4

A la mañana siguiente me di una ducha y me puse un uniforme que tengo y que no pertenece a ninguna entidad en concreto. Me lo había confeccionado hacía años un expresidiario que había aprendido a coser trabajando en los talleres de cierta penitenciaría. Los pantalones eran de color azul grisáceo, me quedaban fatal, y tenían una franja clara a lo largo de la costura. La camisa era azul claro y en la manga llevaba un círculo de tejido adhesivo en el que solía pegar un parche que decía «Servicios California Sur». Los zapatos, reliquias de la época en que yo había trabajado en las fuerzas del orden, eran de color negro; con ellos puestos, daba la sensación de que me costaba horrores mover los pies. Con una carpeta y un llavero imponente, podía hacerme pasar por cualquier cosa. Por lo general finjo que voy a leer el contador del agua, o a comprobar si hay escapes de gas, o a desempeñar cualquier otra actividad que me permita colarme en las casas ajenas y verificar sus sistemas de seguridad. Aquel día me pegué un parche que ponía «FTD», me dirigí a la floristería más cercana y compré un ramo colosal que me costó 36 dólares. Adquirí una tarjeta cursilísima, garabateé un nombre ilegible y llamé a la lavandería donde trabajaba Bibianna. Esta vez respondió una voz femenina.

—Ah, hola —dije—. ¿Podría hablar con el dueño, por favor?

—Esto es la tienda. Acaba de salir hacia el otro edificio —dijo la mujer—. ¿Quiere el teléfono de allí?

—Sí, por favor.

Me lo dio pronunciando las cifras con claridad y lo repetí como si estuviese tomando nota. ¿Qué podía saber ella? No veía si yo lo apuntaba o no.

—Muchas gracias —dije. Colgué, subí al coche y arranqué con las flores en el asiento contiguo. Puse rumbo a la tienda. Enfrente había una bonita zona verde donde se podía aparcar gratis durante quince minutos. Cerré el coche con llave y entré en el establecimiento. Me acerqué al mostrador y esperé a que apareciese alguien. El sitio olía a detergente, a algodón mojado, a productos químicos, a vapor. El espacio que había al otro lado del mostrador era una selva de ropa enfundada en bolsas de plástico transparente. A mi izquierda, un complicado aparato electrónico arrastraba prendas colgadas por un raíl serpenteante que daba vueltas y más vueltas hasta acabar en el punto de partida; servía para trasladar una prenda determinada apretando el botón correspondiente.

A mi derecha, en el techo, había un laberinto de tubos con prendas sometidas a compresión. Desde donde me encontraba, veía a diez mujeres, casi todas hispanoamericanas, manipulando aparatos acerca de cuya misión lo único que el profano podía hacer era especular. Una radio encendida y en la que se había sintonizado una emisora en español emitía a todo volumen fragmentos sincronizados de un disco de Linda Ronstadt. Dos mujeres cantaban mientras manipulaban con destreza camisas en las máquinas que tenían ante sí. Entre el ritmo sincopado de las planchas, las máquinas de las camisas y las nubes serpenteantes de vapor, el lugar parecía el plató de un videoclip musical.

Una de las dos mujeres que cantaban acabó reparando en mí. Se apartó de la máquina y se acercó al mostrador donde yo me encontraba. Era baja y maciza, de cara redonda, ojos de color chocolate y con el pelo estropajoso y negro sujeto con una cinta. Vestía una blusa holgada de raso dorado y salpicada de lentejuelas. Se quedó mirando el ramo de flores.

—¿Son para mí?

Miré la tarjeta de la floristería.

—¿Es usted Bibianna Díaz?

—No. Tiene libre esta semana.

—Entonces, ¿va a volver?

Negó con la cabeza.

—Se lastimó la espalda en un accidente que sufrió hace… vamos a ver… unos dos meses; las molestias todavía le duran. Dice que el dolor le vuelve de pronto y que es tan fuerte que apenas puede andar. El jefe le dijo: «No te preocupes, no vengas a trabajar». No quiere líos con Magistratura. ¿Es que le ha salido un novio?

Di la vuelta a la tarjeta y la levanté para que le diera la luz.

—No sé, parece que alguien le manda recuerdos. Bueno. ¿Y qué hago yo ahora?

—Lléveselas a su casa —dijo la mujer.

—Imposible. El tipo sólo nos dio esta dirección. ¿Sabe usted acaso dónde vive?

—No, nunca he estado allí. —La mujer se volvió a una compañera—. Oye, Lupe, ¿sabes dónde vive Bibianna?

La aludida negó con la cabeza, pero en aquel punto terció otra empleada.

—En Castaño Street. El número no lo sé, pero está en la parte trasera de un edificio grande de color marrón. Es una casa de una sola planta, pequeña y muy bonita. Entre Huerto y Arroyo.

La del mostrador se volvió hacia mí.

—¿Sabe dónde es?

—Ya lo encontraré —dije—. Gracias. Ha sido usted muy amable.

—Me llamo Graciela. Dígale a su novio que se fije en mí cuando se canse de ella. Dígale que el material es el mismo, pero repartido de otro modo.

Sonreí.

—De acuerdo, se lo diré.

El domicilio de Bibianna era una casita parda y de aspecto húmedo que se encontraba en la parte posterior de un edificio pardo y de aspecto húmedo, situado en una barriada del centro de la ciudad donde todo parecía a punto de venirse abajo. Vi la casa al pasar con el coche, di la vuelta a la manzana y aparqué al otro lado de la calle. Antes de bajar inspeccioné los alrededores. El solar tenía forma alargada y estrecha y estaba medio oculto por las ramas colgantes de las magnolias, los enebros y los pinos. No había ni una sola brizna de hierba por ninguna parte y la vegetación visible necesitaba una poda urgente. Un camino de cemento resquebrajado cruzaba la propiedad hacia la derecha. En las ventanas del edificio de la parte delantera no había visillos, sino grandes sábanas con flores estampadas y sujetas con clavos.

No había ningún vehículo en el camino. Según el formulario de la reclamación, el Mazda modelo 1978 se encontraba todavía en el garaje, ya que tenían que cambiarle todo el costado derecho, entre otras cosas. Aguardé veinte minutos, pero no vi el menor asomo de actividad. Me di la vuelta y cogí el maletín que llevaba en el asiento trasero y donde guardo varias documentaciones falsas para casos como este. Abrí un archivador de acordeón y saqué una serie de documentos extendidos a nombre de «Hannah Moore»: carnet de conducir californiano con mis datos y mi foto, cartilla de la Seguridad Social, una Visa y una tarjeta de crédito Chevron para gasolina. «Hannah Moore» era una persona instruida y tenía incluso una tarjeta de lectora de la Biblioteca Municipal. Escondí el bolso de mano bajo el asiento delantero y me guardé la documentación en el bolsillo de los pantalones. Bajé del coche, lo cerré con llave, crucé la calle y eché a andar por el camino de entrada.

Los altos árboles que rodeaban la propiedad arrojaban una sombra desagradable y fría, y lamenté no haber llevado conmigo una cazadora de nailon o una camisa de paño grueso. La casita de Bibianna, que era del año de Maricastaña, estaba revestida exteriormente por abombados listones de madera que sin duda estaban infestados de carcoma. Ascendí dos peldaños de madera crujiente y accedí a una ventana cubierta por un paño de algodón rojo. Quise escrutar el interior, pero la verdad es que no se veía gran cosa. Las luces estaban apagadas y todo parecía tranquilo. Llamé a la puerta con los nudillos y aproveché la circunstancia para inspeccionar todo lo que tenía al alcance de la vista. Al lado de la puerta había un buzón metálico sujeto con un clavo, y en la ranura inferior, siete sobres con la dirección puesta y el sello correspondiente, en espera de que los recogiese el cartero. Hasta el momento nadie había respondido a mi llamada. Daba la sensación de que la casa estaba deshabitada, incluso me pareció que percibía el olorcillo ligeramente rancio que generan ciertos domicilios cuando se abandonan durante un tiempo. Volví a llamar, esperé durante cuatro o cinco interminables minutos y llegué a la conclusión de que no había nadie en la casa. Por hacer algo, me volví para observar el edificio grande, pero tampoco allí había el menor indicio de vida, ni una sola cara acusadora espiándome por las ventanas. Alargué la mano e introduje la punta de los dedos en la ranura inferior del buzón. Como no se disparó ninguna alarma, cogí todos los sobres y me puse a fisgar lo que tenían. Cuatro contenían dinero. Díaz pagaba el teléfono, el gas, la electricidad y a unos grandes almacenes. Había dos sobres de tamaño comercial, uno dirigido a Seguros Aetna y otro a Allstate, y los dos con el nombre «Lola Flores» en el remite. Oh, ¿de qué se tratará?, canturreé para mí. Los estafadores no descansan nunca. Por lo visto, La Fidelidad de California sólo era una víctima entre las muchas que contemplaba la operación. El séptimo sobre contenía una carta privada dirigida a una persona que vivía en Los Angeles. Lo doblé y me lo metí por dentro del pantalón, entre la carne y el elástico de las bragas. Qué vergüenza. Era un delito de competencia federal; el robo, no las bragas. Dejé los demás sobres en el buzón. Haciendo un esfuerzo por no echar a correr, bajé pausadamente del porche, anduve a paso tranquilo por el camino de entrada, crucé la calle y llegué al coche.

Abrí la portezuela del copiloto, arrojé sobre el asiento la carpeta, que a punto estuvo de aplastar el ramo de flores, y volví a cerrar. Había una tienda en el cruce de Huerto y Arroyo, a unas diez casas de distancia a la derecha. Eché a andar hacia allí con la esperanza de encontrar una cabina telefónica. La tienda era un autoservicio atendido por «papá» y «mamá» y tenía el escaparate lleno de papeles escritos a mano que anunciaban cerveza, tabaco y comida para perros. La iluminación interior era escasa y había una pátina de serrín, en el suelo de madera desnivelado, que probablemente estaba allí desde la época en que se había construido el edificio. Las estanterías estaban llenas de latas dispuestas sin ningún orden determinado. Con una serie de estanterías aisladas habían hecho un par de pasillos estrechos donde había de todo, desde caramelos y leche descremada hasta productos para el cuidado del césped. Cerca de la puerta había un armario refrigerador con refrescos y un frigorífico antiguo, de los que parecen sarcófagos, lleno de verduras congeladas, zumos de frutas y helados. «Mamá» estaba tras el mostrador principal, enfundada en un delantal blanco y con un cigarrillo consumido a medias entre los dedos. Le eché unos sesenta y cinco años, tenía un estropajo rubio en lo alto de la cabeza y un ancho bigote reseco donde las arrugas habían acabado por descamarle la piel del labio superior. Se había estirado la piel de las mejillas y se la había recogido detrás de las orejas, y los ojos tenían una expresión inmutable de sorpresa, como si se los hubieran cosido.

—¿Tienen teléfono público?

—Al fondo, junto al almacén —dijo, indicándome la dirección con el cigarrillo. De la punta de este se desprendieron dos centímetros de ceniza que fueron rebotando delantal abajo.

Introduje cuatro monedas en la ranura, llamé a Mary Bellflower y le di la dirección de Bibianna Díaz que tanto me había costado averiguar.

—Gracias. Ha sido un buen trabajo —dijo—. Tengo aquí una tonelada de impresos y voy a enviárselos inmediatamente. ¿Vas a pasar por las oficinas?

—Sí, dentro de un rato. Pensaba esperar un poco, por si aparecía Bibianna.

—Bueno, ya discutiremos qué puede hacerse cuando vuelvas.

—¿Ha regresado Gordon Titus?

—No. Aún no. Puede que haya huido para no volver.

—No creo que tengamos esa suerte —dije.

Al colgar, la máquina me devolvió una moneda. Por lo visto era mi día de suerte. A mi izquierda había un típico mostrador de carnicería, con la parte inferior protegida por un vidrio en bisel. Del techo colgaba un rótulo con una especie de menú: judías con chile, ensalada de col y bocadillo de «trespuntas», que costaba 2,39 dólares. El olor era divino. Según parece, el «trespuntas» es un fenómeno puramente local, una sección de vacuno que no se conoce en ninguna otra parte. De vez en cuando, un periodista de la región trata de averiguar el origen de la palabra y escribe un artículo que se publica junto con el dibujo de una vaca vista de perfil y con las distintas secciones punteadas. El «trespuntas» está en el extremo más delgado de la pata de la vaca, entre el corvejón y la pezuña. Se prepara a la brasa, se trocea y se sirve con salsa en un panecillo o bien en una torta de maíz, sazonado con cilantro.

«Papá» salió de la cámara frigorífica envuelto en brisas polares. Era un sesentón fornido, de cara bondadosa y ojos dulces.

—¿Deseaba algo?

—Un «trespuntas» para llevar.

Se me quedó mirando, esbozó una ligera sonrisa y me lo preparó sin hacer el menor comentario.

Con el bocadillo en la mano, cogí una Pepsi-Light del refrigerador y aboné el importe en la caja de la entrada. Volví al coche y comí como una reina, procurando que la salsa no me chorreara encima del uniforme. Las flores, que ya estaban mustias, perfumaban el interior del coche igual que en una funeraria. Estuve vigilando la casa de Bibianna durante dos horas de autodominio Zen. Muchas agencias de detectives cobran un precio especial por los trabajos de vigilancia, ya que es lo más aburrido de este mundo. No vi el menor signo de actividad, ni visitas ni luces que se encendieran. Pensé entonces que, si había que seguir vigilando la casa, lo mejor era ponerse en contacto con los policías que estuvieran de servicio en la zona y explicarles lo que ocurría. Tampoco sería mala idea conseguir otro vehículo e incluso inventar algún pretexto para merodear por el barrio. El cartero se presentó a pie, cogió las cartas del buzón de Bibianna y dejó un puñado de correspondencia. Habría dado cualquier cosa por averiguar quién le escribía, pero no quise tentar a la suerte. ¿Dónde estaría aquella mujer? Si la espalda le dolía tanto, ¿cómo es que se pasaba todo el día fuera de casa? Puede que hubiese ido a ver a un quiromasajista para que le enderezase la columna o le cambiara los huesos del cráneo. A las tres puse el motor en marcha y volví a la ciudad.

Entré en las oficinas de La Fidelidad de California y regalé el ramo de flores a Darcy. Tuvo la delicadeza de no mencionar mi escena con Titus. Su mirada se posó en mi uniforme.

—¿Te has alistado en la Aviación?

—Me gusta vestir así.

—¿Y esos zapatos? Serían mortales en una competición de patadas —subrayó—. Si buscas a Mary, está con unos clientes, pero si quieres pasar y esperarla, ya sabes el camino.

La Fidelidad de California había contratado a Mary en calidad de encargada de reclamaciones para reemplazar a Jewel Cavaletto, que se había jubilado en mayo. Le habían dado el escritorio que había sido de Vera antes de que ascendiesen a esta última y pasara a ocupar un despacho en la sección de los directivos. Mary tenía veinticuatro años, era inteligente, aunque le faltaba experiencia, y tenía la típica cara que suele acabar de finalista en los concursos regionales de belleza. Haberse dado cuenta de que había algo raro en la reclamación de Díaz no era un mérito pequeño. Tenía buen ojo y, si duraba lo suficiente en la empresa, llegaría a ser uno de sus valores más firmes. Se había casado hacía tres meses con un agente de ventas del concesionario local de Nissan y sentía un vivo interés por los planes matrimoniales de Vera. Incluso había puesto en su escritorio, debidamente enmarcada en bronce, una de las invitaciones de su propia boda (un paisaje campestre de fondo rosa y margaritas en primer plano). Si Vera guardaba el último número de Cosmopolitan debajo de los pliegos de reclamaciones pendientes, Mary hacía lo propio con la revista Novias, cuyo ámbito de preocupaciones se extendía desde el momento del compromiso hasta el primer año de matrimonio. Mary me había pedido consejo en cierta ocasión acerca de la mejor forma de preparar el pato a la naranja y Vera tuvo que llamarla al orden. En la actualidad, tendía a tratarme con la típica lástima que las recién casadas sienten hacia las que estamos resueltas a permanecer solteras.

Charlé con Darcy unos minutos y eché a andar hacia el despacho de Mary, deteniéndome para saludar por el camino a un par de encargados de reclamaciones. Al parecer, mi pelea con Titus había corrido de boca en boca y me había elevado al rango de celebridad del momento, fama que supuse iba a durar hasta que me echasen a la calle, es decir, veinticuatro horas a lo sumo. Los clientes de Mary, un hombre y una mujer, se marchaban cuando llegué al despacho. La mujer tendría treinta y tantos años y ostentaba una cabellera teñida con agua oxigenada y llena de suciedad, dentro del mejor estilo punk. Se había pintado los ojos con toscas pinceladas de rímel negro y llevaba pestañas postizas. Las medias negras de malla y los zapatos abiertos de tacón alto contrastaban con el austero corte de su traje de chaqueta. Se percató de mi presencia muchísimo menos que yo de la suya, y apenas si me miró al avanzar por el estrecho pasillo que había entre los despachos de paredes vítreas. El hombre la seguía a paso tranquilo, manifestando una arrogancia que se notaba incluso en su forma de andar. Iba con las manos en los bolsillos, como si no tuviese nada que hacer en todo el día, pero habría jurado que aquel hombre era todo autocontrol. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás. Tenía las cejas pobladas, los ojos grandes y negros, los pómulos altos y un bigote que parecía empeñado en trazar el perímetro de la boca. Medía más de uno ochenta y las hombreras de la chaqueta deportiva de cuadros que llevaba aumentaban la anchura de sus hombros. Parecía el siniestro compinche del malo de una teleserie nocturna. Al cruzarse conmigo, trató de ponerse de lado, pero no pudo evitar golpearme. Me cogió por el brazo a modo de disculpa y murmuró: «Lo siento, chica», y siguió su camino. Percibí el olor de la gomina que se había puesto para mantener inmóvil el peinado. Volví la cabeza para observarle sin dejar de avanzar hacia el despacho de Mary.

No estaba sentada ante el escritorio, aunque reapareció medio segundo después con los ojos fijos en un vaso de plástico lleno de agua hasta el borde. Llevaba un jersey rojo de cachemir con las mangas subidas. Tenía la cara despejada y lustrosa y un color de piel que reflejaba salud. Se había maquillado de tal modo que parecía un anuncio de revista.

—Bueno, ya estamos de vuelta —dijo, levantó los ojos y me miró ligeramente sorprendida—. ¿Y los dos que estaban aquí? ¿Se han ido?

—Salieron por la puerta hace medio segundo.

Echó un vistazo al pasillo, pero ya no había ni rastro de la pareja.

—Qué raro. Ella dijo que no se sentía bien y fui a buscarle un poco de agua.

—A mí me pareció que estaba perfectamente.

Frunció la boca con desconcierto y dejó el vaso en la mesa.

—Preferiría que se hubieran quedado. Así habrías podido hablar con ellos.

—¿De qué?

—Son investigadores del Instituto para la Prevención de los Delitos Contra las Compañías de Seguros —dijo cabeceando—. Bueno, ella. Él es un agente especial de la Cámara Californiana de Contratación de Seguros. —Me tendió la tarjeta de la mujer.

—¿Ese? ¿Estás segura?

—Requirieron sus servicios el mes pasado. Ella es la encargada de ponerle al tanto de los detalles.

—Pero si parece un gángster…

Se echó a reír con nerviosismo, como si fuese responsable del aspecto de aquel hombre.

—¿Verdad que sí? Es por esa chaqueta tan anticuada. Yo a mi Peter no le dejaría aparecer así en público. Siéntate. ¿Has hablado con Bibianna Díaz? Pero ¿dónde habré puesto su expediente? —Tomó asiento y se puso a repasar las gruesas carpetas marrones que tenía encima de la mesa.

—No. Sigue sin dar señales de vida. La próxima vez que vaya a su casa me llevaré una máquina de fotos. A lo mejor la sorprendo haciendo cabriolas en el jardín. —Le conté lo de «Lola Flores» y lo de las otras dos compañías de seguros—. Lo más probable es que esté preparando otra operación con el nombre de Lola Flores, pero las reclamaciones que quizás esté cursando en estos momentos podrían ser infinitas.

Mary se mostró debidamente indignada.

—Santo Dios. Esto es increíble. Voy a ocuparme del asunto inmediatamente y a comunicarles lo que pasa.

—Tú limítate a decirles que empiecen a recoger toda la información que tengan sobre ella. Y cuando remitamos nuestros datos al Instituto de Prevención, que ellos nos remitan los suyos. Así ganaremos en eficacia.

No podía dejar de pensar en la pareja que acababa de marcharse. Miré la tarjeta de la mujer. El logotipo del Instituto de Prevención era auténtico, una especie de plato encima de un salvamanteles y flanqueado por los cubiertos. Según la tarjeta, se llamaba Karen Hedgepath y trabajaba en una oficina de Los Angeles. El problema era que no se parecía en nada a los investigadores del Instituto que yo conocía. Casi todos se disfrazaban de ciudadanos anónimos: corbata, camisa blanca y traje tradicional oscuro. Pero aquella mujer parecía una rockera de paisano. No me cabía en la cabeza que el director provincial tolerase el peinado punk y no digamos los zapatos de tacón alto.

—Ya lo tengo —dijo Mary, sacando una carpeta del centro del montón. En la cubierta había escrito el apellido «Díaz» y se había prendido con un clip un pedazo de papel donde constaba la última dirección. Cogió una minuta grapada al sobre en que había llegado—. He recibido más facturas. Sospecho que ha ido a ver a un quiromasajista.

—Seguramente a un reflexoterapeuta —dije para utilizar el único término de quiromasaje que había oído en mi vida.

Perforó la minuta y la insertó en las varillas metálicas de la carpeta.

—Lo cierto es que han venido por el asunto de Bibianna. Por eso quería que hablaran contigo. Parece que en el Instituto se han enterado de que se ha trasladado a esta zona. Perpetró un par de operaciones en Santa Monica el año pasado y estaban deseosos de dar con su paradero.

—Eso parece interesante. ¿Operaciones relacionadas con los seguros?

—No lo dijeron, pero es lo más probable, ¿no te parece?

Calibré rápidamente la situación y me pregunté por qué una funcionaria del Instituto de Prevención tenía que «poner al tanto de los detalles» a alguien que trabajaba en otro organismo. No es que el Instituto y la Cámara de Contratación de Seguros no cooperen, pero el primero carece de autoridad jurídica. ¿Y por qué habían ido personalmente los investigadores a La Fidelidad? ¿Por qué no habían llamado por teléfono para ahorrarse un trayecto automovilístico de hora y media? Parecía absurdo. A menos que hubiesen mentido.

—¿Les has dado esta dirección? —pregunté, señalando la nota escrita a lápiz.

—Yo no les he dado nada. Por eso no supe qué pensar cuando dijiste que se habían ido. Lo único que hice fue confirmarles que estábamos comprobando una reclamación. ¿Por qué lo preguntas?

—Puede que la vieran mientras tú ibas en busca del agua. Les habría bastado con fisgar en el montón de expedientes que tienes en la mesa.

—Oh, vamos. No creerás que han hecho eso, ¿verdad?

—Quién sabe. Esperemos que no sean impostores.

Se llevó la mano al pecho como si fuera a recitar el juramento de lealtad a la Constitución.

—Dios mío. ¿Qué quieres decir?

—Ya sabes cómo son estas cosas. En cualquier parte se puede conseguir una tarjeta llena de cosas que no dicen nada. Yo misma lo he hecho.

Pareció ofenderse de súbito y de la congoja pasó a la acción práctica.

—Dame eso. —Me quitó de las manos la tarjeta de la mujer y la puso de golpe encima de la mesa. Vi que descolgaba el auricular y que marcaba el número de la tarjeta, anteponiéndole el prefijo 213.

—Si no es quien ha dicho, me mato. —Aguardó unos instantes y le cambió la cara de pronto. Me alargó el auricular y oí un ruido parecido al que produciría un ganso vivo en un triturador de basuras.

—Puede que hayas marcado mal —dije para animarla.

—Es increíble que me hayan tomado el pelo de una manera tan tonta. En ningún momento se me ocurrió dudar de su identidad. ¿Cómo he podido ser tan estúpida?

—Vamos, no te eches la culpa. Yo llevo años en el oficio y también me la pegan de vez en cuando. Confiar es humano, sobre todo cuando se es buena persona. No es que yo lo sea mucho, pero ya sabes a qué me refiero.

—¿Qué crees que buscaban?

—Vete a saber —dije—. Es evidente que conocían a Bibianna y estaban al tanto de su debilidad por las estafas. La cuestión es saber por qué se han dirigido precisamente a nosotros. En Santa Teresa tiene que haber un centenar de compañías de seguros. ¿Por qué entonces esta?

—Es horrible y me siento fatal. ¿Qué querrán de ella? —Las mejillas de Mary habían adquirido ahora una saludable tonalidad rosa.

—Supongo que nada bueno, de lo contrario habrían jugado limpio.

—¿Y qué hacemos nosotras?

—Nada mientras no sepamos qué ocurre. Localiza el número auténtico del Instituto y pregunta si andan tras ella. —Cogí la nota—. Voy a ver si yo puedo dar al fin con Bibianna. Tirando del hilo, desharemos la madeja.