaso de café. Santos se hizo con otro. Eché en el vaso una nube de leche y me serví doble ración de azúcar mientras me preparaba para encajar el interrogatorio. El café estaba tibio, pero sabía de maravilla, tan dulce y suave como el caramelo líquido.
—¿Qué ha sido de Jimmy Tate? —pregunté.
—En estos instantes se enfrenta a una acusación de asesinato en segundo grado. Un buen abogado podría rebajarlo a homicidio sin premeditación, pero no las tengo todas conmigo, dado su historial —dijo Dolan—. ¿Quieres contarnos cómo fue el tiroteo?
—Desde luego —dije con precipitación, consciente de que tendría que hacer unas cuantas concesiones a la verdad—. La Fidelidad de California me encargó que investigara a Bibianna Díaz porque se sospechaba que había presentado una reclamación fraudulenta. Procuré trabar relación con ella para obtener pruebas concretas, pero hasta ahora sólo he conseguido sonsacarle detalles ambiguos. El muerto se llama Chago. Es hermano de Raymond no sé qué más, un antiguo amor de Bibianna. Por lo que tengo entendido, Raymond envió aquí a Chago y a su mujer, una tal Dawna, para secuestrar a Bibianna por motivos que desconozco. No he conseguido que Bibianna me cuente la historia, pero está claro que la tienen entre ojos…
Santos intervino en aquel punto.
—Al parecer, iba a casarse con Raymond Maldonado. Ella lo abandonó y él no sabe aceptar estas cosas de buen grado.
—Le creo —dije—. Al parecer, ordenó a Chago que la liquidara si ella se resistía.
Santos se removió en la silla.
—Es un farol —dijo de modo terminante—. Raymond quiere que vuelva con él.
Me quedé mirando a los dos.
—Si ya lo saben todo, ¿por qué me preguntan?
No me hicieron caso. Pero me di cuenta de que tampoco tenía sentido ponerse exigente. Dolan consultó una pequeña libreta y pasó una hoja.
—¿Qué hay de Jimmy Tate? ¿Qué pinta en todo esto?
—No lo sé con exactitud —dije—. Creo que desde hace dos meses tiene una relación muy intensa con Bibianna. Parece que la cosa va en serio, por lo menos en la actualidad. —Les conté lo que había hecho durante la víspera y les di todos los detalles que sabía acerca del muerto, que eran muy pocos, y acerca de Jimmy Tate, que eran muchos. Aunque yo sentía cariño hacia Jimmy, no me pareció justo ocultar a la policía su participación en el tiroteo. Había más testigos presenciales y, que yo supiera, Dolan ya había hablado con ellos. Cuando terminé, se produjo el silencio. Me miré las manos y vi que sin darme cuenta había roto el vaso de plástico mientras hablaba. Dejé los fragmentos encima de la mesa.
—O sea que fue Tate quien efectuó los disparos —dijo Dolan por fin.
—Bueno, la verdad es que no lo vi directamente, pero cabe suponerlo. Disparó dos veces al coche y, cuando me eché a tierra, oí más disparos. No creo que Bibianna llevase ningún arma encima.
—¿Y la otra mujer, Dawna? ¿Iba armada?
—Yo no le vi ningún arma, al menos mientras estábamos en el bar. Puede que tuviese una, escondida en el coche. ¿No la han localizado? —Sabía que Dolan no iba a responderme, pero me gustaba fingir que éramos iguales. Dos defensores de la ley que charlaban amistosamente en la prisión del condado. Sin embargo, me llevé una sorpresa.
—Resultó herida. Nada serio. Al parecer, una bala rebotó y le pasó rozando la clavícula. La encontramos en una cabina telefónica, no muy lejos de allí. Seguramente llamaba a Raymond, pero no ha querido admitirlo.
—¿Está en el hospital?
—Temporalmente. Pensamos hacerle una visita para ver qué tiene que contarnos.
—¿Sobre qué?
Dolan miró de reojo a Santos con la misma actitud que si jugase al póquer descubierto y levantara el borde de la carta que le habían dado. Me dio la sensación de que Santos estaba a punto de tomar una decisión. Las facciones no se le inmutaron, aunque estoy segura de que entre los dos hombres se estableció una comunicación tácita.
—Será mejor que esté usted al tanto de lo que ocurre —dijo. Tenía la voz retumbante y se expresaba de modo ordenado—. Sin darse cuenta, se ha metido en una situación difícil.
—Desde luego, pero explíquemela.
Santos se echó atrás para apoyar la silla en la pared y entrelazó las manos en la nuca.
—Dirijo una operación en la que participan varios organismos gubernamentales para poner al descubierto lo que, según todos los indicios, es una de las estafas más ambiciosas y mejor organizadas que se hayan concebido contra los seguros automovilísticos de la California meridional. Usted trabaja desde hace tiempo en este campo y sabe a qué me refiero. Los Angeles es, de todas las ciudades del país, la capital de las estafas contra los seguros automovilísticos. El negocio se está extendiendo actualmente a los condados de Ventura y Santa Teresa. Le hablo de una red concreta que no es más que una de las varias docenas que al cabo del año se embolsan en total entre quinientos y mil millones de dólares en concepto de reclamaciones amañadas. En nuestro caso andamos tras quince abogados, veinticinco médicos y media docena de quiromasajistas. Además hay un consorcio de unas cincuenta o sesenta personas que se turnan para poner en escena los accidentes que motivan las reclamaciones. —Se apartó de la pared para ponerse derecho y las patas de la silla alcanzaron el suelo con un ligero chirrido—. ¿Me sigue hasta aquí?
—Sí, hasta aquí sí —dije.
Se adelantó y apoyó un brazo en la mesa. Me di cuenta de que empezaba a simpatizar conmigo. Era un hombre que encontraba estímulos en el trabajo. Yo no tenía ni idea de adónde quería ir a parar con aquellas explicaciones, pero estaba claro que no había venido de Los Angeles en plena noche para informarme sobre sus preocupaciones profesionales.
—Hemos investigado el caso poco a poco, pieza por pieza, en el curso de los dos últimos años y aún no estamos en situación de echarles el guante.
—Lo que no entiendo —dije— es qué tiene que ver esto con Bibianna. No formará parte de la red, ¿verdad?
—Pues sí. Raymond empezó trabajando de «captador». En la actualidad pensamos que es uno de los grandes jefes, pero no lo podemos demostrar. ¿Sabe usted cómo trabajan estas redes?
—La verdad es que no —dije—. Yo suelo enfrentarme con aficionados, no con redes organizadas.
—Bueno, hay métodos comunes a unos y otros —dijo—. En la actualidad, los profesionales procuran evitar las operaciones de bulto y se concentran en reclamaciones menores e insignificantes que en conjunto comportan cantidades de dinero muy elevadas. Por lo general, se trata de indemnizaciones por lesiones difíciles de comprobar, por ejemplo en las cervicales, en la región lumbar, etcétera, etcétera. El trabajo del captador consiste en reclutar propietarios de vehículos, por lo general desempleados que necesitan dinero con urgencia. Por mediación del agente de la red suscriben una póliza de seguros contra unos riesgos concretos. El captador les proporciona el nombre de pasajeros totalmente imaginarios que en teoría viajan con ellos. Además se encarga de proporcionar el nombre de personas que supuestamente van en otro coche. Por cada accidente se piden unas seis o siete indemnizaciones. Hay una variante, que no sé quién denominó «machos y hembras», en la que los dos vehículos forman parte de la estafa. El «macho», es decir, el coche asegurado, atropella a la «hembra», el coche no asegurado que va lleno de personas que sufren lesiones completamente imaginarias. El coche asegurado suele ser una cafetera que no ha pasado revisión antes de contratar la póliza.
—Yo he investigado reclamaciones en que todo era mentira, en que ni siquiera había habido accidente —dije.
—También tenemos casos así en nuestros archivos. En el caso de Maldonado, hay accidentes que no existen y accidentes que se simulan. Empezamos a pensar que existía una red organizada porque siempre aparecía una serie de nombres idénticos en relación con reclamaciones independientes. Un agente de seguros, un abogado… Los investigadores introdujeron los nombres en el ordenador y se comprobó que estaban vinculados con veinticinco casos. Casi todos eran falsos. Por ejemplo, la dirección de un reclamante era los yacimientos de alquitrán de La Brea, la de otro una estación de autobuses en desuso…
—¿Qué sistema utilizan? —pregunté.
—El truco se llama «intercepción y atropello», y se necesitan dos coches. Lo ponen en práctica en cualquier carretera de segundo orden, unas cinco o seis veces por semana.
—¿Y por qué no en las autopistas? —pregunté.
Santos negó con la cabeza.
—Demasiado peligroso. Esta gente no quiere acabar con los sesos esparcidos por el asfalto. Primero eligen una «víctima», por lo general un coche caro o un camión de cualquier empresa, un vehículo con aspecto de estar asegurado. El coche del «atropello» se pone delante de la víctima. Son conductores que suelen ir a velocidades límite y pensando en sus asuntos. A una señal, el otro coche, el «interceptor», se cruza con el del atropello, que pisa el freno bruscamente y obliga a la víctima a darle un golpe por detrás. El interceptor se larga pitando. El atropellado y la víctima se detienen en la cuneta como buenos ciudadanos e intercambian los datos de sus documentaciones respectivas. La víctima suele estar muy nerviosa. Ha golpeado por detrás a otro vehículo y sabe que tiene las de perder. El conductor del coche contra el que ha chocado se muestra la mar de simpático y tranquiliza al otro diciéndole lo que el otro quiere oír: que no ha tenido la culpa.
—Pero su compañía de seguros acaba aflojando el dinero —dije.
—No tiene más remedio. Según la ley de este estado, si un vehículo choca con otro por detrás, es culpable. Inmediatamente después, el atropellado sufre las «naturales» consecuencias del accidente. Consulta con un abogado, que le dice que vea a un médico. O a un quiromasajista.
—Todos compinchados.
—Todos compinchados —dijo el teniente Santos.
—¿Y Bibianna entró en la organización por mediación de Raymond?
—Así parece. Por lo que sabemos, Raymond la reclutó hace dos años, aunque la conocía de mucho antes. Hace un año, más o menos, lo tenían todo preparado para casarse, pero ella se echó atrás por motivos que desconocemos. Se esfumó en marzo y poco después reapareció en Santa Teresa. A juzgar por las apariencias, pensamos que quiere abandonar estas actividades, aunque parece que no le resulta fácil encontrar empleo. Acabó trabajando en una lavandería, pero como le pagan una miseria supongo que no ha podido resistir la tentación de poner en práctica un par de operaciones por cuenta propia.
Por fin empezaba a comprenderlo todo.
—Y mi investigación ha entorpecido la de ustedes.
—Aún no, pero podría acabar por estropearla. No podemos consentir que se meta usted en esto sin saber qué terreno pisa; y no es el único problema que tenemos. Pensamos que hay filtraciones en alguna parte, que alguien pasa a Raymond información confidencial. Por lo menos ha sido así en tres ocasiones. Preparamos dos redadas, la última contra un taller de reparaciones que tiene en El Segundo. Conseguimos las órdenes de registro y detención pertinentes. Pero cuando llegamos, todo había desaparecido, absolutamente todo; no quedaba más que una palanqueta para quitar neumáticos y una lata de Pepsi.
—No acabo de entenderlo. ¿Qué es lo que buscan en realidad?
El teniente Santos hizo una pausa que aprovechó para carraspear.
—Archivos, ficheros, libros. Toda la documentación, todos los informes convergen en Raymond. Pero cuando llega el momento de detenerlo, o bien han trasladado todas las pruebas o bien las han destruido. El fiscal del distrito, en consecuencia, no puede formular ninguna acusación.
—Entonces, ¿no sirvió de nada la redada que me ha contado?
—No totalmente. Cogimos al mandamás y a media docena de personajes, un par de abogados, un médico y dos quiromasajistas. Raymond se limitó a darle la vuelta a la tortilla y amplió su radio de competencia. Se aprovechó de las detenciones para instalarse en la cumbre que nosotros mismos habíamos limpiado. Andamos otra vez tras él, como es lógico, pero o descubrimos antes dónde se producen las filtraciones o todo volverá a repetirse desde el principio. Se nos ha ocurrido algo que quizá podría funcionar… sin embargo, como no sabemos quién informa, tampoco sabemos de quién podemos fiarnos.
Dolan se removió con nerviosismo y abrió la boca por primera vez desde que Santos empezara a informarme.
—Me revienta admitirlo, pero parece que la filtración se produce precisamente en Santa Teresa. Creemos que por eso Raymond supo que Bibianna estaba aquí. Hace un mes la detuvieron en el condado y alguien dio el soplo.
De repente me vino algo a la memoria.
—Sí. Ahora recuerdo que lo mencionó. Tiene mucho miedo de que Raymond la encuentre.
—No le faltan motivos. Ese individuo tiene problemas muy serios —observó Santos—. He visto el resultado de algunas habilidades suyas.
—Lo que no acabo de comprender es por qué me cuentan todo esto.
Se produjo un breve silencio.
—Si te introducimos en la organización —dijo Dolan—, puede que se presente otra oportunidad de acabar con ella.
Le miré estupefacta.
—Vamos, no hablará usted en serio, ¿verdad? —Miré a uno y luego al otro, pero ninguno quiso abrir la boca—. ¿Y cómo piensan hacerlo?
Dolan esbozó una sonrisa exenta de alegría.
—Tú ya has hecho lo más difícil. Has trabado amistad con Bibianna, cosa que nosotros no podemos hacer.
—¿Y de qué me sirve? Antes me dijo que había roto toda relación con Raymond.
Dolan se encogió de hombros.
—Pero Raymond no ha roto con ella. Si Dawna ha conseguido comunicarse con él, seguro que ya está en camino. No te separes de Bibianna, en particular si él se la quiere llevar a Los Angeles. Te queremos dentro de la organización.
—Un momento, un momento. Me crucé con Dawna en las oficinas de la Fidelidad. ¿Y si me reconoce?
—No te preocupes por Dawna. La pondremos fuera de circulación.
Me pasé la mano por el pelo. Me había echado tanta gomina que parecía una peluca.
—Dios mío. Ustedes no están bien de la cabeza —dije—. Yo no sé hacer de espía.
—No te pedimos que te introduzcas hasta el fondo.
—No sabe qué peso me quita de encima.
Pasó por alto la observación.
—Estaríamos siempre al tanto de tus movimientos. Tendrías apoyo, alguien que en todo momento sabría dónde estás.
Mis ojos iban de un teniente a otro y no acababa de fiarme de ninguno de los dos. La intuición me decía que allí faltaba algo, algo que me ocultaban.
—Sospecho que ya lo han intentado.
—Pero sin suerte —dijo Santos—. Creemos que en este caso una mujer puede ser más eficaz que un hombre. Esos tipos no atribuyen mucha inteligencia a las mujeres. Aunque no es usted hispana, podría ponerse algo en la cara para camuflarse. ¿Qué dice?
—Que no.
Dolan se llevó la mano a la oreja como si no hubiera oído bien.
—No pienso hacerlo, teniente Dolan. Han pasado diez años desde que estuve en la policía y ni siquiera entonces hice trabajos de espionaje. Olvídelo. No estoy preparada y es demasiado peligroso.
—A veces no queda más remedio —dijo Santos.
—A ustedes, no a mí.
Santos apartó la mirada.
—Le puede caer un año de cárcel por lo que ha hecho. Agredir a la autoridad es un delito. Le podemos quitar la licencia.
Lo miré con fijeza.
—¿Me está amenazando? Esto es increíble. Me encanta. ¿Saben una cosa? No voy a hacerles el trabajo sucio. Raymond Maldonado me importa una mierda. —Notaba que la sangre se me encendía a toda velocidad—. No soporto que me intimiden y no me gusta que, por haberme portado mal, me pongan de cara a la pared. Ustedes quieren que yo interprete un papel y la respuesta es que busquen en otra parte.
Santos quiso insistir, pero Dolan le interrumpió con un ademán de impaciencia.
—¿Por qué no lo negociamos?
—He dicho que no.
Los dos hombres volvieron a cambiar una mirada que no supe interpretar. Estaba claro que abordaban el asunto desde todos los puntos de vista que habían preparado. Desde el mío era ridículo, porque no pensaba ceder. Dolan se adelantó y bajó la voz.
—Hay algo que te convendría saber. Después puedes hacer lo que te parezca. Tu amigo Parnell Perkins trabajaba para Raymond. Pensamos que este lo mató, pero no tenemos pruebas.
—No me lo creo.
—Perkins se llamaba en realidad Darryl Weaver. Trabajó para una compañía de seguros de Crompton. Raymond tramitaba todas sus reclamaciones a través de Weaver hasta que se pelearon. Weaver se fue de Los Angeles, se trasladó a Santa Teresa, cambió de nombre y entró a trabajar en La Fidelidad de California.
De pronto comprendí por qué había pasado a Mary Bellflower el expediente de Bibianna. Había supuesto sin duda que Raymond y Bibianna habían hecho las paces y que el primero daría con él si no tomaba la delantera. Debió de sufrir un ataque al corazón al ver el nombre de Bibianna. Santos pareció resucitar y continuó lo empezado por Dolan.
—Acudió a nosotros hace un mes y se ofreció a colaborar. Cuando lo mataron, la policía de Santa Teresa le tomó las huellas y nos las envió. Por eso estoy aquí.
—Y por eso no investigaron ustedes el homicidio —dije—, para proteger la otra investigación.
—Exacto —dijo Dolan—. No podíamos consentir que Raymond supiera lo que habíamos averiguado. Tampoco es que abandonáramos las pesquisas, simplemente las continuamos con la máxima discreción.
Se produjo un silencio repentino que los dos hombres no hicieron nada por interrumpir. Me tomé el tiempo que estimé necesario para considerar todo lo que suponía aquello. Una vocecita interior canturreaba: «No aceptes, no aceptes».
—¿Cuánto tiempo tengo? —dije a modo de tanteo. Había picado el anzuelo y lo sabían.
Dolan miró a Santos.
—Poco. Medio día a lo sumo.
—¿Qué es lo que quieren que haga exactamente?
—Tres cosas. Localiza la filtración. Averigua dónde tienen los papeles. Y encuentra pruebas de que Raymond mató a tu amigo.
Santos volvió a intervenir. Me acosaban como perros pastores.
—Pida cualquier cosa que le haga falta. Le proporcionaremos todo lo que quiera.
—El objetivo es que te hagan una oferta. Empieza a actuar a partir de ese momento, con o sin la cooperación de Bibianna.
Medité rápidamente lo que me decían, sin dejar de preguntarme hasta qué punto era acertada mi actitud. Notaba que mis procesos mentales se aceleraban, a pesar de los recelos demoradores.
—Si se trata de accidentes simulados, tal vez me convenga tener una póliza falsa a nombre de Hannah Moore.
—¿Puedes arreglarlo con La Fidelidad? —preguntó Dolan.
—Podría, pero sería mejor que lo hicieran ustedes. Tendrán que hablar con Mac Voorhies, y aun así es probable que tenga que pasar por ciertos conductos reglamentarios.
—Cuanta menos gente lo sepa, mejor; además, hemos de trabajar rápido —dijo Dolan.
—¿Puede haber dificultades en ese sentido? —preguntó Santos.
—Yo creo que La Fidelidad de California querrá cooperar —dije.
—Conviene que lleve usted un micrófono oculto —dijo Santos—. A las nueve vendrá un técnico para ponérselo.
—¿No me registrarán Raymond y sus compinches?
—No creo —dijo Santos—, pero si lo hacen, estaremos muy cerca, no lo olvide.
Dolan pareció darse cuenta de la inquietud que me dominaba.
—Si llevas el micrófono, siempre habrá un coche lleno de agentes a media manzana de donde estés. Contarás con toda la protección posible. Puede que esta sea nuestra mejor oportunidad para atrapar a esos granujas, y no queremos echarla a perder. ¿Alguna pregunta?
—Ya se me ocurrirá alguna.
—Nos encontraremos más adelante para darle más instrucciones. Ahora volverá a la celda con Bibianna. Por la mañana saldrán las dos bajo fianza. Tendrá que fingir que ha sido cosa suya. Conviene que la mujer esté en deuda con usted. Retrasaremos su puesta en libertad hasta que llegue el técnico.
—¿No sospechará si ve que no salgo con ella?
—Ya se te ocurrirá alguna excusa —dijo Dolan con sequedad—. Queda con ella para veros mañana mismo, pero más tarde.
—¿Y si, entretanto, aparece Raymond?
—Ya se nos ocurrirá algo. Ah, mientras la operación esté en marcha… —Dolan apuntó un teléfono donde podría localizarle a cualquier hora. Me guardé el papel en el calcetín. Consultó la hora y se puso en pie como si fuese la señal para terminar la sesión.
Me levanté de la silla. Santos me estrechó la mano.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Las cuatro y dos minutos.
—Soy demasiado mayor para andar levantada a estas horas —dije. Y dirigiéndome a Dolan—: ¿Podría hacerme un favor? Me dejé olvidada una cazadora de cuero negro en el segundo bar donde estuvimos. Y aún tengo el VW aparcado delante de El Matadero. Lo más probable es que no pueda volver por allí hasta la tarde. ¿Podría preguntar por la cazadora y avisar a los de tráfico? No quiero que me pongan una multa ni que la grúa se me lleve el coche.
—Tranquila. Yo me encargo de todo —dijo Dolan. Esbozó una sonrisa y me tendió la mano—. Gracias.
—Aún no he hecho nada.
La funcionaria de prisiones me condujo de vuelta a la celda. Estaba tan cansada que me sentía medio enferma. El cerebro me pitaba a causa del café y el cuerpo me pesaba una tonelada. Me dirigí al colchón, me tendí en él con un suspiro y me encogí con la cara vuelta hacia las otras. Bibianna estaba despierta y me miraba con recelo.
—¿Dónde estabas?
—Un inspector de Homicidios quería interrogarme acerca del tiroteo.
—¿Han cogido a Dawna?
—Resultó herida y la tienen en el hospital. Tate está en la sección masculina. Parece que quieren acusarle de asesinato, pero no me lo creo. Lo más probable es que le acusen de homicidio sin premeditación.
—Hijos de puta.
—Sobrevivirá.
—Sí, por supuesto.
Bibianna parecía a punto de quedarse dormida. Titubeé durante unos segundos, me tapé la nariz y me lancé de cabeza.
—Por cierto, he llamado al tipo que me avala y le he dicho que pague mi fianza y la tuya. Estará aquí a eso de las ocho.
Los ojos se le dilataron como platos.
—¿Vas a pagar la mía? ¿Por qué? Yo no tengo tanto dinero y son cinco mil dólares.
—Ya me los devolverás. No te preocupes.
Parecía desconcertada.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué no pagaste la fianza al llegar?
—Porque no me acordaba de que tenía dinero en una libreta. Tengo el coche en el taller y lo guardaba para pagar la reparación. Pero me da igual. Aquí dentro no me sirve de nada.
Bibianna no acababa de tragarse el cuento.
—No puedo creer que hayas hecho una cosa así.
La mujer delgada tomó cartas en el asunto con voz ofendida y sin moverse del colchón.
—No seas idiota. Acepta el dinero y cállate de una vez.
Bibianna la miró de reojo y sonrió a pesar suyo. Me observó durante unos instantes y me dio las gracias con un murmullo. Volvió a cerrar los ojos. Se puso boca abajo con los brazos encogidos para darse calor. Al cabo de unos minutos ya estaba dormida.
El aire de la celda olía a cuerpos dormidos: calcetines mojados, halitosis, pelo sucio. Ya había pensado que podían despertarse las reclusas a mi regreso, pero nadie más se movía. La luz del pasillo emitía un resplandor muy débil. El silencio era total. Vi en el suelo el cuadro numerológico que había dibujado Bibianna con saliva. Movimiento y cambio. ¿Acaso no era verdad?