Mucho antes de ponerle los ojos encima, intuí que mis relaciones con Gordon Titus no iban a ser causa de alegría para ninguno de los dos. Puesto que había sido él quien había sugerido el encuentro, saltaba a la vista cuáles eran las alternativas que tenía ante mí. O eludía el despacho y posponía aquel primer encuentro, o aceptaba la invitación e iba a verle sin más preámbulos. De las dos alternativas, la segunda se me antojaba más prudente. A fin de cuentas, el encuentro podía ser una simple formalidad. Yo no quería que mi falta de entusiasmo se malinterpretase. En mi opinión, era preferible aparentar que cooperaba. Como solía decir mi tía, «hay que estar siempre del lado de los ángeles». Sólo cuando murió empecé a comprender qué quería decir con eso.
Llegué a mi despacho a las nueve y, aunque La Fidelidad de California estaba al lado mismo, llamé por teléfono a Darcy Pascoe, la recepcionista de las oficinas.
—Hola, Darcy. Soy Kinsey. Me han dicho que Gordon Titus quiere verme. Por lo que Vera me ha contado, ese tío es un plomo.
—Buenos días, señorita Millhone. Encantada de volver a oírla —dijo con voz musical y agradable.
—Pero ¿qué mosca te ha picado? ¿Es que está ahí?
—Exactamente.
—Pues qué faena. Bueno, pregúntale cuándo quiere que vaya a verle. Si le va bien ahora, dispongo de unos minutos.
—Un momento, por favor.
Me hizo esperar el tiempo necesario para transmitir la pregunta y obtener la respuesta. Volvió a ponerse al habla.
—Ahora le va bien.
—Ay, qué emoción.
Colgué. Esto, me dije, lo resuelvo yo en un abrir y cerrar de ojos. Todo el mundo tiene que pasar por el aro en algún momento. De vez en cuando hay que lamer algún culo, pero ¿y qué? Porque una de dos: o aceptas desde el principio este destino histórico, o te marginan y te quedas en el arroyo el resto de tu vida. Al encaminarme hacia la puerta, pasé ante el espejo que había en la pared y me detuve a contemplar mi aspecto. No estaba mal. Tejanos, jersey de cuello alto, nada de potingues en la cara, ningún pegote entre los dientes. Como nunca me maquillo, no tengo que preocuparme por los polvos y las cremas. Por lo general me corto el pelo yo misma, pero últimamente me lo había dejado crecer y lo llevaba hasta los hombros, aunque un poquitín desnivelado. Para que el corte pareciera simétrico, lo único que tenía que hacer era inclinar la cabeza hacia un lado.
Así, con la cabeza inclinada, entré en el vítreo despacho que al parecer venía utilizando Gordon Titus para sostener aquellos breves encuentros con el personal. El despacho de Vera era contiguo al suyo, y cuando pasé por delante vi que me dirigía una penetrante mirada de soslayo. Vestía un traje de chaqueta gris con blusa blanca y llevaba el pelo recogido en un moño. El señor Titus se puso en pie para recibirme y nos dimos la mano por encima del escritorio.
—Señorita Millhone.
—Hola, qué tal. Encantada de conocerle —dije.
El apretón que imprimió a mi mano fue canónicamente viril, firme y sincero, pero no triturante, y el contacto duró lo necesario para darme a entender que sus intenciones eran honradas. Debo confesar que a primera vista resultó una sorpresa agradable. Me lo había imaginado distante y antipático, mediocre y estrictamente funcional. Era más joven de lo que había supuesto, cuarenta y dos años a lo sumo. Estaba recién afeitado, tenía los ojos azules, el cabello prematuramente grisáceo y cortado con buen gusto y ni rastro de arrugas en la cara. En vez de traje vestía un pantalón informal de algodón y camisa azul. Me dio la sensación de que verme no le despertaba ningún entusiasmo. A juzgar por su mirada, mi atuendo profesional le resultaba desagradable. A pesar de todo, no hizo el menor comentario, ya que sin duda suponía que me dedicaba a ayudar a la señora de la limpieza antes de comenzar la jornada laboral.
—Siéntese —dijo. Ni sonrisas, ni cumplidos, ni comentarios intrascendentes.
Me senté. Se sentó.
—Hemos repasado los informes que ha presentado usted en los últimos seis meses. Buen trabajo —dijo.
Yo intuía ya la inminencia del «pero» flotando en el aire que nos rodeaba. Recorrió con los ojos la hoja que tenía delante y pasó con rapidez las siguientes. Se trataba de un fajo de notas sujetas con un clip a una carpeta marrón de archivador. El detalle me dio a entender que los informes que tenía sobre mí se remontaban por lo menos hasta la primera vez que me habían expulsado del colegio. Tenía junto a sí un cuaderno de papel rayado en el que había escrito algo con pluma. Su caligrafía era clara, de letras angulares, con cierta tendencia a prolongarlas hacia abajo. Había puntos en que se notaba que la pluma había rasgado el papel. Imaginé sus pensamientos cabalgando por los renglones mientras la escritura corría detrás de ellos, abriendo socavones imperceptibles a causa de las prisas. Era de los que nunca olvidaban cómo se hacían los cuadros sinópticos y resúmenes. Los temas que había que tratar aparecían señalados con números romanos y los distintos aspectos de cada uno se habían consignado sangrando las líneas correspondientes. Puede que su cabeza funcionara también de ese modo: las cuestiones fundamentales en primer plano y debajo las respectivas subcategorías. Cerró la carpeta y la puso a un lado. Concentró en mí toda su atención.
Me dije que ya era hora de poner las cosas en su sitio.
—Ignoro si está usted al tanto de ello, pero en realidad no soy empleada de La Fidelidad de California —dije—. Yo me limito a cumplir encargos que la compañía me hace de vez en cuando.
Esbozó una ligerísima sonrisa.
—Lo sé. Pero hay una serie de asuntos de menor cuantía que no tenemos más remedio que aclarar en beneficio de la empresa. Convendrá usted conmigo en que es necesario hacerse una imagen de conjunto cuando se lleva a cabo una revisión de esta índole.
—Naturalmente.
Observó con atención las dos primeras hojas del cuaderno de papel rayado. Yo fingí que me ajustaba la cadena del reloj y eché un vistazo furtivo a la hora.
—¿Tiene prisa? —dijo sin levantar los ojos.
—Tengo que investigar una reclamación. Ya tendría que estar en camino.
Se quedó mirándome. Tenía la musculatura totalmente inmóvil. Sus ojos azules se clavaron en los míos sin parpadear. Era un hombre atractivo, pero imperturbable, tan carente de expresividad que me pregunté si no habría sufrido un ataque o un accidente que le hubiera cortado los nervios motores de la cara. Procuré adoptar una actitud tan impasible como la suya. También yo soy una persona práctica y me gusta ir directamente al grano.
Empuñó la pluma para comprobar el punto primero, línea primera de la lista.
—No sé con exactitud a quién informa usted. ¿Le importaría explicármelo?
Dios mío.
—Bueno, no siempre se hace del mismo modo —dije con amabilidad—. En teoría tengo que rendir cuentas ante Mac Voorhies, pero por lo general son los gestores de reclamaciones los que me pasan los casos. —Se puso a escribir nada más abrir yo la boca. Tengo cierta habilidad (dicho sea con la debida modestia) para leer al revés, pero el individuo escribía con una especie de código taquigráfico personal. Cerré la boca. Dejó de escribir. Seguí callada. Alzó los ojos.
—Perdone, pero no estoy al corriente. ¿Podría describirme el procedimiento? En su expediente parece que no consta.
—Lo normal es que me llamen por teléfono. A no ser que un gestor me haga un comentario directo sobre el caso. Paso por las oficinas dos o tres veces a la semana. —Se las apañaba para escribir a la misma velocidad que yo hablaba. Hice una pausa. Su pluma también.
—¿Al margen de las reuniones? —preguntó.
—¿Reuniones?
—Supongo que asistirá usted a las reuniones que la empresa organiza periódicamente. Presupuestos. Ventas…
—Nunca he asistido a ninguna.
Comprobó las notas y pasó un par de páginas. Frunció el ceño de repente, pero habría jurado que se trataba de una estratagema para impresionarme.
—No lo entiendo. No encuentro sus 206.
—Yo tampoco lo entiendo. Y estoy sorprendida —dije.
No tenía ni la más remota idea de lo que era un 206, pero me figuré que quedaba bajo su competencia, puesto que él lo había sacado a relucir.
Me tendió un formulario.
—Sólo es para refrescarle la memoria —dijo.
Estaba lleno de casillas en blanco. Fechas, horas, números empresariales, kilometrajes; un formulario completo en que por lo visto tenía que detallar yo todos los hipos y eructos que se emitían durante el trabajo. Le devolví la hoja sin decir nada. No tenía ganas de jugar a aquel juego. Por mí, podía metérselo donde le cupiera.
Se puso otra vez a tomar notas con la cabeza gacha.
—No tengo más remedio que pedirle una copia de sus informes. Va a ser la única forma de poner al día nuestros datos. Entréguele el material a la señorita Pascoe a mediodía, si no le viene mal. Volveremos a reunimos para revisar este asunto.
—¿Con qué objeto?
—Con objeto de documentar las horas que ha trabajado usted para la empresa; de ese modo podremos calcular lo que ha cobrado por término medio —dijo como si todo estuviera clarísimo.
—Se lo puedo decir yo personalmente. Treinta dólares la hora más los gastos.
Logró poner de manifiesto su asombro sin arquear siquiera una ceja.
—Menos el alquiler de su despacho, naturalmente —dijo.
—Incluido el alquiler del despacho.
Silencio absoluto.
—Eso es imposible —dijo por fin.
—Es el acuerdo que ha estado vigente desde el principio.
—Le repito que es imposible.
—Ha sido así durante seis años y nadie se ha quejado todavía.
Apartó la pluma del papel.
—Muy bien. Ya buscaremos el modo de arreglarlo.
—Pero ¿qué hay que arreglar? Fue el acuerdo que hicimos. A mí me interesa. Y a la casa también.
—Señorita Millhone; ¿tiene usted algún problema?
—No, ninguno. ¿Por qué lo dice?
—Es que no estoy seguro de comprender su postura —dijo.
—Pues más sencilla no puede ser. Y no sé por qué tengo que pasar este examen administrativo. No trabajo para usted. Soy independiente y trabajo por cuenta propia. Si no le gusta lo que hago, contrate a otra persona.
—Entiendo. —Puso el capuchón a la pluma. Empezó a recoger los papeles con movimientos crispados y bruscos—. Ya hablaremos en otra ocasión. Cuando esté usted más tranquila.
—Increíble. También usted debería tranquilizarse —dije—. Además, tengo trabajo.
Salió delante de mí y se fue directamente al despacho de Mac. Todos los empleados visibles trabajaban con ahínco, totalmente concentrados en lo que hacían. Metí la conversación recién sostenida en la papelera mental y la vacié en la basura. La cosa iba a tener consecuencias desagradables, pero por el momento no me importaba.
La dirección de Bibianna Díaz que me habían dado resultó que era un solar. Me quedé en el coche contemplando extrañada la parcela llena de tierra, matojos, palmeras, pedruscos y botellas rotas que brillaban al sol. De una rama de palmera que se había desprendido colgaba un condón, aunque más bien parecía el pellejo de una culebra anémica que hubiera sufrido la muda habitual. Volví a comprobar la información que constaba en el expediente y repasé los números de los domicilios de ambos lados de la calle. No coincidían. Abrí la guantera y saqué un plano de la ciudad, lo extendí encima del volante y consulté el callejero ordenado alfabéticamente que había en el dorso del mapa. No había ninguna otra calle, avenida, paseo o callejón con el mismo nombre o alguno que se le pareciese. Me había dejado el expediente de Díaz en las oficinas de La Fidelidad antes de la reunión con Titus y no había llevado conmigo más que unas cuantas notas escritas a lápiz. Me dije que ya era hora de cambiar impresiones con Mary Bellflower; puede que ella conociese otro medio de acceder a la reclamante. Puse en marcha el coche y me dirigí hacia la ciudad, dominada por una rara satisfacción. Que la dirección consignada no existiera era una prueba de que Díaz había mentido, perspectiva que excitaba los bajos instintos de la bribona en potencia que hay en mí. Según la jerga californiana, «vibro» en presencia de malhechores. Investigar a personas honradas resulta más bien aburrido.
Vi una cabina telefónica al otro lado de una gasolinera. Aparqué y pedí que me llenaran el depósito mientras llamaba a las oficinas de La Fidelidad para hablar con Mary y contarle lo que ocurría.
—¿No te dio más direcciones esta mujer? —dije.
—Ay, pobrecita Kinsey. Me han contado lo de tu entrevista con Gordon Titus. No acabo de creer que le sacaras de sus casillas. Empezó a gritarle a Mac tan fuerte que hasta yo le oí.
—No pude remediarlo —dije—. Yo quería comportarme con educación, pero se me escapó.
—Pobrecita.
—No creo que sea para tanto —dije—. ¿Tú sí?
—Yo no sé nada. Le vi salir con el vicepresidente y la verdad es que parecía muy furioso. Le dijo a Darcy que se ocupara de las llamadas que recibiera. En cuanto cruzó la puerta, la tensión de la casa bajó a la mitad.
—Pero ¿por qué le aguantáis? Es un cretino. ¿Has hablado ya con él?
—No. Pero escucha, Kinsey, no puedo permitirme el lujo de perder este empleo. Me conviene ser prudente. Creo que estoy embarazada y la mutua de Peter no cubre la maternidad.
—Pues yo no soporto que nadie se me ponga chulo —dije—. Me van a dejar en la calle, eso está claro, pero no me importa. Saldré adelante.
Se echó a reír.
—Si resolvieras este caso, a lo mejor lo tendrían en cuenta, y quién sabe…
—Ojalá. ¿Consta en el expediente alguna otra dirección?
—Creo que no, pero voy a comprobarlo. Espera un momento. —Oí la respiración de Mary por el auricular mientras hojeaba los documentos del expediente—. No, no veo ninguna —dijo de mala gana—. Ya sabes que no recibimos la copia del atestado de la policía. Puede que la policía tenga la dirección exacta.
—Bien pensado —dije—. Aprovechando que estoy en la calle, pasaré por Jefatura. ¿Y el teléfono? Podemos consultar la guía. —Tenía en el despacho la última edición del directorio municipal, que en una sección traía todas las calles y en la otra todos los teléfonos ordenados numéricamente. Si se contaba con información parcial, se podía localizar a cualquier persona cotejando las dos secciones.
—Nada —dijo—. No figura.
—Estupendo. Una sinvergüenza con un teléfono que no figura en la guía. Me encanta. ¿Y la matrícula del coche? En la Dirección de Tráfico tienen que saber algo.
—Bueno, la matrícula sí la tengo. —Buscó el número de matrícula del Mazda de Díaz y me lo dictó—. Una cosa, Kinsey. Si averiguas la dirección, dímela enseguida. Tengo que enviar a esta mujer varios formularios o a Mac le dará un ataque. No se puede enviar un sobre certificado a un apartado de Correos.
—De acuerdo —dije—. Por cierto, ¿por qué no se encargó Parnell del caso personalmente?
—Ni idea. Supongo que tendría otros entre manos.
—Sí, sería por eso —dije encogiéndome de hombros—. Bien, te llamaré en cuanto sepa algo. Pienso reaparecer por las oficinas con un montón de información actualizada.
—Suerte.
Colgué y anoté algunas cosas para no olvidarlas. Saqué un par de monedas y llamé al trabajo de Bibianna, una lavandería de Vaquero.
El sujeto que respondió se expresaba con impaciencia y muy pocas palabras; tal vez fuera así por temperamento. Se le notaba en la voz la acidez de estómago y me lo imaginé engullendo bicarbonato como quien se toma una infusión de poleo después de la cena. Cuando le pregunté por Bibianna Díaz, me dijo que estaba fuera. Punto.
Puesto que no decía nada más, procuré apremiarle.
—¿Cree que volverá pronto?
—No creo nada —me espetó—. Dijo que estaría fuera toda la semana. Problemas del pasado, dijo. Y yo no discuto con gente de pasado turbio. Cuando menos te lo esperas, recibes una citación de Magistratura, y yo no tengo ni cinco. Ni hablar. ¿Y usted quién es?
—Soy Ruth, su prima. Es que voy a Los Angeles, ¿sabe?, y como pasaba por aquí, pues la he llamado, tal como le prometí. ¿No sabrá usted por casualidad dónde vive? La semana pasada hablé con ella por teléfono y me dio la dirección, pero me he dejado la agenda en casa y no la sé de memoria.
—No. Lo siento. Ni hablar. ¿Y por qué me pregunta usted a mí? Porque yo a usted no la conozco. Usted podría ser cualquiera. No es nada personal, pero ¿cómo sé yo que no se dedica a destripar mujeres con un cuchillo de carnicero? Me comprende, ¿verdad? Si le doy la dirección de una empleada, soy responsable de todo lo que pase después. Robo, amenazas, violación. Nanay. Ni hablar del peluquín. Esa es mi política. —Parecía un sesentón acosado por las demandas judiciales.
Fui a decir algo, pero colgó de golpe. Hice una mueca al auricular, una forma madura y efectiva de canalizar la irritación. Aboné el importe de la gasolina, subí al VW y me dirigí a Jefatura, donde pagué 11 dólares por una copia del atestado. La dirección consignada era la misma calle inexistente que había buscado al principio. Como no conocía a la funcionaria que me atendió, no me atreví a pedirle que consultara los archivos.
Dejé el coche delante de Jefatura y fui andando hasta los juzgados, que estaban a media manzana de distancia, y me dediqué a buscar el nombre de Díaz en la lista de juicios pendientes. No figuraba. Mala suerte. Me habría animado mucho saber que tenía una deuda pendiente con la justicia. La verdad es que, sin conocerla siquiera, actuaba dando por sentado que sus intenciones eran delictivas. Buscaba su dirección y no acababa de creerme que no hubiera la menor pista en ninguna parte. Obtuve idénticos resultados negativos en el Registro Civil y en la oficina del Censo Electoral. Probé en la fiscalía del distrito, donde un amigo me confirmó que Bibianna no pasaba moneda falsa ni se había retrasado en el pago de los gastos de manutención de ningún hijo. Pues qué bien. Había agotado prácticamente todas las fuentes de información que se me ocurrían.
Volví al coche y tomé la autopista para dirigirme a la Comisaría del Sheriff del Condado. Aparqué delante del edificio, crucé las puertas de cristal y accedí a la pequeña sala de recepción, donde escribí mi nombre en el libro de visitas. Recorrí un corto pasillo y entré en un espacio administrativo señalizado con el rótulo «Archivos y Licencias». La funcionaria de servicio no me pareció muy propensa a proporcionar información confidencial. Tendría treinta y tantos años, más o menos como yo, le coronaba la cabeza una pirámide compacta y rizada de pelo rubio, y enseñaba demasiado las encías. Me sorprendió inspeccionando sus infortunios odontológicos y cerró la boca medio avergonzada. Le busqué el marbete del nombre, pero no llevaba ninguno.
—¿Podría consultar con el banco de datos y averiguar si esta mujer ha sido detenida alguna vez en Santa Teresa? —Cogí el cuaderno que había en el mostrador y garabateé el nombre de Bibianna y su fecha de nacimiento. Saqué la cartera y puse junto al cuaderno la fotocopia de mi carnet de detective.
Sus ojos claros se posaron en los míos y manifestaron el primer síntoma de reconocimiento humano.
—No estamos autorizados a divulgar esa clase de información. El Ministerio de Justicia tiene normas muy estrictas.
—Bien por el Ministerio —dije—. Pero le explicaré mi situación, por si sirve de algo. Investigo a Bibianna Díaz porque se sospecha que tiene intención de estafar a una compañía de seguros; la empresa para la que trabajo, La Fidelidad de California, necesita saber si esta señora está fichada.
La funcionaria asimiló lo que acababa de decirle y contemplé la gestación de la respuesta. La rapidez mental no era su fuerte. Trabajaba con esa flema de la burocracia que garantiza la desesperación del ciudadano honrado (y de las personas como yo).
—Si ha sido procesada y condenada, encontrará los datos en el juzgado. Es información pública.
—Ya lo sé. Vengo de allí. Lo que yo pregunto es si se la ha detenido o fichado alguna vez sin que la acusaran formalmente de nada.
—Si no la han acusado ni condenado nunca, que la hayan detenido no debería tener trascendencia. El ciudadano tiene derecho a la intimidad.
—Valoro lo que usted dice y lo comprendo —dije—. Pero suponga que la han detenido por robo o infracción y que la fiscalía del distrito no tiene pruebas suficientes.
—Si nunca la han acusado oficialmente de un delito… entonces no es asunto suyo.
—Ya sé adónde quiere ir a parar. —Es absurdo discutir con los pobres de espíritu. Les encanta poner pegas a todo. Guardé silencio durante unos instantes y me esforcé por guardar la compostura. Las situaciones como esta despiertan en mí un deseo primigenio de morder al prójimo. Imaginé la medialuna de mi dentellada en la carne de su antebrazo, que se hincharía y se volvería de todos los colores del arco iris. Y, como un perro, tendría que ponerse inyecciones contra el tétanos y la rabia. También cabía la posibilidad de que su dueño optase por darle el pasaporte. Sonreí con educación—. Escuche. ¿Por qué no nos simplificamos un poco la vida? Lo único que en realidad necesito es una dirección actualizada. ¿Puede buscármela?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no puedo proporcionarle esa información.
—¿Y la Ley de Libertad de Información? —dije.
—Usted sabrá.
—¿Hay alguna otra persona con quien pueda hablar?
No le gustaba mi insistencia. No le gustaba mi tono de voz. No le gustaba nada de mí y el sentimiento era recíproco. Ella y Gordon Titus. ¡Señor, Señor! Hay días en que mejor sería no levantarse de la cama. Abandonó el mostrador sin decir palabra y volvió poco después con una agente que se mostró muy amable, pero igual de inflexible. Reanudé el tira y afloja desde el comienzo sin ningún resultado.
—Bueno, muchísimas gracias. Me lo he pasado divinamente —dije.
Me senté ante el volante y me puse a pensar qué haría a continuación. Aquello me pasaba por decir la verdad. No me extraña que me vea obligada a mentir, a robar y a engañar. La honradez no conduce a nada, en particular cuando hay que tratar con las fuerzas de la ley y el orden. Me quedé mirando el atestado policial que había dejado en el asiento del copiloto. Esperé a que se me pasaran los efectos de la frustración y lo cogí.
Según la versión de los hechos que había dado al policía que se había personado en el lugar del accidente, Bibianna Díaz se dirigía al sur a 50 por hora cuando, al pasar por Valdesto, tuvo que pisar a fondo el freno para no atropellar a un gato que se le había puesto delante. El coche había patinado de costado y había ido a estrellarse contra un vehículo estacionado. No hubo testigos. Habían llamado a una ambulancia, los enfermeros habían curado las contusiones y rozaduras superficiales de Díaz y a continuación la trasladaron a la sala de Urgencias del St. Terry para examinarla con rayos, dado que se quejaba de dolores en el cuello y en la espalda. ¿Y si en las oficinas de administración del hospital tenían la dirección auténtica? Seguramente había por medio otra compañía de seguros en representación del propietario del vehículo con el que Díaz había chocado, y siempre cabía la posibilidad de que el otro gestor de reclamaciones tuviese algo entre sus papeles. Bibianna tenía que vivir en algún sitio y yo estaba resuelta a dar con ella. Volví al despacho e hice las llamadas telefónicas de rigor, que no produjeron ningún resultado. Entré en las oficinas de La Fidelidad y estuve un par de minutos con Mary Bellflower para explicarle que seguía trabajando en el caso.
A las dos y cuarto, y con la moral por los suelos, me olvidé del asunto e invertí el resto del día en poner en orden otros trabajos. Sabía que no podía permitirme el lujo de que Bibianna Díaz se convirtiera en una obsesión. Puesto que Gordon Titus no iba a dejar de acosarme, tenía que ganar puntos donde fuese. Trabajé como una leona, pero incluso concentrada en otros casos y a punto ya de terminar con el inevitable papeleo, no dejaba de sentir el influjo. Había algo que me molestaba. Traspasar un expediente a otro gestor no es nada del otro jueves, pero Parnell había muerto y en este hecho parecía radicar toda la diferencia.