6

Fui tras ella por entre la muchedumbre como un soldado novato cuando entra en combate. Ojos masculinos nos revisaban de pies a cabeza, calificándonos según el tamaño de los pechos, el volumen y posición del trasero y nuestra presunta disponibilidad. Bibianna despertaba muchos comentarios en forma de ruidos bucales, algún que otro gesto con la mano y proposiciones desagradables que al parecer encontraba divertidas, aunque a veces replicaba de manera ofensiva a los más audaces. Era muy desenvuelta y amable y tenía una risa pronta y contagiosa.

Volvió a comenzar la música y se puso a bailar chascando los dedos mientras se abría paso entre la multitud con quiebros y caderazos que sensibilizaron más de una ingle. Se fijaba mucho en las caras y me pregunté si buscaría a alguien. No tardé mucho en averiguarlo. Su animación sufrió de repente un ligero titubeo, igual que esas oscilaciones de la electricidad que se producen segundos antes de un apagón. Su cuerpo pareció subir de temperatura de un modo visible.

—Espérame aquí —dijo—. Vuelvo enseguida.

Un tipo rubio se apartó de la manada de sementales que había en la barra. De pelo rizado, llevaba gafas de fina montura metálica, lucía bigote, tenía el mentón fuerte y esbozaba una ligera sonrisa. Me di cuenta de que me fijaba en sus detalles físicos igual que un patrullero de servicio cuando ve a un sospechoso. Yo conocía a aquel tipo. Era de estatura media, ancho de espaldas, estrecho de caderas, llevaba tejanos y un jersey negro y ajustado en cuyas cortas mangas apenas le cabían los abultados bíceps. ¡Tate! ¡El loco de Jimmy Tate! Hacía un montón de años que no lo veía. Contemplaba a Bibianna con afán posesivo, con los pulgares colgando de las trabillas del pantalón de modo que parecía abarcar con las manos el paquete que le sobresalía en la parte baja del vientre. Sus modales parecían matizados por el sarcasmo, por una mezcla irresistible de hilaridad y lucidez a un tiempo. Vi que avanzaba hacia ella y que la hacía participar a distancia en una especie de calentamiento tácito. Al parecer nadie más reparaba en ellos. Accedieron a la pista de baile desde puntos adyacentes y coincidieron en la zona central como si todos sus movimientos estuvieran cronometrados. Aquello era ligar.

Se despejó una mesa, me hice con una de las sillas vacías y puse la cazadora sobre el respaldo de la contigua para alejar a los moscones. Cuando volví a posar los ojos en la pista de baile, no vi a Bibianna, aunque percibí un vislumbre de su vestido rojo en medio de la vibrante masa del personal que bailaba, y dos o tres veces entreví la cara de su pareja. Yo había conocido a aquel sujeto en un contexto totalmente diferente y no acababa de asimilar la contradicción que había entre las imágenes que recordaba de él y el medio en que lo veía ahora. Aunque en el pasado llevaba el pelo más corto y no tenía bigote, la pinta era la misma. Jimmy Tate era policía, o por lo menos lo había sido, si eran ciertos los rumores que corrían sobre él. La primera vez que se habían cruzado nuestros caminos había sido en primera enseñanza, en quinto curso, donde durante seis meses fuimos hermanos espirituales unidos por un pacto que sellamos lengua contra lengua. Todo muy solemne. Jimmy adolecía a la sazón del exhibicionismo propio del niño con problemas. No sé qué le había pasado a sus padres, pero desde siempre había vivido con familias adoptivas que acababan echándole a patadas. A los ocho años ya le habían puesto la etiqueta de «incorregible», porque era rebelde e inclinado a las peleas violentas. Solía hacer novillos y, como en aquella época yo también era una novillera de cuidado, formamos una hermandad muy singular. Yo era tímida para muchas cosas, pero tenía arranques de furia alimentados por el dolor de haber perdido a mis padres cuando tenía cinco años. Mi rebeldía se traducía en miedo, la de Jimmy en violencia, pero el resultado era el mismo. Sabía que por debajo de su arrogancia había mucho dolor y no poca dulzura. Puede que incluso estuviera enamorada de él a mi inocente e impúber manera. Cuando le conocí, yo tenía once años y él doce, y era un chico salvaje que desconocía el autodominio. Más de una vez salió en mi defensa y se lio a tortazos con los bravucones de quinto curso que no me dejaban en paz. Aún recordaba el júbilo que sentía cada vez que nos escapábamos corriendo por el patio de recreo, deseosos de libertad, sabiendo lo poco que iba a durar nuestra independencia. Él me introdujo en el tabaco, me enseñó a colocarme con aspirinas y Coca-Cola, me enseñó la diferencia que hay entre los chicos y las chicas. Aún recuerdo la risa y compasión que sentí cuando me di cuenta de que todos los chicos tenían un pequeño rabo, un dedo perdido que se les había empotrado entre las piernas. Al final, la madre adoptiva de Jimmy lo denunció por ingobernable y lo envió al lugar donde en aquella época mandaban a los niños que nadie quería. A algún reformatorio, imagino.

Estuve ocho años sin saber de él y me quedé de piedra cuando, el primer día que pasé en la academia de policía, lo vi aparecer. Su terquedad había adquirido ya un ribete de irritabilidad patológica. Se había vuelto un poco chulo, bebía demasiado y estaba por ahí a todas horas. Ignoro por qué lo admitieron en la policía del municipio. Los candidatos han de pasar un examen psicológico muy riguroso y las personas inestables e inadaptadas se eliminan en el acto. O había sabido esquivar las arteras preguntas de los examinadores, o era uno de esos tipos raros cuyos defectos de personalidad no aparecen en las pruebas. Las notas que sacaba solían ser las mínimas que se permitían, pero nunca faltaba a clase y su naturaleza competitiva le instaba a participar en el juego. Tenía cabeza suficiente para bajarla cuando había que hacerlo, pero la sensatez le duraba poco. Aprobó el examen final, como todos nosotros, pero siempre, de una manera u otra, estuvo al borde del desastre. Yo estaba entonces demasiado absorta en aquella nueva profesión para arriesgarme a que su reputación me perjudicase y, en consecuencia, había guardado las distancias.

Jimmy había solicitado un puesto en el Departamento de Policía de Santa Teresa al mismo tiempo que yo, pero no se lo habían concedido. Le perdí la pista y al cabo de un tiempo me enteré de que había entrado a trabajar en la Comisaría del Sheriff del Condado de Los Angeles. A nuestros oídos llegaban comentarios sobre sus hazañas. En los bares que abrían de madrugada, los agentes se contaban anécdotas sobre las cosas increíbles que había hecho Jimmy Tate. Era un ídolo, el compañero ideal para afrontar cualquier clase de problemas. En las situaciones conflictivas no conocía el miedo y parecía despreciar el peligro. En los tiroteos con los «malos», siempre era el primero en dar la cara. Su espíritu de iniciativa parecía rodearle de un campo de fuerza, de un escudo protector. Algunos compañeros me habían dicho que había que verle en acción para comprender que, a su manera, era tan peligroso como «ellos», los atracadores de bancos, los traficantes de drogas, los pandilleros, los francotiradores, todos los chiflados que la tenían tomada con las fuerzas de seguridad. Su ímpetu, por desgracia, le había hecho pasarse de la raya en más de una ocasión. Sospeché que hacía cosas de las que no se hablaba después, cosas que había que fingir que no se habían visto porque no se puede comprometer a un compañero que nos ha salvado la vida. Al final lo trasladaron a una unidad especial que se había creado para vigilar las actividades de ciertos delincuentes conocidos. Seis meses más tarde se desmanteló la unidad a consecuencia de una serie de escaramuzas polémicas. Se suspendió de empleo a doce agentes y Jimmy Tate estaba entre ellos. Volvió a dárseles de alta tras la investigación que llevaron a cabo las autoridades, pero todo el mundo sabía que no tardaría en estallar algo gordo; sólo era cuestión de tiempo.

Hacía dos años había visto su nombre por casualidad en las páginas del Los Angeles Times. Habían vuelto a destinarlo a la Brigada de Estupefacientes, y en compañía de otros seis agentes tenía que comparecer ante el gran jurado para ver si se le procesaba por un caso de corrupción que había hecho temblar al departamento entero. Los detalles se hicieron públicos a medida que se llevaban a cabo los interrogatorios preliminares. Cinco fueron acusados oficialmente y el sexto se pegó un tiro en la cabeza. Me enteré por los periódicos de la marcha del proceso, pero no llegué a saber el resultado. No me habría extrañado que lo hubieran declarado culpable. Era temerario y con instintos autodestructivos, pero por extraño que parezca, si hubiese tenido un hermano, habría querido que fuese como Jimmy Tate, no a causa de su conducta ni por su dudosa conciencia ciudadana, sino por su sentido de la lealtad y por su abnegada entrega a la aventura de sobrevivir. Vivimos en una sociedad puritanamente preocupada por los derechos de los delincuentes, mientras estos se dedican a despreciar la vida ajena sin ninguna consideración hacia el dolor y el sufrimiento que causan. Con Jimmy Tate en el cuerpo, se hacía justicia. Que no se respetaran los tecnicismos legales era otra historia.

Jimmy y Bibianna abandonaron la pista de baile. El grupo musical se tomó un descanso y el nivel del ruido descendió tan deprisa que sentí como si de pronto me hubiera quedado sorda. Me fijé en la cara de Jimmy, sabiendo que me vería en cualquier momento y que se le notaría en la mirada que me reconocía. Se sentaron a la mesa. Bibianna se alzó la cabellera y se abanicó el cuello con la mano libre. Jadeaba, reía, tenía las mejillas encendidas y el pelo húmedo en las sienes, lugar donde las mechas se le habían ramificado en haces pequeños.

—Esta es la que vino a ver mi casa —dijo a Jimmy, señalándome con un ademán—. ¿Cómo dijiste que te llamabas?

Jimmy sonreía con educación; sus ojos abandonaron la cara de Bibianna y se posaron en la mía. Le tendí la mano.

—¿Qué tal, Jimmy? Soy Hannah Moore —dije—. ¿Te acuerdas de mí?

Por supuesto que se acordaba, y por la cara que puso tampoco se había olvidado de mi nombre verdadero. Fuera cual fuese su situación actual, el entrenamiento recibido durante su estancia en la policía pesaba demasiado para desenmascararme. Esbozó una sonrisa y mientras me estrechaba la mano me transmitió la misma descarga erótica con que había bombardeado a Bibianna. Se llevó mi mano a los labios y me besó los nudillos con afecto.

—Caray, pequeña. ¿Cómo estás? Han pasado muchos años —dijo.

—¿Os conocíais? —preguntó Bibianna.

Jimmy me soltó la mano a regañadientes.

—Fuimos juntos a la escuela —dijo Jimmy sin pensárselo dos veces. Me sentí llena de satisfacción porque, en relación con él, era el único período que me importaba. La academia de policía y lo sucedido después pertenecía a nuestra vida adulta. Lo otro poseía una cualidad mágica que siempre tendría preferencia en mis recuerdos.

Sacó del bolsillo del pantalón un billete arrugado y dirigió una mirada rápida a Bibianna antes de concentrarse otra vez en mí.

—Me apetece fumar, muñeca. ¿Te importaría comprarme un paquete de tabaco?

Bibianna se demoró lo necesario para hacerle comprender que se trataba de un favor y no de un servicio. Sonreía con ironía y la mirada que me echó no fue precisamente de inocencia. Se metió el billete entre los pechos y se alejó sin decir nada. La mirada de Jimmy trazó una línea elocuente que recorrió las piernas de Bibianna y se detuvo en las caderas. La mujer avanzaba con el deliberado contoneo de las modelos y las aspirantes a actriz de cine, consciente del efecto que causaba. Se volvió para sonreír a Jimmy e hizo un gesto con la boca, mitad puchero infantil, mitad promesa.

Yo no podía contener la risa.

—Encontrarte aquí es lo más increíble que me ha ocurrido en la vida —dije—. ¿De qué conoces a Bibianna?

Sonrió.

—La conocí hace un año en Los Angeles, en una fiesta de Halloween. Volví a verla en un par de ocasiones y luego coincidí con ella por casualidad aquí, en Santa Teresa.

—No sabía que hubieras vuelto. ¿Qué has hecho en todo este tiempo?

—Poca cosa —dijo. Me recorrió las facciones con ojos críticos—. ¿Y tú? Lo último que supe de ti fue que habías dejado el departamento y que trabajabas para no sé qué agencia.

—Así es. Saqué la licencia y ahora trabajo por cuenta propia. ¿Sigues trabajando en la Comisaría del Sheriff de Los Angeles?

—No exactamente.

—¿A qué te dedicas «exactamente»? Lo último que supe de ti fue que te habían procesado por robo —dije.

—Está buena Bibianna, ¿verdad? —dijo, eludiendo la pregunta.

—¿Por qué no me lo cuentas, Jimmy?

Apoyó la barbilla en la mano y me contempló con ojos risueños.

—Me he retirado. Los demandé y pedí una indemnización de diez millones.

—¿Que tú demandaste a la policía? —dije—. Pero ¿no te llevaron a juicio?

Mi forma de reaccionar pareció hacerle gracia. Vi que se encogía de hombros.

—Salí absuelto. Así funciona el sistema. Unas veces te coge el toro, otras le coges tú a él. Me habían dado de baja por incapacidad a causa de la tensión acumulada en el cumplimiento de mis obligaciones. Antes de saber siquiera lo que pasaba, se acusó a un grupo de compañeros de conspiración, blanqueo de dinero, evasión de impuestos y Dios sabe qué más. Nos hicieron pasar un infierno y, cuando me pusieron en libertad, me habían suspendido de empleo y sueldo y encima querían que dimitiese. No vale la pena entrar en detalles. Busqué un abogado y presenté una demanda.

—¿Después de que te absolvieran?

—Pues claro. No quería que se salieran con la suya. Según ellos, me había librado por una cuestión técnica. Fui el único absuelto, pero me senté en el banquillo igual que los demás, ¿por qué tenían que castigarme dos veces? El jurado dijo que era inocente.

—¿Lo eras?

—Naturalmente que no, pero eso es secundario —dijo—. El fiscal quiso empapelarme, no lo consiguió y me soltaron. No importa si lo hice o no. El tribunal dijo que era inocente y soy inocente. Así es la ley.

—¿Te expulsaron entonces?

—Sí. Se lanzaron como locos sobre la baja por incapacidad. Al parecer yo era un problema y querían que me largara, por eso me suspendieron de empleo y sueldo. Alegaron que había estado fingiendo. Pero conmigo no se juega, así que presenté una demanda. La semana pasada llegamos a un acuerdo sobre la indemnización. Setecientos cincuenta mil. Como es lógico, el abogado se quedará con un buen pellizco cuando llegue el dinero, pero con los trescientos sesenta y cinco mil que me corresponden tengo para vivir sin dar golpe. No es mal negocio, ¿verdad?

—Sí, de fábula.

—Mientras espero no tengo ni cinco, pero ¿qué le vamos a hacer?

—¿Y Bibianna? ¿Sabe que eres policía?

—¿Sabe que tú eres detective?

Incliné la cabeza hacia un lado y la sonrisa le desapareció al ver que mi expresión cambiaba.

—¿No vas tras ella? —añadió.

No dije nada, lo cual ya fue decir demasiado.

—¿Por qué motivo? —insistió.

Pensé que no perdía nada contándole la verdad. De todos modos, Jimmy acabaría encontrando la manera de sacármela.

—Estafa a una compañía de seguros —dije y le observé para ver qué cara ponía. Si había esperado cogerle por sorpresa, no era mi día de suerte.

—¿Para quién trabajas?

—Para La Fidelidad de California.

—¿Tienes pruebas suficientes?

—Creo que sí. En cualquier caso, cuando termine, será definitivo —dije.

Apartó los ojos de mí y los dirigió hacia la máquina de discos. Seguí su mirada y vi a Bibianna al fondo, con la cara inmersa en un mar de luces tornasoladas. Había algo en ella —belleza salvaje, perfección física— que tenía que resultar irresistible, a juzgar por el modo en que Jimmy la miraba. Vi que Bibianna echaba la cabeza hacia atrás y que rompía a reír, aunque no alcancé a oír la carcajada. Estaba coqueteando con el batería y apoyaba la mano en el brazo del joven con una indiferencia que no descartaba la intimación. El batería era alto y delgado, con cara de perro pastor, y los ojos le bizqueaban y brillaban debido a esas sustancias químicas que el cuerpo humano no fabrica de manera natural. Observaba con fijeza los pechos femeninos, probablemente emitiendo esos gemidos agudos y esperanzados que lanzan los perros cuando se les enseña un hueso. Bibianna no nos miraba, pero cada frase que articulaba con el lenguaje corporal evidenciaba que Jimmy era uno de sus destinatarios. Ojo por ojo, como suele decirse. Se acercó a la máquina de discos, introdujo unas monedas y pulsó los botones sin mirar lo que ponía. Al cabo de unos momentos comenzó el martilleo, una canción moderna resumible en guitarra baja y percusión. La mujer se dirigió a la pista de baile tirando del batería. El pobre estaba tan excitado porque Bibianna se hubiera fijado en él que no iba a tardar en mojarse encima.

—Nunca me ha gustado engañar a la gente —dijo Jimmy, alzando la voz para que le oyera. Seguía con los ojos fijos en Bibianna, que se había puesto a bailar al ritmo de la música y trazaba circunferencias con la pelvis como si hiciese ejercicios de aerobic para fortalecer los glúteos.

Tomé un sorbo de cerveza, y evité hacer el menor comentario. La verdad es que yo nunca había engañado a nadie mientras trabajaba, pero ya había oído suficiente y nada bueno.

Volvió a posar los ojos en los míos.

—Dile qué quieres —dijo.

—¿Y echarlo todo a perder? A ti te falta un tornillo. No pienso hacerlo. Y será mejor que tengas la boca cerrada. Este es mi territorio.

—Ya me doy cuenta.

—¿Por qué dudas entonces, Jimmy? Conozco esa expresión.

—Estoy loco por esa tía y no quiero que le hagan daño. Hace meses que le digo que acabarán cogiéndola. Si sabe que vas tras ellas, reparará lo que haya hecho.

—Eso no es de mi incumbencia. Ha presentado una reclamación falsa en La Fidelidad y posiblemente un centenar más en otras compañías. Voy a cargármela.

—Dejará de dedicarse a estas cosas.

—Puedes apostar a que sí.

—Te lo digo en serio. Esa reclamación la preparó hace meses, pero la convencí de que desistiera. Tiene intención de enmendarse, te lo juro.

—Sigue soñando, Tate. Si quiere dejarlo, ¿por qué no renuncia a la indemnización?

—Lo ha hecho.

—Y un rábano. Nos ha enviado el último apremio hace muy poco. Lo he visto con mis propios ojos. No hace más que insistir y presionarnos para que la transacción se haga cuanto antes. Por eso me encargaron el caso.

—No te creo.

—Pregúntaselo a ella.

La sonrisa de Jimmy se había convertido en un rictus de dolor.

—Mal podría hacerlo sin explicarle lo que ocurre.

—Entonces será mejor que te inventes algo antes de que concluya la investigación.

—Esto no es lo que parece.

—Las cosas nunca son lo que parecen. Por dentro suelen estar podridas —respondí.

La afligida mirada de Jimmy corrió en busca de Bibianna. La contempló absorto mientras se pasaba el pulgar por el labio inferior. No quería creerme. La muchacha (porque eso es lo que era, una muchacha) le había sorbido el seso y al parecer le había deformado la percepción de la realidad. Después de tratar con sinvergüenzas durante años, el muy iluso creía que aquella tunanta iba a cambiar sus honorables costumbres porque sí, porque tenía ese capricho. Había olvidado que el delito crea adicción, y muy fuerte. La motivación de los reincidentes no es tanto la necesidad como el síndrome de abstinencia.

Nunca le había visto tan loco por alguien. Las relaciones que había tenido en el pasado habían sido fáciles y sencillas, aventuras alegres y exentas de compromisos sentimentales. Un poco de diversión, un poco de sexualidad expeditiva y un par de semanas de compañía. No sé cómo serían estos ligues desde el punto de vista de las mujeres implicadas. Estas solían ser de mente despierta, pero de las que se engañan a sí mismas, de las que anuncian a bombo y platillo que sólo buscan diversión y entretenimiento cuando en realidad se enganchan a la primera insinuación y terminan por caer en la trampa de los sentimientos. La inversión de los términos se notaba en la forma de mirarle, en la voluntad de no ser posesivas, sino comprensivas, complacientes y consideradas. En diez meses había visto pasar por su vida ocho o diez mujeres así. Todas esbeltas, atractivas, brillantes y competentes, profesionales que trabajaban en publicidad, ventas, diseño, producción de programas de televisión. Todas se rendían, se enganchaban a causa de la misma accesibilidad de Jimmy, de su encanto desenvuelto, del clima de sexualidad que lo envolvía. Y se volvían serviciales, le preparaban la comida, le planchaban la ropa, todo ello para darle a entender de manera indirecta que le convenía la vida hogareña. Y empezaban a hacerle preguntas sobre sus relaciones anteriores para averiguar en qué había fallado la última novia, para eliminar de su propia conducta los elementos que hubiesen conducido a la ruptura con la inmediata antecesora. Esta fase duraba poco, porque el comportamiento de Jimmy no variaba ni un ápice. A cambio de sus sacrificios, estas mujeres no obtenían nada salvo, quizás, una inflamación en las rodillas. Jimmy no les hacía caso, era tan promiscuo como siempre, aunque se esforzaba por ser amable y educado. Nunca se jactaba de acostarse con otras mujeres, pero tampoco lo mantenía en secreto, dado que la premisa que regía sus relaciones era la independencia. Las mujeres se encolerizaban justamente porque, a cambio de su sometimiento, no obtenían ninguna recompensa. Se sentían estafadas y Jimmy se transformaba automáticamente en víctima de su odio. Situación que para Jimmy se convertía en motivo de ruptura. Tras un mes de relaciones, o de un período que nunca rebasaba los tres meses, la mujer le manifestaba alguna exigencia, o bien una queja, en la que nunca faltaban los reproches ni las expresiones de desilusión. En cuanto esto ocurría, Jimmy cruzaba la puerta sin despedirse siquiera. Nunca le había visto mirar a ninguna de aquellas mujeres como miraba a Bibianna Díaz.

Esta regresó a la mesa y para provocar a Jimmy se sentó a horcajadas en sus piernas, con la falda subida hasta la ingle y con los pechos tan pegados a la cara del hombre que pensé que este iba a comérselos como si fueran sendas copas de helado. Me pasé media hora soportando la sordera que me producía la música, mientras Jimmy Tate y Bibianna Díaz cambiaban miraditas ardientes y hacían (más o menos) el amor en posición sentada, chamuscando las fibras de la ropa de tanto frotarse. El aire olía a deseo y parecía el perfume denso de la hierba después de la lluvia. O una meada de gato, no sé.

El grupo musical terminó una canción y comenzó otra, la única lenta que oía en toda la noche. Bibianna se fue a bailar con otro. A Jimmy no pareció importarle. Que otros hombres de la barra buscasen su compañía aumentaba por lo visto la categoría de Jimmy. La circunstancia me permitió dedicar algún tiempo a adivinar los pensamientos de Jimmy y a calcular si representaba una ayuda o un obstáculo en mi intento de intimar con Bibianna. De pronto me alargó la mano.

—Vamos a bailar —dijo.