5

Fui a casa para quitarme el uniforme. Saqué la documentación falsa del pantalón y me la guardé en el bolsillo de los tejanos azules, que conjunté con un jersey azul marino de cuello alto. Me puse unos calcetines gruesos de algodón y unas zapatillas de deporte, y volví al domicilio de Díaz.

Esperaba que la ingenuidad de Mary no hubiera puesto en peligro la salud de Bibianna. No había ningún coche en el camino de entrada; tampoco el menor rastro de la pareja que había visto en las oficinas de La Fidelidad. ¿Habían localizado ya la dirección y estaban en camino? Me llevaban una ventaja de treinta minutos, de modo que cabía la posibilidad de que estuviesen dentro de la casa o de que se hubieran presentado y se hubiesen ido ya. Eso en el caso de que hubiesen localizado la calle enseguida. Pasaron dos o tres vehículos, pero ninguna cara que me sonase. Salí del coche, lo cerré con llave, crucé la calzada y avancé por el camino que conducía a la casa de Bibianna por segunda vez en lo que llevaba de día. Eran ya las cuatro y media y había luz en el interior de la casa. Mientras me acercaba empecé a oler el apetitoso aroma que producen las cebollas y el ajo cuando se sofríen en aceite de oliva. Subí los anchos peldaños de madera. Oí el animado tema musical de una teleserie, seguramente una reposición que emitía alguna cadena de televisión por cable.

Llamé a la puerta y al cabo de unos momentos abrió una hispanoamericana de unos veinticinco años. Iba descalza y debajo de una bata corta de raso rojo llevaba un pantaloncito del mismo color e idéntico tejido. Era delgada —más bien bajita—, con una piel impecable de color cetrino y un par de ojazos negros en una cara con forma de corazón. Llevaba dos horquillas de pelo entre los dientes, como si la hubiera sorprendido mientras se arreglaba. Le caía por la espalda una mata de pelo negro que parecía un chal y un par de mechas sedosas le cabalgaban sobre el hombro derecho. Se cogió la cabellera con ambas manos, hizo una especie de nudo y se lo sujetó con las horquillas.

—Usted dirá.

Me había puesto casi de puntillas para ver el paisaje que se abría detrás de la mujer y, desde donde me encontraba, distinguí una sala grande dividida en zonas mediante bastidores de tela de colores llamativos, que se agitaban a causa del aire que entraba por la puerta. Entre la sala de estar y la cocina había un bastidor verde semáforo y, detrás de otro de color azul eléctrico, se adivinaba la presencia de una cama metálica. La ventana se había adornado con una tela de algodón morada que pendía de varios ganchitos de bronce. Había visto la misma idea en una revista femenina que había hojeado en el consultorio de un dentista, pero hasta entonces no la había encontrado aplicada de aquel modo. El mobiliario era una colección desigual de artículos de mimbre y material de octava mano cuyos puntos raídos se habían cubierto con retales de algodón morado y azul marino que casaban con el espíritu general de la casa. El efecto era muy chocante y evidenciaba seguridad y osadía.

Me di cuenta entonces de que no había preparado ninguna excusa. Por suerte soy una veterana en improvisar mentiras e inmediatamente se me ocurrió una.

—Perdone si la molesto —dije—, pero es que… busco piso por aquí y me dijeron que usted podía informarme.

Tenía la cautela pintada en la cara y respondió con voz decidida.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Ya no me acuerdo, supongo que fue algún vecino. Hace días que busco.

—¿Y por qué quiere vivir en este barrio? Es deprimente.

—Está cerca de donde trabajo —dije mientras rogaba al cielo que no me preguntase dónde trabajaba. Tenía intención de decir que era camarera, pero no recordaba ni un maldito restaurante de la zona.

Se me quedó mirando.

—Bueno, la verdad es que pienso trasladarme dentro de un par de semanas —dijo—. Hay cierta cantidad de dinero que espero recibir muy pronto.

—Eso es magnífico. ¿Le importa si la llamo un día de estos?

Hizo un mohín de indiferencia.

—Bueno. Le enseñaría la casa, pero está todo patas arriba. No hay más que una habitación, pero si es para usted sola será suficiente. ¿Tiene muebles?

—Algunos.

—El dueño es muy permisivo y no se mete en estas cosas. Cuando me traslade me llevaré casi todo lo que hay aquí. Tendrá que buscarse una cama.

—Ya tengo una —dije—. ¿Me presta un bolígrafo para apuntar el teléfono? Prometo no molestarla hasta dentro de quince días.

—Espere un poco —dijo. Cerró la puerta y volvió poco después con un papel y un bolígrafo. La miré en actitud de quien espera.

Inclinó la cabeza para ver lo que apuntaba.

—Me llamo Bibianna Díaz. Bibianna es con dos enes.

—Gracias.

Me fui a casa, donde por fin tuve ocasión de leer la carta que había cogido del buzón de la joven. Tomé nota del nombre y dirección de la destinataria, una tal Gina Díaz que vivía en Culter City, California. La madre o la hermana, supuse. Saqué de un cajón de la mesa un atomizador que contenía cierto producto químico que vuelve transparente el papel opaco durante casi un minuto. Se rocía el sobre y se lee el contenido sin necesidad de abrirlo con el viejo truco del vapor. En el frasco, como estaba mandado, venía una advertencia que recordaba que utilizar el producto para hacer un uso indebido de la correspondencia confiada a la Dirección General de Correos de Estados Unidos se castigaba con penas de prisión de hasta cinco años «y/o con una multa de 2.000 dólares». Dios mío. Tendría que ir pensando en abrir una cuenta bancaria por si algún día me pillaban haciendo aquellas cosas.

Apreté el botón, humedecí el sobre con una fina capa de líquido y lo miré a contraluz. La carta era muy breve y decía: «Hola, mamá. Estoy bien. Recibiré el dinero muy pronto. Por favor, no le digas a Raymond que te he escrito. Besos, B.».

Vi que el sobre recuperaba la opacidad sin que quedasen manchas ni olores. Salí a la calle y eché la carta en el primer buzón que encontré. Volví a casa y llamé por teléfono a Mary Bellflower. Fue una llamada muy oportuna, porque ya estaba a punto de marcharse.

—¿Has sabido algo del Instituto de Prevención?

—No. Aún espero su llamada.

—Tenme informada —dije.

—De acuerdo.

Preparé una cafetera y subí al altillo. Volví a cambiarme de ropa y esta vez me puse una camiseta negra de tirantes, un pantalón negro y ajustado, unos calcetines blancos muy cortos, ribeteados de puntilla, y unos zapatos planos. Me hinché el pelo con un postizo que sujeté con una cinta elástica. Me puse (sin arte ni gracia, todo hay que decirlo) rímel, crema facial, colorete y un lápiz de labios rojo chillón, y me colgué de los lóbulos unos pendientes enormes con muchas piedras rojas que nadie en su sano juicio confundiría jamás con rubíes. A continuación me rocié el tórax con perfume barato. Me contemplé en el espejo del cuarto de baño. Me puse de costado y volví a mirarme; levanté un hombro y fruncí la boca. ¡Vaya vampiresa! La verdad es que siempre me sorprendo a mí misma.

Bajé a la cocina, preparé un bocadillo de queso picante con sabor a aceitunas y lo metí en una fiambrera metálica; busqué una manzana, varias galletas crujientes, un termo lleno de café y una novela de Dick Francis. Cogí la cazadora negra de cuero y las llaves del coche, y me metí los papeles falsos de «Hannah Moore» en el bolsillo del pantalón. Volví al barrio de Bibianna y aparqué a unas cuantas casas de distancia. Bajé del vehículo y fui andando hasta el autoservicio de «papá» y «mamá» para llamar por teléfono. El mostrador de la carne estaba cerrado y «papá» estaba reponiendo artículos vendidos. No vi a «mamá» por ninguna parte.

Introduje dos monedas y marqué el número de Bibianna. Descolgó al segundo timbrazo, me apreté la nariz y pregunté por Mame. Me salió la misma voz que a los acatarrados de los anuncios de televisión.

—¿Quién dice?

—Mame.

—Se equivoca.

—Perdone —dije. Volví al coche y me acomodé ante el volante.

Desde allí veía el primer tramo del camino de entrada, buena parte del edificio grande de color pardo y una parte del patio, pero nada de la casa de Bibianna, que se alzaba en la parte trasera. Pensaba que si abandonaba su domicilio, aparecería por la entrada principal y yo podría seguirla con el coche o a pie, según lo que más me conviniera. Ignoraba si tenía intención de salir y adónde iría en caso de que saliese, pero me había parecido una mujer nerviosa y confiaba en que encontrase un pretexto para mover las piernas, aunque sólo fuese comprar una caja de cervezas en la tienda de la esquina. Puse la radio del coche para oír las noticias de las cinco y media. La amenaza de lluvia comenzaba a ser algo más que un simple tema de conversación cotidiana. Asomé la cabeza por la ventanilla y miré al cielo. La capa de nubes negras que lo cubría creaba la ilusión de que la noche estaba al caer. Se había levantado el viento y arrastraba por la calzada una rama seca de palmera. En el fondo deseaba volver a mi casa y no pasarme la noche espiando a Bibianna Díaz. Moví el dial de la radio en busca de otras emisoras y escuché una selección de canciones modernas que me parecieron todas iguales. Con un ojo observaba el camino de acceso a la casa y con el otro leía la novela, pero oscureció tan rápidamente que apenas pude leer un par de páginas. Se encendieron las farolas públicas y advertí que las hojas de los árboles habían adquirido un brillo parecido al del charol, un verde intenso y reluciente que parecía titilar en la oscuridad. El barrio se animó a la hora de la cena, la gente volvía del trabajo y las luces domésticas se encendían.

Vigilar con un solo vehículo es, por consenso general, la técnica más infructuosa del repertorio de estratagemas de que dispone el investigador privado. Para no caer en indiscreciones, entre el sujeto que vigila y el objeto vigilado ha de haber tanta distancia como permita la capacidad visual del primero. Por otra parte, si de pronto recogían a Bibianna con un coche, mis posibilidades de no perderle la pista no superaban el 55 por ciento; si fallaban mis cálculos, todo se iba a pique. Un giro de ciento ochenta grados en un barrio de las afueras es un movimiento llamativo y si se hace es casi seguro que alertará al conductor del vehículo que se sigue. Cuando se vigila con dos coches, siempre se puede cambiar de posición y disminuyen las probabilidades de que la persona vigilada sospeche. Por desgracia, no me habían autorizado a contratar ayudantes en aquel caso. Además, estaba convencida de que Gordon Titus me había despedido in absentia. No era el momento más indicado para pedir un anticipo. Trabajaba, pues, ahorrando al máximo los gastos, con la intención de entablar una relación con la mujer para averiguar qué sucedía. Un expediente bien documentado es fundamental para presentar una demanda por «robo con engaño» que tenga posibilidades de éxito. Lo lógico era que, antes de pasar el material al Instituto para la Prevención de los Delitos contra las Compañías de Seguros, La Fidelidad de California quisiera presentar pruebas de que se habían falsificado los hechos, pruebas de que había habido voluntad fraudulenta, pruebas de que el gestor de reclamaciones había confiado en la buena fe de la reclamante y aceptado en primera instancia su versión de lo ocurrido, y pruebas de que se había pagado la indemnización. Si Bibianna pensaba estafar a Aetna y a Allstate, además de a La Fidelidad, puede que hubiera que contratar a un experto en caligrafía para que relacionara los tres casos, aunque siempre cabía la posibilidad de que bastase con analizar las huellas dactilares que hubiese en los formularios enviados por Díaz. En los casos de estafa, como en casi todos los delitos, el trabajo del delincuente es muchísimo más sencillo que el nuestro.

Para matar el aburrimiento, a las siete y veinticinco me comí el bocadillo y dos galletas crujientes. Aún no era noche cerrada y una llovizna finísima empapaba el aire, un calabobos tan intangible que apenas humedecía el asfalto. Puse el motor en marcha en dos ocasiones y en ambas lo dejé funcionando un rato para que el vehículo se calentase. Una camioneta de reparto de una pizzeria se dirigió a un complejo de apartamentos que se alzaba muy cerca de allí. El aroma del chorizo y de la mozzarella derretida casi me hizo llorar. Pasó una anciana enfundada en una bata y un chal, con un perro sujeto por una correa. Los vehículos iban y venían en ambas direcciones, pero ninguno redujo la velocidad y seguía sin haber el menor rastro de Bibianna. A eso de las nueve me hundí en el asiento y apoyé las rodillas en el volante para no quedarme dormida. La pareja de «investigadores» que había visto en las oficinas tampoco había hecho acto de presencia y me tentaba ya la posibilidad de tacharlos de la lista. O no sabían dónde vivía Bibianna actualmente, o su interés por ella era relativo. No acababa de entender por qué se habían tomado la molestia de seguirle el rastro si no tenían intención de llegar hasta el final. Puede que se hubieran asustado. Puestos a especular, me pregunté si no estarían vigilando igual que yo en un coche estacionado en los alrededores.

A las diez menos cuarto, y cuando menos me lo esperaba, apareció Bibianna por el camino. Llevaba un vestido rojo ceñido que le llegaba hasta medio muslo. Medias negras y zapatos rojos de tacón alto. Pese a ser tan pequeña, tenía unas piernas increíblemente largas y bien torneadas que la hacían parecer alta, aunque probablemente no mediría más de metro cincuenta y cinco. Iba con una mano metida en el bolsillo de una cuarteada cazadora de aviador, que llevaba abierta. Con la otra mano sujetaba un periódico con el que se protegía el pelo de la llovizna. Había girado la cara en mi dirección para escrutar la calle, pero no dio ninguna muestra de advertir que la vigilaban. Al cabo de cinco minutos llegó un taxi de la compañía Yellow Cab y se detuvo ante ella. Bibianna subió al vehículo. Puse en marcha el motor mientras la mujer cerraba la portezuela del taxi y se acomodaba en el asiento trasero. En cuanto el taxi se hubo alejado unos metros, abandoné el bordillo de la acera y encendí las luces con la esperanza de que mi aparición se interpretara como un movimiento más de los muchos que componían el tráfico habitual de la zona.

Recorrimos a velocidad normal varias calles periféricas, rumbo a Cabana Boulevard, la ancha avenida que discurre en sentido paralelo a la playa. Era mi terreno y no tuve más remedio que suponer que Bibianna se dirigía al gran restaurante del puerto o a cualquiera de los bares de mala nota que había en el tramo más deplorable de State Street. Se trataba de lo segundo. El taxi redujo la velocidad y se detuvo ante un local de mala reputación que se llamaba El Matadero. El Ministerio de Sanidad había cerrado el local dos veces por servir alcohol a menores, y el anterior propietario, que, como es lógico, se había quedado sin licencia para expender bebidas alcohólicas, había vendido el bar. Pasé de largo. Por el espejo retrovisor observé que Bibianna bajaba del taxi, pagaba al conductor y se dirigía hacia la puerta. Giré a la izquierda, di la vuelta a la manzana y estacioné el VW pegándolo a la pared en un punto de legalidad dudosa. Mientras cerraba el coche, con la cabeza encogida para protegerme del agua que caía, noté que el suelo vibraba a causa de la música del antro. Tragué la última bocanada de aire puro y entré en el local.

Nada más cruzar la puerta, me hicieron pagar cinco dólares por la entrada y me estamparon en el dorso de la mano el cuño que el Ministerio de Agricultura y Ganadería utiliza para marcar los productos cárnicos «de primera calidad». El Matadero parecía haberse construido con fines industriales y haberse reformado para darle un uso comercial, pero sin hacer demasiadas concesiones al prurito estético. Era muy grande, estaba sucio, tenía el suelo de cemento y de las insondables alturas del techo asomaban algunas vigas metálicas. Paralela a la pared de la derecha, discurría una barra de seis metros de longitud por uno de ancho, donde se amontonaba un ejército de individuos cuyas caras parecían haberse escapado de los carteles que cuelgan en las comisarías. El local olía a cerveza, a tabaco y a tortas de maíz fritas con tocino; al repertorio venía a sumarse ocasionalmente un tufillo marihuanero que procedía del callejón al que daba la puerta de servicio. Todos los focos eran azules. Al fondo actuaba en vivo un grupo musical compuesto por cinco sujetos con pinta de gamberros de instituto, que tocaban como si siguieran ensayando en el garaje de algún amigo. La música era una combinación impresentable de chirridos de sintetizador, estampidos perpetrados con la guitarra baja, acordes repetidos hasta la saciedad y unas letras que daban náuseas cuando conseguían descifrarse por encima de los ensordecedores aullidos electrónicos. La pista de baile era una tarima móvil de unos siete metros de lado y estaba abarrotada de cuerpos que se convulsionaban con la cara bañada en sudor.

Aquello era un verdadero antro. Allí no había yuppies, ni niños bien, ni ejecutivos, ni universitarios, ni nada que oliese a clase media. Era un lugar de contactos sucios para buscavidas y putas de hamburguesería que se abrirían de piernas ante cualquiera a cambio de un bocadillo. Las peleas y los navajazos se consideraban normales y los policías de servicio entraban tan a menudo que pasaban por clientes habituales. El ruido era insoportable y estaba contrapunteado por explosiones secas e intermitentes y estallidos de carcajadas que rompían los tímpanos. El bar era célebre por servir un combinado que llamaban «coscorrón», tequila con tónica en un vaso de los antiguos. Al servir la bebida, se ponía una servilleta en la boca del vaso y se golpeaba con este una tabla de madera que la camarera llevaba con el combinado. El golpe producía una reacción química en la bebida, que había que beberse de un solo trago. El límite normal era de dos coscorrones por cliente. Cuando las mujeres tomaban dos, casi siempre había que llevarlas al coche a rastras. Cuando los hombres tomaban tres, sentían la necesidad de romper sillas y de atravesar ventanas con los puños.

Avancé por entre el gentío murmurando «Perdona», «Disculpa» y «Lo siento» y notando de vez en cuando que una mano anónima se me pegaba al trasero. Vi un punto vacío y me quedé allí de momento, apoyando la espalda contra la pared, como hacía todo el mundo. Pedí una cerveza a una camarera que pasaba y que iba vestida con un maillot de gimnasia de color naranja fosforescente, con un escote trasero que le llegaba hasta la fisura de las nalgas. Las susodichas le colgaban como globos llenos de líquido. Como no había ningún asiento libre, me quedé donde estaba, medio empotrada contra una viga, mientras observaba a la muchedumbre.

Vi a Bibianna en la pista de baile, contoneándose con energía y gracia al ritmo de una musiquilla erotómana. Ojos masculinos vigilaban todos sus quiebros y caderazos. La luz de los focos azules se mezclaba con el tono cetrino de su piel y creaba una luminosidad sobrenatural que realzaba el óvalo perfecto de la cara y, más abajo, los pechos, muy ceñidos por el vestido corto. Este parecía más morado que rojo, y su tirantez no hacía sino subrayar la verticalidad del vientre y las caderas y la perfección de los muslos. Al terminar la música, se echó atrás el pelo con brusquedad y se alejó de la pista de baile sin volver la cabeza. Su pareja, visiblemente agotada, la contempló con admiración.

Bibianna comenzó la ronda de rigor. Por lo visto la conocían bastante en el lugar, y mientras avanzaba se detenía unos segundos para hablar con algún que otro individuo y cambiar comentarios que acababan en carcajadas. Me puse en movimiento y, haciéndome la despistada, me dirigí al punto en que, según mis cálculos, mi trayectoria se cruzaría con la suya. Chasco. Antes de llegar a mi altura, cambió de dirección y se introdujo por el abarrotado y corto pasillo que conducía a los lavabos. Fui tras ella, abriéndome paso a codazos y exponiéndome a réplicas poco consideradas.

Cuando entré en los lavabos, Bibianna se había metido ya en uno de los retretes. Me puse ante un espejo y me estuve toqueteando el peinado hasta que oí la cisterna y vi salir a Bibianna. Se acercó a la pila contigua a la mía y me miró con indiferencia por el espejo. Me di cuenta de que me reconocía, pero fue más una intuición que la constatación de un hecho.

—Eh —dijo.

La miré con cara inexpresiva.

—¿No has estado esta tarde en mi casa diciendo que buscabas piso?

La miré con atención y dilaté los ojos con sorpresa.

—¡Hola! No te había reconocido, chica. Pues sí que es casualidad. ¿Qué tal va todo?

—Estupendamente. ¿Cómo te fue la búsqueda? ¿Encontraste algo?

Hice una mueca.

—Nada. Fui a ver un piso a una manzana de donde tú vives, pero estaba hecho un asco. Tu casa sí que es bonita.

Sacó el lápiz de labios, se dibujó un arco rojo en el labio inferior y se lo frotó con el superior hasta que el color se extendió con uniformidad. Me puse a imitarla, dándome retoques y haciéndome carantoñas en el espejo.

Puso el capuchón a la barra de labios.

—¿Sueles venir por aquí?

Me encogí de hombros.

—Había estado un par de veces. Cuando lo llevaba el antiguo dueño. Yo lo encuentro deprimente, ¿tú no? No me gusta que me soben cada vez que me muevo.

Me observó con atención.

—Eso es porque aún no te has acostumbrado. A mí no me molesta. —Dejó de mirarme por el espejo, se concentró en la imagen que le devolvía el suyo y se inclinó hacia adelante para arreglarse las mechas que le enmarcaban la cara. Se inspeccionó el maquillaje y se dirigió una mirada muy seria antes de reanudar la charla conmigo.

—No te ofendas por lo que voy a decirte, pero el peinado y el vestido que llevas te sientan fatal.

—¿Tú crees? —Me observé con un creciente sentimiento de impotencia. ¿Por qué me dirán siempre lo mismo? Yo me creo una investigadora más dura que el acero y los demás me ven como una huérfana que necesita cuidados maternales.

—¿Te puedo sugerir algo? —preguntó.

—Bueno —dije.

Antes de que me diera cuenta me quitó la cinta elástica del pelo. Echó mano del bolso, cogió un poco de brillantina, se frotó las manos y se puso a restregármelas por la cabeza. Me sentí como una perra a la que quitan las pulgas, pero me gustaron los resultados. Las mechas parecían húmedas y ligeramente rizadas. Observamos a través del espejo el efecto que producían.

Bibianna frunció la boca con sentido común.

—Así está mejor —dijo—. ¿Llevas encima algún pañuelo?

Negué con la cabeza.

—Vamos a ver qué tengo por aquí —añadió. Se puso a rebuscar en el bolso y sacó un porro durante la operación—. ¿Te apetece fumar? —preguntó con indiferencia.

Negué con la cabeza.

—Ya me fumé uno en el coche, antes de entrar.

Guardó el porro sin más comentarios y prosiguió la búsqueda por los distintos compartimentos del bolso de gran tamaño.

—Esto podría servir. ¿Qué te parece? —Sacó una tela cuadrada de seda verde lima, pero por lo visto se arrepintió en el acto e hizo una mueca—. No, el color no te sienta bien. Quítate los pendientes. Estarás mejor.

¿Cómo saben las mujeres estas cosas? Mejor dicho: ¿por qué no las sé yo? Me quité aquellas lámparas chillonas que me colgaban de las orejas y me froté los lóbulos con alivio.

Bibianna, mientras tanto, había sacado otro pañuelo, de color rosa subido. Lo extendió junto a mi cara y observó el efecto con aire crítico. Pensé que iba a soltar un salivazo para limpiarme la cara con él, pero se limitó a doblarlo con maña y a anudármelo en el cuello. Mi aspecto pareció mejorar de manera automática.

—Me sienta muy bien. ¿Qué hacemos ahora?

—Ven conmigo. Te protegeré de esa gentuza.