Capítulo 1

Después de marcharme de Pendorric, me asombraba a menudo ver cómo la existencia de uno cambia tan repentinamente y en forma tan abrumadora. Había oído comparar la vida con un caleidoscopio y así se aparecía ante mí, porque al principio había una escena llena de paz y contento, y de pronto, el modelo comenzaba a cambiar, primero aquí, luego allá, mientras el cuadro que contemplaba ya no era tranquilo y pacífico sino lleno de amenazas. Me había casado con un hombre que pareció tener todo lo que se podía desear para un marido; solícito, amante, devotamente apasionado; y súbitamente fue como si me hubiera casado con un desconocido.

Vi por primera vez a Roc Pendorric, una mañana, cuando al regresar de la playa, lo encontré sentado con mi padre en el estudio; sostenía en sus manos una estatua de terracota de la que yo había sido el modelo, una delgada chiquilla de unos siete años. Recordaba cuando mi padre la había hecho, unos once años antes; y siempre había dicho que no estaba en venta.

Todavía no habían corrido las cortinas y los dos hombres contrastaban notablemente sentados allí a la fuerte luz del sol; mi padre, tan rubio, y el desconocido, tan moreno. En la isla mi padre era llamado a menudo Angelo, por la claridad de su pelo y piel, su expresión casi inocente, y porque era un hombre con un carácter encantador. Debe haber sido por eso que imaginé que había algo taciturno en su acompañante.

—Ah, aquí está mi hija Favel —dijo mi padre, como si hubieran estado hablando de mí.

Los dos se pusieron de pie; el desconocido era mucho más alto que mi padre, de mediana estatura. Tomó mi mano y sus alargados ojos oscuros me estudiaron de forma calculadora en la fija atención de su escrutinio. Era delgado, lo que acentuaba su altura y su cabello, casi negro; había una expresión en sus ojos vigilantes que me hizo sentir que estaba buscando algo que lo divirtiera, y se me ocurrió que debía haber un rasgo de malicia en su diversión. Tenía orejas un poco puntiagudas, lo que le daba el aspecto de un sátiro. El suyo era un rostro de contrastes; había dulzura en sus labios carnosos y también sensualidad; no cabía duda sobre la firmeza de su mandíbula; arrogancia en la nariz larga y recta; y, mezclado con el indudable humor de los ojos vivaces, todo el conjunto daba una impresión de malicia. Más tarde llegué a creer que me había fascinado tan rápidamente porque no podía estar segura de él y me llevó mucho tiempo descubrir qué clase de hombre era.

En ese momento deseé haberme vestido después de regresar de la playa.

—El señor Pendorric estuvo mirando el estudio —dijo mi padre—. Ha comprado la acuarela de la Bahía de Nápoles.

—Me alegro —contesté—. Es muy hermosa.

Levantó la pequeña estatua.

—Y ésta, también.

—No creo que esté en venta —le dije.

—Estoy seguro de que es muy valiosa.

Parecía estar comparándome con la figura y adiviné que mi padre debía haberle dicho —como lo hacía con cada uno que la admiraba—: «Ésa es mi hija cuando tenía siete años».

—Pero —continuó—, he intentado persuadir al artista para que me la venda. Después de todo, él todavía tiene el original.

Mi padre rió en la forma poco espontánea que usaba ante un cliente dispuesto a gastar dinero: con una risa forzada. Siempre había sido más feliz creando sus obras de arte que vendiéndolas. Cuando vivía mi madre se había ocupado de la mayoría de las ventas; después que yo dejé el colegio, hacía sólo unos pocos meses, me encontré haciéndome cargo de todo. Mi padre hubiera regalado su trabajo a cualquiera que pareciera apreciarlo, y necesitaba una mujer decidida que se ocupara de sus negocios; por eso al morir mi madre, nos convertimos en personas muy pobres. Pero después de instalarme en casa, me hice ilusiones de que costearíamos nuestros gastos.

—¿Favel, puedes servirnos un trago? —preguntó mi padre.

Dije que lo haría si esperaban a que me cambiara y, dejándolos juntos, me dirigí a mi dormitorio, que estaba a continuación del estudio. En pocos minutos me puse un vestido de lino azul, después de lo cual fui a nuestra pequeña cocina para encargarme de las bebidas; cuando volví al estudio mi padre estaba mostrando al visitante el bronce de Venus, una de nuestras piezas más costosas.

Si compra ésa, pensé, pagaría algunas cuentas. Podría apoderarme del dinero y hacerlo antes de que mi padre tuviera la posibilidad de jugárselo a las cartas o en la ruleta.

Los ojos de Roc Pendorric se encontraron con los míos por encima del bronce y como capté un destello de malicia en ellos, supuse que habría demostrado lo ansiosa que estaba porque él la compara. La dejó y se volvió hacia mí como si la estatua no pudiera retener su interés mientras yo estuviera allí, y me sentí molesta conmigo misma por interrumpirlo. Entonces capté el brillo de sus ojos y me pregunté qué sería lo que él esperaba que yo sintiera.

Comenzó a hablar sobre la isla; había llegado tan solo el día anterior y todavía no había visitado las villas de Tiberio y San Michele. Pero había oído hablar del estudio de Angelo y de los maravillosos trabajos que se podían conseguir allí y, por eso, ésta era su primera excursión.

Mi padre estaba ruborizado de placer, pero yo no sabía si debía creerle o no.

—Y cuando llegué y descubrí que Angelo era el señor Frederick Farington, que habla inglés, ya que también lo es, estuve incluso más encantado. Mi italiano es espantoso y ese alarde de «Aquí se habla inglés» a menudo es… bueno un poco jactancioso. Por favor, señorita Farington, dígame lo que debo ver mientras estoy aquí.

Comencé a hablarle sobre las villas, las grutas y todas las otras atracciones bien conocidas.

—Pero —agregué—, siempre me sucede que cuando regreso de Inglaterra, el paisaje y el azul del mar me parecen las verdaderas bellezas de la isla.

—Sería muy agradable tener compañía para compartir mis excursiones —dijo Pendorric.

—¿Está viajando solo? —pregunté.

—Completamente solo.

—Hay muchos turistas en la isla —le dije para animarlo—. Estoy segura de que va a encontrar a alguien tan ansioso como usted por hacer descubrimientos.

—Por supuesto, será necesario que encuentre la compañía adecuada… alguien que realmente conozca la isla.

—Los guías la conocen, por supuesto. Sus ojos centellearon.

—No estaba pensando en un guía.

—El resto de los lugareños, sin duda estarán muy ocupados.

—Ya encontraré lo que necesito —me aseguró; y tuve la sensación de que lo haría.

Se volvió hacia el bronce de Venus y comenzó a tocarlo otra vez.

—Le atrae —comenté.

Dio la vuelta para mirarme y me observó con tanta atención como lo había hecho con el bronce.

—Me siento enormemente atraído —me dijo—. No consigo apartarlo de mi mente. ¿Puedo volver más tarde?

—Pero, por supuesto… —dijimos mi padre y yo al mismo tiempo.

* * *

Regresó. Volvió una y otra vez. En mi inocencia, pensé al principio que dudaba ante el bronce de Venus; luego me pregunté si no le atraería el estudio porque probablemente le parecería muy bohemio, lleno de color local y totalmente distinto al lugar de donde él venía. No se puede esperar que la gente compre cada vez que viene. Era una característica de nuestro estudio, y de otros semejantes, que la gente pasara por casualidad y se detuviera para charlar y tomar una copa, curioseando por el lugar y comprando algo cuando le gustaba.

Me perturbaba el hecho de que yo había comenzando a esperar con interés sus visitas. Había momentos en que me sentía segura de que venía para verme, y otras veces me decía que lo estaba imaginando. Este pensamiento me deprimía.

Tres días después de su primera visita, bajé a una de las pequeñas playas de Marina Piccola para bañarme y él estaba allí. Nadamos juntos y luego nos tendimos al sol.

Le pregunté si estaba disfrutando de su estancia.

—Más de que lo que esperaba —me contestó.

—Espero que haya hecho excursiones.

—No muchas. Me gustan, pero sigo pensando que es aburrido hacerlas solo.

—¿De veras? La gente en general se queja de las horribles multitudes y no de estar solo.

—Recuerde —hizo notar— que yo no quiero cualquier compañía. Había algo insinuante en esos ojos alargados que se inclinaban tenuemente en los ángulos. En ese momento estuve segura de que era la clase de hombres que la mayoría de las mujeres encuentran irresistible, y que él lo sabía. Darme cuenta de esto me perturbó, porque yo misma estaba volviéndome muy consciente de su evidente masculinidad y me preguntaba hasta dónde lo habría notado él.

Le contesté con bastante frialdad:

—Alguien estuvo preguntando por el bronce de Venus esta mañana.

Sus ojos brillaron con diversión.

—Oh, bien, si lo pierdo, solo podría culparme a mí mismo. —El sentido era perfectamente claro y me sentí fastidiada. ¿Para qué creía que teníamos un estudio y recibíamos gente allí si no esperábamos vender cosas? ¿Cómo pensaba que vivíamos?

—No deseamos que lo tenga a menos que esté realmente entusiasmado con la pieza.

—Es que yo nunca tengo nada que no me entusiasme —contestó—. Pese a que realmente prefiero la figura de la Venus más joven.

—¡Oh… ésa!

Puso una mano en mi brazo y dijo:

—Es encantadora. Sí, me gusta mucho más.

—Lo siento, creo que se me hace tarde y debo volver —contesté.

Se apoyó en un codo, y me sonrió. Tuve la sensación de que él sabía que yo encontraba su compañía extremadamente estimulante y deseada, y que era para mí algo más que un posible comprador.

Dijo gentilmente:

—Su padre me dijo que usted es el cerebro comercial que está detrás del negocio. Y apuesto a que tiene razón.

—Los artistas necesitan a alguien práctico que se ocupe de ellos —contesté—. Y ahora que mi madre ha muerto…

Supe que mi voz había cambiado al nombrarla. Todavía me pasaba, pese a que había muerto tres años atrás. Disgustada conmigo misma, como me sucedía siempre que dejaba escapar mi emoción, dije rápidamente.

—Mi madre murió de tuberculosis. Vinieron aquí con la esperanza de que le haría bien. Ella era una magnífica empresaria.

—Y ahora usted tomó su lugar. —Sus ojos estaban llenos de simpatía y yo sentía una alegría desproporcionada porque él entendía mis sentimientos. Entonces pensé que había imaginado ese destello de malicia en él. Quizá malicia no fuera la palabra correcta; pero el hecho era que mientras yo me sentía más y más atraída hacia ese hombre, a menudo tenía conciencia de algo dentro de él que no podía entender, alguna cualidad, algo que él estaba decidido a mantener oculto ante mí. Eso me volvía a menudo insegura pero, de ninguna manera, disminuía mi creciente interés por él; al contrario, casi lo aumentaba. Ahora solo veía su simpatía, indudablemente auténtica.

—Espero que sí —contesté—. Creo que debo hacerlo.

Todavía no podía controlar el dolor en mi voz mientras recordaba y las lágrimas del pasado iban y venían por mi mente como relámpagos. La veía a ella durante los últimos meses: pequeña y delicada, con las mejillas brillantes, lo que solo era un signo de su enfermedad; esa tremenda energía que, como un fuego, la consumía. La isla parecía un lugar diferente cuando ella estaba. Al principio, me había enseñado a leer y escribir y a hacer cuentas con rapidez. Recordaba largos días tranquilos cuando me tendía en una de las pequeñas playas o nadaba en las aguas azules y me quedaba de espaldas a la deriva. Toda la belleza del lugar, todos los ecos de mi historia pasada constituían el bagaje de una de las existencias más felices que una niña pudo conocer. La verdad es que había crecido salvajemente. Algunas veces hablaba con los turistas; en ocasiones, me unía al marinero que llevaba a los visitantes a las grutas o a los paseos por la isla; otras veces, trepaba el sendero que conducía a la villa de Tiberio y me sentaba a mirar el mar de Nápoles. Luego volvía al estudio y escuchaba las conversaciones. Compartía con mi padre el orgullo por su trabajo y la alegría de mi madre al hacer una buena venta.

Ellos eran muy importantes el uno para el otro y en ocasiones me parecían dos brillantes mariposas que revoloteaban al rayo del sol, intoxicados por la alegría de estar vivos y porque sabían que el sol de la felicidad se alejaría de prisa y para siempre.

Me sentí indignada cuando me comunicaron que debía ir a un colegio en Inglaterra. Mi madre puntualizó que era necesario ya que ella no podía enseñarme más de lo que ya sabía y, a pesar de que yo conocía bastantes idiomas (hablaba inglés en casa, italiano con nuestros vecinos y como había muchos visitantes franceses y alemanes en el estudio, muy pronto aprendí esos idiomas), no tenía una verdadera educación. Mi madre estaba ansiosa porque yo pudiera ir a su antiguo y pequeño colegio que estaba en el corazón de Sussex. Su directora todavía ocupaba el cargo y yo sospechaba que todo estaba igual que en la época de mi madre.

Después de una o dos temporadas el colegio llegó a gustarme, en parte porque me hice amiga rápidamente de Esther McBane, y en parte, porque regresaba a la isla para Navidad, Pascua y las vacaciones de verano. Como era una persona normal y sin complicaciones, disfrutaba de ambos mundos.

Pero luego murió mi madre y ya nada fue igual. Me di cuenta de que había sido educada con el producto de las joyas que alguna vez fueron suyas. Ella había planeado que fuera a la universidad, pero el dinero se había gastado antes de lo que esperaba (compartía con mi padre la cualidad del optimismo), y mi colegio costaba más de lo que ella había calculado. De modo que, cuando ella murió, volví al colegio durante dos años más porque ése había sido su deseo. En ese tiempo, Esther fue un gran consuelo para mí; era huérfana y la había criado una tía, por lo tanto tenía un gran caudal de afecto para ofrecerle. Vino a pasar con nosotros un verano y nos ayudó a mi padre y a mí a no irritarnos demasiado con los visitantes del estudio. Le dijimos que podía volver todos los veranos y ella nos aseguró que así lo haría. Dejamos el colegio al mismo tiempo y volvió a casa conmigo al finalizar nuestro último curso. Durante esas vacaciones discutimos lo que haríamos con nuestras vidas… Esther planeaba tomar seriamente sus estudios de arte. En cuanto a mí, debía ocuparme de mi padre y tratar de ocupar el lugar de mi madre en el estudio, aunque temía no poder hacerlo nunca totalmente.

Sonreí al recordar la larga carta que había recibido de Esther, algo muy raro en ella, ya que odiaba escribir y lo evitaba siempre que le era posible. Al volver a Inglaterra había conocido a un hombre que tenía plantaciones de tabaco en Rodesia y que había vuelto a casa durante unos pocos meses. La carta estaba llena de noticias sobre su aventura. Dos meses más tarde llegó otra carta: Esther se había casado y se iba a Rodesia.

Estaba excitada y maravillosamente feliz, pero yo supe que ése era el fin de nuestra amistad porque ahora el único lazo entre nosotras serían las cartas, para las que Esther no tendría tiempo ni ganas. Recibí otra donde me decía que había llegado. Pero el matrimonio la había convertido en otra persona. Estaba muy lejos de aquella muchacha de piernas largas y cabello desaliñado que solía caminar conmigo por los terrenos de nuestro pequeño colegio hablándome de sus propósitos de dedicarse al arte.

Había sacado a relucir el pasado ante el rostro cercano al mío de Roc Pendorric y ahora no había más que simpatía en sus ojos.

—Le he despertado recuerdos tristes.

—Estaba pensando en mi madre y en el pasado.

Asintió y permanecimos en silencio durante algunos segundos. Luego dijo:

—¿Nunca pensó en regresar con la familia de ella… o la de su padre?

—¿La familia? —murmuré.

—¿Ella nunca le habló de su casa en Inglaterra?

De repente, yo estaba muy sorprendida.

—No, nunca lo mencionó.

—Quizá el recuerdo no la hiciera feliz.

—Nunca me di cuenta antes, pero ninguno de los dos jamás habló sobre… antes de que se casaran. En realidad, creo que sentían que todo lo que había sucedido anteriormente carecía de importancia.

—Debe haber sido un matrimonio totalmente feliz.

—Lo fue.

Volvimos a quedar en silencio. Entonces Pendorric dijo:

—¡Favel! Es un nombre poco común.

—No más que el suyo. Siempre pensé que Roc era un pájaro legendario.

—Fabuloso, de un tamaño y fortaleza inmensos, capaz de levantar un elefante… si lo deseaba.

Hablaba casi con presunción y le repliqué:

—Estoy segura de que incluso usted sería incapaz de levantar un elefante. ¿Es un sobrenombre?

—Me he llamado Roc desde que puedo recordar. Pero es la abreviatura de Petroc.

—Sigue siendo poco común.

—No en el lugar del mundo de donde vengo. Tengo un montón de antepasados que lo han usado. El original fue un santo del siglo sexto que fundó un monasterio. Creo que Roc es una versión moderna que me pertenece. ¿Le parece que me va bien?

—Sí —contesté—. Creo que sí.

Para aumentar mi incomodidad se inclinó hacia adelante y me besó en la punta de la nariz. Me puse de pie rápidamente.

—Realmente ya es hora de que vuelva al estudio —dije.

* * *

Nuestra amistad creció velozmente y para mí se volvió apasionante. No me daba cuenta de lo inexperta que era y me imaginaba capaz de manejar cualquier situación. Olvidaba que mi existencia había estado limitada por el colegio en Inglaterra con sus reglas y sus restricciones, nuestro estudio informal y falto de convenciones en una isla, cuya preocupación principal eran los visitantes que pasaban, y mi vida con mi padre, que todavía pensaba en mí como en una criatura. Me imaginaba como una mujer de mundo, a pesar de que ninguna que verdaderamente se considerara así se enamoraría del primer hombre que le pareciera distinto a todos los que había conocido.

Pero había magnetismo en Roc Pendorric cuando se proponía ser encantador y la verdad es que estaba decidido a ello.

Roc venía al estudio todos los días. Siempre tomaba la estatuilla entre sus manos y la acariciaba con amor.

—Estoy decidido a tenerla, sabes —me dijo un día.

—Mi padre nunca la venderá.

—Nunca abandono una esperanza. —Y cuando miré la línea fuerte de su mandíbula, el brillo de sus ojos oscuros, creí en él. Era un hombre que podía tomar lo que quisiera de la vida, y se me ocurrió que habría pocas cosas que se le negasen. Por eso estaba tan ansioso por conseguir la estatua: odiaba que lo frustraran.

Entonces compró el bronce de Venus.

—No creas —me dijo— que esto significa que me he olvidado de la otra. Ésa también será mía, ya verás.

Había un brillo de codicia en sus ojos cuando decía eso y también un cierto aire de broma. Por supuesto, yo sabía lo que quería decir.

Nadábamos juntos. Exploramos toda la isla y, en general, elegíamos los lugares menos frecuentados por las multitudes. Roc contrató dos marineros napolitanos para llevarnos en paseos por el mar y pasamos momentos maravilloso, acostados en el bote dejando que nuestras manos flotaran por el agua turquesa y esmeralda mientras Giuseppe y Umberto, nos observaban con la indulgencia que los latinos otorgaban a los enamorados, cantando arias de óperas italianas para entretenernos.

Pese a su aire moreno, debía haber algo esencialmente inglés en Roc, porque Giuseppe y Umberto se dieron cuenta inmediatamente de su nacionalidad. Esa habilidad para conocer el origen de una persona a menudo me sorprendía, pero nunca parecía fallar. En cuanto a mí, había pocas dificultades para ubicarme. Mi cabello desde mi nacimiento era rubio oscuro con mechones platino; eso me hacía parecer más rubia de lo que era. Mis ojos cambiaban como el agua y tomaban el color de lo yo vistiera. Algunas veces se volvían verdes y otras, casi azules. Mi nariz era corta y vivaz, mi boca, algo grande y tenía unos bonitos dientes. No era de ninguna manera una belleza, pero siempre había parecido más una visitante de la isla que una nativa.

Durante esas semanas nunca estuve segura de Roc. Había veces en que disfrutaba plenamente cada momento que se presentara y no me preocupaba por el futuro, pero cuando estaba sola —a la noche, por ejemplo— me preguntaba qué sería de mí cuando él volviera a su casa.

En aquellos primeros días, conocí el principio de esa frustración que más tarde traería el miedo y el terror a mi vida. Su alegría a menudo me parecía un disfraz para sentimientos más profundos; incluso durante sus momentos de mayor ternura, podía imaginar que veía cierto matiz calculador en sus ojos. Me intrigaba de cien maneras distintas. Sabía que con algo de valor por mi parte podría amarlo completamente, pero nunca estaba segura de él y quizás ésa era una de las razones por las que cada instante con él me resultara tan excitante.

Un día, al poco tiempo de habernos conocido, subimos a la villa de Tiberio; nunca había habido un panorama más soberbio. Todo estaba allí para nuestro deleite, como yo lo había visto muchas veces antes: Capri y Monte Solaro, el golfo de Salerna desde Amalfi a Paestum, el golfo de Nápoles, desde Sorrento a Cabo Miseno. Lo conocía bien y sin embargo parecía tener una nueva magia por estar compartiéndolo con Roc.

—¿Has visto alguna vez algo tan encantador? —le pregunté.

Pareció considerarlo; luego respondió:

—Yo vivo en un lugar que me parece tan hermoso como éste.

—¿Dónde?

—Cornwall. Nuestra bahía es preciosa, más bella, creo, porque cambia más a menudo. ¿No te aburres de estos mares de zafiro? Yo he visto los nuestros color azul o casi azul, he visto las aguas verdes bajo el castigo de la lluvia; color castaño después de una tormenta y rosadas al amanecer; he visto enloquecer al agua de furia, golpeando las rocas y elevando la espuma, y la he visto tan sedosa como este mar. Esto es muy hermoso, lo reconozco, y creo que los emperadores romanos nunca nos honraron en Cornwall con sus villas y leyendas acerca de muchachas y muchachos que danzaban, pero nosotros tenemos nuestra historia y ése es justamente su hechizo.

—Nunca he estado en Cornwall.

Se volvió hacia mí súbitamente y me vi atrapada en un abrazo que me hizo jadear. Me dijo con su rostro pegado al mío:

—Pero estarás… pronto.

Yo era consciente de las ruinas rojizas, la verdosa estatua de la Madonna, el profundo azul del mar, y la vida de repente me parecía demasiado hermosa para ser verdad.

Me había levantado del suelo y me sostenía en alto, riéndose de mí. Dije con modestia:

—Alguien podría vernos.

—¿Te importa?

Bueno, me opongo a que me hagas perder pie.

Me dejó y para mi desilusión no dijo nada más sobre Cornwall. Ese incidente era típico de nuestra relación.

* * *

Me di cuenta de que mi padre estaba muy interesado en nuestra relación. Le encantaba ver a Roc y, cuando algunas veces iba hasta la puerta del estudio para encontrarse con nosotros que llegábamos de alguna excursión, yo pensaba que tenía aspecto de conspirador. No era un hombre taimado y no me llevó mucho tiempo descubrir el plan referido a Roc y a mí que se estaba formando en su mente.

¿Creería que Roc se me había declarado? ¿Los sentimientos de Roc serían más claros de lo que yo me había animado a esperar y mi padre lo había notado? Y, supongamos que me casaba con Roc, ¿qué pasaría con el estudio? ¿Cómo se las arreglaría mi padre sin mí, ya que si me casaba con Roc debería marcharme con él?

Me sentía indecisa. Sabía que deseaba casarme con Roc, pero no estaba segura de sus sentimientos hacia mí. ¿Cómo podría dejar a mi padre? Pero lo había hecho cuando iba al colegio, me recordé a mí misma. Sí y mira los resultados. Desde el principio, estar enamorada de Roc fue una experiencia que me mantuvo entre el éxtasis y la ansiedad.

Pero Roc no me hablaba de matrimonio.

A menudo mi padre lo invitaba a comer, y Roc aceptaba siempre sus invitaciones con la condición de traer el vino. Yo cocinaba omelettes, pescado, pasta, e incluso rosbif y budín de Yorkshire; las comidas me salían muy bien porque mi madre me había enseñado a cocinar y siempre se habían servido una cierta cantidad de platos de la cocina inglesa en el estudio.

Roc parecía disfrutar mucho de esas comidas y se quedaba sentado durante mucho tiempo charlando y bebiendo. Comenzó a hablar mucho sobre sí mismo y su hogar en Cornwall, pero tenía un método para hacer hablar a papá y, muy rápidamente, supo cómo vivíamos, las dificultades que teníamos para ganar suficiente dinero durante la temporada turística a fin de mantenernos en los meses restantes. Noté también que mi padre jamás se refería a la época anterior a su matrimonio, y Roc hizo solamente uno o dos intentos para disuadirlo. Después lo dejó extrañamente de lado, porque por lo habitual, era insistente.

Recuerdo un día en que, al llegar, los encontré a los dos jugando a las cartas. Mi padre tenía esa expresión en el rostro que siempre me atemorizaba, una resolución que hacía brillar sus ojos como un fuego azul, un rosado pálido en sus mejillas y, cuando entré, casi ni me miró.

Roc se puso de pie pero pude darme cuenta de que compartía los sentimientos de mi padre por el juego. Me sentí muy intranquila mientras pensaba: «así que él también es un jugador».

—Favel no desea interrumpir el juego —dijo mi padre.

Miré a los ojos a Roc y contesté fríamente:

—Espero que no estén jugando con apuestas muy altas.

—No te preocupes por esas cosas, querida mía —dijo papá.

—Está decidido a arrebatarme las liras de mi bolsillo —agregó Roc con los ojos centelleantes.

—Voy a preparar algo para comer —dije y me dirigí a la cocina.

«Debo hacerle saber que mi padre no puede jugar», me dije.

Cuando nos sentamos a comer, mi padre estaba radiante y adiviné que había ganado.

* * *

Hablé sobre eso con Roc al día siguiente en la playa.

—Por favor, no animes a papá a jugar. Simplemente no puede resistirlo.

—Pero a él le da mucho placer cuando lo hace —me contestó.

—Muchísima gente siente placer en hacer cosas que no son buenas.

Roc rió.

—Por favor, escúchame. No somos lo bastante ricos como para arriesgarnos a perder un dinero que ha costado tanto ganar. Aquí vivimos muy sobriamente, pero no es fácil. ¿Te es imposible comprenderlo?

—Por favor, no te preocupes, Favel —dijo poniendo su mano en la mía.

—¿Entonces no volverás a jugar por dinero con él?

—Supón que me lo pida. ¿Debo decir: declino la invitación porque su sensata hija nos lo prohíbe?

—Puedes salir mejor del paso.

—Pero no sería verdad —dijo con aspecto frío.

Me encogí de hombros con impaciencia.

—Seguro que puedes encontrar otra gente para jugar. ¿Por qué tenías que elegirlo a él?

Parecía pensativo y respondió.

—Supongo que es porque me gusta la atmósfera del estudio. —Estábamos recostados en la playa y él se incorporó y me hizo volver hacia él. Mirándome a la cara continuó—: Me gustan los tesoros que tiene allí.

En momentos como ése creía que sus sentimientos se equiparaban a los míos. Estaba extasiada y al mismo tiempo temerosa de mostrarme tan al descubierto. De modo que me puse rápidamente de pie y me encaminé hacia el mar. Roc me siguió muy de cerca.

—¿No sabes, Favel —dijo poniendo un brazo sobre mi espalda desnuda—, que yo deseo complacerte?

Tuve que volverme y sonreírle. Con seguridad, pensé, la mirada que me dirige es de amor.

Felices y despreocupados nadamos y luego, cuando nos tendimos al sol en la playa, yo sentí, una vez más, la alegría de estar enamorada.

* * *

Sin embargo, dos días más tarde al regresar del mercado, los encontré sentados ante la mesa de cartas. El juego había terminado, pero pude ver por el rostro de mi padre que había perdido y, por el de Roc, que había ganado.

Sentí mis mejillas enrojecidas y mis ojos severos cuando miré la cara de Roc. No dije nada y pasé directamente hacia la cocina con mi cesta. La dejé, enojada, y para mi desaliento me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Lágrimas de furia, me dije, porque me había engañado. No era un hombre en el que se podía confiar. Ésa era una clara indicación: prometía una cosa y hacía otra.

Deseaba alejarme rápidamente del estudio para encontrar algún paraje alejado de todos, donde pudiera permanecer hasta que me calmara lo suficiente para enfrentarme a él otra vez.

Escuché una voz detrás de mí.

—¿Qué puedo hacer para ayudar?

Me di la vuelta y lo miré. Agradecí que las lágrimas no cayeran de mis ojos. Simplemente hacían parecer mis ojos más brillantes y él no adivinaría lo desdichada que me sentía.

Contesté bruscamente:

—Nada, puedo arreglarme sola, muchas gracias.

Me di la vuelta hacia la mesa y entonces sentí que se me acercaba, me tomaba de los hombros y reía.

Acercó su rostro a mi oído y susurró:

—Mantuve mi promesa, sabes. No jugamos por dinero.

Me aparté de él y fui hasta un cajón de la mesa que abrí y revolví sin saber qué buscaba.

—Tonterías —repliqué—. El juego no significa nada para ninguno de los dos si no apuestan. No es así como tú disfrutas jugando a las cartas. Es ganar o perder. Y por supuesto los dos piensan que van a ganar cada vez. Me parece absurdo que me trates como a una niña. Uno de los dos tiene que perder.

—Pero debes entender que mantuve mi promesa.

—Por favor, no te molestes en explicarme. Puedo fiarme de lo que veo, sabes.

—Estuvimos jugando… es verdad. Tienes razón cuando dices que no nos interesaría si no apostáramos. ¿Quién crees que ganó esta vez?

—Tengo que preparar la comida.

—Gané esto. —Metió la mano en el bolsillo y sacó la estatuilla.

Luego rió.

—Estaba decidido a lograrla por medios honestos o haciendo trampa. Afortunadamente pude ser honesto. Así que ya ves, mantuve mi promesa contigo, pude jugar y tengo esta deliciosa criatura.

—Toma los cuchillos y los tenedores, por favor —dije.

Deslizó la estatuilla en su bolsillo y me sonrió.

—Con mucho gusto.

* * *

Al día siguiente me pidió que me casara con él. Había sugerido que subiéramos a pie por el escarpado sendero a la Gruta de Matromania. Yo siempre había pensado que era la menos excitante de las grutas y que la Azul, la Verde, la Amarilla, la Roja o la gruta de los Santos eran mucho más dignas de una visita, pero Roc dijo que no la conocía y deseaba llevarme allí.

—Un lugar muy apropiado —me comentó cuando llegamos allí.

Me volví para mirarlo y él me tomó de un brazo y lo sostuvo con fuerza.

—¿Para qué? —pregunté.

—Tú lo sabes —replicó.

Pero yo nunca estaba segura de él, ni siquiera en ese momento en que me miraba con tanta ternura.

—Mitromania —murmuró.

—He oído decir que estaba dedicada a Mitromania conocido como Mitras —dije rápidamente porque temía traicionar mis sentimientos.

—Tonterías —replicó—. Aquí es donde Tiberio celebraba sus fiestas para jóvenes y doncellas. Lo leí en la guía de turismo. Quiere decir matrimonio porque aquí se casaban.

—Entonces hay dos opiniones.

—Pues vamos a darle una razón mejor para que sea importante. Éste es el lugar en donde Petroc Pendorric le pidió a Favel Farington que se casara con él y ella le contestó…

Se volvió hacia mí y en ese momento estuve segura de que me amaba tan apasionadamente como yo a él.

No hubo necesidad de que le contestara. Regresamos al estudio: él estaba orgulloso y yo, más feliz que nunca.

* * *

Mi padre estaba tan encantado cuando le dimos la noticia que casi fue como si hubiera querido librarse de mí. Se negó a discutir qué haría cuando me fuera y yo estuve terriblemente preocupada hasta que Roc me dijo que insistiría para que aceptara una asignación mensual. ¿Por qué no lo haría viniendo de su yerno? Tomaría en comisión algunas pinturas si eso lo hacía más fácil. Quizás eso fuera una buena idea.

—Tenemos muchísimas paredes vacías en Pendorric —agregó.

Y por primera vez comencé a pensar seriamente en el lugar que sería mi hogar; pero a pesar de que Roc siempre estaba listo para hablar en general del lugar, me dijo que quería que yo lo viera y juzgara por mí misma. Si me hablaba mucho, tal vez imaginaría algo diferente que luego me desilusionaría pese a que yo no creía que pudiera desilusionarme una casa compartida con él.

Estábamos muy enamorados. Roc ya no era un desconocido. Sentía que comenzaba a entenderlo. Había algo de burlón en él y le gustaba hacerme bromas.

—Eso es —me dijo una vez— porque tú eres muy seria, muy anticuada como para ser verdad.

Reflexioné sobre eso y supuse que yo era diferente a las muchachas que él había conocido, a causa de mi educación: el círculo íntimo de mi familia, el colegio que funcionaba de la misma manera que veinte o treinta años antes. También había sentido muy profundamente mis responsabilidades al morir mi madre. Debía aprender a ser más despreocupada, alegre y moderna, me dije a mí misma.

Nuestra boda sería muy tranquila, con solo unos pocos invitados de la colonia británica. Roc y yo íbamos a quedarnos en el estudio durante una semana y luego iríamos a Inglaterra.

Le pregunté qué diría su familia cuando regresara con una esposa a la que ellos nunca habían visto.

—Les he escrito diciéndoles que pronto estaremos en casa. No están tan sorprendidos como tú imaginas. Han aprendido a aguardar de mí lo inesperado —me contestó alegremente—. Estarán alborotados de alegría. Sabes, creen que casarse es un deber de cada Pendorric y creían que ya había esperado demasiado tiempo.

Yo deseaba saber más sobre ellos. Deseaba estar preparada, pero él siempre cambiaba el tema.

—No soy muy bueno para describir cosas —me contestaba—. Y ya pronto estarás con ellos.

—Pero Pendorric… supongo que es algo así como una mansión.

—Es la casa de la familia. Supongo que puedes llamarla así.

—¿Y… quién es la familia?

—Mi hermana, su marido, sus hijas mellizas. No tienes que preocuparte, sabes. Ellos no estarán en nuestra parte de la casa. Es una costumbre de la familia, que todos los que pueden permanecen en la casa y llevan a sus familias a vivir allí.

—Y está cerca del mar.

—Justo en la costa. Vas a enamorarte del lugar. Todos los Pendorric lo hacen y tú serás uno de ellos muy pronto.

Creo que fue una semana antes del día de la boda cuando noté el cambio en mi padre.

Un día, me acerqué despacio y lo encontré sentado ante la mesa mirando fijamente hacia adelante y, dado que no me había visto, pude observarlo unos pocos momentos. Estaba descansando; se le veía súbitamente envejecido y más que eso…, atemorizado.

—Padre —grité—, ¿qué te sucede?

Se incorporó y sonrió, pero su corazón no estaba en esa sonrisa.

—¿Qué pasa? ¿Por qué?, no pasa nada.

—Pero estabas sentado allí…

—¿Por qué no debía hacerlo? Estuve trabajando en el busto de Tiberio. Me cansó.

Acepté momentáneamente su excusa y luego olvidé el hecho.

* * *

Pero no por mucho tiempo. Mi padre nunca había sido capaz de guardar las cosas para sí y comencé a creer que me estaba escondiendo algo que le causaba una gran ansiedad.

Una mañana temprano, dos días antes de la boda, me desperté y descubrí que alguien se movía en el estudio. Las agujas luminosas del reloj del costado de mi cama marcaban las tres.

Con rapidez me coloqué la bata, abrí suavemente la puerta de mi habitación y espiando vi una sombra oscura sentada a la mesa.

—¡Padre! —grité.

Se puso de pie.

—Mi querida niña, te he despertado. Está todo bien, vuelve a la cama.

Me acerqué y le hice sentarse. Acerqué una silla para mí.

—Mira —insistí—, es mejor que me digas qué es lo que anda mal. Vaciló y luego me dijo:

—Pero si no pasa nada. No podía dormir y pensé que sería bueno venir a sentarme aquí un rato.

—¿Pero, por qué no puedes dormir? Piensas en algo, ¿verdad?

—Estoy perfectamente bien.

—No tiene sentido que digas eso cuando evidentemente no es así. ¿Estás preocupado por mí… por mi matrimonio?

Otra vez la pausa. Por supuesto, es eso, pensé.

—Mi querida criatura —me dijo—, tú estás muy enamorada de Roc, ¿no es así?

—Sí, padre.

—Favel… estás segura, ¿no?

—¿Estás preocupado porque hace tan poco tiempo que nos conocemos?

No contestó a mi pregunta, pero murmuró:

—Te vas a ir de aquí… a ese lugar en Cornwall… a Pendorric.

—¡Pero vendremos a verte! Y tú puedes ir a quedarte con nosotros.

—Creo —continuó como si estuviera hablando consigo mismo— que si algo impidiese tu matrimonio te destrozaría el corazón.

Se detuvo de golpe.

—Tengo frío. Vamos a la cama. Perdóname por perturbarte, Favel.

—Padre, realmente tendremos que hablar. Deseo que puedas decirme todo lo que tienes en tu mente.

—Ve a la cama, Favel. Lamento haberte despertado.

Me besó y fuimos a nuestros dormitorios. Más tarde me reproché muchas veces por haberle permitido evadirse así. Debería haber insistido para enterarme.

* * *

Llegó el día de nuestra boda y estaba tan colmada por las nuevas y excitantes experiencias que no dediqué ni un pensamiento a lo que pasaba con mi padre. No pude pensar en nada que no fuera Roc y yo en esos días.

Era maravilloso estar juntos cada hora de los días y las noches. Nos reíamos de tonterías; descubrí que la verdadera risa de la felicidad venía fácilmente. Giuseppe y Umberto estaban encantados con nosotros; sus arias eran más fervientes que nunca. Después de que se marcharan, Roc y yo los imitábamos gesticulando alocadamente, poniendo caras trágicas o cómicas según las canciones lo demandaran y, porque desentonábamos al cantar, nos reíamos más. Roc venía a la cocina cuando yo estaba cocinando —decía que para ayudarme— y se sentaba en la mesa colocándose en mi camino, hasta que con burlona exasperación amenazaba con echarlo de allí, lo que siempre terminaba en que yo caía en sus brazos.

Los recuerdos de esos días permanecerían en mí durante los difíciles momentos por venir. Ellos me alimentarían cuando necesitara apoyo.

Roc era, como yo había supuesto que sería, un amante apasionado y exigente; me arrastraba con él, pero a menudo me sentía asombrada de las ricas experiencias que vivía a su lado. Estaba segura de que todo sería maravilloso. Feliz de vivir el momento, incluso había dejado de preguntarme cómo sería mi nuevo hogar; me aseguraba que mi padre no tendría de qué preocuparse. Roc se ocuparía de su futuro de la misma manera que cuidaría del mío.

Entonces, un día fui sola al mercado y volví antes de lo esperado.

La puerta del estudio estaba abierta y vi allí a mi padre y a mi marido. La expresión de sus rostros me impresionó. El de Roc se había vuelto siniestro, el de mi padre, torturado. Tuve la impresión de que mi padre le había dicho algo a Roc que a éste no le había gustado, y no podía saber si estaba enojado o asombrado. Me pareció que mi padre estaba perplejo.

Entonces se dieron cuenta de mi presencia y Roc dijo apresuradamente.

—Aquí está Favel.

Fue como si los dos dejaran caer máscaras sobre sus rostros.

—¿Sucede algo? —Quise saber.

—Solamente que estamos hambrientos —contestó Roc acercándose a mí y quitándome la cesta.

Sonrió y, pasando su brazo alrededor de mi cuerpo, me abrazó.

—Me parece que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi.

Miré por encima de él hacia mi padre; él también sonreía pero pensé que había un matiz sombrío en su rostro.

—Padre —insistí—, ¿qué pasa?

—Estás imaginando cosas, querida —me aseguró.

No pude apartar mi desasosiego, pero dejé que me persuadieran de que todo estaba bien ya que no podía soportar que nada perturbara mi nueva y maravillosa felicidad.

* * *

El sol brillaba. Había sido una agitada mañana en el estudio. Mi padre siempre iba a nadar mientras yo preparaba nuestro almuerzo y ese día le dije a Roc que le acompañara.

—¿Por qué no vienes tú también?

—Porque tengo que hacer la comida. La haré más rápido si os vais los dos.

Así fue como los dos se marcharon juntos.

Diez minutos más tarde Roc estaba de vuelta. Entró en la cocina y se sentó a la mesa. Estaba de espaldas a la ventana y observé cómo la luz del sol le daba en la punta de las orejas.

—Hay momentos —le dije— en que pareces un sátiro.

—Eso es lo que soy —me contestó.

—¿Por qué volviste tan pronto?

—Me di cuenta de que no quería estar separado de ti, así que dejé a tu padre en la playa y regresé solo.

Me reí de él.

—¡Eres un tonto! ¿No puedes soportar estar lejos de mí por otros quince minutos?

—Es demasiado —me dijo.

Estaba encantada de tenerlo conmigo, pretendiendo ayudarme en la cocina, pero cuando estuvimos listos para comer, mi padre no había regresado.

—Espero que no se haya enredado en una larga conversación —dije.

—No es posible. Ya sabes cómo la gente se aleja de la playa para comer y hacer la siesta a esta hora del día.

Cinco minutos más tarde comencé a estar realmente ansiosa y por buenas razones.

Aquella mañana mi padre entró al mar y no regresó con vida.

Su cadáver fue recuperado ese mismo día mucho más tarde. Dijeron que debió haber tenido un calambre y no pudo salvarse.

Entonces pareció la única explicación. Mi felicidad se había destrozado, pero qué agradecida estaba de tener a Roc conmigo. No sabía cómo hubiera podido vivir durante ese tiempo si él no hubiera permanecido a mi lado. Mi único y gran consuelo era que, a pesar de haber perdido a mi padre, Roc hubiera aparecido en mi vida.

Fue solamente más tarde cuando comenzaron las terribles dudas.