8

Me acerqué al Ford. La portezuela trasera de la izquierda se encontraba abierta y Bibianna estaba sentada de lado en el asiento, con los codos en las rodillas. Temblaba tanto que ni siquiera podía apoyar los pies en el suelo. Parecía ejecutar un ligero zapateado con los tacones mientras mantenía las manos escondidas entre los muslos. Me pareció que canturreaba, pero eran gemidos lo que trataba de contener con los dientes apretados con fuerza. Tenía la cara pálida como la cera. Me agaché junto a ella y le puse la mano en la helada piel del brazo.

—¿Estás bien?

Negó con la cabeza, con un ademán impotente de miedo y resignación.

—Van a matarme y no tengo escapatoria. Pero la culpa la tengo yo. Todo se paga en esta vida. —Desvió la mirada hacia la esquina, donde se había concentrado el gentío. Le brotaron lágrimas de los ojos, pero más de desesperación que de tristeza.

Le sacudí el brazo.

—¿Quién es ese?

—Se llama Chago. Es hermano del tipo con el que vivía antes de venir aquí. Me dijo que Raymond le había enviado para hacerme volver.

—¿Y tú te lo creíste? No iban a llevarte a ningún sitio. Querían matarte.

—Ojalá lo hubieran hecho. Raymond me matará de todos modos si le pasa algo a Chago. No habrá nada que le detenga. Es como una deuda de sangre. Mi vida ya no vale un céntimo.

—Me pareció que era Jimmy quien le disparaba. ¿Por qué dices que ha sido culpa tuya?

—¿Crees que eso tiene importancia? A Raymond le trae sin cuidado. Lo abandoné y la culpa la tuve yo. Ha tenido que enviar aquí a su hermano y yo soy la responsable. El coche se ha estrellado y la culpa sigue siendo mía. Así ve él las cosas.

—Supongo que la rubia es la novia de Chago —dije.

—Su mujer. Se llama Dawna. Mierda, me matará ella si Raymond no se le anticipa.

Jimmy Tate se nos acercó y puso la mano en la nuca de Bibianna.

—Hola, pequeña. ¿Cómo estás?

Bibianna le cogió la mano y se la apretó contra la mejilla.

—Dios mío… tenía miedo por ti.

Jimmy la puso en pie, la rodeó con los brazos, la estrechó y le murmuró algo con la boca hundida en el pelo femenino.

—¿Qué voy a hacer ahora? —gimoteó Bibianna.

Por la esquina apareció una ambulancia envuelta en destellos anaranjados en el instante mismo en que se interrumpía el aullido de la sirena. Bajaron dos enfermeros, uno con un botiquín de primeros auxilios. Me puse en pie y vi por encima del Ford que se acercaban a toda velocidad al individuo tendido boca abajo en la acera. No había podido llegar reptando hasta la esquina. Había dejado tras de sí un reguero de sangre, como si fuera un caracol. Una mujer, la que se había arrodillado junto a él, lloraba con desconsuelo. Imaginé que no se conocían y que su única relación con el caído era la casualidad que le había hecho estar allí en aquel preciso momento. Las dos personas que le acompañaban querían llevársela, pero ella se negaba a separarse del hombre.

Un enfermero se arrodilló y acercó la yema de los dedos a la arteria carótida del individuo para comprobarle el pulso. Se volvió al otro y los dos cambiaron una de esas miradas que suelen sustituir en las teleseries a los diálogos de seis líneas. En aquel punto llegaron dos coches patrulla con los neumáticos echando chispas y se detuvieron detrás de la ambulancia. Del primero bajó un patrullero de uniforme y Jimmy Tate salió a su encuentro. Del segundo bajó una mujer, alta, de complexión recia, con el pelo rubio echado hacia atrás y sujeto en la nuca. Iba con la cabeza descubierta y vestía el uniforme negro que ostentaba en las mangas de la cazadora los distintivos del Departamento de Policía de Santa Teresa. Se acercó a los enfermeros y cambiaron unas palabras. Advertí que estos no se apresuraban a llevar a cabo ninguna intervención de urgencia, lo que indicaba que el individuo de la chaqueta deportiva ya no estaba en este mundo. La agente de servicio volvió a su vehículo, dio el parte por la radio y solicitó que avisaran al juzgado de guardia y que enviasen un equipo de investigación y refuerzos en clave 2, es decir, sin la sirena puesta. Necesitaba ayuda para despejar y acordonar el lugar de los hechos. Volvía a llover y el aire nocturno pareció apaciguarse. La muchedumbre estaba tranquila y no hacía amago de molestar, pero alguien tendría que interrogar a los testigos y apuntar nombres y direcciones antes de que los presentes se pusieran nerviosos y abandonaran la zona.

Bibianna volvió a desplomarse en el asiento trasero del coche. Transcurrieron unos minutos interminables. Bibianna se había sumido en un mutismo absoluto, pero cuando apareció el primer grupo de refuerzo, dirigió una mirada sombría hacia los dos agentes que bajaron del coche Z.

—No quiero hablar con la policía —dijo—. Odio a la policía. No quiero hablar con esa gente.

—Bibianna, no vas a tener más remedio que hacerlo. Han querido matarte. Y hay un cadáver en la acera…

En sus facciones relampagueó la cólera.

—¡Déjame en paz! —me gritó.

Varias personas se volvieron para mirarnos, entre ellas la agente de servicio, que echó a andar hacia nosotras. Apoyó la mano en la cadera izquierda y rozó la empuñadura de la porra como si fuera un talismán. Mientras se acercaba vi el nombre que ostentaba en la chapa de la camisa. Agente D. Janofsky. Diana o Deborah seguramente. No tenía pinta de llamarse Dorothy. Cuando llegó hasta nosotras advertí que tendría alrededor de veintiocho años y sin duda era nueva en el departamento. Yo conocía a casi todos los agentes que trabajaban en la zona, pero a ella nunca la había visto. Se movía con precaución y tenía la cautela dibujada en las facciones. Al igual que muchos policías, había aprendido a poner los sentimientos bajo llave.

—¿Tienen algún problema?

Apenas hubo pronunciado aquellas palabras cuando apareció el cuarto coche patrulla por la esquina. Las tres nos volvimos mientras el vehículo se detenía a unos metros de distancia. Los martes por la noche suelen ser muy tranquilos en Santa Teresa, de modo que, al margen del evidente deseo de ayudar a una compañera, el agente que había acudido tenía que estar deseoso de presenciar un poco de acción. Era mucho más divertido que alejar de las vías del tren a los vagabundos. Janofsky se quedó mirando a Bibianna, cuya expresión se había ensombrecido. Yo no dejaba de vigilar a Tate por el rabillo del ojo y advertí, al igual que Bibianna, que lo habían detenido.

—Que no se me acerque —me dijo Bibianna.

—Estamos perfectamente —dije a Janofsky, confiando en que podría solucionar la situación.

Janofsky no me hizo el menor caso y siguió escrutando a Bibianna con ojos analíticos.

—¿Me enseña su carnet de conducir? —Empuñó la linterna como si quisiera inspeccionar el carnet en cuanto Bibianna se lo hubiera enseñado. Yo sabía por experiencia que una linterna de aquel tamaño podía servir para defenderse. La miré con aprensión.

—¿Para qué? —dijo Bibianna.

—Haga el favor de identificarse, señora.

—Anda y vete a la mierda —dijo Bibianna. Se las arregló para infundir a la frase el máximo de indiferencia y desprecio. Yo no comprendía por qué se mostraba tan hostil. La agente estaba a punto de estallar e incluso a mí me sulfuró aquella actitud. El horno no estaba para bollos. Por lo visto, Janofsky creía que había sido Bibianna quien había matado al hombre.

—Se apellida Díaz —intervine—. El tiroteo la ha afectado mucho. ¿Podría responder yo por ella? Me llamo Hannah Moore. —Lo dije con vocecita cursi, con la esperanza de relajar la tensión que se notaba en el ambiente. El coche patrulla en que habían metido a Jimmy se puso en movimiento y se abrió paso entre la muchedumbre de curiosos que infestaba la zona.

—Tú no te metas —me dijo Bibianna—. ¿Dónde se llevan a Tate?

—A la comisaría, seguramente —le contesté—. No le pasará nada. No te preocupes. Y tranquilízate. Ya tienes bastantes problemas.

—¿Le importaría bajar del coche? —dijo la agente. Retrocedió un paso y afirmó los pies en el suelo.

—Maldita sea, Bibianna —dije—. ¿Por qué no haces lo que te dicen? Vas a meterte en un lío. ¿Es que no te das cuenta?

Bibianna saltó del coche de repente y me dio un empujón que casi me tiró de espaldas. Tuve que sujetarme a la manilla de la portezuela del vehículo para no caerme. Bibianna se echó sobre la agente Janofsky, que lanzó una exclamación, sorprendida por aquella agresión inesperada. Bibianna le propinó un puñetazo en la cara, giró en redondo y me atizó a mí también, alcanzándome en la sien con un puño que por el tamaño y la forma parecía una piedra. La niña sabía hacer daño. Para lo pequeña que era, daba unos mamporros de cuidado.

La agente Janofsky se puso en actitud de combate. Antes de que los otros dos agentes comprendieran lo que ocurría, acogotó a Bibianna contra el coche mientras le retorcía una muñeca. Los policías saben dónde están los puntos del cuerpo humano que más duelen, y con un golpe y una llave te ponen de rodillas en el acto. Vi que Bibianna se tensaba y que la cara se le crispaba de dolor mientras la agente le castigaba el nervio oportuno más allá de lo tolerable. A continuación, tiró de los brazos de la joven hacia atrás y le puso las esposas. El corazón me dio un vuelco. Iban a ponerla entre rejas para toda la vida. Comprendí que si quería mantener el contacto con ella, sólo podía hacer una cosa. Cogí a la agente por el brazo.

—Déjela en paz, oiga. ¡Así no se trata a la gente!

Janofsky me hizo retroceder con la mirada. Temblaba de ira y no estaba de humor para aguantar a los entrometidos.

—¡Apártese! —exclamó. Vi por el rabillo del ojo que se acercaban otros dos policías por la derecha. Ahora viene el capítulo «Agresión a un agente de la ley», me dije. Tomé impulso y estampé a Janofsky un puñetazo en la cara. Antes de que me diera cuenta, yo estaba ya boca abajo en el suelo, con la mejilla derecha pegada al asfalto y con las manos esposadas por detrás. Un agente me clavaba la rodilla en mitad de la espalda. Apenas podía respirar y durante unos instantes tuve miedo de que el policía me rompiera la caja torácica. Dolía de un modo insoportable, pero ni siquiera podía articular un «agh» para quejarme. No era precisamente el sufrimiento lo que me inmovilizaba, aunque era insufrible. Tras conseguir lo que quería, el policía se incorporó. Me quedé donde estaba, temerosa de que me abriesen la cabeza con la porra. Para empeorar mi situación, la lluvia arreció de pronto. Se me escapó un gruñido sin querer. Oí chillar a Bibianna, pero fue más un grito de protesta que de dolor. Alcé la cabeza en el momento en que propinaba a Janofsky un puntapié en la rótula. El termómetro de adrenalina de la agente ya no daba más de sí, y tuve miedo de que se le escapara la mano y atizase a Bibianna con la linterna. Lo que hizo fue echarle las manos al cuello para estrangularla. Uno de los compañeros de Janofsky, por fortuna, intervino en aquel punto. Volví a pegar la mejilla contra el asfalto, con la esperanza de que el melodrama se resolviera por sí solo. La lluvia que caía sobre el bordillo de la acera me rebotaba en la cara. Me quedé mirando los guijarros empotrados en el hormigón y me serví del oído para hacerme una idea gráfica de lo que ocurría a mi alrededor. Fue como oír un partido de fútbol por la radio. Quiero decir que me aburrí de tanto esfuerzo por visualizar el desarrollo de la acción. Por la cara empezaron a resbalarme gotas de lluvia que iban a parar al suelo, donde formaban ya un pequeño charco. Me sentía como una de esas manifestantes que se ven a veces en los telediarios. Alcé la cabeza para mirar a ambos lados y apoyé la barbilla en el suelo.

—¡Por favor! —dije—. ¡Oiga! —Las cervicales no soportaban aquella postura y volví a poner la cabeza de lado. En mi línea visual apareció una serie de zapatos reglamentarios de la policía. Confiaba en que ninguno perteneciese al teniente Dolan. Oí que alguien daba una orden. De súbito me rodearon dos agentes. Me pusieron de pie sujetándome por las axilas y durante unos segundos fue como flotar en una cámara de vacío. Tras un cacheo rápido me empujaron hacia un coche patrulla y me metieron en el asiento trasero. La portezuela se cerró de golpe.

Un coche civil venía por la calle en sentido opuesto y al frenar patinó unos centímetros sobre el asfalto mojado. Bill Blair, el funcionario del juzgado, bajó del lado del conductor y se entretuvo unos segundos en envolverse con el impermeable. Con la cabeza agachada para protegerse de la lluvia, se acercó al cadáver sin mirar hacia donde yo estaba. Comenzaban a llegar los distintos funcionarios que entran en acción cada vez que se comete un delito en la calle: dos individuos de Obras Públicas que acordonaron la zona con cinta y unos cuantos caballetes, el equipo de investigación y un secretario municipal. Al igual que en los primeros momentos de una obra de teatro, los actores iban apareciendo en escena, cada cual con sus instrumentos caracterizadores y todos con una misión concreta que cumplir. Poco a poco se reconstruía el drama policíaco.

Me incliné un poco hacia adelante para escrutar mejor por entre la reja metálica que separaba la sección trasera de la delantera del coche patrulla. Era la una y cuarto de la madrugada y la cabeza empezaba a dolerme. La lluvia era ya una cortina blanquecina que parecía golpear las farolas, produciendo nubecillas de vapor. Era un ruido desagradable, como si cayeran puñados de arroz crudo sobre una lámina de papel de estaño. Minutos después, la lluvia había arreciado y se había convertido en un tamborileo uniforme sobre el techo del coche Z. Por lo general me gusta estar dentro de un coche aparcado cuando llueve a cántaros. Es cómodo y seguro, y da una sorprendente sensación de intimidad, aunque depende de las circunstancias, como es lógico. La muchedumbre seguía contemplando impertérrita lo que sucedía, aunque evitaba mirarme, como si yo estuviera leprosa. Una persona sentada en la parte posterior de un coche patrulla tiene que ser culpable de algo. La ambulancia se había hecho a un lado para que el funcionario del juzgado pudiera acceder al cadáver. Habían cubierto a Chago con un plástico amarillo para protegerlo de la lluvia. La sangre se había secado en la acera y parecía una mancha de aceite de coche. Aún tenía el olor de la pólvora dentro de las fosas nasales. La radio de la policía graznaba cosas incomprensibles. Hubo una época —cuando vestía el uniforme— en que era capaz de entender todo lo que decía. Aquella noche no. Había perdido la costumbre y era como un idioma extranjero que yo ya no utilizaba.

El inspector encargado del caso, y que había aparecido en algún momento, interrogaba a Bibianna en aquellos instantes. Estaba empapada por la lluvia y el vestido rojo se le pegaba al cuerpo como una gran mancha de sangre. Parecía quejarse, aunque yo no alcanzaba a oír nada de lo que decía. A juzgar por la cara del inspector y por los movimientos que hacía Bibianna con los hombros, había acabado por someterse, pero no quería cooperar. El inspector agitó la mano con impaciencia ante la cara de la mujer. El agente que me había metido en el coche patrulla condujo a Bibianna hacia donde se encontraba el vehículo. La cachearon por si llevaba armas ocultas, una formalidad más bien ridícula, dadas las circunstancias. ¿Qué armas iba a esconder bajo aquel vestido tan ceñido y tan corto? Se abrió la portezuela trasera del coche patrulla, el agente le bajó la cabeza y la empujó contra el asiento trasero. Pareció recuperar entonces parte de la energía y se volvió para amenazar al agente enseñándole la dentadura, igual que una perra rabiosa.

—¡Quítame las jodidas zarpas de encima, so maricón! —le dijo.

Se notaba que la chica había estudiado en un colegio de pago. Pero cuando te detienen, te obligan a pensar que eres realmente así. A causa de las esposas, Bibianna tenía los brazos inmovilizados en la espalda y en una postura tan incómoda que aterrizó en mis rodillas. Antes de que el agente cerrase la portezuela, Bibianna estiró la pierna para golpearle con el puntiagudo tacón del zapato. El policía tuvo suerte de que fallara. Si le hubiera alcanzado, el tacón le habría desgarrado un buen pedazo de carne del muslo. El agente reaccionó con un respeto pasmoso —tal vez porque a Bibianna se le veía todo por debajo de la falda—, pero se apresuró a cerrar la portezuela antes de que hubiera más puntapiés. Bibianna estaba hecha una furia y no tenía ningún miedo. Durante unos segundos creí que la iba a emprender a patadas con las ventanillas. Murmuró algo para sí y se sentó en el asiento.

Sacudió la cabeza para apartarse un mechón de la cara. El gesto me echó encima unas cuantas gotas de lluvia.

—¿Lo has visto? ¡Han podido matarme! ¡Esos cabrones querían matarme! —Se refería a los policías, no a Chago y a la rubia.

—Los polis no han querido matarte —le dije con irritación—. ¿Qué esperabas? Si le das un trompazo a un policía, ¿qué te crees, que va a quedarse quieto?

—Mira quién fue a hablar. Tú le diste el doble de fuerte que yo al putón barato ese. —Se me quedó mirando con fijeza y vi que en los ojos le despuntaba un centelleo de admiración por mi habilidad pugilística. Se volvió y se puso a desafiar con la mirada a uno de los agentes que estaban junto al vehículo—. No soporto a los polis —observó.

—Tampoco parece que ellos sientan mucho entusiasmo por ti —dije.

—¡Mejor! Pondré una denuncia por malos tratos.

—¿En qué lío estás metida?

—Olvídalo. No es asunto tuyo.

Se quedó mirando por la ventanilla y seguí la dirección de su mirada. Había dos agentes hablando; sin duda se preparaban para llevarnos a la comisaría. Deseé que lo hicieran cuanto antes. Tenía frío. La camiseta se me había empapado y tenía los pantalones chorreando y totalmente pegados a las piernas. Ignoraba adónde habría ido a parar mi cazadora de cuero. Si me la había dejado en el bar, puede que la hubieran robado. Tenía los zapatos y los calcetines blancos hechos una sopa y cada vez que movía los pies parecía que croaban las ranas. El pelo todavía me olía al enhollinado perfume que se coge en los ambientes cargados de humo de tabaco. Y las esposas se me clavaban en la carne magullada de las muñecas.

El humor de Bibianna sufrió una transformación. Su actitud se volvió totalmente pragmática, como si los tiros, la muerte y las detenciones fuesen episodios cotidianos. Alzó una pierna y se miró los zapatos.

—Han quedado hechos un asco —comentó—. Es lo malo del ante. Llueve una noche y es como si llevaras papel. Me apetece fumar. ¿Crees que me darían el bolso?

—Más vale que no te hagas ilusiones. ¿No llevabas un porro dentro?

Lanzó una semicarcajada.

—Ah, sí. Lo había olvidado. Ya ves la suerte que tengo. No vale la pena querer reformarse, al final todo acaba yéndose a la mierda. —Se puso a mirar a los agentes que iban de un lado para otro—. ¡Eh! A ver si os dais prisa, caras de sapo. ¿A qué esperamos? —Pero era ridículo gritar con las ventanillas subidas. Un agente se volvió y se quedó mirándola, aunque no era probable que hubiese oído una sola palabra—. Cerdo —le dijo con satisfacción—. ¡Sí, a ti te lo digo, imbécil! ¿No has visto nunca una tía buena? —Levantó una pierna y la sostuvo en alto. El agente apartó la mirada y Bibianna se echó a reír.