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Cuando me pongo a pensar en ello, me resulta difícil recordar si el espíritu depresivo que reinaba en La Fidelidad de California se debía a la muerte de uno de los gestores de reclamaciones o a la llegada de Gordon Titus, un «experto en eficacia» cedido por la sucursal de Palm Springs a fin de incrementar los beneficios. Los dos hechos contribuyeron a crear un clima de inquietud entre los empleados de la compañía de seguros, y los dos acabaron por afectarme mucho más de lo que había imaginado, teniendo en cuenta que mis relaciones con la empresa habían sido hasta entonces más bien relajadas. Paso las hojas de la agenda y veo escrita a lápiz una anotación sobre una cita concertada con Gordon Titus, que se presentó nada más morir Parnell. Tras aquel primer encuentro con Titus, garabateé: «¡h. d. p. mayúsculo!», frase que resumía toda mi relación con él.

Había estado fuera tres semanas, preparando un informe para una empresa de San Diego sobre un alto ejecutivo cuyo historial resultó distinto del presentado por el personaje en cuestión. Las investigaciones me habían hecho recorrer el estado entero y al concluir el trabajo, el viernes por la tarde, llevaba ya en el bolsillo un cheque por un buen puñado de dólares. Podría haberme quedado el fin de semana en San Diego, ya que la empresa se había ofrecido a costearme la estancia, pero hacia las tres de la madrugada me desperté vencida por una nostalgia inexplicable. Una luna del tamaño de un plato colgaba delante de la ventana de mi habitación y me bañaba la cara con una luz tan brillante que habría podido leer el periódico. Me quedé inmóvil, contemplando la oscilante sombra que las ramas de las palmeras proyectaban sobre la pared, y comprendí que lo que más deseaba en el mundo era echarme en mi propia cama. Estaba harta de dormir en hoteles y de comer en restaurantes de carretera. Harta de perder el tiempo con personas a quienes apenas conocía o no esperaba volver a ver. Me levanté, me vestí y metí en el petate todo lo que llevaba conmigo. Pagué la cuenta a las tres y media y, diez minutos después, corría por la 405 rumbo al norte, a Santa Teresa, con el Volkswagen Escarabajo que acababa de comprar, un modelo azul celeste de 1974, de segunda mano y sin más pegas que una abolladura en la parte izquierda del guardabarros trasero. Un cacharro de categoría.

A esa hora la red de autopistas de Los Angeles empezaba a animarse. Había poco tráfico, pero de todos los accesos salía por lo menos un par de vehículos hacia el norte, camino del trabajo. No había amanecido aún, la frescura del aire era deliciosa y en la cuneta, como un reguero de bocanadas de humo, serpenteaba la niebla. A mi derecha, las laderas de las montañas iniciaban el ascenso a las alturas y las casas empotradas en el paisaje no daban ninguna señal de vida. Las farolas que flanqueaban la autopista arrojaban una luz fantasmal y lo que se veía de la lejana metrópoli aparecía majestuoso e imponente. Siempre he sentido cierta afinidad hacia las personas que viajan a esta hora, como si todos estuviéramos metidos en alguna actividad clandestina. Muchos conductores llevaban un gigantesco vaso de plástico con café. Algunos eran capaces incluso de devorar comida preparada sin soltar el volante. Como iba con la ventanilla abierta, los vehículos que cambiaban de carril para adelantarme me enviaban ráfagas de música a todo volumen que se desvanecían al instante. Miré por el espejo retrovisor y vi un descapotable conducido por una mujer que seguía el ritmo de la música gesticulando con vehemencia mientras el viento le sacudía el cabello. Experimenté un arrebato de júbilo. Fue una de esas ocasiones en que de súbito me daba cuenta de lo feliz que era. La vida era maravillosa. Era mujer, soltera, con dinero en el bolsillo y gasolina suficiente para llegar a casa. No había nadie a quien tuviera que dar explicaciones, ni vínculos de los que hablar. Estaba bien de salud, físicamente en forma y llena de energía. Puse la radio y sintonicé un fragmento coral de Amazing Grace; no me pareció lo más apropiado para la ocasión, pero no captaba otra emisora. Luego, un cura evangelista dio comienzo a su sermón matutino y cuando llegué a Ventura me sentía ya casi limpia de pecado. Como siempre, me había olvidado de que los brotes de entusiasmo caritativo suelen presagiar malas noticias.

El trayecto desde San Diego, que suele durar cinco horas, se quedó en cuatro y media, lo que hizo que llegara a Santa Teresa poco después de las ocho. Me sentía aún llena de vitalidad. Antes de dirigirme a casa decidí pasar por el despacho para dejar la máquina de escribir y el maletín lleno de notas. Por el camino me había detenido en un supermercado y había comprado lo suficiente para ir tirando durante un par de días. Una vez que hubiera metido el petate en casa, tenía intención de darme una ducha rápida, dormir a continuación diez horas seguidas y levantarme a tiempo de cenar en el bar de Rosie, que está en mi misma calle. No hay nada más decadente que pasar el día sola en la cama. Reduciría el volumen del timbre del teléfono, conectaría el contestador automático y pondría en la puerta un cartel que dijera: «NO MOLESTEN». Ardía de impaciencia por hacerlo.

Pensaba que el aparcamiento que había tras el edificio donde tenía el despacho estaría vacío. Era sábado y los comercios del centro no abrirían hasta las diez. Me llevé una sorpresa de órdago cuando vi que la zona estaba llena de gente, entre la que distinguí a varios agentes de policía. Lo primero que se me ocurrió fue que estaban rodando una película y que habían acordonado el aparcamiento para que las cámaras pudieran filmar sin interrupciones. Había mirones fuera de la zona acordonada y dominaba el ambiente esa sensación general de aburrimiento cronometrado que por lo visto reina durante las filmaciones. De pronto, vi la cinta que utiliza la policía para acordonar los lugares donde se ha cometido un delito y los sentidos se me pusieron en alerta roja. Puesto que no se podía entrar en el aparcamiento, tuve que dejar el coche junto a la acera. Saqué la pistola del bolso, la metí en el maletín que llevaba en el asiento trasero, cerré el coche con llave y avancé hacia el agente de uniforme que se encontraba junto a la caseta de la entrada del aparcamiento. Mientras me dirigía hacia él, me lanzó una mirada que trataba de calcular qué pintaba yo en aquello. Era un treintañero de aspecto simpático, de cara alargada y estrecha, ojos de color avellana, bigotito, y pelo muy corto y de tonalidad rojiza. Sonreía con educación y cuando abría la boca se le veía una pequeña mella en uno de los dientes delanteros. O se había peleado o había utilizado los incisivos sin hacer caso de las advertencias que le habría hecho su madre durante la infancia.

—¿Desea usted algo?

Me quedé mirando el edificio blanco de tres plantas; en la planta baja abundaban los comercios al por menor, mientras que en las dos superiores sólo había oficinas. Me esforcé por parecer una ciudadana particularmente temerosa de la ley y no una investigadora independiente a quien le gustaba jugar con la verdad.

—Hola. ¿Qué ha ocurrido? Trabajo aquí enfrente y quería entrar.

—Terminaremos dentro de otros veinte minutos. ¿Trabaja usted en alguna oficina?

—Tengo un despacho en los locales de la compañía de seguros del primer piso. ¿Qué ha sido, un robo?

Los ojos de color avellana me inspeccionaron de arriba abajo y vi palpitar en ellos la cautela. No estaba dispuesto a regalar información sin saber con quién hablaba.

—¿Puedo ver su documentación?

—Desde luego. Voy a sacar la cartera —dije. No quería que pensara que iba a empuñar un arma. Los polis que vigilan el escenario de un delito se ponen a veces muy suspicaces y no suelen agradecer los movimientos bruscos. Le enseñé la cartera abierta: en una de las fundas transparentes estaba mi carnet de conducir californiano, y en la otra una fotocopia de mi licencia de detective privada—. He estado fuera y quería dejar un par de cosas antes de irme a casa. —Aunque yo misma había trabajado en la policía en otra época, a veces se me escapaba información que no venía a cuento. No duró mucho el interrogatorio.

—No creo que la dejen pasar, pero inténtelo si quiere —dijo, señalando a un policía de paisano que llevaba una carpeta—. Hable con el sargento Hollingshead.

Como hasta el momento no me había dado el menor indicio de lo ocurrido, volví a preguntarle.

—¿Han robado en la joyería?

—Ha sido un homicidio.

—¿Homicidio? —Al inspeccionar el aparcamiento, vi a un grupo de agentes moviéndose en la zona donde probablemente se encontraba el cadáver. No se veía nada en absoluto a aquella distancia, pero la actividad se había concentrado en las proximidades—. ¿Quién lleva el caso? ¿El teniente Dolan, quizás?

—Exactamente. Si quiere hablar con él, vaya al vehículo del laboratorio. Lo vi dirigirse hacia allí hace apenas unos minutos.

—Gracias. —Entré en el aparcamiento con la mirada fija en los enfermeros, que se preparaban ya para marcharse. El fotógrafo de la policía y un individuo que hacía dibujos en un cuaderno de notas medían la distancia que había entre un pequeño arbusto de adorno y la víctima, a la que vi en el suelo y boca abajo en aquel instante. El cadáver estaba cubierto por una lona impermeable, pero se le veían las suelas de las zapatillas deportivas Nike, con las puntas unidas y los talones abiertos en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

Vi que el teniente Dolan avanzaba hacia mí. Cuando se cruzaron nuestras respectivas trayectorias, nos dimos la mano de manera automática y cambiamos un par de frases de cortesía. Sabía que era absurdo hacerle las preguntas de rigor. Mucho o poco, me contaría lo que le dictara el humor del momento. La curiosidad ajena le vuelve tozudo y la insistencia provoca cortocircuitos en su arraigada irritabilidad. El teniente Dolan está a punto de cumplir los sesenta años y, por lo que me han dicho, le falta poco para jubilarse; está medio calvo, tiene la cara llena de bolsas colgantes y viste siempre un traje gris arrugado. Es un hombre al que admiro, aunque en todos estos años no han faltado los momentos de antagonismo y crispación. No le gustan los detectives privados. Piensa que somos una casta inútil aunque tolerable, y, aun así, sólo mientras no le pisemos el terreno. Como policía, es listo, minucioso, tenaz y muy astuto. Cuando está rodeado de civiles suele comportarse con distancia, pero en las dependencias de Jefatura y en compañía de sus colegas le he visto dar muestras de esa simpatía y esa generosidad que cimentan la lealtad de los subordinados, si bien se trataba de cualidades que nunca había creído oportuno ejercer conmigo. La cordialidad de que hacía alarde aquella mañana era del todo normal, cosa que siempre es preocupante.

—¿Quién es el muerto? —pregunté por fin.

—No lo sé. Aún no lo hemos identificado. ¿Quieres echarle un vistazo? —Hizo un ademán con la cabeza para indicarme que le siguiese mientras se dirigía hacia el cadáver. El corazón me dio un brinco inesperado y la sangre se me subió a la cara. Por una de esas intuiciones inequívocas, supe de repente quién era el muerto. Puede que por las archiconocidas suelas del calzado deportivo, por el borde elástico del pantalón del chándal rosa, o por la piel oscura que se le entreveía a la altura del tobillo. Me concentré en la imagen con una extraña sensación de déjà vu.

—¿Cómo ha muerto?

—Le dispararon desde muy cerca, seguramente después de las doce de la noche. Un tipo que hacía footing descubrió el cadáver a las seis y cuarto, y nos avisó. Hasta ahora no tenemos el arma ni testigos. Le han robado la cartera, el reloj y las llaves.

Se agachó, levantó la lona y quedó al descubierto un joven negro enfundado en un chándal. En cuanto le vi la cara de costado, apreté un botón mental para desconectar las emociones de los demás procesos internos.

—Se llama Parnell Perkins. Desde hace tres meses, más o menos, era gestor de reclamaciones de La Fidelidad de California. Antes había sido representante de una compañía de seguros de Los Angeles. —El personal de reclamaciones cambia continuamente y nadie le da la menor importancia.

—¿Tiene familia en Santa Teresa?

—Que yo sepa, no. Su supervisora era Vera Lipton, la directora de reclamaciones. Ella tiene que tener su expediente.

—Y tú, ¿qué dices?

Me encogí de hombros.

—Bueno, lo conozco desde hace muy poco, pero lo tengo por un buen amigo. —Corregí el tiempo verbal con una punzada de dolor—. Era muy simpático… un hombre agradable y competente. Tan generoso que a veces parecía ingenuo. No hablaba mucho de su vida privada; yo tampoco, la verdad sea dicha. Un par de veces por semana íbamos a tomar una copa al salir del trabajo. Cuando no teníamos ningún compromiso, la «hora del aperitivo» se prolongaba y cenábamos juntos. No creo que tuviese tiempo de entablar relaciones sólidas. Era muy gracioso, en el buen sentido, claro. Sabía hacerme reír.

El teniente Dolan, mientras tanto, tomaba notas con el lápiz. Me hizo algunas preguntas, aparentemente inconexas, sobre el trabajo, la historia laboral, las aficiones y las amigas de Parnell. Aparte de unas cuantas observaciones superficiales, fue muy poco lo que pude decirle, cosa que se me antojó extraña, dada la angustia que sentía. No podía apartar los ojos del muerto. Tenía el occipucio redondo y el pelo cortado casi al rape. La piel de su nuca parecía de goma. Tenía los ojos abiertos y la mirada fija en el asfalto. ¿Qué misterio entraña la vida para desvanecerse de un modo tan radical en tan poco tiempo? Mientras le observaba, me sentí aturdida por aquella ausencia de animación, de calor, de energía. Todo había desaparecido como por ensalmo para no volver jamás. Su misión en la Tierra había concluido. Los supervivientes tendríamos que encargarnos ahora del trabajo burocrático que rodea todas las defunciones, de esos trámites impersonales que genera nuestra inmersión involuntaria en una fosa de dos metros de profundidad.

Fui a ver la plaza del aparcamiento donde Parnell solía dejar el coche.

—No veo su coche. Tuvo que cogerlo para venir desde Colgate, de modo que no tiene que estar muy lejos. Es un Chevrolet azul oscuro, del 80 o del 81, creo.

—Puede que lo hayan robado. Lo buscaremos. Supongo que no sabrás la matrícula de memoria.

—Pues sí. Es una matrícula especial, PARNELL, un regalo que se hizo a sí mismo cuando cumplió los treinta el mes pasado.

—¿Sabes dónde vivía?

Le di la dirección. Ignoraba el número exacto de la calle, pero le había llevado a casa en dos ocasiones, una en que le estaban reparando el vehículo y otra en que había bebido demasiado para conducir. Le di también el teléfono particular de Vera, y Dolan lo apuntó a continuación del nombre.

—Si quiere inspeccionar su escritorio, tengo llave de las oficinas —le dije.

—Adelante.

Durante una semana no se habló más que de aquel asesinato. Cuando la muerte golpea tan cerca, se produce algo profundamente turbador. La muerte de Parnell resultaba estremecedora precisamente porque nadie se explicaba el motivo. En su existencia no había habido ninguna señal que presagiara que moriría asesinado. A juzgar por las apariencias, había sido una persona muy normal, como cualquiera de nosotros. Y, que nosotros supiéramos, ni en sus circunstancias, ni en su pasado, ni en su naturaleza, había habido nada que atrajera la violencia. Como hasta el momento no se había hecho la menor referencia a ningún sospechoso, acabamos por sentirnos desagradablemente indefensos, obsesionados por la idea de que a lo mejor sabíamos más de lo que creíamos. Y entretanto hablábamos sin parar de lo sucedido, tratando de alejar la nube de nerviosismo que se había levantado a raíz del crimen.

Yo no estaba más preparada que los demás. Es verdad que por mi profesión casi todas las semanas tropiezo con algún cadáver. Por lo general no reacciono de ningún modo, pero en el caso de Parnell, a causa de la amistad que nos había unido, mis habituales mecanismos de defensa —acción, rabia, cierto gusto por el humor negro— apenas pudieron defenderme de la aprensión que se había apoderado de todos los demás. Aunque muchas veces acabo investigando homicidios sin proponérmelo, no estoy predispuesta de antemano para esta clase de operaciones ni las acepto sin cobrar. Como nadie me había contratado para que investigara ese, me mantenía a distancia y me dedicaba a lo mío. El asunto era competencia exclusiva de la policía, y estaba claro que el departamento se bastaba a sí mismo y que no necesitaba ninguna «ayuda» del exterior. Que yo sea investigadora privada, y oficialmente autorizada por la ley, no significa que tenga más privilegios que los demás ciudadanos, ni tampoco más derecho a entrometerme.

Lo que me intranquilizaba era el silencio de los medios de información. En su momento había aparecido la noticia en la prensa, pero desde entonces no había habido ninguna otra alusión al crimen. Los noticiarios de la televisión tampoco hablaban de las investigaciones al respecto. No había más remedio que pensar que no había ninguna pista y que nada nuevo se había sabido desde el suceso, cosa que, por lo demás, me parecía muy extraña. Y deprimente, por no decir algo peor. Cuando una persona que nos importa muere asesinada, queremos que los demás acusen el impacto. Queremos que la comunidad entera se ponga en pie y tome alguna medida. Faltos de combustible, los comentarios languidecieron y acabaron por morir, dejando en su lugar un halo de melancolía. Los agentes se presentaron y se llevaron todo lo que había en el escritorio de Pamell. Los casos en que este había estado trabajando se repartieron entre los demás empleados. Un pariente del muerto que vivía en la costa oriental se presentó para cerrar la casa y hacerse cargo de sus pertenencias. La vida siguió su curso habitual. Donde antes estaba Parnell Perkins, ahora sólo había un espacio vacío y ninguno de nosotros sabía cómo afrontar y asimilar lo sucedido. Aunque al final sabría cómo unir todas las piezas para que formaran un dibujo coherente, por entonces ni siquiera sospechaba que se trataba de un rompecabezas. Al cabo de unas semanas, el homicidio pasó a un segundo plano debido a la inenarrable presencia de Gordon Titus —a quien no tardamos en llamar Pitus—, el vicepresidente de Palm Springs, cuyo traslado a la sede central de la empresa estaba prevista para el 15 de noviembre. Según se comprobó, incluso Titus jugó un papel involuntario en el curso de los acontecimientos.