9

A pesar de que las luces chillonas del exterior le daban en plena cara, la piel delicada y morena de Bibianna parecía casi transparente. Pestañas pobladas, ojos negros, una boca grande aún brillante por el lápiz rojo de labios. ¿Cómo se las arreglaba para tener aquel aspecto? Yo también me pintaba los labios de vez en cuando, pero la pintura se quedaba siempre en el borde del primer vaso que me llevaba a la boca. Sus labios tenían un aspecto natural y jugoso y sabían iluminarle la cara. A pesar de las palabrotas que decía, tenía un brillo juguetón en la mirada.

—No puedo creer que paguen a estos tíos por estar de brazos cruzados —dijo y se volvió para mirarme—. ¿Cómo te encuentras?

—He tenido momentos mejores. ¿Tienes idea de adónde ha podido ir Dawna?

—A avisar a Raymond, seguramente. Tía, menudo ataque le va a dar a ella cuando se entere de la muerte de Chago.

—Pero ¿con qué gente te juntas?

—No preguntes.

—¿Qué has hecho para que estén tan cabreados contigo?

—Mejor pregunta qué es lo que no he hecho.

—¿Les debes dinero?

—No, querida, ellos me lo deben a mí. Lo que no acabo de entender es cómo me han encontrado. ¿Cómo dijiste que te llamabas?

Durante unos segundos fui incapaz de recordar qué documentación falsa llevaba encima.

—Hannah Moore.

Se produjo un silencio deliberado.

—¿Y qué más?

—No entiendo.

—¿No tienes segundo nombre?

—Claro, claro —dije—. Lee.

—No te creo —dijo de manera terminante.

El corazón me dio un vuelco, pero me limité a emitir un murmullo ambiguo.

—Jamás he conocido a nadie en cuyo nombre hubiera tres grupos de letras dobles. Hannah tiene dos enes. Lee tiene dos ees. Y Moore tiene dos oes. Además, Hannah es capicúa, suena igual tanto si lo pronuncias de izquierda a derecha como si lo dices de derecha a izquierda. ¿Has ido alguna vez a que te analicen los números?

—¿En plan astrológico y todo eso?

Asintió.

—Es mi hobby. Te puedo hacer luego una carta, si quieres… sólo tienes que decirme en qué día naciste; aunque tu número espiritual ya lo sé, es el seis. ¿A que te gusta la paz del hogar? Las personas como tú están hechas para difundir los grandes preceptos religiosos.

Tuve que hacer un esfuerzo para reír.

—¡Es verdad! ¿Cómo lo has adivinado?

Un policía de uniforme que llevaba en la mano el bolso de Bibianna se acercó al vehículo, subió y me echó un vistazo por el espejo retrovisor mientras cerraba la portezuela. Al parecer era el encargado de conducirnos a los calabozos. Puso el bolso en alto.

—¿De quién es esto?

—Mío —dijo Bibianna mirándome de reojo. Era imposible saber si iban a encontrar o no el porro. Si lo encontraban, Bibianna tendría problemas.

El agente dejó caer el bolso en el asiento contiguo.

—¿Estáis bien? —Tendría veintiocho o veintinueve años, iba recién afeitado y llevaba el pelo negro muy corto. Parecía muy indefenso el fragmento de nuca que se le veía por encima del cuello del uniforme.

Bibianna no perdía detalle.

—Estamos fenomenales, muchacho. ¿Y tú?

—Genial —dijo el agente.

—¿Tienes nombre?

—Kip Brainard —dijo el agente—. Tú eres Díaz, ¿verdad?

—Verdad.

Me pareció que el agente sonreía para sí. Puso en marcha el vehículo, se alejó de la acera y comunicó por radio que nos habíamos puesto en camino. No hubo más charla. Más que llover agua, daba la sensación de que caían clavos del cielo y el monótono vaivén de los limpiaparabrisas no parecía surtir efecto alguno. Los avisos radiofónicos contrapunteaban el silencio. Llegamos a la autopista y nos dirigimos hacia el norte. Las ventanillas se habían empañado por completo. Entre el calor del vehículo y el ronroneo del motor, estuve a punto de dormirme.

Tomamos la salida de Espada, giramos a la izquierda y accedimos a la carretera de la costa, por la que recorrimos alrededor de un kilómetro. Por último, giramos a la derecha y entramos en una carretera que conducía directamente a la parte de atrás de la Prevención del Condado de Santa Teresa, más conocida como la cárcel para los que están a punto de ser encerrados. En el extremo más alejado del complejo de edificios se encontraba el aparcamiento, que también era el de la Comisaría del Sheriff de Santa Teresa. Nos detuvimos ante la verja. Kip apretó un botón y se puso al habla con el puesto de guardia; respondió una voz femenina envuelta en ruidos estáticos.

—Un agente y dos detenidas —dijo Kip.

Se abrió la verja y pasamos al interior. Nada más cruzar la entrada, Kip hizo sonar el claxon y la verja volvió a cerrarse. Aparcamos en una zona asfaltada y rodeada por una valla de tela metálica. Todo estaba lleno de proyectores y la lluvia formaba un halo de niebla alrededor de los haces luminosos. Delante de nosotros acababa de detenerse un vehículo de la comisaría y esperamos en silencio a que dejaran pasar al agente y a su detenido, un vagabundo borracho que necesitaba ayuda.

En cuanto se perdieron de vista, Kip apagó el motor y bajó del coche. Abrió mi portezuela y me ayudó a salir, cosa que hice con muy poca elegancia, dado que tenía las manos esposadas por detrás.

—¿Vas a armar jaleo? —preguntó.

—Tranquilo. Estoy bien.

Pero al parecer no se fiaba de mí, porque no me soltó el brazo y me obligó a dar la vuelta al vehículo. Abrió la otra portezuela, hizo salir a Bibianna y nos condujo hacia la puerta. Una funcionaria de prisiones salió para echarle una mano. La lluvia caía sin cesar de un modo muy molesto y sentí un escalofrío que vino a sumarse a los temblores producidos por la tensión acumulada. Jamás había deseado tanto darme un baño caliente, ponerme ropa seca y tumbarme en mi propia cama. Bibianna tenía el pelo pegado a la cabeza y dividido en mechones goteantes, pero por lo visto no le importaba. Toda la agresividad de que hiciera gala había desaparecido para dar paso a una extraña satisfacción.

Al área de admisión de la cárcel del condado se llega por un pasillo externo, flanqueado de vallas de tela metálica, que recuerda mucho a un canódromo. Cruzamos varias puertas de cierre electrónico y coronadas por cámaras de televisión. Kip iba en retaguardia. El suelo era de cemento y la lluvia nos salpicaba por todas partes.

—¿Sabéis ya lo que es esto? —preguntó Kip.

—Sí, macho, sí. En todas partes es igual —dijo Bibianna.

—Prefiero que me llames agente. ¿O es pedir demasiado? —replicó Kip con sequedad.

—Tienes derecho a ello… agente Macho —dijo Bibianna.

Kip optó por no hacerle caso. Yo mantenía la boca cerrada. Conocía el procedimiento por experiencia personal. Pero cuando era policía no sentía lo mismo que ahora, cuando me llevaban presa.

Llegamos ante una puerta metálica. Kip apretó un botón y repitió que llevaba a dos detenidas. Aguardamos mientras las cámaras nos inspeccionaban. Yo había visto ya en una ocasión anterior la gran consola donde se encuentra el funcionario a cargo de la seguridad del complejo, rodeado de monitores en blanco y negro en los que se ve algo así como una docena de aburridísimas películas de Andy Warhol, proyectadas a la vez. El funcionario pulsó un botón y nos dejó pasar. Anduvimos en silencio por un pasillo, accedimos a otro a continuación y al final desembocamos en el área de admisión en que se ficha a los hombres. Esperaba ver a Tate, pero al parecer lo habían metido ya en una celda. El vagabundo, que apenas se tenía en pie, vaciaba los bolsillos de su raída chaqueta. Lo conocía de vista, ya que era uno de los personajes típicos de la ciudad. Podía vérsele casi todas las tardes por los alrededores del juzgado, discutiendo acaloradamente con un compañero invisible. Al parecer, este colega invisible ni siquiera le dejaba en paz en aquellos momentos. El funcionario que fichaba a los detenidos aguardaba con paciencia admirable. También le conocía a él, aunque no me acordaba de su nombre. Foley o algo así. Estaba demasiado lejos para leer su nombre en la chapa de identificación, y si me hubiera acercado para mirarle el pecho con los ojos entornados, se habría notado mucho.

Aparté la cabeza para impedir que me viese los ojos. Habían transcurrido diez años desde la última vez que lo había visto, pero no quería arriesgarme a que me reconociese y sacase a relucir mi verdadera identidad. Pero seguramente exagero. Mi aspecto era tan respetable como el del borracho al que fichaban. Me pasó por la cabeza la fantástica idea de que a lo mejor yo no olía tan mal, pero no habría puesto la mano en el fuego. He comprobado que solemos distinguir muchísimo mejor los olores ajenos que los nuestros. Es como si nuestro olfato nos los suprimiera en defensa propia.

Kip volvió a apretar un botón en otra puerta cerrada y tras esperar unos segundos vimos salir de la sección femenina a una funcionaria de prisiones. Nos hicieron varias fotos en una cabina parecida a los fotomatones de los almacenes Woolworth’s y momentos después aparecieron por una ranura las dos tristes tiras de papel con las distintas posturas que nos habían hecho adoptar. Yo había salido con cara de corruptora de menores, de las que se dedican a engatusar a jovencitas destinadas al circuito porno prometiéndoles un trabajo de actriz o de modelo. Entramos en la zona de admisión de mujeres y nos llevaron ante una serie de celdas. Entré en la primera y Bibianna en la segunda. La funcionaria que había entrado conmigo me cacheó con rapidez y me quitó las esposas.

—Contra la pared —dijo. No hablaba con hostilidad, pero tampoco había la menor cordialidad en su tono. ¿Por qué iba a ser yo una excepción en su vida? Por lo que ella sabía, yo sólo era una de las incontables tunantas que aterrizaban en aquel lugar.

Me puse de cara a la pared y me apoyé en ella con los brazos estirados y las piernas separadas. Volvió a cachearme, esta vez más a conciencia, y comprobó que no llevaba en el pelo ningún objeto peligroso. Me dejó sentarme en un banco junto a la pared mientras en el mostrador de la derecha se procedía al papeleo de rigor. Cuando la funcionaria acabó, me vacié los bolsillos y por la ranura de la ventanilla introduje el carnet de conducir falso, las llaves, el reloj de pulsera, el cinturón y los zapatos. Había algo patético en mis objetos personales, que no sólo eran pocos, sino además baratos. Abordamos el interrogatorio típico de la situación. Datos personales. Datos médicos. Profesión. Dije que estaba en paro, pero que solía trabajar de camarera. A continuación pasamos a los puntos propiamente penales. Se me acusaba de agresión, ofensas y desobediencia a la autoridad, lo cual era un delito menor que comportaba una fianza de 5.000 dólares. Supuse que a Bibianna la acusarían de lo mismo. Se me ofreció la posibilidad de depositar la fianza, pero la rechacé, partiendo de la base de que Bibianna haría otro tanto. Lo que yo quería era que me encerraran hasta que Bibianna saliese. Esperaba que la funcionaria no se diese cuenta de que el carnet de conducir era falso, pero no hubo ningún problema. Mis objetos personales se consignaron por escrito y se metieron en una bolsa de plástico transparente parecida a la de las comidas instantáneas. Los trámites duraron alrededor de quince minutos y al terminar tenía una extraña sensación de desasosiego. Lo curioso es que me sentía más incomprendida que humillada. Sentía deseos de reivindicarme, de decirles que yo no era lo que parecía, que en el fondo era una ciudadana honrada y respetuosa de la ley… que era de los suyos, vamos.

La funcionaria terminó las gestiones.

—Si quiere hacer alguna llamada, hay un teléfono público en la celda de al lado.

—No tengo a nadie a quien llamar —dije, ridículamente emocionada por la amabilidad con que se conducía todo el mundo. ¿Qué había esperado? ¿Violencia e insultos?

Con los pies enfundados en los calcetines húmedos, recorrí el pasillo que conducía a la oficina de identificación para que me tomaran las huellas. Me hicieron más fotos, esta vez de frente y de perfil. Si la cosa seguía así, para el día de la Madre tendría un álbum completo. Eran las dos y cuarto de la madrugada cuando me llevaron a una celda que tendría unos cinco metros de lado. Al fondo había una mujer delgada como un palillo durmiendo en un colchón. La celda carecía de ventanas. La puerta estaba enmarcada en una reja que abarcaba todo lo que habría tenido que ser la pared frontal. En un recodo de la derecha había una taza de retrete sin tapa. He visto celdas donde ni siquiera hay taza. Deduje que confiaban en nosotras lo bastante como para esperar que no nos ahorcásemos con aquello. El suelo era de baldosas beige de material sintético y las paredes eran de piedra artificial pintada. Había un banco de hormigón tan largo como la anchura de la celda y encima varios colchones de unos dos centímetros de grosor, enrollados y apoyados peligrosamente en la pared. Cogí uno y lo extendí en el suelo.

Bibianna apareció poco después con otras dos detenidas, una negra, adulta, y una jovencita blanca que lloraba a moco tendido.

—Qué hay, Hannah —dijo Bibianna—. A pasar una semanita en el hogar, ¿eh? Mira, esta es Nettie. —Se volvió a la otra—. ¿Cómo te llamas tú, criatura?

—Heather.

—Heather —dijo Bibianna—, te presento a Hannah.

—Mucho gusto en conocerte —murmuró la joven con educación. La mujer que dormía se removió con intranquilidad.

Bibianna cogió un colchón del banco y lo arrastró hacia mí.

—Nettie y yo coincidimos en la prisión del condado hace cosa de un mes, ¿verdad?

No hubo respuesta.

Nettie, la negra, parecía tener casi cuarenta años. Era alta, ancha de espaldas y con unos pechos del tamaño de las sandías. El pelo le abultaba tanto como los pechos, y lo llevaba peinado hacia la derecha, punto donde, lejos de obedecer la ley de la gravedad, seguía la dirección indicada como si se lo hubiera moldeado un huracán. Aunque era negro, tenía reflejos grises alrededor de las puntas. Vestía tejanos azules y una camiseta estampada de la talla extragrande, y calzaba calcetines blancos de deporte. Bibianna extendió su colchón junto al mío, se sentó y se quedó mirando a Nettie con respeto.

—Le acusaron de «querer infligir daños corporales» y de «agresión con arma mortal». Y todo porque cogió una palmera caída y atacó a un borrachín. Supongo que sería una palmera pequeña. ¿Tú te crees que hay derecho?

La otra reclusa, la jovencita blanca, no tendría más de veinte años. Llevaba un vestido de rayón hasta los tobillos, con uno de los puños adornado con un floripondio. Lloraba con tanto entusiasmo que era imposible adivinar qué le había ocurrido. Se había quedado en un rincón y se cubría la cara con las manos. Tanto ella como Nettie apestaban a alcohol. La negra no hacía más que dar vueltas con nerviosismo y mirar a Heather, que a su vez no hacía más que limpiarse la nariz con el dobladillo del vestido. Nettie dejó por fin de pasearse y le dio con el pie.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué lloriqueas así? Calla un rato y dime lo que te ocurre.

La muchacha alzó una cara arrasada de lágrimas y roja de vergüenza. Tenía la nariz sonrosada, el maquillaje se le había corrido y el pelo rubio, que parecía habérselo sujetado en lo alto de la cabeza de un modo tan complejo como profesional, se le había soltado casi por completo. Entre las mechas se le habían prendido fragmentos de hierba o de paja. Se lamió una lágrima que le corría hacia la barbilla y a continuación nos contó entre sollozos una historia: al parecer, su novio se había peleado con ella y la había abandonado en medio de la carretera, sin un céntimo y tan borracha que ni siquiera se podía tener en pie; hasta que había aparecido un coche patrulla del Servicio de Vigilancia de Carreteras del Estado de California y se la había llevado detenida. Aquel día cumplía precisamente veintiún años y lo iba a celebrar en la cárcel. Había vomitado encima del vestido, que había comprado en Lerner’s después de estar ahorrando durante seis meses. Su padre era concejal del Ayuntamiento y ella no se atrevía a llamar a casa. Al llegar a este punto, rompió a llorar otra vez.

La flaca tumbada en el colchón hizo un comentario en sordina.

M. M. Menuda Mierda.

Nettie se sintió ofendida, se acercó a la mujer, a quien por lo visto conocía, y la fulminó con la mirada.

—Métete en tus asuntos, estúpida. —Palmeó a Heather con torpeza; era evidente que no estaba acostumbrada a cuidar de nadie, pero se identificaba con sus desdichas—. Pobrecita. Tranquilízate. No pasa nada. Todo saldrá bien. No te lo tomes a la tremenda.

Me tendí de costado con la cabeza apoyada en la mano. Bibianna se había recostado en la pared y tenía los brazos cruzados para entrar en calor.

—Es una injusticia. Los de fuera matándose entre sí y tienen que detener a esta criatura. No lo entiendo. Avisad a su padre para que se la lleve. De todos modos dará parte a la policía cuando comprenda que se ha fugado.

—¿Por qué odias tanto a la policía? —pregunté.

Bibianna se pasó la mano por el pelo e imprimió una sacudida a la cabeza.

—Mataron a mi padre. Mi madre es anglosajona. Mi padre era hispano. Se conocieron en el instituto y ella se volvió loca por él. Se quedó preñada y se casaron, pero eran felices.

—¿Por qué mató la poli a tu padre?

—Por una tontería. Fue a un autoservicio y arrambló un par de cosas, una bandeja de carne y unos cuantos chicles. El dueño le vio y se enzarzaron en una pelea. Un poli que estaba fuera de servicio sacó la pistola y le disparó. Todo por una bandeja de carne picada y unos chicles para mí. El peor delito del mundo. Mi madre no pudo superarlo. Daba pena verla. Seis meses después se casó con un auténtico hijo de puta que no hacía más que pegarle. Pero estaba escrito en el libro del destino; también a él lo mató la policía. Mi madre lo echaba de casa, él se iba y reaparecía al cabo de un tiempo, totalmente arrepentido. Se quedaba otra vez, le quitaba el dinero y nos hacía la vida imposible a las dos. Casi siempre estaba borracho, aunque se entrometía todo lo que podía. Cuando no sobaba a mi madre, quería sobarme a mí. Una vez le rajé la cara y casi le saqué un ojo. Una noche lo cogieron robando en un piso del barrio, se atrincheró con una escopeta del calibre 12 y todo se llenó de policías y de cámaras de televisión; se presentaron incluso los de antidisturbios. Lo frieron a tiros. Yo tenía ocho años entonces. No sé cuántas veces se repitió la misma historia.

—Parece que en aquella ocasión te hicieron un buen servicio —dije. Sonrió con amargura, pero no dijo nada—. ¿Vive tu madre?

—En Los Angeles —respondió—. ¿Y tú? ¿Tienes familia?

—No. Hace años que estoy sola. ¿No ibas a echarme los números? —dije.

—Es verdad. ¿Cuándo naciste?

La fecha que figuraba en mi documentación falsa coincidía con la auténtica.

—El 5 de mayo —dije y añadí el año.

—Y yo sin boli. Nettie, ¿tienes algo para escribir?

Nettie negó con la cabeza.

—Como no quieras un Tampax usado…

Bibianna se encogió de hombros.

—Ahora verás. —Se metió el dedo en la boca y con la saliva trazó en el suelo un cuadro grande de jugar a tres en raya. Escribió un cinco en el centro y lo elevó al cubo. Había muy poca luz en la celda, pero el suelo estaba tan sucio que las rayas de saliva se veían con toda claridad—. Es increíble. ¿Ves esto? El cinco es el número del cambio y el movimiento. Tú tienes tres cincos. Hay emoción en tu vida. Ya sabes, viajes y esas cosas. Evolución. Las personas como tú han de sentirse libres para moverse y hacer cosas. Este cero significa que no tienes límites. Puedes hacer lo que sea. Hagas lo que hagas, estarás capacitada para ello, ¿lo entiendes? Pero tu espíritu puede dispersarse. Sobre todo por culpa de estos cincos. Hacen que te resulte difícil centrarte en lo que buscas. Has de dedicarte a algo que nunca sea lo mismo. ¿Sabes a qué me refiero? Necesitas estar rodeada de acción…

Se me quedó mirando para ver si yo confirmaba lo que había dicho.

—Qué extraño —dije. Fue lo único que se me ocurrió.

Nettie nos traspasó con la mirada. Rodeaba con un brazo a Heather, que se había recostado en ella en busca de calor.

—Queremos dormir. ¿No podéis hablar en voz baja?

—Perdona —dijo Bibianna.

Dejó de interpretar los números, se tendió en el colchón y buscó la postura más cómoda. El cuadro que había trazado parecía brillar en la penumbra. La bombilla seguía encendida, pero no molestaba mucho. Oí ruido de actividad en los pasillos exteriores: un teléfono que sonaba, pasos, murmullo de voces, una puerta que se cerraba con resonar metálico. De vez en cuando percibía un ligero olor a tabaco. En la planta inferior estaban las galerías donde solía haber entre cincuenta y sesenta mujeres en prisión preventiva. Noté que me vencía el sueño y mi cabeza se puso a divagar. Por lo menos estábamos a salvo de la lluvia y de los malos de la película. A no ser que alguien de la banda estuviera en la celda con nosotras. Algo me vino a la cabeza y se fue.

—No todo ha salido mal —murmuró Bibianna con voz pastosa.

—¿Qué?

—No han visto el porro…

—Qué suerte tienes.

A partir de entonces reinó un silencio absoluto, sólo interrumpido por los ocasionales movimientos que hacíamos para cambiar de postura. La mujer delgada se puso a roncar. Empezaba a cogerle afecto a Bibianna. Sabía que en lo sucesivo la recordaría como la primera persona con quien había estado en una celda carcelaria, forma de amistad que no se suele admitir en el caso de las mujeres. Me habría sentido infinitamente mejor si Jimmy Tate se hubiera presentado para sacarnos, pero en el fondo ignoraba el alcance de sus posibilidades. Lo más probable es que en aquellos momentos estuviese en una celda de la sección masculina, pensando más o menos lo mismo. El loco de Jimmy Tate y Bibianna Díaz. Vaya pareja.