Le di la mano y dejé que me guiara. Era de esos hombres que hacen que te sientas como Ginger Rogers en una pista de baile y que saben transmitirte con la mano en la cintura un montón de indicaciones y sugerencias. Se movía de manera automática mientras escrutaba el local con ojos inquietos. Conocía aquella forma de comportarse. No existen los «expolicías», ni los policías «fuera de servicio» o que han dejado el trabajo. Una vez aprendida la lección, una vez que el oficio y la práctica han enseñado todo lo que hay que saber, un policía siempre está alerta y juzga la realidad según la legalidad o ilegalidad de lo que ocurre en ella. Al margen de sus defectos como agente, y el cohecho era el primero que me venía a la cabeza, no podía imaginármelo desempeñando otras actividades. Me costaba creer que hubiera saboteado su propia vida de aquel modo, que hubiera cortado de manera definitiva las amarras que le unían al único trabajo que le había importado. Era propio de él hacer cosas así, pero había sido un paso muy imprudente. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Adónde pensaba retirarse?
Intuyó mis preocupaciones y me prestó atención.
—¿Por qué estás tan callada?
—Pensaba en el juicio y me preguntaba por qué te habrías metido en un lío así.
—Todo empezó en el reformatorio —me recordó.
—Entonces tenías doce años y no tenías nada que perder. Sé que has tenido problemas, pero nunca creí que fueras un policía corrupto.
—Ya salió. Y no sé lo que quieres decir. No estoy más corrompido que los demás. Vamos, Kinsey, tú sabes cómo es esto. Me quedaba con dinero a veces. Joder, todo el mundo lo hace. El primer día que trabajé en la policía vi que más de un compañero se quedaba con dinero confiscado. El truco no lo patenté yo, funcionaba de manera espontánea. No me dedicaba a dejar a las ancianitas sin la pensión que les pagaba la Seguridad Social. Se trataba de traficantes de drogas, escoria humana. Lo peor. El dinero ni siquiera era legal, pero ahí estaba. ¿Sabes lo que es pescar un paquete así? Puedes encontrarte perfectamente con doscientos mil dólares, qué digo, con medio millón, encima de una mesa, en fajos perfectos, todos sujetos con una goma. Ni siquiera parece de verdad. Da la sensación de que es como el dinero de las películas. ¿Quién va a abrir la boca si desaparece un fajo? ¿Los traficantes? Sé realista. Esos tipos quieren desembarazarse del dinero en el acto porque constituye una prueba del delito. Cuando llega el momento de dar parte, han desaparecido veinte mil. ¿Quién sabe dónde estarán? ¿Y a quién le importa?
—Por lo que dijo la prensa, te quedaste con más de veinte mil. ¿No se te ocurrió pensar que os estaban utilizando?
—El sargento Renkes se quedaba con el cuádruple que nosotros. ¿Por qué iba a pensar que nos estaba utilizando? Si lo contemplamos objetivamente, él arriesgaba mucho más que nosotros.
—¿Y por qué os pusisteis a gastar el dinero de una manera tan ostentosa? —dije—. La prensa hablaba de yates, de pisos en propiedad, de coches de lujo. ¿Con el salario de un poli? ¿No pensaste que se notaría?
Se echó a reír.
—Nadie dice que fuéramos inteligentes. Yo quería disfrutarlo. Todos queríamos disfrutarlo. ¿Por qué no? Luego resultó que era una trampa. Puede que hubiéramos tenido que sospecharlo. Por eso Bosco se pegó un tiro. Porque nos habían utilizado y no veía otra forma de escapar. Renkes era el jefe de nuestro grupo… él lo preparó todo, nos invitó a participar y luego nos delató. Era una operación destinada a limpiar el departamento y Renkes era quien guardaba las escobas.
—¿Sabías que iban a deteneros?
—En cierto modo, sí. Corrían rumores desde hacía meses. En el fondo, nadie quería creerlo. Yo estaba de baja entonces, y cuando se produjo la detención no estaba presente. Me había llevado mi parte, como es lógico, y Renkes lo sabía. Nada más enterarme me puse a hacer preguntas. Todos me contestaron lo mismo. «Búscate una coartada cuanto antes», «Contrata a un asesor financiero», «Consigue un abogado antes de que el huracán llegue a la costa». Contraté al cabrón más listo del Colegio de Abogados. Tuve que empeñar todo lo que tenía para darle un anticipo, pero valió la pena. Wilfred Brentnell. ¿Has oído hablar de él?
—¿Y quién no? Tengo entendido que el único juicio que ha perdido en su vida se celebró aquí. Nikki Fife, ¿te acuerdas de ella? Por lo visto, su habilidad no le sirvió de mucho ante los jueces de Santa Teresa.
—Es el precio que hay que pagar cuando se vive en provincias. Es un pico de oro. De primera clase. Le llaman «Dedo Derecho» porque sufrió un accidente y se le torció un dedo.
—¿Y Renkes? ¿No le guardas rencor?
—No tengo nada contra él. Quiero decir que comprendo sus razones. Yo no habría obrado igual, pero también es verdad que no fui el primero en caer, mientras que él sí. A mí no me acosó el fiscal del distrito, ni me obligó a hacer ningún trato.
—¿Un trato?
—Sí, joder. Lo tenían cogido por otra historia. Ya lo sabías, ¿no?
Negué con la cabeza:
—Me enteré de lo ocurrido fragmentariamente —añadí.
—Ya. Pues lo pusieron entre la espada y la pared. Pero lo malo de Renkes es que es capaz de traicionarte por cualquier cosa. Y le entró pánico. Habría tenido que aguantar lo que fuese en vez de tendernos una trampa. Pero así es la vida.
Acabó la música. Nos dirigimos hacia la mesa y por el camino alcanzamos a Bibianna. Jimmy emitió un gruñido ronco y la cogió por la nuca. Bibianna se volvió sonriendo, Jimmy la atrajo hacia así y la abrazó de costado, sin duda para afirmar sus derechos de propiedad. Bibianna le dio un empujón, pero sin violencia y riéndose. Jimmy le pasó el brazo por los hombros como para hacerle una llave de judo en broma. Se besaron. Elevé los ojos al cielo. Tomamos asiento y pedimos más cerveza.
Cada vez había más ruido y probablemente por culpa del alcohol, que potenciaba las carcajadas histéricas y conversaciones en voz alta, no siempre cordiales. La atmósfera se había vuelto gris a causa del humo del tabaco y los vibrantes estampidos de los «coscorrones» se sucedían en series regulares, como si en algún rincón hubiese tres carpinteros con los correspondientes martillos. La música volvió a comenzar, esta vez con efectos de luces y ataque de epilepsia garantizado. Un borracho salió reculando de la pista de baile y aterrizó en una mesa. Se oyó un alarido, se rompió una silla y los vasos saltaron formando un diluvio de tequila y fragmentos de vidrio. Jimmy y Bibianna no parecieron darse cuenta. Interpretaban una versión sentada de la lambada, imitando esas impresionantes escenas cinematográficas en que las parejas se dan la lengua y se mordisquean los labios en primer plano. Estar con una pareja que se achucha puede ser un martirio para las personas célibes como yo. Hasta el aire estaba electrificado, y cada vez que se tocaban parecían saltar chispas de un arco voltaico no del todo imperceptible. Cuando se miraban con fijeza, notaba cómo se humedecía su ropa interior.
Consulté la hora: las once y cuarto. Ya tenía bastante. Me levanté de la silla.
—Bueno, jóvenes —dije—. Tengo que irme. Buenas noches. Ha sido fabuloso. —Tardaron un rato en prestarme atención. Jimmy emergió de un beso que parecía más de taladro que de tornillo. Me miró con sorpresa por entre los párpados entornados y con la respiración todavía jadeante—. Lamento interrumpiros —añadí.
La lujuria paralizaba las reacciones de Jimmy y vi que hacía un esfuerzo por articular la voz.
—No te vayas —dijo—. Quédate. Tenemos que hablar.
—¿De qué?
Bibianna tuvo que echarse hacia adelante para que la oyese, aunque en comparación con Jimmy parecía una barra de hielo.
—Aquí hay demasiado ruido. Pensábamos ir aquí al lado, a comer un poco. Podrías venir.
Confieso que no me sentía a gusto. Había pasado todo el día tratando de localizar a Bibianna y sabía que me convenía consolidar la relación. Por otra parte, cabía la posibilidad de que Jimmy Tate revelase mi identidad, pero pensaba que podía confiar en que mantuviera la boca cerrada. Por el momento parecía más preocupado por acabar en la cama. No hacían más que manosearse, posponiendo lo inevitable, mientras yo contaba los minutos. Maldita sea, me dije, si de todos modos voy a dormir sola esta noche, ¿qué prisa tengo? Me subí la cremallera de la cazadora mientras esperaba a que desenredaran las extremidades. Cuando avanzábamos hacia la salida recibí un par de ofertas, pero no me las tomé en serio. Las dos fueron más o menos igual: «Eh, tú… sí, tú…», acompañadas de posturitas de ostentación. Uno de los tipos parecía tener dieciséis años. Al otro le relucía un enorme diente de oro.
Al salir del bar comprobamos que continuaba la llovizna. Jimmy cogió a Bibianna de la mano y los dos echaron a correr. Fui al trote tras ellos y los alcancé en el momento en que entraban en otro bar que había un poco más abajo. Después del alboroto que reinaba en el local anterior, en el que ahora entrábamos parecía tan silencioso como una iglesia. El bar Bourbon Street era pequeño, y básicamente consistía en una sala larga y estrecha que parecía imitar una calleja de Nueva Orleans. Las paredes eran de ladrillo interrumpido por puertas y ventanas falsas, iluminadas por detrás para crear la ilusión de que tras ellas se abrían cálidos interiores. A la altura del primer piso sobresalía una galería con barandilla que parapetaba una serie de puertas separadas por lámparas de pared cuyas alargadas bombillas parpadeaban como si fuesen velas azotadas por el viento. La pared estaba cubierta por una enredadera falsa de aspecto tan auténtico que habría jurado que podía percibir el aroma de la brisa que parecía agitar las hojas.
La cocina estaba tras una esquina, donde la pared trazaba un ángulo de noventa grados. El olor a gambas al vapor y a corvina frita flotaba en el ambiente del mismo modo que cuando percibimos el aroma de la cena dominical de los vecinos. En total había diecisiete mesas, casi todas vacías y todas con papel blanco a modo de mantel y con lamparitas que proporcionaban una luz que permitía ver lo que se comía sin turbar la intimidad de los clientes.
Jimmy pidió un plato grande de «palomitas de maíz de Nueva Escocia», es decir, pulpitos a la romana, y arroz frito con gambas y verduras para los tres. Bibianna quería tomar ostras primero. Observé con pasividad sus alegres discusiones gastronómicas. Luego, como ella quería vino y él cerveza, pidieron las dos cosas. Estaban de muy buen humor, pero yo me sentía distante. Pellizqué un panecillo de maíz mientras pensaba en Dietz. ¿Cuántas horas de ventaja nos llevaba Alemania? ¿Ocho? Me entretuve fantaseando con escenas pecaminosas relacionadas con Dietz mientras observaba a Bibianna y a Jimmy con indiferencia, como si estuviese detrás de un espejo transparente. Saltaba a la vista que aquello era algo más que un ligue pasajero. Jimmy Tate era un hombre apuesto, con todo el atractivo de los bronceados surfistas californianos, y las gafas que llevaba añadían un toque especial a unas facciones tal vez demasiado hermosas para resultar interesantes. Los hombres guapos no me han atraído nunca, pero Jimmy era una excepción, tal vez porque habíamos compartido el paso de la niñez a la adolescencia. Había apostado fuerte en la vida —alcohol, drogas, correrías nocturnas, peleas de bar— y a los treinta y cuatro se le notaba ya el exceso de rodaje. Tenía patas de gallo en el rabillo de los ojos y arrugas alrededor de la boca. La juventud y morena belleza latina de Bibianna constituían el contrapunto perfecto del rubio atractivo de aquel mozo de ojos azules. Parecían hechos el uno para el otro, el poli corrupto y la artista del timo, los dos dispuestos a reducir al máximo los costes, dispuestos a aprovecharse de las convenciones establecidas a fin de conseguir dinero fácil. No lo hacían con mala intención, pero sin duda habían percibido la ilegalidad de la naturaleza del otro. Me pregunté qué habrían visto el uno en el otro para atraerse, si habrían intuido el vínculo común de la rebeldía y la inclinación delictiva. Las semejanzas no se veían en la superficie, pero creo que los amantes tienen un instinto inequívoco para percibir las cualidades que les atraen al mismo tiempo que las desaprueban.
Cuando llegó la comida, se lanzaron sobre ella con la misma voracidad con que se devoraban entre sí, y en un abrir y cerrar de ojos dieron cuenta de una botella de vino tinto. Yo no tenía más ganas de beber. Me concentré en el plato que tenía delante con un apetito que sólo se habría podido interpretar como sublimación de la sexualidad reprimida. Después de haber tomado varias cervezas, tenía que despejarme si quería volver a casa con el coche. El bar empezaba a llenarse de trasnochadores rezagados. El ruido iba en aumento, pero no podía ni compararse con la algarabía del local en que habíamos estado antes. Tenía la puerta a mis espaldas y de vez en cuando notaba que se abría para dar paso a gente que quería tomar un café o una ración de pastel de carne. La naturaleza volvió a reaccionar ante la cerveza que había consumido.
—¿Dónde está el lavabo?
Bibianna me hizo una seña hacia el fondo. Los dos estaban ya medio derretidos y me pregunté si no sería mejor que los llevase a casa de Bibianna por mor de seguridad.
—Ahora vuelvo —añadí.
Avancé entre las mesas y vi el rótulo que indicaba dónde se encontraban los servicios y los teléfonos públicos. Crucé la puerta de batiente y accedí a un pasillo corto, iluminado también por bombillas parpadeantes. Al fondo había dos teléfonos de monedas flanqueando una puerta con un rótulo encima que decía NO CERRAR EN HORAS DE ATENCIÓN AL PÚBLICO. A mi derecha había dos puertas, una con una C, la otra con una S. Empujé la que ostentaba la S. La luz allí era normal. A la izquierda había una pila doble con un espejo en la parte superior, una papelera metálica debajo de una caja de papel continuo para secar las manos, y dos retretes, uno ocupado. Entré en el otro. Por debajo del tabique de separación vi los pies de la otra persona, que, a juzgar por lo que llegaba a mis oídos, más que orinar parecía estar derramando una botella de gaseosa desde un metro de altura. Calzaba medias negras de malla y zapatos abiertos de tacón alto. Parpadeé y adelanté la cabeza. Aquellos zapatos u otros parecidos eran los que calzaba la rubia que había visto en las oficinas de La Fidelidad. Oí la cisterna. Precipité las últimas etapas de mis operaciones mientras la otra mujer se lavaba las manos y arrancaba un pedazo del papel continuo. Oí crujir el papel. Tiré de la cadena y me demoré un poco. No quería arriesgarme a salir antes de que se hubiera ido, por si en una de aquellas me reconocía. Oí el taconeo que producía al avanzar por el suelo de baldosas. En cuanto oí que cerraba, salí del retrete y corrí hacia la puerta. Me asomé al pasillo. La vi ante uno de los teléfonos, justo cuando metía un reguero de monedas en la ranura. Era la mujer que se hacía llamar Karen Hedgepath: delgada, pelo rubio al estilo punk y traje de chaqueta muy serio. Estaba de perfil y con la derecha se tapaba el oído para impedir que interfiriesen los ruidos procedentes del bar. Por el gesto que hizo, deduje que habían contestado a su llamada. Se puso a hablar con rapidez mientras agitaba la mano libre. Avancé en dirección opuesta y regresé al bar mientras ella seguía hablando. No tardé en descubrir al individuo alto de la chaqueta deportiva de cuadros. Estaba de espaldas a mí, en un reservado para dos que había pegado a la pared, pero lo reconocí por la chaqueta y las hombreras. Fumaba un cigarrillo y había una botella de vino tinto en la mesa que tenía ante sí.
Al llegar a nuestra mesa, moví la silla para tener la puerta de los lavabos delante y la puerta principal a mis espaldas; Bibianna estaba a mi derecha y Jimmy enfrente. Hablé en voz baja sin perder de vista los lavabos, por si reaparecía la rubia. Bibianna se me quedó mirando con curiosidad y pareció intuir el peligro. Cogí la carta y murmuré:
—Me gustaría que vigilaras la puerta de los lavabos sin que se notara. Dentro de un momento aparecerá una rubia. Puede que la conozcas, pero que no se dé cuenta de que la miras. ¿Has comprendido?
—¿Por qué? ¿Qué ocurre? —dijo Bibianna.
—Estaba hablando por teléfono y mencionó tu nombre.
—¿Mi nombre?
Jimmy adelantó la cabeza.
—¿Qué es todo esto?
La rubia cruzó en aquel momento las puertas batientes. Su mirada resbaló por nuestra mesa sin detenerse.
—No te vuelvas —murmuré.
Bibianna la miró de reojo. Su reacción fue apenas perceptible, pero advertí que se le paralizaban las facciones.
—Ostras, yo me voy —dijo.
Le pasé la carta abierta y le señalé el primer postre de la lista, tarta de lima. Le dije en tono coloquial:
—Coge el bolso y ve al lavabo. Sal por la puerta que hay al fondo del pasillo y espera al final del callejón. Uno de nosotros te recogerá. Deja la cazadora en la silla para que no parezca que te vas a ninguna parte, ¿de acuerdo? La mirada de Jimmy iba de una a otra.
—Pero ¿qué pasa aquí?
Bibianna se puso en pie y cogió el bolso sin mirarlo siquiera. Demasiado tarde. La pareja estaba ya encima de nosotros. La rubia me puso una mano de hierro en el hombro que me dejó clavada a la silla. El hombre pegó a la espalda de Bibianna una Browning del 45 como un ortopédico que buscase una vértebra desviada. Vi que Jimmy hacía ademán de empuñar su 38, pero se detuvo al ver que el otro movía la cabeza en sentido negativo.
—Si me creas problemas, la reviento. Tú eliges.
Jimmy puso las manos abiertas encima de la mesa.
Bibianna cogió la cazadora y el bolso. Jimmy y yo vimos con impotencia que los tres se dirigían hacia la puerta de atrás. Los reflejos de Jimmy estaban mejor preparados que los míos para afrontar aquellas situaciones. En cuanto se perdieron de vista, salió como una flecha hacia la puerta principal, llamando la atención de todos los clientes a quienes rozaba o golpeaba al pasar. No se molestó en pedir disculpas. Un segundo después ya estaba en la calle. Dejé unos billetes encima de la mesa y corrí tras él.
Cuando llegué al exterior, vi que corría hacia la esquina con la pistola en la mano. Las calles estaban mojadas y lloviznaba todavía. Fui detrás de él sin preocuparme por el charco que anegaba la acera. Oí un gemido de neumáticos en el callejón donde la pareja había dejado sin duda un vehículo. Llegué al cruce unos segundos después que Jimmy. Un Ford cerrado apareció como una exhalación por la bocacalle que había a unos diez metros de distancia. Jimmy se puso en posición de tiro como si se moviese a cámara lenta y abrió fuego. La ventanilla trasera del coche saltó hecha pedazos. Volvió a disparar. Le dio a la rueda derecha de atrás, el Ford se desvió bruscamente y se lanzó contra un camión aparcado junto a la acera. Se oyó el impacto desgarrador que producen dos cuerpos metálicos cuando chocan. El parachoques delantero del Ford chirrió al resbalar por el asfalto y una lluvia de astillas de vidrio cayó sobre la zona con delicado tintineo. Los escasos peatones que deambulaban por la calle corrieron en busca de un lugar donde esconderse, oí el grito ahogado de una mujer. Las portezuelas delanteras del Ford parecieron abrirse a la vez. La rubia apareció por el lado del copiloto, el tipo alto salió por el lado del conductor, se parapetó tras la portezuela sin perder un instante y apuntó con el arma. Me eché a tierra y me oculté tras una columna de cubos de basura. Los disparos que se sucedieron a continuación sonaron igual que el maíz cuando se fríe en una sartén cubierta para hacer palomitas. Agaché la cabeza y me sumergí en el olor de la basura y del asfalto mojado. Sonaron otros tres disparos seguidos y un proyectil golpeó en la acera, a pocos centímetros de mi cabeza. Tenía miedo por Jimmy, y también por Bibianna. Alguien echó a correr. Alguien por lo menos seguía vivo, aunque no sabía quién. Oí alejarse los pasos y segundos después se hizo el silencio. Me puse a gatas, avancé hacia un coche aparcado y asomé la cabeza. Jimmy estaba de pie al otro lado de la calle. Se sentó de súbito en la acera y apoyó la cabeza en las rodillas. De la rubia no había ni rastro. Bibianna, ilesa al parecer, estaba cogida al guardabarros trasero del Ford y sollozaba como una histérica. Me puse en pie, intrigada por el repentino silencio. Me acerqué con precaución, preguntándome dónde estaría el tipo de la chaqueta de cuadros.
Oí una respiración jadeante, un gimoteo fatigoso que indicaba dolor y gran esfuerzo. Lo vi en la otra punta del Ford, arrastrándose por la acera. Tenía entre los omóplatos una húmeda mancha de sangre reluciente. Por la mejilla izquierda le corría un reguero de sangre procedente de una herida en la cabeza. Parecía concentrado exclusivamente en la huida y se movía con la misma torpeza de un niño que aún no sabe andar, ayudándose ocasionalmente con las extremidades. Se echó a llorar de impotencia a causa de la inutilidad de sus esfuerzos. Sin duda era un hombre que había confiado siempre en su fortaleza física para salir airoso, que había contado con una innegable supremacía relativa en virtud de su tamaño. Pero su volumen se había convertido ahora en obstáculo, en una carga que no le obedecía. Bajó la cabeza para descansar durante unos instantes y avanzó otro centímetro. La zona se había llenado de curiosos que miraban lo sucedido como si se encontrasen en el último tramo de una maratón. Nadie vitoreaba. Todos tenían en la cara una expresión de respeto, inseguridad y confusión. Una mujer avanzó hacia el herido, se arrodilló junto a él y le alargó las manos. Nada más tocarle, el hombre lanzó un aullido prolongado, ronco y lleno de dolor. No hay sonido más horrible que el que emite el hombre acongojado por su propia muerte. La mujer miró desconcertada a los curiosos más cercanos.
—Por favor —dijo con voz ronca. La mujer ni siquiera podía gritar—. Ayuden a este hombre, por favor. ¿Es que no van a hacer nada?
Nadie se movió.
Se oyó a lo lejos el ulular de una sirena. Jimmy Tate levantó la cabeza.