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Sobre Gordon Titus se venía chismorreando en La Fidelidad de California desde que el informe trimestral presentado en junio había puesto de manifiesto una insólita actividad en el departamento de reclamaciones. En una compañía de seguros, cada vez que la tasa de pérdidas supera la tasa de beneficios en un diez por ciento, la directiva revisa todas las operaciones a fin de localizar el fallo. Que nuestras oficinas fueran la casa matriz de la compañía no nos libraba de las reprimendas, y teníamos la impresión de que iba a haber muchos cambios de personal. Se decía que la filial de Palm Springs había contratado a Gordon Titus para que revisara la gestión interna de las oficinas y encontrara el modo de aumentar el volumen total de pólizas contratadas. Aunque al parecer había hecho un trabajo admirable (desde el punto de vista de la directiva), había dejado tras de sí una estela de infelicidad. En un mundo gobernado por Agatha Christie, Gordon Titus habría acabado en el suelo de la sala de juntas con una aguja de hacer ganchillo clavada en el corazón. En el mundo real, estas cosas no tienen un final tan feliz. La directiva se limitó a trasladar a Gordon Titus a Santa Teresa para que siguiera generando desdicha.

En teoría, el asunto tenía poco o nada que ver conmigo. La Fidelidad de California me cede un despacho a cambio de tres o cuatro investigaciones rutinarias al mes: comprobar incendios provocados o falsas defunciones, y cosas por el estilo. Cada trimestre reúno toda la documentación disponible sobre reclamaciones sospechosas que se ha enviado al Instituto para la Prevención de los Delitos Contra las Compañías de Seguros. En aquellos momentos investigaba catorce reclamaciones de este tipo. Estafar a las compañías de seguros es un negocio lucrativo, y supone al año unas pérdidas de millones de dólares que recaen sobre los clientes honrados, en el caso de que los haya. En el ejercicio de mi profesión, he observado que hay un elevado número de ciudadanos que no puede resistir la tentación de estafar. Esta tentación no conoce distinciones de clase, condición y sexo, y une a grupos étnicos y raciales que, por lo demás, poco tienen en común. Los seguros se consideran una especie de lotería. Pagamos un par de recibos mensuales y ya queremos que nos toque la lotería. La gente está dispuesta a alterar el índice de probabilidades con tal de llevarse algún premio. He visto personas que, a la hora de declarar lo desaparecido en un robo, aumentan la lista de objetos perdidos con artículos que nunca han tenido. He visto edificios incendiados adrede, servicios médicos falsificados, lesiones voluntarias o reclamaciones laborales por falsa incapacidad. He visto declaraciones sobre daños contra la propiedad, emolumentos extraviados, accidentes y lesiones corporales que sólo han existido en la calenturienta imaginación de los reclamantes. Las compañías de seguros, por fortuna, han aprendido muy deprisa, y hoy cuentan con todo un aparato institucionalizado que detecta cualquier intento de engaño. Parte de mi trabajo consiste en sentar las bases de las acciones judiciales que pueden emprenderse contra los reclamantes fraudulentos. Puesto que Gordon Titus iba a aparecer en cualquier momento, la cantidad de casos sospechosos que fluía en mi dirección había aumentado de manera alarmante y se me presionaba para que los solucionara lo más rápido posible.

Vera me pasó el último caso un domingo por la tarde, a finales de octubre. Yo había ido al despacho para recoger unos papeles relacionados con la declaración de Hacienda, que tenía que entregar sin falta a mi gestor el lunes por la mañana. Había estacionado el VW en el aparcamiento trasero, como de costumbre, y entré en el edificio por las escaleras de atrás. Pasé ante las oficinas vacías de La Fidelidad y, ya en mi despacho, comprobé si había mensajes en el contestador automático, revisé la correspondencia del sábado y guardé los impresos de Hacienda en el bolsillo exterior del bolso de cuero. Al salir y volver a pasar ante las oficinas de La Fidelidad, vi luz en el interior. Me detuve a mirar a través de las puertas de vidrio mientras me preguntaba si no sería algún ladrón que pensaba llevarse todo el material burocrático. En esto, apareció Vera con unos papeles en la mano, al parecer camino de la fotocopiadora. Me vio, me saludó con la mano y avanzó hacia mí. Tiene treinta y ocho años, está soltera y, si hay alguien en el mundo a quien yo pueda considerar «mi mejor amiga», es ella. El manojo de llaves de las oficinas seguía en la cerradura y produjo un tintineo metálico cuando Vera abrió la puerta.

—Hola, chica. Te estuve buscando el viernes por la tarde, pero ya te habías ido. Salir a las dos tiene que ser fabuloso —dijo mientras me hacía pasar.

—¿De dónde sales? Hace un minuto pasé por aquí y estaba todo a oscuras.

Cerró la puerta y la seguí hasta la fotocopiadora. Me hablaba por encima del hombro, con actitud desenvuelta.

—Sólo he entrado para hacer unas fotocopias. No se lo digas a nadie. Es cosa personal. La lista de invitados al cóctel. —Levantó la tapa de la máquina, puso el papel encima del vidrio y apretó los botones relativos al formato y número de copias. Luego apretó el botón de copiar y la máquina se puso en marcha. Llevaba un body negro, botas hasta la rodilla y una camiseta superancha que le llegaba justo por debajo de la ingle. Advirtió mi mirada—. Sí, ya sé que parece que me he olvidado de ponerme los pantalones. Voy a casa de Neil, pero mientras pueda, pienso aprovecharme. Y tú, ¿qué haces? ¿Por qué no te vienes a tomar una copa con nosotros?

—Gracias, pero ahora no me va bien. Tengo trabajo que hacer.

—¿Sabes? Te perdiste el gran acontecimiento. El legendario señor Titus se presentó el viernes por la tarde con tres de sus lugartenientes elegidos a dedo. Para hacerles sitio han despedido a dos representantes y un encargado de reclamaciones.

—¿Bromeas? ¿A quiénes?

—Tony Marsden, Jack Cantheas y Letty Bing.

—¿Letty? Seguro que acude a los tribunales.

—Deseo de todo corazón que lo haga.

—Creí que no tenía que venir hasta dentro de tres semanas.

—Sorpresa, sorpresa. Lo más probable es que la siguiente despedida sea yo.

—Vamos, mujer. Eres la piedra angular de la empresa.

—Claro. Por eso el departamento de reclamaciones ha informado de que las pérdidas se elevan a seiscientos mil dólares.

—La culpa de eso la tiene Andy Motycka, no tú.

—¿Y a quién le importa? Voy a casarme. Puedo buscar otro empleo. La verdad es que este trabajo nunca ha acabado de gustarme. ¿Y las compras? ¿Cómo van?

—¿Las compras? —dije sin comprender. No se me iban de la cabeza las barbaridades que estaban ocurriendo en La Fidelidad.

—Para la boda. El vestido.

—Aaaaaah. La boda. Sí, ya tengo vestido.

—Mentira podrida. Sólo tienes uno y es negro. Vas a ser la madrina, no la enterradora. —Vera y su novio iban a casarse al cabo de ocho días, durante la fiesta de Halloween. Todo el mundo le había dado el pésame por haber elegido aquella fecha, pero Vera no había dado su brazo a torcer, dando a entender que su natural cinismo estaba reñido con los sentimientos. Nunca había pensado en casarse. Según contaba ella misma, desde que tenía doce años hasta la fecha había salido con una cantidad incalculable de hombres. A pesar de que estaba loca perdida por su novio, tenía intención de retorcer la oreja a la tradición. En mi opinión, ir vestida de negro estaba a tono con una boda en Halloween. Cuando hubiese acabado el cóctel, iríamos las dos pidiendo dulces y regalos de puerta en puerta, como hacen los niños en Halloween, y al final nos repartiríamos las ganancias. Los bombones y las chocolatinas para mí—. Además, hace ya cinco años que tienes ese vestido de las narices —añadió.

—Seis.

—Y la última vez que te lo pusiste, decías que aún olía a ciénaga.

—¡Lo he lavado!

—Kinsey, no puedes llevar en mi boda un vestido negro de hace seis años y que huele a basura. Me juraste que te comprarías otro.

—Me lo compraré.

Me dirigió una mirada inexpresiva y llena de escepticismo.

—¿Dónde? ¿En un mercadillo de ocasión?

—Yo no iría a un lugar así. No sé cómo se te ocurre.

—¿Dónde, entonces?

La miré indecisa mientras me esforzaba por encontrar una respuesta que no la ofendiese. Yo sabía que mis titubeos no eran más que un truco para que ella tomara cartas en el asunto y me asesorase, porque la verdad es que no tenía ni la menor idea de qué vestido iba a comprarme. Jamás he sido madrina de boda e ignoro por completo qué se ponen estas individuas. Seguramente algo inútil, con volantes enormes por todas partes.

Vera tomó cartas en el asunto.

—Te ayudaré —dijo como si hablase con una retrasada mental.

—¿De verdad lo harás? ¡Estupendo!

Elevó los ojos al techo, pero estaba claro que le entusiasmaba la idea de gobernarme. A la gente le gusta ocuparse de mis asuntos privados. Por lo visto son muchas las personas que piensan que no sé hacer las cosas bien.

—El viernes —dijo—. Al salir del trabajo.

—Gracias. Después podemos cenar juntas. Yo invito.

—No soporto las hamburguesas con queso —advirtió.

La envié a la porra con un aspaviento y me dirigí hacia la salida.

—Nos veremos mañana por la mañana. ¿Me abres la puerta?

—Espera un minuto y me voy contigo. Por cierto, podrías coger el expediente que quería entregarte el viernes. Está en el archivador de mi antedespacho. Se trata de una mujer, Bibianna Díaz. Ganaríamos muchos puntos si demostraras que es una tramposa.

Me dirigí al despacho flanqueado de paredes de vidrio que Vera ocupaba ahora, en su cargo de directora de reclamaciones. El expediente de Díaz estaba encima mismo del archivador.

—Ya lo tengo —dije en voz alta.

—Cuando lo hayas examinado, habla con Mary Bellflower. Al principio el caso lo llevaba Parnell, pero fue ella quien le puso el membrete de sospechoso.

—Creí que la policía se había llevado todos los expedientes de Parnell.

—Pero ese no se encontraba en su escritorio. Se lo había entregado a Mary el mes anterior. La policía no tuvo ocasión de verlo. —Vera reapareció con las fotocopias entre los dientes mientras sacaba las llaves de su coche.

—Procuraré averiguar algo sobre la mujer antes de hablar con Mary. Así sabré qué terreno piso —dije.

—Haz como te parezca. —Apagó las luces, salimos de las oficinas y cerró la puerta con llave—. Si se te ocurre alguna pregunta, estaré en casa a eso de las diez.

Salimos del edificio por las escaleras de atrás mientras hablábamos de cosas intrascendentes. Los nuestros eran los únicos coches que había en el aparcamiento.

—Otra cosa —dijo mientras abría el suyo—. Titus dice que quiere verte mañana por la mañana.

La observé por encima de su coche.

—¿A mí? Pero si yo no trabajo para él…

—¿Quién sabe? Puede que te considere un «miembro importante del equipo». Es su manera de hablar. Esfuerzo, sacrificio y todos juntos venceremos. Qué asco. —Abrió la portezuela del vehículo, se puso al volante y bajó la ventanilla del lado opuesto—. Cuídate.

—Tú también.

Subí a mi vehículo con retortijones en el estómago. No tenía ningunas ganas de ver a Gordon Titus, y menos aún al día siguiente. Vaya forma de empezar la semana…

El aparcamiento estaba desierto y en el centro de la ciudad reinaba una calma absoluta. Arrancamos al mismo tiempo y giramos en sentido distinto. Todas las tiendas estaban cerradas, pero las luces de State Street y los desperdigados peatones creaban una ilusión de actividad en el barrio comercial, que por lo demás estaba vacío. Santa Teresa es una ciudad donde se puede pasear y mirar los escaparates cuando todo está cerrado sin —demasiado— temor a sufrir agresiones. Durante la temporada turística las calles están llenas de gente, pero, incluso en los meses en que todo está tranquilo, la seguridad es la nota dominante. Me entraron ganas de cenar en algún restaurante de la zona, pero pudo más el bocadillo de mantequilla de cacahuete con pepinillos en vinagre que me esperaba en casa.

Ya era noche cerrada cuando estacioné el coche y crucé la entrada del jardín de mi casa. Aunque la luz de la cocina de Henry estaba encendida, resistí la tentación de pasar a saludarle. Sin duda me invitaría a cenar, me agasajaría con un chardonnay decente y me pondría al corriente de los últimos chismes. Henry tiene ochenta y dos años, era panadero antes de jubilarse y en la actualidad se encarga de suministrar las pastas para el té a las ancianas del barrio. Además, a modo de ocupación secundaria, confecciona esas pequeñas revistas de crucigramas que suelen venderse en los quioscos y en la caja de los supermercados, y que elabora a base de juegos de palabras, dichos graciosos y frases equívocas. En los ratos libres se dedica a censurar mis actividades, que no sólo estima peligrosas, sino también muy incivilizadas.

Entré en casa y encendí una lámpara de mesa. Dejé el bolso en la mesa, un banco de madera que separa la cocina del espacio destinado a sala de estar. La casa se había reconstruido después de que una bomba la hiciera saltar por los aires. Había vivido en el domicilio de Henry durante las obras y en mayo, el día de mi cumpleaños, me había trasladado a la nueva casa. Fue un regalo fantástico, igual que un barco pirata, mucha madera de teca, muchos apliques de bronce, un ojo de buey en la puerta y una escalera de caracol por la que se llegaba a un altillo donde podía dormir debajo de una claraboya salpicada de estrellas. La cama se alzaba sobre una estructura de cajones empotrados. En la planta baja había una cocina, un rincón para el lavavajillas, una sala de estar con un sofá que podía extenderse cuando tuviera invitados y un cuarto de baño pequeño para los huéspedes. Arriba había otro cuarto de baño con bañera, un montón de macetas en el alféizar de la ventana y una vista marítima por entre las copas de los árboles.

Toda la casa estaba llena de recodos y huecos para poner cosas, armaritos, estantes, ganchos para la ropa. Los planos los había dibujado el mismo Henry, que incluso se había dado el gustazo de diseñar los detalles. La moqueta era azul prusia y los muebles sencillos. Aunque habían transcurrido ya seis meses, seguía paseándome por la casa como una ciega, tocándolo todo y disfrutando con el tacto, con el aroma de la madera. Al morir mis padres, me había recogido una tía soltera que había entablado conmigo una relación con más teorías que sentimientos. Aunque nunca lo dijo de este modo, en todo momento me hizo creer que si yo estaba en su casa era con la condición de que a ella le gustase, igual que un electrodoméstico, y con derecho a devolverme si me encontraba algún defecto de fábrica. He de reconocer que sus ideas sobre la educación infantil, aunque excéntricas, eran firmes y útiles, y he sabido sacar provecho de lo que me enseñó en materia de verdades mundanas. A pesar de todo, durante casi toda mi vida me he sentido como una intrusa incapaz de echar raíces y que se limitaba a dejar pasar el tiempo hasta que le decían que se marchase. Pero mi mundo interior había sufrido una transformación radical. Ahora estaba en una casa que era mía. Y, aunque era alquilada, se trataba de un arriendo de por vida. Por todo esto, me dominaba una sensación extraña y aún no acababa de creérmelo.

Puse la tele portátil, en blanco y negro, para que el sonido me hiciera compañía mientras me preparaba la cena. Me senté en un taburete ante la mesa de madera y mientras me comía el bocadillo hojeé el expediente que me había dado Vera. Contenía la reclamación inicial —un accidente de tráfico con lesiones físicas—, facturas médicas, correspondencia y un informe que resumía los aspectos más destacados del asunto. La gestora, Mary Bellflower, había señalado la reclamación como sospechosa por varios motivos. Las heridas se habían producido en «tejidos blandos» y en consecuencia no podían comprobarse. Díaz se quejaba de dolores cervicales, jaquecas, náuseas, dolores lumbares y espasmos musculares, entre otras cosas. Los daños sufridos por el vehículo se habían estimado en 1.500 dólares, cantidad a la que había que sumar el importe de las facturas médicas (se trataba de fotocopias muy antiguas, en las que siempre se puede falsificar algo las cifras), que ascendían a 2.500 dólares. Díaz reclamaba además 1.200 dólares en concepto de estipendios perdidos. En total, 5.200 dólares. En relación con el accidente no había ningún informe directo de la policía, y la gestora no había pasado por alto el detalle de que el choque se había producido muy poco después de que el coche de Díaz se registrara y se asegurase. Que la dirección de la reclamante fuera un apartado de Correos, y no un domicilio, también era sospechoso. Mary había conseguido localizar el domicilio de verdad y lo había incluido en sus notas. Advertí que había tenido la precaución de fotocopiar los sobres (en los que constaba la fecha del matasellos) empleados para devolver los impresos de la reclamación. Si al final se formulaba alguna acusación, constituirían una prueba de que se había utilizado el servicio de Correos, circunstancia que podría poner el caso en manos de las autoridades federales. Cuando se trata de una estafa, el reclamante suele contratar los servicios de un abogado, cuya misión consiste en apretar las clavijas al correspondiente gestor de reclamaciones, con objeto de llegar a un acuerdo lo antes posible. Díaz no había contratado —aún— los servicios de ningún abogado, pero respecto a la indemnización empezaba a ponerse pesada. Ignoraba por qué Parnell había pasado el caso a Mary Bellflower. Cuando la suma reclamada no es muy cuantiosa, se corre peligro de autorizar el pago inmediatamente para que no se acuse de «mala fe» a la compañía de seguros. Pero como en La Fidelidad de California se habían detectado recientemente pérdidas elevadísimas, Maclin Voorhies, el vicepresidente de la compañía, se lo pensaba dos y tres veces antes de dar el visto bueno a nada. En consecuencia, me habían pasado a mí el caso para que lo investigase. Con Titus en escena, podría resultar a la postre una ridiculez, y encima cuando ya no tenía remedio, pero así estaban las cosas.

Eran las diez cuando apagué las luces y me fui a la cama. Abrí una ventana y apoyé la cabeza en el marco para que el aire fresco me acariciara las mejillas. La luna brillaba en lo alto. El cielo nocturno estaba despejado y las estrellas pinchaban como si fueran alfileres. Se acercaba un ligero frente de perturbaciones y era muy probable que en el curso de cuarenta y ocho horas cayera algún chaparrón. Por el momento, no había el menor síntoma de lluvia. Hasta mis oídos llegaba el rumor sordo del oleaje que besaba la playa, que no estaba a más de una manzana de distancia. Me introduje bajo las sábanas, puse el radiodespertador y me quedé mirando la claraboya. Oí los acordes de una canción country: Willie Nelson recordaba, melancólico, una historia de sufrimiento y dolor. ¿Dónde estaría Robert Dietz en aquellos momentos? En mayo, mi nombre había aparecido junto con otros tres en la lista de víctimas de un asesino a sueldo, y yo no había titubeado en contratar a un detective privado. Necesitaba un guardaespaldas y el guardaespaldas había sido Dietz. Solucionado el asunto, se había quedado tres meses. Ya hacía dos que se había marchado a Alemania. No éramos muy dados a escribir cartas ni teníamos dinero suficiente para derrocharlo en conferencias intercontinentales. La separación había sido dolorosa, lo trivial y lo agridulce mezclados más o menos a partes iguales.

«No sirvo para las despedidas», le había dicho la noche antes de que se marchara.

«Yo no sirvo para otra cosa», me había respondido sin dejar de esbozar la sonrisa de astucia que le caracterizaba. Pensaba que su dolor era inferior al mío. Puede que me equivocara, naturalmente. Dietz no era de los que daban rienda suelta a la angustia o la aflicción, lo que no quiere decir que no tuviera sentimientos.

Lo malo del amor es el vacío que deja cuando se acaba… frase que resume todas las canciones country que se hayan compuesto en este mundo…

Cuando me di cuenta, ya eran las seis de la mañana y el despertador piaba como una alondra. Me levanté, me puse el chándal, los calcetines gruesos de algodón y las Adidas. Me lavé los dientes y me lancé escaleras abajo, camino de la puerta de la calle. El sol no había salido aún, pero la oscuridad había dado paso a una claridad grisácea. El aire de la mañana era húmedo y olía a eucalipto. Me sujeté a la valla del jardín, hice un par de flexiones y, para entrar en calor, fui andando hasta Cabana Boulevard. A veces me pregunto por qué hago ejercicio con tanto empeño. Manía persecutoria, tal vez… el recuerdo de las ocasiones en que había salvado la vida por piernas.

Al llegar al carril de bicicletas apreté un poco y corrí a paso ligero. Tenía las piernas entumecidas y la respiración jadeante. El primer kilómetro siempre cuesta; lo que viene después, en comparación, es una bagatela. Traté de olvidarme de mis preocupaciones y me puse a contemplar el paisaje. A mi derecha se extendían la playa y un océano que gemía con un murmullo tan reposado como el crepitar de la lluvia. Las gaviotas chillaban mientras maniobraban por encima del oleaje. El océano tenía el color del acero fundido y las olas eran una masa espumeante de aluminio y cromo. Allí donde, el agua retrocedía, la arena era como un espejo que reflejaba la dulzura del cielo matutino. El horizonte adquirió un tinte salmón cuando el sol asomó de repente su corona de oro. Largos brazos de luz coralina se extendieron por la línea del horizonte, por donde comenzaba ya a organizarse el ejército núbeo del anunciado frente lluvioso. El aire era frío y venía cargado con el denso aroma de las algas y la sal. Al cabo de unos minutos mis zancadas se hicieron más largas y un ritmo involuntario empezó a orquestar todos los músculos en movimiento. Lo cierto es que no tendría ocasión de volver a correr durante varias semanas. Si lo hubiera sabido, habría disfrutado más de aquella oportunidad.